—No —Rafa salió en su auxilio—, porque en aquella época todo era distinto. Aquello sería un escándalo descomunal, figúrate, una mujer casada, una adúltera, que dejó abandonado a su hijo, encima... Menuda humillación. No me extraña que papá no quisiera volver a saber nada de ella.
—A mí sí. Porque, en primer lugar, ella no le abandonó. Fue él quien no quiso marcharse con ella.
—¡Anda ya, Álvaro! —y se echó a reír—. No me vengas con retruécanos...
—No es un retruécano, porque en aquella época... —me obligué a parar, porque las sonrisitas de mi hermano estaban empezando a enfurecerme, y no quería perder los nervios antes de tiempo—, a Teresa no le convenía. Precisamente en aquella época, lo que hizo la abuela no era ni más ni menos grave que hoy mismo. En España había divorcio, Rafa, y matrimonio civil. Las mujeres divorciadas podían vivir solas o volver a casarse sin perder la custodia de sus hijos —entonces me dirigí a mi hermana—. Por eso he hablado de ti, Angélica, y no pretendía criticarte, al contrario, sobre todo ahora, que estoy en la misma situación que tú, pero además... —hice otra pausa para volverme hacia él y mirarle despacio—. Es cierto que la República no acabó con la caverna. Con eso no acabaremos nunca. Y el abuelo Benigno se alegraría mucho de que Franco ganara la guerra, desde luego, porque era un pedazo de facha y un meapilas, no hay más que leer las cartas que le escribió a papá a Rusia, así que todos los fusilamientos le parecerían pocos, y todas las procesiones también, en eso no voy a llevarte la contraria. Para él, su mujer no sería más que una puta roja, una desgracia y una desgraciada, pero para su hijo no era igual, no podía serlo, porque... —jódete, Rafa, pensé antes de soltarlo—. Papá se afilió a la JSU un mes y medio después de que su madre se fuera de casa.
—¡Eso es mentira! —él se levantó, dio un par de pasos hacia mí y los labios le temblaban, le temblaba la voz, las manos, el dedo índice con el que me señalaba, le temblaba el cuerpo entero mientras me miraba como un mal actor aficionado, que interpretara el papel de un noble castellano, rancio y deshonrado, en cualquier obra del Siglo de Oro—. ¡Estás mintiendo, Álvaro! No me lo creo, ¿me oyes?, no voy a consentir que sigas diciendo...
—Anda, Rafa, siéntate —y esta vez fui yo quien sonrió—. No es mentira, es verdad. Lo sé, porque también encontré su carné, una cartulina rectangular, doblada por la mitad. Eso sí que te lo voy a fotocopiar, pero en color, por un lado la cubierta, que es roja y tiene en la portada una estrella dorada de cinco puntas y tres letras mayúsculas, la ese más grande que las otras dos, y por otro, lo que hay dentro, una foto de papá a los quince años, su nombre completo, la fecha de nacimiento, en fin, lo típico...
Mi hermano no se movió. Cerró los ojos, volvió a abrirlos, se miró las manos, las metió en los bolsillos y levantó la cabeza antes de posar sus ojos en mí como si nunca me hubiera visto antes. Su rostro había cambiado de época, de género, y ahora parecía el de la estatua decapitada de cualquier emperador romano, digno, soberbio, patético, demasiado grande para ser contemplado desde el suelo. Me aguanté la risa, y volví a pedirle que se sentara con un movimiento de la mano. Nunca me había caído bien, pero en aquel momento, al verle hacer el ridículo de aquella manera, llegó a darme hasta un poco de lástima.
—¿Qué es la JSU? —Angélica salvó la situación con una vocecita de cachorro asustado.
—La Juventud Socialista Unificada —contesté, y al mirarla me di cuenta de que ya no tenía fuerzas ni para taparse la boca con una mano—. La fusión de las Juventudes Socialistas y las Juventudes Comunistas. Se unieron un poco antes de que empezara la guerra y siguieron juntas hasta el final.
—¿Y papá era de... eso? —volvió a preguntar, como si ya no estuviera segura de nada.
—Sí. Y de Falange Española Tradicionalista y de las JONS, también. Hay otro carné, pero es del año 41, eso sí. De finales de junio, por cierto, se ve que le gustaba afiliarse en verano... —sonreí, pero ninguno de los dos quiso seguirme—. Papá se hizo falangista cuando se alistó en la División Azul. Allí no debían saber nada de su pasado, supongo que los de la JSU quemarían sus archivos antes de que los franquistas entraran en Madrid, para proteger a sus militantes. ¿Eso tampoco lo sabíais?
