El corazón helado (122 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

BOOK: El corazón helado
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—Bueno, pues... —los dos nos quedamos quietos, de pie, en la acera, y vi que los labios le temblaban, pero ya no los movía la inminencia del llanto, sino un nerviosismo tan abrumador que la impulsaba a dar saltitos sobre la acera, como una niña pequeña que hace cola para recoger las notas de fin de curso—. Yo... Me quedo aquí, claro, y tú, pues... No sé...

—Yo me quedo contigo —no reparé en el doble sentido de aquella frase hasta que terminé de decirla, y me pareció tan grave, tan solemne, que me apresuré a soltar lastre—. Si no te importa, vamos.

—No, no —me cogió de la mano y empezó a tirar de mí hacia su portal—. Por supuesto que no me importa, al revés... Pero pensaba que igual te apetecía estar solo.

—Ya estoy solo, Raquel.

—Estás conmigo —pero no se atrevió a mirarme.

—Estoy contigo y solo.

—Vale —me dijo al llegar a la puerta—, entonces soy yo la que está contigo.

No era mucho, nada más que un juego de palabras, pero me gustó escucharlo, y me gustó entrar con ella en aquel pasillo fresco y sombrío que había acechado tantas veces desde la calle, y pulsar el botón del ascensor, y oírlo llegar, y sin embargo, percibí allí mejor que en ningún sitio la cualidad ensordecedora del silencio en el que escuchamos el ruido del motor que se ponía en marcha, el disciplinado roce de los engranajes, el silbido de la cabina al posarse en el suelo. Era un ascensor largo y muy estrecho. No cabíamos juntos en él salvo cuando nos aplastábamos el uno contra el otro, y no lo hicimos. Nos colocamos en fila india, Raquel delante, yo detrás, el aire en medio, y la cautela de sus movimientos, el cuidado que ponía en no tocarme, esa repentina dificultad de sus brazos, de sus piernas, los ojos que el temor había abierto en su nuca, me sumieron en una pena instantánea, devastadora.

Nosotros solíamos hacer otras cosas, sabíamos hacer otras cosas. Yo no las había olvidado, ella tampoco, pero llegamos hasta el cuarto piso tiesos, mudos, tan separados como suelen estar los hombres y las mujeres en la frontera de su primera vez. Y no era la primera vez. Por eso, cuando abrió la puerta, y entró delante de mí, y se movió para dejarme pasar, y me miró, pensé que debería besarla. Deberías besarla, Álvaro, fui capaz de decirme, pero no de hacerlo. Entré en el recibidor, pasé a su lado, di un par de pasos, me volví, y Raquel seguía mirándome, me miraba como si su vida estuviera en mis manos y yo sabía que eso era exactamente lo que sucedía, y entonces, con torpeza, mal, a destiempo, di un paso hacia ella, que ya venía hacia mí, y nuestros hombros chocaron.

Su cabeza se acercó a la mía cuando yo iniciaba un movimiento idéntico y volvimos a chocarnos. Luego, mi nariz se tropezó con su pómulo pero su boca me encontró, y nos besamos de pie, abrazados, durante mucho tiempo, todo el que hizo falta para que mi cuerpo decidiera por mí. Antes yo sabía perderme en él, confiarme sin límites ni precauciones a su instinto, disolver mi autoridad en la suya, anularme hasta quedar reducido a su estricta dimensión orgánica, carne, piel y huesos, yo. Pero ahora no era antes, y antes existía, había vuelto a existir en aquella casa donde siempre era ahora, y ya no supe hacerlo, no pude hacerlo, y sin embargo, mientras yo lo miraba como si estuviera en otra parte, como si no fuéramos la misma cosa, mi cuerpo se emancipó de mí, mis manos empezaron a desnudar a aquella mujer, mis piernas la empujaron por el pasillo, mis pasos recordaron la manera de esquivar los muebles sin rozarlos siquiera, y todo eso lo hice yo, pero no era yo, porque podía verlo con los ojos cerrados, toda mi atención absorta en la boca, en la piel, en la cremallera de Raquel, en el esplendor del cuerpo desnudo, dorado y sinuoso, que se desparramó sobre la colcha en el último instante de mi extrañeza.

