El corazón helado (142 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

BOOK: El corazón helado
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Sin embargo, lo que había funcionado con el padre, no funcionaría con los hijos. Raquel podía imaginar la escena, su discurso, la respuesta que obtendría a cambio, ¿sí?, muy bien, guapa, publica lo que quieras, pues no faltaría más... Ellos nunca la temerían, y su tranquilidad bastaría para desarmarla, por eso los descartó enseguida. Quedaba su madre, la viuda y heredera principal de Julio Carrión González, la hija del Sapo, aquella niña rubia de ojos claros que se convirtió en una preocupación constante para todos los habitantes de la casa donde vivía, porque no se asustaba al oír las sirenas que alertaban de los bombardeos y seguía jugando tan tranquila, en cualquier rincón de un piso enorme. Para Angélica, que había nacido en el verano de 1935, aquel sonido era vulgar, corriente, la banda sonora de todos los días, nada por lo que hubiera que preocuparse. Eso era todo lo que Raquel sabía de ella, eso y que le sentaba mal comer bien. Su organismo estaba tan habituado a digerir sólo pan negro y lentejas, que cuando conseguían algo más nutritivo, tenían que acostarla enseguida con dolor de estómago.

Su abuela Anita no había podido contarle cómo había conseguido casarse con Carrión, o cómo había logrado él casarse con ella. No lo sabía. Mariana Fernández Viu no se había puesto en contacto con sus tíos ni antes ni después del regreso de Julio, pero en septiembre de 1949, la noche antes de coger el tren que la devolvería a Galicia y a la casa de sus padres, había ido a ver a Casilda García Guerrero, la viuda de su primo Mateo. Ella sí había mantenido una relación epistolar constante con los Fernández Muñoz desde el final de la guerra, incluso después de casarse otra vez, y en los años peores, cuando estaba sola con su hijo en una buhardilla miserable de la calle Ventura de la Vega, había recurrido a Mariana en las ocasiones desesperadas, cuando no tenía trabajo o el niño enfermaba. En aquellas visitas, el Sapo siempre la había ayudado lo justo y ella nunca le había pedido más. Nunca tampoco habían llegado a hablar de otras cosas, por más que una supiera que su suegro había enviado a aquella dirección decenas de cartas que nunca habían obtenido respuesta, y por más que la otra sospechara que lo sabía.

Por Casilda supieron los Fernández en Toulouse, y después en París, cómo estaban las cosas en Madrid, y fue también Casilda quien les escribió para contarles lo que Mariana le había contado a ella, después de localizarla con mucha urgencia a través de uno de sus hermanos pequeños, que trabajaba en una taberna de Embajadores. Por aquel entonces, Mateo Fernández Gómez de la Riva, su mujer y sus hijos sabían ya, a través del abogado al que habían contratado ante la falta de noticias, que Julio Carrión se lo había robado todo con la única excepción de la casa de Torrelodones. La madre del mayor de sus nietos les contó que acababa de echar a su sobrina de allí, que ella parecía ahora muy interesada en representar los intereses de su familia en España para recuperar lo que se pudiera, y que la había mandado a tomar por culo con todas las letras. Claro que a lo mejor no he hecho bien, añadía antes de despedirse. Yo creo que ese cabrón ya se habrá encargado de que no podáis recuperar nada, pero si queréis que escriba al Sapo, por si se puede hacer algo, tengo su dirección... Ellos sabían que no había nada que hacer, y que si hubiera, sería a favor de Mariana. No se fiaban de ella más que de Carrión y casi preferían aquel final a cualquier otro que implicara un reparto de beneficios. Cuando éste se produjo, les pilló desprevenidos.