—Yo no —contestó ella,
—Yo tampoco —Rafa por fin volvió a su silla, andando despacio, y habló sin la seguridad, la convicción de antes—. Pero no me parece tan raro. Cambiaría de opinión.
—Desde luego, eso se le daba muy bien, podríamos decir que era su deporte favorito... Le gustaba tanto tener varias opiniones que nunca llegó a renunciar a ninguna, nunca cambió del todo. Iba y venía, pero sin destruir nunca las pruebas de su adhesión a la causa que más le conviniera en cada momento. Guardó sus dos carnés durante toda su vida. Estaban juntos, envueltos en la misma hoja de papel de seda, dentro de una cartera de piel alargada, pequeña, de esas que se usan para guardar los talonarios de cheques, con la carta de su madre y una foto hecha en París, en 1947, en la que le acompaña una mujer guapísima, espectacular, que se llamaba Paloma Fernández Muñoz y era pariente nuestra, por cierto, prima hermana de la abuela Mariana. Y tía abuela de mi novia, también, porque Julio os habrá contado que me he liado con una prima nuestra, ¿no? Seguro que eso sí que lo sabéis.
—Pero... —Rafa se había quedado enganchado bastante antes—, papá nunca estuvo...
—¿En París? —no se había atrevido a acabar la frase y tampoco quiso asentir a mi pregunta—. Sí, claro que estuvo allí. Vivió en París más de dos años, desde finales del 44 hasta abril del 47. Cuando comprendió que los alemanes iban a perder la guerra, desertó. En vez de volver a casa, se quedó en Francia. Creía que los aliados invadirían España para deponer a Franco y restaurar la democracia, todo el mundo lo creía en aquel entonces, era lo justo, lo lógico, lo que tendría que haber pasado. Por eso desempolvó su viejo carné de la JSU, para mezclarse entre los exiliados y volver como un vencedor, ¿comprendéis?
Me detuve para mirar a Rafa, para mirar a Angélica, otra vez pálidos, otra vez mudos, y seguí hablando.
—Así se encontró con los Fernández. Ellos eran de Madrid y veraneaban en Torrelodones. El único hombre superviviente de la familia era comunista, pero su hermano y su cuñado, los dos muertos, fusilados aquí al lado, en el cementerio del Este, eran socialistas, compañeros y amigos de la abuela Teresa. Ignacio Fernández también la había conocido, y reconoció a papá una tarde, en un café. Lo llevó a su casa, y su familia le acogió, le protegió, le dio de comer, le prestó dinero, le ayudó a buscar un trabajo... Llegaron a ser tan íntimos, a confiar tanto en él, que cuando decidió volver a España, le pidieron que arreglara la venta de las propiedades que tenían aquí, porque antes de la guerra eran muy ricos, pero se habían marchado sin nada y no vivían mucho mejor que al cruzar la frontera. Y él se comprometió a ayudarles como ellos le habían ayudado antes, volvió con poderes para actuar legalmente en su nombre, y se lo robó todo. Todo —miré a mi hermano, él me miraba—. Eran tiempos duros, desde luego, pero yo creo que sí podemos valorar, Rafa, creo que podemos opinar, y hasta juzgar, aunque no los hayamos vivido.
—Cállate —la primera vez lo dijo casi en voz baja, sin alterarse, la espalda erguida contra el respaldo del sillón, las manos sobre los brazos.
—No me da la gana —le contesté—. No me voy a callar. Tampoco os conviene, porque os quedan algunas cosas importantes por descubrir, y a mí también. Os he contado muchas cosas, y me merezco que me contéis algo a mí. Por ejemplo, cómo os explicó papá la visita de Ignacio Fernández, el día que apareció con su nieta Raquel en la casa de Argensola, en mayo del 77. Y cómo creéis que conoció a la abuela Mariana, y a mamá.
—Pues...
—Cállate, Angélica.
