—Ése es el tema —le dije—. Por qué no la conocemos...
Hice una pausa para tomar aire. Me animé a mí mismo y lo solté de un tirón.
—Cuando encontré aquel pastillero con la viagra, ¿te acuerdas?, estuve mucho tiempo pensando en papá, en qué clase de hombre habría podido ser, qué vida habría podido vivir sin que nosotros lo supiéramos. Entonces, tú estabas muy liado con los impuestos de la herencia, y mamá me pidió que fuera a La Moraleja en tu lugar. Ya había ido una vez, pero no me había llevado nada, ni fotos, ni cosas, y como cuando llegué estaba solo, porque aquella tarde Lisette tenía clase de no sé qué, me dediqué a curiosear un rato en el despacho. Estuve mirando en los armarios y encontré una carpeta de cartón con los papeles de la División Azul. Encima de todo había unas notas muy recientes, con nombres, fechas, frases que no entendí y un teléfono apuntado. Así conocí a Raquel, el teléfono era suyo. Hablé con ella, le pregunté quién era y me dijo que prefería quedar conmigo —me pregunté si estaría mintiendo bien y no hallé en el rostro de mi hermano nada que me sugiriera lo contrario—. Me pareció todo muy misterioso, pero al final quedamos, y me contó que había conocido a papá por casualidad, porque tenía un piso en un edificio de Tetuán que os interesaba comprar, para unirlo a otro que ya teníais y edificar algo más grande y más alto, supongo que sabes de lo que te hablo...
—Pues... Espérate, porque eso también me suena, pero compramos varios edificios en Tetuán, y ahora no sé...
—Da igual. Seguro que al final te acuerdas, porque ella se resistió mucho tiempo a vender. Trabaja en un banco y es muy lista. Supuso que cuanto más tiempo aguantara, más dinero le daríais, y así fue. Al final, papá le cambió su piso por un ático de esos que Rafa nos quiso vender a nosotros, bueno, por lo menos a mí, en la calle Jorge Juan. Estaba preocupada, porque la operación se había cerrado un par de días antes de que papá entrara en el hospital y no estaba segura de que la compraventa fuera efectiva. Por eso había venido al entierro. Antes o después, tendría que hablar con alguno de nosotros, y quería conocernos, ver qué pinta teníamos... En fin, eso fue lo que me contó y a mí me pareció muy raro, no creas que no. Por supuesto que era raro, era mentira, pero en aquel momento a mí me dio igual, porque era una rareza inofensiva, y además, y sobre todo, porque ella me gustaba. Empezamos a coquetear a los diez minutos de vernos y, claro, pues, entonces... A partir de ahí, lo demás daba lo mismo. El día de la notaría comprobé que aquel ático no estaba entre las propiedades que íbamos a heredar y tuve una bronca con Angélica, ¿te acuerdas?
—Sí —sonrió—, eso no se me ha olvidado.
—Pues aquella noche volví a llamar a Raquel, volvimos a quedar y me gustó todavía más. Me gustaba tanto que nos enrollamos enseguida y me siguió gustando, hasta que me volví loco por ella, ya lo sabes, y le acabé pidiendo que nos fuéramos juntos. Entonces desapareció y me volví loco pero de verdad, lo pasé muy mal, fatal, en serio. Fue todo una casualidad, ¿comprendes?, todo. Podría haberle pasado a Rafa, podría haberte pasado a ti, podría haber sido otra la inmobiliaria que hubiera estado interesada en comprar el edificio donde ella vivía, y no habría reconocido el nombre de papá, y ni siquiera nos habríamos conocido. Pero pasó así, y me pasó a mí, y me enganché, me quedé colgado como un adolescente. Y ahora me acabo de enterar de que sólo me había contado una parte de la verdad.
No era una buena historia. Tenía lagunas, imprecisiones, zonas de sombra, y cuando ya la había lanzado, más allá del último punto que me habría permitido retroceder, me di cuenta de que antes o después Rafa tendría que conocer a Raquel, y si la reconocía como la asesora de inversiones a la que había visitado una vez, aunque no hubiera estado en su despacho ni diez minutos, mis explicaciones se vendrían abajo como una fila de fichas de dominó. Pero en aquel momento, ése era el menor de mis problemas y, si mi relación con mi familia sobrevivía a aquel fin de semana, sería también el menor de los suyos. Además, Rafa no solía fijarse mucho en las mujeres, y Julio, que siempre le reprochaba que le gustaran lo justo, o sea, poquísimo, estaba tan atónito que encajó mi historia de una vez, y se la tragó sin masticarla.