El día que encontraron, siempre en una carta de Casilda, un recorte de la sección de notas de sociedad de un periódico de Madrid, ya estaban en 1956 y habían alcanzado un nivel de vida lo bastante confortable como para no recordar a Julio Carrión a todas horas, pero eso no les ayudó a entender aquella noticia, «el pasado sábado, día 5 de mayo, don Julio Carrión González, de treinta y cuatro años de edad, contrajo matrimonio con la señorita Angélica Otero Fernández, de veintiuno, en la iglesia de Santa Bárbara». ¿Qué os parece?, había escrito Casilda a lápiz, en el margen, yo me quedé de piedra cuando lo vi... A ellos les pasó algo semejante, pero lo olvidaron enseguida con la única excepción de Paloma, que volvió a venirse abajo cuando parecía que ya no podía hundirse más.

Historias como ésta, la única que Anita le pudo contar sobre Angélica aquella tarde en la que le prometió contárselo todo, le enseñaron a Raquel la lección del miedo, que ella ya no aprendería de ninguna otra manera. No le resultó fácil comprenderla. Nadie de su edad, de su generación, lo habría logrado sin resistencia.

—Pero, vamos a ver, abuela —se había empeñado una y otra vez—, eso no puede ser, no me lo creo. Si Casilda estaba aquí, si os escribía y le escribíais todo el tiempo..., ¿cómo pudo quedarse Mariana con todo? ¿Por qué no buscó ella un abogado, por qué no puso una denuncia, yo qué sé...?

—¿Quién, Casilda? —Raquel asentía con la cabeza, y ella sonreía—. ¡Pobrecita mía! Como para ir a un juzgado, estaría...

—Bueno, pero podría haber buscado a alguien que la representara. Seguramente, alguien habría podido hacer algo.

—Sí, meterla en la cárcel, de momento.

—¿Por qué? Si ella ya había estado presa al final de la guerra, ¿no? Y la habían soltado. Y yo no digo que fuera derecha a una comisaría, pero... No sé, estaba fatal, viviendo en la miseria, trabajando como una burra, con un crío pequeño, y la otra con todo, sin ningún derecho, y... Cuando Carrión volvió, hacía ocho años que se había acabado la guerra, ocho años —y cuanto más lo repetía, menos lo entendía—. ¿Y antes, ni siquiera se os ocurrió? ¿No se os pasó por la cabeza intentar nada? A tu marido, que era abogado, y a su padre, que era ingeniero y trabajaba en un ministerio... Ellos eran de aquí, conocerían a mucha gente, tendrían amigos, compañeros de trabajo. No eran unos pobres ignorantes, no estaban desamparados, sabrían a quién recurrir, digo yo. Por eso no lo entiendo, la verdad es que no entiendo. ¿Cómo pudo pasar todo eso, abuela?

—Porque teníamos miedo, Raquel —Anita miró a su nieta, volvió a sonreír—. Todos teníamos miedo, los ricos y los pobres, los cultos y los incultos, todos, mucho miedo. Casilda tenía miedo, y tu abuelo y sus padres, también. Temían por ella, por el niño, tú... Tú no sabes de lo que estás hablando, Raquel, no puedes imaginártelo siquiera.

Quizás por eso se quedó callada. Buscaba argumentos nuevos, pero no los encontró.

—Mira —su abuela se los proporcionó enseguida—, cuando los fascistas entraron en Madrid, Carlos, el marido de Paloma, fue a ver a un íntimo amigo suyo, profesor de su misma facultad, que se había hecho comunista en plena guerra y pasaba por ser el más revolucionario de todos. Ya no me acuerdo de cómo se llamaba, pero sé que era de una familia de militares fachas. Por eso se había salvado, y por eso Carlos pensó que podría salvarle a él. Tuvo que ir andando hasta Aranjuez para buscarle, y cuando lo encontró, su amigo le escuchó, le prometió ayuda, le pidió que le esperara. Y se fue a denunciarle. Eso es lo que le dijo a Carlos su hermana pequeña, y que se marchara corriendo de allí. Le dio dinero para volver a Madrid en tren y le salvó la vida, aunque sólo fuera para que Mariana pudiera entregarlo al día siguiente. ¿Comprendes?

—Y esa chica era de derechas —supuso Raquel.