—No, Rafa —mi hermana afrontó con firmeza la tensión de un rostro que estaba a punto de cambiar, aunque ni ella ni yo supimos prever en qué dirección—. ¿Por qué? —y se volvió hacia mí—. No nos explicó mucho, en realidad. Nos dijo que conocía a la abuela de Torrelodones, que ella veraneaba allí, que la ayudó a vender las propiedades de su familia y que se repartieron los beneficios. Luego, cuando mamá se hizo mayor, fue a pedirle ayuda. La abuela pretendía tenerla encerrada en casa, pero ella quería trabajar, y él la contrató como secretaria, empezaron a salir juntos, y... Pero, bueno, todo eso ya lo sabes, ¿no? —asentí, lo sabía—. Eso fue lo que nos contó. Y que los de Francia se lo habían dejado todo a la abuela Mariana y ahora venían a reclamar, pero que no tenían ningún derecho. Con la ley en la mano, no.
—Claro —murmuré—, claro... Él ya se había ocupado de eso, pero...
Hice una pausa y de repente me pregunté si aquello valía la pena, si de verdad servía para algo, por qué, para qué hablaba. Estaba muy cansado, y asqueado de mí mismo, de mi padre, de su historia, de mis hermanos, de todo. Había pasado el tiempo, mucho tiempo, y yo ni siquiera los había conocido, no había conocido a mis abuelas, ni al abuelo de Raquel, a su hermano, a su cuñado, a Paloma. Y estuve a punto de arrepentirme, a punto de levantarme y de decir en voz alta que ya todo daba igual, y salir a la calle, de repente necesitaba salir a la calle, respirar un aire distinto del que había en aquel despacho, volver a Raquel, con Raquel. Tal vez lo hubiera hecho si no hubiera vuelto la cabeza, si no hubiera mirado a mi hermano, si no hubiera visto cómo me miraba él.
—Las cosas no fueron así —seguí hablando deprisa, sin ganas, sólo para acabar de una vez—. La abuela Mariana se había quedado con todo sólo porque era la única que no se había exiliado. Antes, en los primeros meses de la guerra, vivía en Argüelles, pero un bombardeo destruyó su casa. Entonces su tío le ofreció la suya, en la glorieta de Bilbao, y allí se quedó cuando los dueños se marcharon. Y se aseguró muy pronto de que nadie la molestara ni le expropiara nada. Unos pocos días después de que los franquistas entraran en Madrid, el marido de su prima Paloma apareció por allí a medianoche. Tenía veintiocho años y era teniente del ejército de la República. Estaba cojo y tenía el brazo derecho inútil, le habían herido de gravedad en el frente, a finales del 36. Sólo quería esconderse, pasar allí una noche, dormir en una cama y comer algo. Iba desarmado, no podía recurrir a nadie más, y eso fue lo único que le pidió a Mariana, que le dejara dormir una noche allí. Y a la mañana siguiente, ella le denunció. Los falangistas fueron a por él, le encontraron durmiendo, le sacaron de la cama en pijama, lo metieron en la cárcel, lo juzgaron por rebelión militar, lo condenaron a muerte y lo fusilaron enseguida, para que la abuela se convirtiera en toda una benefactora del régimen y pudiera vivir tranquila, sin problemas, disfrutando de lo que no era suyo. Así que, ya ves —me volví hacia mi hermana—, tu abuela Teresa no denunció a nadie, pero tu abuela Mariana sí. Y se creía muy lista, pero no contaba con papá. No podía imaginar que todo lo que había robado se lo iba a robar a su vez, de verdad y para siempre, otro más listo que ella, Julio Carrión González, el hombre que empezaba a hacerse a sí mismo.
—No digas eso, Álvaro —Angélica, impresionada a su pesar por lo que acababa de oír, chasqueó los labios en un gesto de desagrado y se hizo un lío consigo misma, con su memoria y con sus convicciones, con lo que quería y con lo que no podía creer—. Lo cuentas de una manera, que parece... A los republicanos les expropiaron sus bienes, sí, pero eso no era robar porque había leyes, tribunales, había... Era una consecuencia de la guerra, ¿no?, una situación excepcional, y ellos no estaban aquí, ellos... Lo habían abandonado todo, habían renunciado a todo, como si dijéramos...
—No. No podemos decir eso, Angélica. Ellos no renunciaron a nada, huyeron para salvar la vida, solamente. Y tenían razones para hacerlo. Los dos hombres de su familia que no lograron escapar acabaron fusilados.
