—Entonces, ¿te parece bien?
—¿A mí? —se señaló con su propio índice y se echó a reír—. Me parece de puta madre, vamos...
Durante una semana entera, Paco la llamó o le escribió a diario, casi siempre más de una vez, para pedirle datos, nombres, fechas, cantidades que Raquel conocía o no. Ella le había advertido que ninguno de los dos se iba a llevar ni un céntimo de lo que sacaran, que lo ideal sería que se lo tomara como un juego, o mejor aún, como una versión pequeña, doméstica, del gran proyecto de ingeniería financiera que habían diseñado a medias, y él había aceptado sin vacilar. Raquel sabía que aquello le gustaba, que le parecía divertido, estimulante, pero sabía también que Paco no podía trabajar sin tomárselo todo, incluso el desarrollo de su fortuna ficticia, muy en serio. Ya habría llenado medio cuaderno con diagramas repletos de cifras, de fechas y nombres, y habría abierto como mínimo una carpeta en su ordenador, cuando decidió que había llegado el momento de trabajar en serio, y aquel mismo día quedaron a comer después del trabajo.
—Ése es el punto débil, Raquel, piénsalo —insistió—. Con la información que tenemos, tú no puedes aparecer por las buenas en casa de la viuda diciendo que eres sobrina suya y que habías llegado a un acuerdo con su marido para venderle unos documentos que demuestran que era un delincuente. Imagínate que ella no sabe nada.
—Eso no puede ser —pero ya no estaba tan segura.
—Claro que puede ser —Paco, en cambio, sí lo estaba—. Imagínate que su madre le ocultara la clase de tratos que tuvo con Carrión. Motivos le sobraban, ¿no? Y si después se encontraron por casualidad cuando él ya era un hombre rico... Ella no tiene por qué saber de dónde salió su dinero. Que sospechara algo no significa que se haya atrevido a preguntar.
—Que no. Eso es imposible.
—¿Sí? ¿En aquella época? ¿En este país? —ella le miró, apreció su sonrisa, volvió a dudar—. No, Raquel. La mayoría de la gente elige vivir tranquila, ya lo sabes, y el día que tu abuelo apareció por su casa... pues se asustó, claro, porque era como un fantasma del pasado, porque de repente todo se había acabado, porque Franco se había muerto, porque los exiliados estaban volviendo, porque los presos políticos salían de las cárceles... Y porque tu abuelo era la última persona a quien esperaba encontrarse en su puerta. Pero que se asustara sólo quiere decir que aquella visita le dio mala espina, no que supiera exactamente qué papel había jugado su marido en todo esto. Y no estoy diciendo que no lo sepa, ojo, que a lo mejor lo sabe. Estoy diciendo que no podemos estar seguros.
—¿Y él? —Raquel se estaba empezando a poner nerviosa—. Él estaría histérico, asustado, su mujer se daría cuenta, vamos, no sé...
—Sí, pero, igual, aquella noche, en la cama, Carrión la abrazó, le dio muchos besos, le echó un polvo, y le prometió que él se encargaría siempre de que nadie le hiciera daño a su familia. Ésa sería una actitud típica de lo que entendían por virilidad los hombres de su generación. Y lo que las mujeres de entonces entendían por feminidad consistía en estar calladas y confiar ciegamente en ellos. Piénsalo, Raquel... A lo mejor la viuda cree que la verdadera delincuente fue su madre y que la única culpa de Carrión fue ayudarla. Eso también puede ser, y existen un montón de posibilidades más —Paco, que no era nieto de Ignacio Fernández, sólo sabía trabajar en serio, y había llegado a vislumbrar zonas a las que ella ni siquiera se había asomado—. Si es verdad que lo sabía todo, al casarse con él, la tía Angélica traicionó a su madre, ¿no? Y eso también es posible, pero es muy fuerte. Tanto que a lo mejor fue todo al revés. A lo mejor, a Carrión le dio un infarto sólo de pensar que su mujer pudiera enterarse de lo que le había hecho a su suegra, después de tantos años. Y todavía hay otra hipótesis, que es por la que yo apostaría si esto fuera una porra. Es muy probable que Angélica sepa lo que pasó en los años cuarenta, y en los setenta, pero que no tenga ni idea de que tú fuiste a ver a su marido hace un mes y medio. Él no quería que se enterara nadie, y nadie significa precisamente eso, nadie. Por eso te digo que no sabemos nada. Y que si vas a verla por las buenas, puede que te eche de su casa, que llame a sus hijos, que avise a la policía, que le dé un desmayo, que se ponga histérica... En fin, nada bueno.