—Claro. De derechas pero, por lo que se ve, muy buena persona, mucho mejor que su hermano —Anita sonrió—. Por eso teníamos miedo, porque no podíamos confiar en nadie. Del único que nos fiamos fue de Julio, porque era como de la familia, y ya ves...

Raquel conocía a Casilda desde que tenía memoria. Todos los años, al volver de sus vacaciones en Torre del Mar, sus padres hacían una parada para llamarla, y comer o cenar con ella. Casilda era la tía de Madrid, una mujer mayor, cariñosa, que le daba muchos besos antes de asustarse de cuánto había crecido, y le traía siempre una caja de caramelos de violeta, que le gustaban mucho y en París no se encontraban. Después, cuando se volvieron, los encuentros se hicieron más frecuentes. Casilda casi siempre les acompañaba cuando iban a comer fuera de Madrid, y alguna noche, hasta vino a quedarse con ella y con Mateo para que sus padres pudieran salir. Por eso, Raquel no entendió bien lo que pasó el día que volvieron los abuelos, aquel que había empezado con un vermú de grifo en las Vistillas. A las seis de la tarde sonó el timbre de la puerta, ella fue a abrir y se la encontró hecha un mar de lágrimas. ¿Qué ha pasado, tía, te has hecho daño? Ella contestó que no con la cabeza y luego le preguntó si había llegado el abuelo. Sí, respondió Raquel, está en el salón. Pero no estaba en el salón, sino justo detrás de ella, y cuando se dio cuenta, tuvo que quitarse de en medio para que no la aplastaran, porque el abuelo abrazó a Casilda, y Casilda abrazó al abuelo, y estuvieron así, abrazados en mitad del recibidor, durante mucho, muchísimo tiempo, ella llorando y diciendo en voz baja, ¡ay, Ignacio, Ignacio!, como si se quejara, y él con los ojos cerrados, acariciándole la cabeza como si fuera un bebé.

Cuando su abuela le contó lo que sabía de Julio Carrión, Raquel recordó esta escena entre otras que habían convertido su infancia en la edad más emocionante, la más agitada, intensa e imprevisible de toda su vida, pero ya fue capaz de analizarla desde otra perspectiva, y no necesitó hacer más preguntas. Después de la guerra, Casilda no habría podido salir de España, pero años más tarde ni siquiera se le ocurrió intentarlo, como sus suegros, sus cuñados, tampoco pensaron jamás en tomar una iniciativa tan peligrosa como mandarle un simple billete de avión. Ya nunca podría preguntarle a la viuda de Mateo si había tenido pasaporte antes de 1976, porque sólo había sobrevivido unos meses a su cuñado Ignacio, pero Raquel estaba casi segura de que jamás habría corrido el riesgo de presentarse en una comisaría donde iban a exigirle un certificado de penales. Parecía mentira, pero era verdad, y era absurdo, pero así era.

Para todos ellos, el tiempo había pasado pero el miedo permanecía, tan poderoso, tan desafiante, tan infranqueable como una montaña de cumbres nevadas que los lugareños se acostumbran a mirar desde el llano durante años y años, sin atreverse siquiera a imaginar que alguien pueda escalarla, y coronarla, y contemplar qué es lo que hay al otro lado. Eso había sido el miedo para ellos, un paisaje, una patria, una costumbre, una condición invariable que no se cuestiona, la misma vida. Y eso, pensó Raquel Fernández Perea algún tiempo después, tenía que ser el miedo para Angélica Otero Fernández.

—Pero ¿la viuda lo sabe todo? —le preguntó Paco Molinero el día que decretó que había llegado la hora de ponerse a trabajar en serio.

—Tiene que saberlo —contestó ella sin vacilar—. Ya sé lo que estás pensando, yo lo he pensado antes, pero no me importa. Cuando le diga cómo me llamo, va a saber en el acto quién soy y qué es lo que quiero, pero lo lógico es que se ponga tan nerviosa como él, que me cite de un día para otro, que no le diga nada a nadie antes de verme. Sus hijos, que son los que me preocupan, no conocen mi nombre, eso lo sé, Sebastián me lo dijo. Me contó que Carrión le había dicho que lo más importante era que nadie se enterara de nada, y además yo me apellido Fernández, alguna ventaja tenía que tener. Ella tampoco conoce a la familia de mi madre, el Perea no le puede sonar, así que...