Ya nada era igual, nada inocente, y nosotros más viejos, más y menos sabios, pero la Tierra guardaba la memoria de su órbita y aún acataba el mandato de las caderas de Raquel, y lo acaté yo, en el torrente enloquecido de un río que se desborda de todos sus cauces previos, un caudal más poderoso que su rutina, aquella apacible costumbre del agua que corre que yo echaba y no echaba de menos, mientras intuía que quizás podría quedarme enganchado a aquella brillante desesperación como me había enganchado a la sonrosada fluidez en la que una vez había perdido la libertad.

Mi cuerpo reconocía el de Raquel, me reconocía en el cuerpo de Raquel, obraba el milagro de anular el tiempo, pero el sexo se había convertido en una trampa, un arma afilada, peligrosa, un ejercicio agotador, aunque capaz también de tranquilizarme y hasta de transportarme, más allá del placer, a algún lugar vagamente emparentado con la felicidad. No la sentía, pero la recordaba, cuando me quedé dormido. Me hundí en un sueño absoluto, hondo y pesado, durante dos o tres horas, y tuve que preguntarme dónde estaba cuando abrí los ojos y vi los de Raquel, mirándome.

—He hecho café —me dijo, mientras me peinaba con los dedos—. ¿Quieres?

Asentí con la cabeza y se levantó enseguida. La vi salir desnuda de la habitación y no pude contar cuántas veces la había visto salir igual. Pero antes la televisión no estaba nunca encendida, y ahora proyectaba un resplandor grisáceo sobre la pared. Mientras yo dormía, Raquel había estado viendo una película antigua, en blanco y negro, con el volumen tan bajo que apenas se escuchaban los diálogos. Entonces me acordé de Mai, de que ella también estaba viendo una película desde la cama cuando entré en el dormitorio para ponerme una camisa limpia. Eso había sucedido menos de veinticuatro horas antes, y parecía una escena tan antigua como la que estaba viendo ahora, James Cagney disparando con una metralleta desde el estribo de un coche en marcha. Pero también estaba Miguelito.

Me incorporé sobre un codo para mirar la hora en el despertador. Eran las siete menos diez. Ahora estaría él también viendo la televisión, sentado en el suelo, pendiente de los dibujos animados. Yo me había preparado para eso. Había imaginado muchas veces ciertas escenas, despachos, abogados, borradores, documentos, estilográficas, porcentajes, desconocidos yendo y viniendo por un pasillo como sombras ajenas de sus propios personajes, palabras de ánimo, miradas heladoras, silencio. La alegría me había hecho fuerte, porque Raquel me había enseñado que no existe trabajo, ni esfuerzo, ni culpa, ni problemas, ni pleitos, ni siquiera errores que no merezca la pena afrontar cuando la meta, al fin, es la alegría. Yo estaba preparado para todo eso, para acordarme de mi hijo en un momento como aquél, en aquella misma cama, con la televisión encendida, palabras que sonaban con el ronroneo monótono y tranquilo de una mascota bien educada, y había llegado hasta allí, hasta aquella casa, hasta aquella tarde, hasta aquella hora, y era todo tan duro, tan injusto, tan cruel para mí, para todos, que sentí la tentación de abandonar, de desaparecer yo y para siempre, de marcharme lejos, pero solo, y no volver jamás, como si así pudiera dejar de ser el hijo de mi padre, de mi madre, el amante de Raquel, el marido de Mai, el padre de Miguel. Como si no fuera el nieto de mi abuela, y sí un hombre cobarde.

Raquel volvió con una bandeja entre las manos y me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no pensaba en Teresa. Su presencia tenaz y benéfica, como el vuelo de un hada joven sobre mi cabeza, había permanecido ausente de las negociaciones en las que me había enzarzado conmigo mismo desde la noche anterior. Y todo lo que me había pasado desde el día del entierro de mi padre era el resultado de una pura coincidencia, una cadena de acontecimientos triviales, casuales, una serie de accidentes sin ninguna relación lógica entre sí al margen de la fatal necesidad de mi presencia en todos ellos, pero mi abuela había sido una etapa más de aquel proceso y hacía mucho tiempo que no pensaba en ella, tú tienes que ser un hombre digno, bueno, valiente...

—Te he traído galletas —y me dejó la caja encima de las piernas—. De chocolate, éstas te gustan, ¿no?

Asentí con la cabeza y la miré. Sé que serás un hombre digno, bueno, valiente, pero no pude seguir porque en aquel momento vi encogerse a Raquel sobre sí misma mientras su voz adelgazaba hasta la frontera del susurro.