Raquel Fernández Perea escuchó todos estos argumentos con mucho interés, y se reprochó una vez más su descuido, esa debilidad que había brotado en su espíritu a traición y a destiempo, y que la mantenía distraída, ausente, incapaz de pensar bien.
El día que fue al entierro de Julio Carrión, no tenía un plan concreto. Estaba dispuesta a cobrarse su deuda en los herederos, pero todavía no había decidido cómo, ni cuándo. Tampoco tenía prisa. Las herencias de los ricos son largas, complicadas, requieren un inventario minucioso, un reparto difícil, una estrategia fiscal considerable, y aquélla no terminaría de resolverse en muchos meses, quizás ni siquiera en un año. Sin embargo, no sería fácil hallar otra ocasión de ver juntos a todos los miembros de la familia Carrión. Ésa, y no la urgencia, fue la razón que la empujó al cementerio de Torrelodones en una mañana de marzo luminosa y helada. No estaba muy segura de que la información que pudiera reunir le sirviera de mucho, pero tenía una oportunidad de estudiar el aspecto, los gestos, el estilo, la forma de vestir y de comportarse de aquellos parientes lejanos a los que sólo había visto una vez en su vida, casi treinta años antes, y era una tontería desaprovecharla. No esperaba encontrar nada más que eso, un duelo clásico, abrigos negros y gafas oscuras, pañuelos estrujados en puños temblorosos, amor, dolor, y una familia desprevenida, abismada en su sufrimiento, expuesta a la curiosidad de cualquiera, pero no podía descartar que hubiera hermanos enfrentados entre sí o que alguno de ellos no se hablara con los demás, y a la larga, esa clase de datos podrían resultarle útiles.
Cuando vio a aquel hombre solo, apartado de los demás, a medio camino entre la puerta y la tumba, creyó que sería un simple conocido de los Carrión, un empleado quizás, nadie muy vinculado con el difunto. Pero él la había oído llegar y volvió la cabeza para mirarla, y en ese instante, Raquel Fernández Perea sintió que se quedaba sin suelo debajo de los pies. Los tacones de sus botas se hundieron en la tierra oscura y húmeda del camino sin que ella pudiera hacer nada por rescatarlas mientras afrontaba la mirada de un desconocido al que ya conocía, al que había visto muchas veces en unas pocas fotos antiguas. Aunque el hombre que tenía delante era mayor que aquel muchacho que sabía sonreír de una manera encantadora al posar en las fotos de grupo, era también mucho más joven que el anciano que no había perdido la memoria de esa misma sonrisa. Si los hubiera conocido a ambos con la misma edad, habría podido apreciar ciertas diferencias, pero en la distancia del tiempo y del espacio que la alejaban por igual de uno y de otro, su pelo negro, fuerte, apenas ondulado en las puntas, le pareció igual, e igual su cabeza, su rostro de piel cetrina y mandíbulas cuadradas, la nariz grande y fina, la boca en cambio muy bien dibujada y los labios gruesos, sorprendentemente blandos. Tenía los ojos oscuros y unas cejas importantes, como dos trazos negros y exactos que se volverían blancos con la edad, sin perjudicar a la condición centelleante de su mirada. Porque aquel hombre, que no podía ser Julio Carrión, era Julio Carrión, una copia casi exacta de la cara, del cuerpo que estaba a punto de fundirse con la tierra, de desaparecer para siempre y quedarse al mismo tiempo aquí, en los ojos que la estaban mirando.