—Creo que sí sé quién es —dijo luego—. Bueno, yo nunca llegué a verla, no llevaba aquel asunto personalmente, pero me acuerdo de que en una de las casas de Tetuán hubo una tía que nos trajo de cabeza una temporada. Lo que no entiendo es... ¿Cómo pudo cambiarle papá un piso tan barato por otro tan caro? Era viejo, pero no era tonto. ¿Y por qué tienes esa cara, Álvaro? Al fin y al cabo, la tía ha vuelto, estás con ella. Deberías estar encantado, ¿no?
Le miré, me froté los ojos, pedí otra cerveza.
—¿Te acuerdas de Mariloli, Julio?
—¿Mariloli? —y negó con la cabeza, como si temiera por un instante que su hermano se hubiera vuelto loco—. ¿La hija del portero de Argensola?
—Sí, esa misma. ¿Te acuerdas de una muñeca que se había encontrado tirada en la calle, y resultó que era de Clara, y ella le pidió que se la devolviera, y no quiso?
La muñeca pelirroja vestida de verde era tan poderosa, tan inmune a los efectos del paso del tiempo, que también hizo cambiar la expresión de mi hermano. En ese instante, comprendí que él sabía, que probablemente lo había sabido desde siempre, quizás desde aquel mismo día, pero se lo conté todo, quién era nuestro padre, aquel hombre admirable, y cómo había logrado hacerse a sí mismo, desde los dos carnés que había guardado como trofeo hasta que la visita de Raquel le enfrentó con su propia vida al borde de la muerte. No le di más explicaciones y él no me las pidió.
—Pues es una putada, sí —y sin embargo sonreía—. Ahora, que lo que no entiendo son los problemas de esa tía, sus remordimientos, que se sintiera culpable por haberse liado contigo sin haberte dicho la verdad. Al fin y al cabo, todo fue una casualidad, tú lo has dicho. Debe de ser tan rara como tú, Alvarito, porque con haberse estado callada... ¿Que sabía que tu padre era un hijo de puta? Pues muy bien, yo también lo sé, ya te lo conté una vez. Llevo muchos años viviendo con eso, y aquí estoy. ¿Que de repente se le presentó la ocasión de darle un disgusto, y la aprovechó? Pues mira, quien más y quien menos... ¿Que papá se murió porque una desconocida apareció un buen día en su despacho cargada con unos papeles que no habría querido volver a ver por nada del mundo? Eso da igual, Álvaro. Ella no le mató, ni mucho menos. Tenía ochenta y tres años, antes o después tenía que morirse. Y se murió. Él está muerto y tú estás vivo. Eso es lo único importante.
—El muerto al hoyo y el vivo al bollo.
—Pues sí —levantó su vaso en el aire y volvió a sonreír—. Nunca mejor dicho.
—Pero... No lo entiendo —hice una pausa para mirar a mi hermano y vi cómo se deshacía su sonrisa en una mueca melancólica—. ¿A ti no te importa?
—Yo ya lo sabía, Álvaro. Lo sé desde hace muchos años. Desde aquella misma tarde en la que tu chica, Raquel se llama, ¿no?, vino a casa con su abuelo —acabó su cerveza, se quedó mirando el vaso y levantó la mano—. Creo que me voy a pedir algo más fuerte... ¿Quieres un gintonic?
—No —eso no significaba que no quisiera beber y mi hermano se dio cuenta.
—¿Un whisky? —asentí, y él se ocupó de pedirlo—. Aquella tarde... Teníamos un partido de fútbol y yo marqué tres goles, me acuerdo perfectamente. Jugué de puta madre, y papá estaba muy contento, muy orgulloso de mí. En aquella época, eso era lo que más me importaba. Yo quería mucho a papá, le admiraba mucho, jugaba para él, para que me viera, para que me abrazara al final de los partidos. La semana siguiente iba a hacer una prueba para los juveniles del Madrid, ¿te acuerdas tú de eso?
