Mai había dejado la casa recogida antes de marcharse, pero al entrar en el dormitorio me tropecé con una hormigonera en miniatura, de metal amarillo y ruedas de plástico, que estaba escondida en el quicio de la puerta. La recogí y la puse en su sitio, entre un camión de bomberos y un Ferrari rojo, en el estante donde mi hijo tenía desplegada su escudería, y los dedos me dolieron, me dolió el olor de aquella habitación, los dibujos del edredón a juego con los de las cortinas, la telaraña por la que yo mismo había condenado a Spiderman a trepar eternamente sin llegar nunca a alcanzar el techo. Salí de allí deprisa, sin hacer ruido, como si fuera de noche, en otro tiempo, pero Miguelito no estaba durmiendo en su cama y yo tampoco me sentí mejor. Mientras avanzaba por el pasillo hacia lo que ya era el dormitorio de mi ex mujer, casi pude verle, ver a su madre, escuchar su voz, recuperar ruidos, risas, timbres, pisadas, ecos aún despiertos de mi primera vida. Recordé también cada palabra y cada pausa de la conversación que habíamos mantenido la noche anterior.
—¿Sí?
—Hola, Mai, soy Álvaro.
—Ya... Todavía reconozco tu voz.
Aquel diálogo había rematado uno de los días más crueles, más violentos y desagradables de mi vida, un día que podría haber sido el peor si no hubiera perdido ya la cuenta de los candidatos a aquel título. Creía que no ibas a volver, me dijo Raquel cuando me abrió la puerta, a las ocho de la tarde de aquel día nefasto, 30 de septiembre, viernes, que había empezado cuando la radio de su despertador se encendió sola, a las siete de la mañana.
—Tengo que irme a trabajar —me anunció, y estaba tan despierta como yo—. Ayer me pedí el día, porque me imaginaba que lo iba a necesitar, pero hoy... No tengo más remedio.
—Claro —esperó un momento por si yo quería añadir algo, pero no encontré nada más que decir.
Mientras la veía levantarse y salir por la puerta sin volverse a mirarme, recordé sus palabras, aquel brillante y aterrador diagnóstico de lo que me esperaba, yo sabía que iba a ser así, que tendría que ser así, pero no quería, y me imaginaba que los sábados por la mañana siempre hacía sol, y yo volvía de la calle con bolsas de la compra y ramos de flores que ponía en jarrones de cristal transparente... No me levanté para desayunar con ella. Debería haberlo hecho, pero estaba muy cansado. En la plaza de los Guardias de Corps no había dormido mucho mejor que en la calle Jorge Juan.
A las ocho y cinco volvió a entrar vestida de ejecutiva, con uno de sus trajes de chaqueta, y sus zapatos de medio tacón, y su maletín de piel marrón, pero aquella vez ya no la arrastré conmigo para arrugarle la ropa haciéndola rodar sobre las sábanas. Ella tampoco lo esperaba. Vino con un trozo de tostada en la mano, y se lo metió en la boca antes de sentarse a mi lado.
—¿Qué vas a hacer tú?
—¿Hoy? —era una pregunta estúpida, pero ella asintió con la cabeza igual—. Pues no sé... Debería ir a casa a ducharme y a cambiarme de ropa, pero no me apetece. Y luego... No lo sé, la verdad.
—Bueno, pues... —se inclinó sobre mí y me besó en los labios muy levemente, como si le diera miedo apretar su boca contra la mía—. Yo, cuando salga de trabajar, voy a estar aquí.
Me limité a mover la cabeza y se marchó sin decir nada más. Entonces me quedé solo, y en la quietud de los objetos, el silencio de una casa vacía, comprendí que mis sentidos habían vuelto a engañarme.
La segunda parte de mi vida no había empezado con la confesión de Raquel en un dormitorio ajeno y deshabitado, aquella extrañeza áspera pero también de algún modo consoladora por su propia y excepcional naturaleza. La segunda parte de mi vida no había comenzado aún, no comenzaría hasta que me levantara de aquella cama conocida, en la que había dormido muchas otras noches, para afrontar la rutina de los días laborables, esa cadena de preceptos fastidiosos y reconfortantes al mismo tiempo que Raquel había tenido la suerte de recuperar ya.