Se puso tan nerviosa que no pudo sostenerlos mucho tiempo. Se obligó a apartar la vista de él, encendió un cigarrillo, intentó avanzar, se dio cuenta de que el barro había inmovilizado sus tacones, los liberó, dio un par de pasos y miró hacia delante. No puede ser hijo suyo, se dijo, no, porque entonces estaría al lado de la fosa, con los demás. Identificó enseguida a Angélica, que llevaba el pelo teñido del mismo color que tenía antes pero se había convertido en una anciana frágil, delicada en su delgadez. La flanqueaban sus dos hijos mayores, los mismos a quienes había reconocido en la web, ambos altos, rubios, pálidos, medio calvos, tan semejantes entre sí como cuando eran niños. Su aspecto se ajustaba de una forma admirable al que Raquel había previsto que ofrecieran, y les distanciaba de los otros dos hombres que integraban el grupo. Uno de ellos, castaño, con barba y pinta de progre clásico, rodeaba con sus brazos a una mujer guapa, rubia, de ojos claros, que se parecía mucho a su madre. El otro, más bajo, el pelo muy corto y corbata negra, era el marido de Clara. Raquel la reconoció enseguida, porque conservaba aquella belleza dulce y candorosa que la había cautivado cuando las dos eran niñas. Cerca de ella, había dos mujeres más, pero ningún hombre moreno, el desarrollo de aquel niño de doce años que ya en 1977 era el único de los hijos de Julio Carrión que se parecía a su padre.
Apagó el cigarrillo y volvió a mirarle, y ahora él fumaba, y seguía mirándola con una expresión confusa, curiosidad, sorpresa y algo más, una cualidad serena, equilibrada, impropia de quien está viendo a una persona. Era la mirada de quien contempla un cuadro, una puesta de sol, o escucha una canción que le gusta mucho. Raquel comprendió que era Álvaro, tenía que ser Álvaro, aunque estuviera solo, aunque estuviera lejos, aunque diera la impresión de no querer mezclarse con los demás. Si hubiera podido pensar con frialdad, habría celebrado su aislamiento, que era más de lo que esperaba encontrar al llegar a aquel cementerio, pero ya no podía pensar con frialdad, ni siquiera se atrevía a pensar.
Aquel hombre no era Julio Carrión, aunque lo pareciera no podía serlo, y había pasado el tiempo, mucho tiempo. Ella no era Paloma y sin embargo no podía dejar de mirarle. Aquello no era razonable, no era lógico ni natural, no era normal, no era bueno, pero Raquel Fernández Perea, su razón y sus propósitos, sucumbieron a una atracción súbita por un hombre que ni siquiera era él, sino la sombra de otro, y que la sumió en una confusión semejante a la que sentiría una novicia cándida, inexperta, la primera vez que se ve tentada, luego cercada por el demonio. Y entonces, antes de que tuviera tiempo de procesar, de digerir todo esto, la ceremonia terminó. Los sollozos se hicieron más intensos mientras el ataúd bajaba hasta el fondo de la fosa, las flores volaron sobre él, la viuda se vino abajo, sus hijos la sostuvieron, y el hombre solitario corrió hacia ellos, los abrazó, los besó, recuperó su lugar en aquel duelo. En aquel instante, ella se marchó, andando muy deprisa, sin volver la cabeza, repentinamente consciente de los riesgos que implicaba su condición de intrusa.
Después, se había obligado a sí misma a situarse al margen de aquella fantasía ridícula, morbosa, peligrosa, pero desde aquel día no había adelantado mucho. Le había dado muchas vueltas a lo que sabía y a lo que ignoraba, había pensado sin descanso en Angélica, en sus hijos, había preparado múltiples variantes de un discurso semejante al que le había permitido triunfar sobre un anciano desprevenido, y ninguna le había salido bien del todo— El recuerdo de aquellos ojos que eran y no eran los de Julio Carrión González interfería sin remedio en sus razonamientos y en sus conclusiones, le mostraba su propia indefensión, la debilitaba.