—Claro —sonreí—. Me tiré meses presumiendo de ti en el colegio. Aposté con todos mis amigos a que te iban a fichar.
—En fin... —él también sonrió—. Lo siento. El caso es que mamá estaba horrorizada, pero a él le hacía mucha ilusión tener un hijo futbolista. Fuimos hablando de eso al salir del campo, papá y yo solos, porque Rafa estuvo todo el camino callado, enfurruñado. En aquella época tenía muchos celos de mí, porque llevaba toda la temporada chupando banquillo. Y entonces llegamos a casa, y había una niña con Clara, y... Pues nada. Yo no me di cuenta de nada, la verdad. Antes de cenar, mamá vino a buscar a Rafa y se lo llevó. Papá quería hablar con él y, lo que son las cosas, yo estaba seguro de que iba a hablarle de mí, a pedirle que no fuera tan celoso, que me ayudara, que me apoyara, que se resignara a ser peor futbolista que yo. Eso creía, y me alegré, porque Rafa estaba insoportable, todo el día picado, metiéndose conmigo, haciéndome burlas... Pero no era eso. En la cena estuvieron todos muy serios, papá, mamá, Rafa y Angélica.
—¿Y yo? —la parte de la historia en la que ahora coincidían Julio y Raquel me había devuelto a unos días tan insignificantes para mí que no podía recordarlos con precisión—. ¿Dónde estaba yo?
—Pues supongo que en la cocina. Clara y tú debíais cenar allí todavía. Desde luego, en aquella cena no estuvisteis. Me acuerdo muy bien de todo porque... Luego, por la noche, Angélica vino a nuestro cuarto.
—Y yo ya estaba dormido —supuse por mi parte, y volví a pensar que el destino era un mal aliado al medir mi asombrosa, sistemática ausencia, en un episodio que acabaría siendo más importante para mí que para cualquiera de mis hermanos.
—Sí. Tú estabas durmiendo y yo a punto de dormirme, pero me espabilaron muy deprisa. Lo tenían todo planeado. Me dijeron que tenían que hablar conmigo, que era muy importante. Me fui con ellos al cuarto de jugar y no me dejaron encender la luz. Nos sentamos en el suelo, casi no nos veíamos. Era muy emocionante. La puerta del dormitorio estaba abierta, y llegaba el resplandor de tu lamparita, aquella azul que mamá te trajo de París, ¿te acuerdas? La encendieron ellos antes de salir y... No sé, parecía muy emocionante, ya te lo he dicho, pero Rafa empezó a hablar, a contarme una historia muy rara, y yo al principio no entendía nada...
Llevaba un rato jugando con los hielos de su copa. La dejó en la mesa para mirarme y yo le miré, y me asombré de la calidad de su memoria, la seguridad con la que iba reconstruyendo para mí sin la menor duda, ningún titubeo, los detalles de aquella noche remota, palabras, gestos, sensaciones, él, mi hermano Julio, al que nada le importaba mucho, al que nunca le importaba nada, al que todo le daba igual porque no sabía tomarse la vida en serio.
—La situación es muy grave, me dijo, el muy gilipollas —se echó a reír, pero ni siquiera pretendía parecer contento—. Tienes que saberlo porque estamos todos en peligro, sobre todo papá, pero él lo hizo por nosotros... Eso decía, y a mí estuvo a punto de darme la risa, porque hablaba como si se lo hubiera aprendido todo en una película. A eso sonaba, ¿sabes?, parecía un actor en una película, y bastante mala, por cierto. Papá lo hizo todo por nosotros, porque era muy pobre y no quería que nosotros lo fuéramos... —entonces fue él quien empezó a gesticular, y abrió mucho los ojos, y habló en un susurro, y movió las manos como si estuviera representando un papel, imitando al imaginario actor al que Rafa hubiera imitado aquella noche—. Él quería que viviéramos bien, y los otros eran malos, mataban a la gente, ¿comprendes? Quemaban las iglesias, las casas, lo quemaban todo, y además se habían marchado, habían huido porque eran unos criminales, así que lo suyo no era de nadie... —por fin recuperó su propia voz, sonrió, me miró—. No te entiendo, Rafa, le dije. ¿Qué hizo papá? ¿Y quiénes eran los otros? Déjame a mí, le pidió Angélica entonces. Ella ya era mucho más fría que él, más lista, y estaba menos nerviosa. Se levantó, abrió la puerta sin hacer ruido, salió al pasillo y volvió al rato, andando de puntillas, con un libro muy grande entre las manos. Toma, me dijo, míralo. El libro se titulaba
España en llamas.