—¿Puedo preguntarte una cosa, Álvaro?

—No hables con esa vocecita, Raquel. Parece que me tienes miedo.

—Es que te tengo miedo, vale, a ti no, pero... —se puso derecha, me miró—. ¿Puedo preguntarte una cosa sí o no?

—Sí.

—¿Cuándo vas a irte a casa?

—No voy a irme a casa.

Me comí una galleta en dos tiempos, muy despacio, mientras la miraba. Ella me devolvió la mirada con los ojos muy abiertos, tanto como los labios, los puños cerrados en cambio, el cuerpo en tensión, pero no quiso hablar, no dijo nada.

—No puedo —le expliqué, y mordí otra galleta—. Anoche, Mai me dijo que si me iba, que no se me ocurriera volver. Luego me esperó al lado de la puerta. Me preguntó si la había oído, si la había entendido, si me iba a marchar, y yo le dije a todo que sí. Y me fui.

—Bueno... —ella intentó recomponerse y no fue capaz de superar el impacto, pero adoptó un tono de niña sabihonda casi divertido, más agradable que los murmullos de antes—, eso son cosas que se dicen, ya sabes. Ella te lo dijo para que no te fueras, para intentar retenerte, nada más. Estoy segura de que te dejaría volver, seguramente te estará esperando.

—No voy a volver, Raquel, no puedo —la miré y la encontré tan triste de repente, otra vez, que no lo entendí . Ahora menos que antes. Ahora no puedo volver a ninguna parte, ya no hay ninguna parte, no hay nada, estoy solo, ya te lo he dicho. Todo ha saltado por los aires, se ha hecho pedazos, y son tan pequeños que nadie podría pegarlos... No puedo volver a casa y decirle a Mai que vuelvo porque mi padre era un hijo de puta, un ladrón, un estafador, que arruinó a una viuda que era tan hija de puta como él, o más, porque entregó al marido de su prima para que lo fusilaran y quedarse sin testigos de que se lo estaba robando todo a una familia que se había exiliado con lo puesto, y que esa mujer con el tiempo se convirtió en mi abuela, porque su hija la traicionó para casarse con su peor enemigo y acabar siendo mi madre, ¿no lo entiendes? Si no puedo ni decirlo en voz alta, si no me lo puedo creer ni yo, ¿cómo voy a contárselo a nadie? Y sobre todo... Sobre todo, no quiero volver, Raquel. Anoche me fui de casa para no volver, y no sabía nada excepto por qué me iba. Eso lo sabía muy bien... —volví a mirarla y ya no la vi, porque se había tapado la cara con las manos—. Ahora, que si te estorbo, me puedo ir a un hotel.

—No es eso, Álvaro, yo no quiero que te vayas, al revés... Pero es que todo esto es una putada, una putada tan grande...

Se inclinó sobre mí, cogió la caja de las galletas, la dejó en la mesilla, me abrazó, y ya no pude verle la cara, sólo la cabeza, el pelo esparcido sobre mi hombro derecho, pero sentía mi propia derrota en su voz.

—Yo ya sabía que esto iba a ser así, que tendría que ser así, no había otro remedio, lo sabía, y es todo culpa mía, pero yo te quiero, Álvaro, nunca he querido a un hombre como te quiero a ti, nunca he estado tan enamorada de nadie, y a veces se me iba la olla y pensaba... No sé, pensaba que todos se morían, tu madre, tu mujer, yo qué sé, que nos quedábamos solos, de repente, que tenías un accidente, un ataque de amnesia... Parece una tontería, ¿no? Es una tontería, pero a veces lo pensaba, pensaba en nosotros como si fuéramos de otro país, como si no tuviéramos nada en común, como si nos hubiéramos conocido en una cena, en una fiesta, en esos sitios donde se conoce la gente, porque sabía que iba a ser así, que tendría que ser así, y yo tenía la culpa, pero no quería, no quería imaginarme esto, esta tristeza... Entonces me imaginaba que todos se morían, que ni siquiera habían nacido, y que tú y yo vivíamos aquí, y los sábados por la mañana hacía sol, y yo volvía de la compra con ramos de flores, y los ponía en jarrones de cristal transparente, y nos reíamos, porque éramos felices, porque yo no me había vuelto loca, porque no había metido nada en ningún cajón, porque no había llegado una mañana con una maleta llena de cosas usadas a un piso donde nadie había usado nunca nada, porque no se me había ocurrido comprar dos docenas de velas en el chino de al lado de mi casa, y no las había colocado, ni las había encendido, ni las había ido soplando una por una cuando estaban a medio consumir, como si fuera mi cumpleaños...