Habíamos dormido muy juntos, abrazados a ratos, y habíamos echado un polvo furioso, sin hablar, a las cuatro o las cinco de la mañana, en un momento en el que nuestros insomnios coincidieron, pero eso no nos puso las cosas más fáciles cuando sonó el despertador. Volví a mirarlo y comprobé que ya eran las diez menos veinte. No podía quedarme el día entero en la cama, y me dije que lo más sensato sería empezar por el principio.
Debería haber llamado a Mai. Eso es lo primero que tendría que haber hecho aquel día, y fue lo último que hice. No me arrepentí. Tú eres el único bueno, Álvaro, me había dicho Raquel, pero eso no era verdad del todo. Para mi mujer, para mi hijo, yo era el malo, siempre lo sería. Por eso tendría que haberla llamado, tendría que haber ido a la que en teoría seguía siendo mi casa, pero me duché en la que todavía era la casa de Raquel, registré los cajones de su armario y acabé encontrando una camiseta azul marino lo bastante grande para mí. Luego me senté a desayunar en la mesa de la cocina y sucumbí al encanto de un espejismo retrospectivo, la dulzura de una escena que nunca había visto, la felicidad del aire que rodeaba el cuerpo de Raquel mientras yo lo imaginaba sin ser todavía capaz de recordarlo con precisión, apenas unas horas después de haberlo abandonado por primera vez, cuando creía que nada estaba en juego, casi nada, mi libertad y su piel perfecta, aterciopelada como la de un melocotón poco común.
Debería llamar a Mai, pero no me apetecía. Necesitaba llamar a Fernando, pero no podía. Si no puedo ni decirlo en voz alta, si no me lo puedo creer ni yo, ¿cómo voy a contárselo a nadie? Mis propias palabras flotaban como un eco amargo sobre las flores que Raquel no había colocado en ningún jarrón de cristal transparente y no era sábado por la mañana, aunque el sol entrara por la ventana con una vocación de alegría irritante, casi cruel. Terminé con la que solía ser mi única taza de café del desayuno y empecé con la que aquel día sería la segunda. Habría una tercera.
Yo era un hombre corriente, razonable, incluso vulgar, sin otra extravagancia que una aversión morbosa a los entierros, y mi vida una apacible llanura de tierras cultivadas que no solía exigir excesos de mis ojos, ni de mi conciencia. Es una historia muy larga, muy antigua, y para vivir aquí, hay cosas que es mejor no saber, incluso no entender. También podía no hacer nada. Siempre se puede no hacer nada, aprender a vivir sin preguntas, sin respuestas, sin furia y sin piedad. Siempre se puede no vivir y hacer como que se vive, al menos aquí, en España, un territorio inmune a la ley de la gravedad, la excepción a la ley de la causa y el efecto, el país donde nadie ve nunca una manzana que se cae de un árbol, porque todas las manzanas están ya en el suelo desde el principio y eso es lo más práctico, lo más sabio, lo más cómodo, lo mejor para todos, mientras las manos sean más rápidas que la vista, mientras las paradojas más elementales de la óptica jueguen a favor de quien maneja las lentes, mientras el prestigio moderno de la gente pequeña que hace lo que sea por sobrevivir oponga su transparente actualidad al caduco prestigio de los hombres y las mujeres admirables, tan anticuados por otra parte, tan inservibles en realidad, tan fastidiosos en su abnegación, en su terquedad, en la esterilidad de su sacrificio, porque si se hubieran estado quietos, si se hubieran dado por vencidos, si no se hubieran jugado la vida en vano tantas veces, tampoco habría pasado nada. Que no serían admirables, sólo eso, pero los habríamos comprendido igual. ¿Cómo no íbamos a comprenderlos, si a nosotros la ley de la gravedad no nos afecta?
Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios. Porque, para vivir aquí, hay cosas que es mejor no saber, incluso no entender. Pero yo te quiero, y confío en ti, y sé que serás un hombre digno, bueno, valiente, tan valiente como para perdonar a tu madre, que te querrá siempre y por eso nunca podrá perdonarse del todo. Yo te habría querido, abuela, yo habría sido un hombre mejor si hubiera podido quererte a tiempo, si hubiera podido leer esta carta sin haber tenido que robarla antes. A lo mejor estoy equivocada, pero siento que estoy haciendo lo que tengo que hacer, y lo hago por amor. Yo te quiero, abuela, y nunca te he visto, pero te quiero, y tú nunca me has conocido, pero te quiero, y jamás me has tocado, jamás me has abrazado, jamás me has besado, pero te quiero, te quiero, de verdad y de repente, te quiero.
Españolita que vienes al mundo, te guarde Dios. Ni Dios ni amo. Ni siquiera el derecho a saber quién eres tú, porque para vivir aquí, lo mejor es no saber nada, incluso no entenderlo, dejarlo todo como está y las ramas del manzano perpetuamente desnudas, los frutos en el suelo, dispuestos con cuidado, esa astucia ventajosa y mezquina que complace al escenógrafo acostumbrado a trabajar sin testigos, porque los que aún no son cadáveres, ya están muertos de miedo. Ni siquiera el derecho a saber quién soy yo, porque en aquella época ser hijo de según quién era difícil, de alguien como tu abuela, hasta peligroso. Por amor o por cálculo, para proteger a una niña especial o las propias espaldas, lo mejor es no saber, o aún mejor, que nadie sepa, y en eso se resumen tantos años, dos, tres generaciones enteras, casi un siglo de dolor y de soberbia. En ese punto confluyen las estrategias de la preocupación y del prestigio, la memoria de los vencedores y la de los vencidos, intereses distintos y un solo resultado para los hijos, para los nietos de todos.
Españolito que vienes al mundo, vengas de donde vengas, nunca confíes en que te guarde Dios. Guárdate tú solo de las preguntas, de las respuestas y de sus razones, o una de las dos Españas te helará el corazón.
Mi corazón estaba helado, y ardía.
También podía no hacer nada, pero no me salía de los cojones.
Hubo una tercera taza de café, y hubo una cuarta. Después llamé a mi hermano Julio. Cuando salí a la calle, me sentí extraño dentro de mi cuerpo, como si no estuviera muy seguro de ser yo, de ser el hombre que dejaba de andar al llegar a la esquina, y miraba a su izquierda, y levantaba la mano para parar un taxi, y pronunciaba una dirección con la voz alta, clara, que reconocía sin dificultades como su propia voz. Ese hombre era yo, más y menos que antes, el mismo y distinto, pero ya no volvería a ser otro. Eso era lo único que sabía con certeza.
Julio me había citado en una cafetería que estaba en el primer tramo del Paseo de La Habana, muy cerca de su oficina. Al llegar hasta allí, estaba convencido de que ya no podía pasarme nada demasiado grave, pero unas horas más tarde, cuando crucé otra vez la Castellana, estaba tan furioso, tan triste, tan destrozado, que decidí volver andando. La caminata me sentó bien, pero los nudillos de los dedos y la mitad derecha de la cara empezaron a dolerme en la misma proporción en la que fui recuperando la calma, y a mitad de camino, el dolor me obligó a detenerme. Entré en un bar, me tomé una copa y ya no encontré ningún taxi libre. Estaba demasiado cansado para seguir andando y me metí en el metro, pero era ya muy tarde, tanto que Raquel no tuvo tiempo de recuperarse en los minutos que transcurrieron desde que llamé al portero automático hasta que la encontré esperándome con la puerta abierta y los ojos húmedos, una expresión indescifrable al fondo, mucho más allá de lo que yo lograba ver en ellos.
—Creía que no ibas a volver —me dijo, y pensé que me hablaba como si fuera un soldado que volvía de la guerra.