Raquel Fernández Perea, que había nacido, que había crecido entre fantasmas, ya era demasiado mayor para creer en ellos, y sabía que todo era un error, un espejismo, la consecuencia inevitable de su empeño por trasladarse a una época, un país ajeno, para sumergirse en unas pasiones que tampoco le pertenecían. Pero lo que sabía no le impedía presentir que aquellos ojos oscuros eran un aviso, una advertencia. Entonces volvía la rabia, y su dominio tampoco le consentía avanzar. Por eso había recurrido a Paco Molinero, una inteligencia neutral, leal, libre de prejuicios, de instintos inexplicables. Y cuando escuchó aquel discurso que le ponía las cosas más difíciles sólo para lograr resolverlas al fin, comprendió que sin él no habría llegado muy lejos.
—Tienes razón —concedió después de meditar unos instantes, y lo vio tan claro que volvió a decirlo—. La verdad es que tienes razón —y eso bastó para despejarla—. Pero hay una posibilidad...
—Los fondos —dijo él, y sonrió.
—Claro.
—Ahora mismo te lo iba a decir.
—Por supuesto —y negó varias veces con la cabeza antes de mirarle—. No sé cómo he podido ser tan tonta...
Ésa era la única verdad incontrovertible que Raquel Fernández Perea le había contado a Julio Carrión González en su segunda visita. Antes de acudir a aquella entrevista, había entrado en los archivos del Departamento Comercial de la Sociedad Gestora de Instituciones de Inversión Colectiva, Sociedad Anónima, y había encontrado allí su nombre y el de algunas de sus empresas. No le sorprendió, porque el perfil del presidente del Grupo Carrión encajaba casi al milímetro con la tipología de sus clientes más clásicos, empresarios madrileños que recurrían de forma habitual a la Caja para llevar adelante sus proyectos e invertían a cambio una parte de su fortuna personal, con el evidente propósito de llevarse bien con sus interlocutores financieros si algún día las cosas se torcían. En el caso de Carrión, como en el de la mayoría, las cuentas personales representaban un volumen de negocio muy inferior al de las transacciones que efectuaban sus empresas, no porque la cantidad en sí misma fuera despreciable, sino porque los movimientos, y en consecuencia los intereses, las comisiones, las ganancias netas, prácticamente no existían. Raquel no había necesitado más que unos minutos para comprobarlo, y había llegado a calcular que, por tanto, no resultaría muy complicado hacerse con su gestión, pero la muerte de Carrión, que sería quien habría tenido que solicitar el cambio de interlocutor, la había inducido a abandonar antes de tiempo el camino que Paco acababa de señalar para ella.
Al día siguiente, a primera hora, se fue derecha a por Miguel Aguado, un chico más joven que ella, feo, tímido, de aspecto simpático, con el que no habría llegado a hablar más de una docena de veces en diez años. No sabía nada de su trabajo, pero le resultó fácil averiguar que no era un gestor especialmente brillante, aunque tenía buena fama y había logrado algunos éxitos notables. Era además un hombre muy educado, y por eso la recibió con una sonrisa, la invitó a un café y la escuchó sin interrumpirla.
—En esas condiciones, no tengo ningún inconveniente en pasártelos —le dijo al final—, pero te advierto que no vas a sacar nada. Yo conozco de vista a un par de hijos, ya te lo he dicho, y no son clientes míos, porque siempre traté directamente con don Julio, pero estoy seguro de que van a liquidar los fondos. Ya no me acuerdo de cuántos son, pero sé que son muchos, y muy ricos. Estas historias siempre acaban igual, ya lo sabes. Las familias numerosas son una ruina.