Aquella tristeza, que me pertenecía tanto como a ella, me inundó muy suavemente, como una droga dañina y piadosa de la que no sabía defenderme. Y sin embargo, me sentía tan cerca, tan unido a Raquel, que estreché su cabeza contra mi pecho, y la besé en el pelo, y volví a besarla, y la besé otra vez, y una más, muchas veces. No sabía muy bien por qué lo hacía, pero ella siguió hablando como si lo supiera todo por los dos.

—Y pensaba que éramos felices porque tú confiabas en mí, Álvaro, porque yo nunca te había engañado, porque tú me querías, y yo te quería, y nos reíamos mucho, y te gustaba verme entrar por la puerta los sábados por la mañana, con bolsas de la compra y ramos de flores que ponía en jarrones de cristal transparente, y siempre hacía sol... Eso me imaginaba, eso me gustaba pensar, y no esto, esta mierda, aunque ya supiera que iba a ser así, que tendría que ser así, que nunca seríamos tú y yo solos, Álvaro, que nunca podríamos vivir tú y yo solos. Nunca podremos, ahora ya lo sabes. Siempre habrá demasiada gente alrededor, vivos o muertos, contigo y conmigo, acostándose con nosotros, levantándose con nosotros, comiendo, bebiendo, andando con nosotros, y jodiéndolo todo, siempre... Yo sabía que esto iba a ser así, que tendría que ser así, pero es tan triste, es tan injusto, es tan horrible...

Entonces se incorporó, apoyó un codo en la cama, se dio la vuelta, me miró.

Yo, que lloro tan poco, que no lloro nunca, casi nunca, estaba llorando.

Ella me limpió la cara con los dedos, volvió a abrazarme, a esconderse en mi hombro.

—¿Vas a poder con esto, Álvaro?

—No lo sé, Raquel —mi llanto, manso y silencioso, breve, había terminado—. De verdad que no lo sé.

III
El corazón helado

Dicen los viejos
(sic)
que en este país

hubo una guerra
(sic),

que hay dos Españas que guardan aún

el rencor de viejas deudas.

[...] Pero yo sólo he visto gente

que sufre y calla, dolor y miedo,

gente que sólo desea

su pan
(sic),
su hembra
(sic)
y la fiesta
(sic)
en paz.

[...] Dicen los viejos
(sic)
que hacemos

lo que nos da la gana
(sic);

y no es posible que así pueda haber

gobierno que gobierne nada
(sic)

[...] Pero yo sólo he visto gente

muy obediente, hasta en la cama
(sic),

gente que tan sólo pide

vivir su vida, sin más mentiras
(sic)
y en paz.

Libertad, libertad, sin ira libertad,

guárdate tu miedo y tu ira

porque hay libertad, sin ira libertad,

y si no la hay, sin duda la habrá (y
sic).

J
ARCHA
,
Libertad sin ira
(1977)

En las postrimerías del ocioso estío, ha regresado a mí este año, por dos vías distintas, un poema de Antonio Machado que desde hacía tiempo estaba ausente de mi ánimo: el soneto
A Líster, jefe en los ejércitos del Ebro
[...] La poesía de circunstancias, sean éstas cualesquiera, puede ser pésima; pero, aparte de eso, toda poesía es de circunstancias: de circunstancias fueron las Coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre, el Llanto de García Lorca por Ignacio Sánchez Mejías y el poema de Antonio Machado sobre el asesinato de García Lorca [...] ¿Por qué, entonces, habrá tenido tan mala fortuna crítica? ¿Por qué, ahora, tiene que buscarle disculpa quien quiere ponderar sus quilates estéticos? [...] Después de aquel momento, durante la guerra generalizada, Líster seguiría en campañas europeas, fiel a su vocación; y hoy, pasados tantos años, su lealtad podrá parecer un anacronismo; hoy, el soneto en que Machado quiso enaltecerle produce una cierta sensación de vago malestar. Hoy ¡se es tan avisado! ¡Se está tan por encima de ciertas cosas!

F
RANCISCO
A
YALA (1988)

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