—Pero he vuelto —dije yo, y había vuelto de la guerra.
Ella me abrazó y yo la abracé, ella me besó y yo la besé, y percibí el calor, el placer, el eco pálido de una antigua alegría. Yo amaba a Raquel Fernández Perea, y eso, que había llegado a serlo todo, era ahora muy poco, pero era también lo único que tenía.
—¿Qué te ha pasado, Álvaro? —sin dejar de abrazarme, Raquel separó su cabeza de la mía, me miró, frunció el ceño—. Te has dado un golpe en el ojo, ¿no? —acercó un dedo tembloroso a mi cara y me tocó el párpado sin apretar—. Lo tienes hinchado y un poco rojo.
—No es nada, es que... He estado hablando con mis hermanos, con los mayores —hice una pausa, y empecé a reírme sin saber muy bien de qué me reía—. Me he pegado con Rafa. Tiene gracia, ¿sabes?, porque hace veinte años que no me pego con nadie y creía que él iba a hacerlo mejor que yo, pero no, ya ves, al final él ha sido el que ha cobrado más, deben de haberle dado un montón de puntos... —volví a reírme y Raquel no me siguió—. Por lo demás, he bebido bastante, pero... Me tomaría otra copa. ¿Tú quieres?
—Pero, esto... —se separó de mí, me cogió de las manos, protesté y se fijó en mis nudillos hinchados, despellejados—. Madre mía... Pero, háblame, dime, ¿qué es lo que has hecho? —estaba muy asustada, y mi sonrisa no la tranquilizó—. ¿Estás borracho, Álvaro?
—Un poco, sí, pero..., bien, nada grave.
—¿Cómo que un poco?
—Estoy bien, Raquel, de verdad... Voy a tomarme otra copa, porque tengo que llamar a Mai. Ahora mismo vuelvo.
Me fui a la cocina con el móvil en la mano, y allí, con movimientos lentos, parsimoniosos de puro inseguros, puse sobre la encimera un vaso, una bandeja de hielo, una botella de whisky. No me va a sentar bien, pronostiqué, no me iba a sentar bien, no había comido. Y sin embargo, el primer sorbo me calentó por dentro, me asentó dentro de mi cuerpo, gobernó la audacia de mis dedos mientras se movían con una seguridad ficticia sobre el teclado del teléfono.
—¿Sí?
—Hola, Mai, soy Álvaro.
—Ya... Todavía reconozco tu voz.
—¿Cómo está el niño?
—Bien. Pregunta por ti.
—Me gustaría verle.
—Bueno, sí, de eso ya hablaremos.
—Claro, pero yo había pensado...
Hasta ahí, todo fue bien. Hasta ahí había logrado cumplir mis objetivos, encajar la dureza de su voz con serenidad, replicar con frases cortas, desprovistas de agresividad pero también de cualquier complicidad que pudiera resultar equívoca. Hasta ahí todo había ido bien, pero estaba más borracho de lo que creía, me atasqué en los puntos suspensivos y Mai aprovechó mi vacilación.
—Tú no tienes nada que pensar, Álvaro. No pensaste en él cuando te fuiste de casa, así que ahora no me vengas con rollos. Verás al niño cuando lo diga el juez.
—No creo que tengamos que llegar a eso, Mai... —percibí la condición pastosa, confusa, de mi voz, y procuré hablar más claro, más despacio—. Deberíamos ser capaces de arreglarlo...
—¿Como personas civilizadas? ¡Vete a la mierda, Álvaro!
Creí que había colgado, pero podía escuchar su respiración al otro lado de la línea, agitada al principio, como un jadeo, entrecortada después, progresivamente sorda, el eco de su furia, su amargura, y estuve a punto de decirle que lo sentía, y habría sido verdad, era verdad que lamentaba su dolor, un sufrimiento más, otro cadáver que cargar sobre mis hombros en la desolación de aquel desierto donde nada crecía. Estuve a punto de decirle que lo sentía, pero ella estalló a tiempo para ahorrarme los insultos que mi compasión habría merecido.