—Bueno, pero de todas formas... No podemos hablar de lo que pasó como si hubiera sucedido ayer... —y entonces su expresión se serenó, como si por fin hubiera encontrado el argumento que estaba buscando—. Si lo que cuentas es verdad, lo que hizo la abuela fue horrible, desde luego, ese pobre hombre, no sé... Es imperdonable. Pero lo de papá es distinto. Él no fue un ladrón, Álvaro. Lo que hizo era legal.
—¿Legal?
Tendría que haberme marchado ya, pensé, justo después de hacer esa pregunta, tendría que marcharme ahora mismo. Llegué a pensarlo pero no pude hacerlo, porque toda la sangre que tenía en el cuerpo se concentró de golpe en mi cabeza, y mis orejas empezaron a arder, me ardía el cuello, la cara, sentía la sequedad del fuego en la garganta, la lengua quemada, áspera, y todo era anaranjado, todo rojizo, aquella habitación, los muebles, los cuadros, mis hermanos, el mundo ardía, todo estaba ardiendo, mis ojos sólo distinguían el color de las llamas cuando mis piernas se levantaron solas y mi voz dejó de serlo para convertirse en una máquina de gritar.
—¡Este puto país era ilegal, Angélica! ¡Todo, de arriba abajo, era una puta ilegalidad! ¿Me oyes? Las leyes eran ilegales, los jueces eran ilegales, los tribunales...
Entonces sentí un golpe en el hombro y me volví. Rafa estaba detrás de mí, y al mirarle, vi en sus ojos una sombra del fuego que me consumía.
—¡Cállate! —me agarró por la camiseta y empezó a escupir insultos mezclados con gotas de saliva, su rostro tan pegado al mío como si nos fuéramos a besar en la boca de un momento a otro—. ¡Cállate, cabrón, hijo de puta, cállate ya!
—Déjame, Rafa —tiré con mis manos de las suyas, le obligué a soltarme, y entonces, quizás sin ser todavía consciente de que lo estaba pensando, calculé que él era más alto pero yo el más fuerte de los dos—. No me toques.
Retrocedió dos pasos y se apoyó en la mesa, pero seguía estando demasiado cerca de mí, y aquella sensación de calor sin nombre preciso, las llamas anaranjadas que me deslumbraban y lo envolvían todo, se fue espesando y definiendo, ganando peso, volumen, hasta encajar en un grado supremo, ignorado para mí, de una sensación conocida, que era violencia y no me consentía moverme, andar, largarme de allí antes de que fuera tarde.
—Estoy harto de ti, ¿te enteras? —él siguió hablando, gritando, escupiendo algo más que insultos mezclados con saliva—. Estoy hasta los huevos del niño mimado, del genio de la familia, del científico de los cojones. ¿Qué sabes tú del mundo real, Alvarito, qué sabes tú del precio de las cosas? Yo te lo voy a decir... ¡Una mierda! Eso es lo que sabes, toda la vida comiendo la sopa boba, gastándote el dinero de papá, viviendo como Dios, para que vengas ahora con gilipolleces... —entonces se calló un momento, me miró, dejó escapar una risita amarga, seca, que transformó sus labios en una mueca—. Y lo peor es que él lo hizo por ti más que por nadie, por ti, que eras su favorito, su hijo preferido, Álvaro es el más listo, Álvaro es el mejor, es el único que se me parece, eso decía todo el tiempo, sin parar, y ahora... ¡Serás cabrón, desagradecido de mierda! Tu padre no quería que pasaras por lo que había pasado él, ¿te enteras? No quería que creciéramos en la miseria, él sabía muy bien lo que significa ser pobre, lo sabía, tú no, tú no tienes ni idea, Álvaro... ¿Te has preguntado alguna vez lo que le costaba a papá el alquiler de la casa que tenías en Boston? Yo sí lo sé. A mí me tocó ir al banco para poner en marcha la transferencia automática con la que te lo pagábamos cada primero de mes. Porque el niño no podía ponerse a trabajar al acabar la carrera, como los demás, el niño no, qué va, él tenía que hacer una tesis doctoral, y luego otra, porque le habían dado una beca en el Instituto Tecnológico de Noséquépollas, y eso era la hostia de importante, no veas, allí sólo van los sabios del mundo, pero él no podía vivir en una residencia, como los demás, el niño no, pobre Alvarito, a él había que buscarle un apartamento, y había que pagárselo, porque ya tenía bastante con ser tan inteligente...