Dejó la frase a medias al comprobar que su interlocutor no movía la cabeza de un lado a otro por un impulso casual.

—No —él se lo confirmó muy pronto—. No estaba pensando en eso, sino en lo contrario. ¿Cómo puedes estar tan segura de que lo sabe todo?

No encontró una respuesta sólida para esa pregunta. Sólo contaba con sus propias sensaciones y el recuerdo de una tarde remota, la intuición de una niña de ocho años, aquella mujer rubia, elegante, que se retorcía las manos como si pretendiera desollárselas mientras se preguntaba dónde habría podido dejar el tabaco. La visita de Ignacio Fernández la había puesto más que nerviosa, casi histérica, como enferma de ansiedad, pero eso era lo único de lo que estaba segura.

—Cuando mi abuelo me llevó a casa de Carrión, aquel sábado del 77 —prosiguió en un tono más cauteloso, como si pretendiera convencerse a sí misma antes que a su interlocutor—, ella nos recibió. Iba muy arreglada, con un vestido negro y muchos collares de perlas, parecía a punto de salir, y estaba tan tranquila como lo estarías tú, en tu casa, si una tarde de sábado llamaran a la puerta y te encontraras con un hombre mayor, bien vestido, con buena pinta, que lleva a una niña de la mano. Nos sonrió, nos preguntó qué queríamos, y cuando mi abuelo le dijo su nombre... Bueno, se descompuso, no te lo puedes ni figurar. Estuvo a punto de caerse redonda al suelo.

—Ya —su amigo sonrió, sirvió vino en las copas y se echó hacia atrás con la suya en la mano—. Eso quiere decir que sabía algo, Raquel. A la fuerza tenía que saberlo, ¿no? Cuando ese tío volvió a España, ella era una niña, viviría con su madre, lo conocería de vista como mínimo, eso sí. Pero no podemos saber cómo se encontraron siete años después, no sabemos cómo se hicieron novios, si volvieron a tratarse por casualidad o él fue a verlas a Galicia, o... Vete a saber. Quizás lo sabe todo, pero quizás sepa sólo una parte, y tú no puedes saber cuál.

—¿Y eso te parece tan importante?

—Sí —él se puso serio—. Porque es el punto débil de toda esta historia.

Julio Carrión González ya llevaba ocho días enterrado cuando Raquel invitó a Paco Molinero a cenar por correo electrónico. Pero, bueno, él fue a verla un par de minutos después, ¿y esta novedad? ¿Tanto trabajo te cuesta andar veinte pasos hasta mi despacho? No, no es eso, Raquel sonrió, pero la ocasión requiere cierta formalidad, y para asegurarse de que su invitado no cometiera errores de interpretación, añadió que no se trataba de estrenar su casa nueva, que también, sino sobre todo de hablar de negocios. Dame alguna pista, le pidió él, y ella le contestó que no podía, voy a necesitar un par de horas sólo para ponerte en antecedentes, así que...

La realidad acortó bastante sus previsiones. Raquel logró resumir mucho porque Paco no era nieto de Ignacio Fernández y no necesitaba hacer preguntas a cada paso. Aun así, se quedó tan impresionado con lo que acababa de oír que no fue capaz de opinar.

—Es muy fuerte, tía, tengo que pensármelo.

Ella asintió con la cabeza y envolvió su decepción en una sonrisa que él logró desarbolar a tiempo.

—¡Eh! —se acercó y la cogió por un hombro para zarandearla con suavidad—, ¿pero qué te has creído? Lo que tengo que pensarme es qué hay que hacer para que la viuda afloje un millón, no si venderle los papeles está bien o no.

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