¿Tú lo has visto alguna vez?
—No. Ni siquiera me suena. ¿Estaba en casa?
—Claro que estaba en casa. Pero por mucho que os quejéis, ser de los pequeños también tiene sus ventajas, ¿sabes?, porque aquello era... ¡Buah!, el catálogo de una carnicería. Cadáveres y más cadáveres, niños degollados, hombres fusilados, mujeres llorando... Y muchos incendios, eso sí, crucifijos quemados, vírgenes tiradas por el suelo... En fin, te lo puedes imaginar. Rafa quería seguir hablando, pero Angélica, que es mucho más lista, no le dejó. Ella quería que viera todas aquellas fotos y yo no pude llegar hasta el final. ¿Qué es esto?, pregunté, y ella me lo explicó mucho mejor, mucho más claro que Rafa. Esto es lo que hicieron los rojos en la guerra, me dijo. Y hoy ha venido un señor, que es tío de mamá y era rojo, a decirle a papá que ha vuelto a vivir aquí, y que sabe que él se quedó con todo. ¿Cómo que se quedó con todo?, le pregunté, porque aquello sonaba mal, muy mal. Es lo que te ha dicho Rafa, antes, me contestó ella, muy tranquila. Los rojos se marcharon, lo dejaron todo, sus casas, sus cosas. Y papá se lo quedó, dije. Bueno, no es eso exactamente, me explicó ella, todo eso se subastó, se repartió, como si dijéramos, entre algunas personas, entre muchas, y papá, pues... Aquélla era también la familia de mamá, ¿no? ¡Ah, bueno!, me tranquilicé, si era de mamá...
—Creo que me voy a pedir otra copa —anuncié en aquel momento.
—Te vas a emborrachar, Álvaro.
—Pues sí, igual... Pero eso es lo de menos, porque...
—Ya —alargó una mano por encima de la mesa, la posó en mi brazo derecho, lo apretó un momento—. Me lo imagino. Total, que aunque parezca mentira, me dijeron que todo era de mamá, pero yo no me lo creí. Enseguida me di cuenta de que no podía ser verdad, porque, entonces, ¿para qué había venido ese señor? ¿Y por qué se habían puesto todos tan nerviosos? Lo pregunté, pero ya no quisieron contestarme. No podían, claro, pero eso lo comprendí después. Lo importante, me dijo Rafa entonces, con ese tono de hermano mayor y responsable que me ha sacado siempre de quicio, es que estés pendiente de todo, que no hables de esto con nadie, y mucho menos con los pequeños, pero que me digas si alguien te sigue o te pregunta algo, porque ahora papá puede tener problemas, como se ha muerto Franco y los rojos están envalentonados... Yo les dije a todo que sí, que no se preocuparan.
El camarero me sirvió la primera copa de más que bebería aquel día, y Julio, que se contentó con una tónica, esperó a que se marchara para seguir hablando.
—Yo estaba cagado de miedo, Álvaro —me dijo entonces, como si necesitara justificarse por aquella vieja respuesta—, no había cumplido todavía dieciséis años. Cuando me fui a la cama, las fotos que había visto no paraban de darme vueltas en la cabeza, no me dejaban dormir. En aquella época... todo era política. Las calles estaban llenas de carteles de unos y de otros, la gente hablaba todo el día de lo mismo, los curas nos hablaban también, en el colegio, era imposible no saber, no ver todo aquello. Y los nuestros... Yo qué sé, papá, mamá, los padres de mis amigos, el padre Aizpuru, pues estaban todos muy preocupados, muertos de miedo ellos también. No les gustaba nada lo que estaba pasando, parecía que se nos venía encima un desastre, una catástrofe, acababan de legalizar al Partido Comunista y aquello era el fin del mundo. Yo lo sabía, me daba cuenta, pero a pesar de todo... A pesar de todo, no me podía dormir. ¿Y sabes por qué? —negué con la cabeza—. Por la niña.