El corazón helado (137 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

BOOK: El corazón helado
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Entonces, Julio Carrión volvió a moverse. Las manos le temblaban cuando llevó la derecha al bolsillo de su camisa para sacar un pastillero de plata, cuadrado y con la tapa rayada, que tuvo que volcar sobre la mesa para coger una pastilla blanca, diminuta, que no había sido capaz de seleccionar con la agitada pinza de sus dedos. Se la metió en la boca y no recurrió al agua para tragarla, aunque a su lado había un carrito con una botella grande y varios vasos. Raquel se asustó. Le vio cerrar los ojos, dejar caer la cabeza sobre el respaldo del sillón, descansar, y comprendió que aquella escena había terminado.

Recogió las fotocopias de los documentos, volvió a meterlas en el sobre, éste en el maletín, y se levantó. Estaba segura de que no iba a pasar nada más, pero entonces Julio Carrión González, recuperado en apariencia de la crisis que parecía haber sufrido, abrió los ojos, se inclinó hacia delante, se aferró a los brazos del sillón, y habló por fin.

—Eres una hija de puta.

—Pues sí —Raquel sonrió—, pero ya va siendo hora de que alguna vez el hijo de puta se apellide Fernández, ¿no le parece?

Luego empezó a andar hacia la puerta en un estado de ánimo muy diferente del que tenía la primera vez que había salido de aquel despacho. Estaba tan excitada que le habría gustado gritar, pero al llegar a la puerta se dirigió a él con la misma serenidad de antes.

—Sebastián conoce todos mis datos, dirección, teléfonos, correo electrónico. Espero que no tarde mucho en responderme. Soy una mujer muy impaciente.

Pero Julio Carrión González nunca pudo responder a Raquel Fernández Perea. Ése fue el único detalle que se le escapó, la única posibilidad que no llegó a medir, a sopesar, a analizar, mientras preparaba aquella entrevista, ni después, mientras elaboraba con la misma meticulosidad sus planes para el futuro.

En su empresa no encontraron ningún inconveniente en darle un crédito hipotecario sobre el ático de Jorge Juan para que pudiera pagar la casa de su abuela al contado. Después, cuando todo hubiera terminado, Raquel ya había decidido vender el ático, liquidar el crédito y disfrutar de la diferencia. El resto del dinero, ese millón de euros que cobraría en cualquier momento, iría a parar a manos de Anita, para que ella, en su momento, heredara sólo la parte que le correspondiera. Robar a un ladrón tiene cien años de perdón, pero Raquel aún creía que podía elegir, y no estaba dispuesta a compartir la condición de su víctima. La forma de lograrlo era el único punto débil de sus planes. No sabía cómo conseguir que una parte de la fortuna de los Fernández Muñoz volviera a manos de su familia sin que su abuela se enfadara con ella por haber incumplido sus promesas, pero tenía mucho tiempo para pensarlo. La tardanza de la respuesta de Carrión tampoco le inquietaba. Reunir dinero negro sin levantar sospechas no es fácil, ella lo sabía, y suponía además que el dueño de Promociones del Noroeste recurriría de nuevo a Sebastián López Parra para arreglarlo todo. Por eso, cuando llegó a la notaría donde había quedado con él, estaba segura de que las escrituras que les habían reunido allí sólo representaban una parte de la operación.

—Supongo que ya lo sabes, ¿no?

Y sin embargo, cuando Sebastián le hizo esa pregunta, justo después de saludarla, comprendió al mismo tiempo que había sucedido algo importante y que era algo que escapaba a su control.

—¿Qué? —procuró parecer risueña, pero él no la siguió esta vez.

—Don Julio tuvo un infarto hace diez días, el viernes pasado no, el anterior, cuando viniste a la oficina.

—¡No me digas! —y su expresión de alarma era tan intensa que su interlocutor no dudó un momento de su autenticidad—. Pero... ¡qué barbaridad! La verdad es que lo encontré muy pálido, con mala cara...

—Sí —Sebastián asintió varias veces—. Yo también. Cuando fui a verle a su despacho, estaba ya en el pasillo. Me dijo que se iba a casa, que no se sentía bien... Me dijo también que no me enfadara contigo, que habías ido a consultarle una tontería.

—Pues sí, pero cuando me acordé ya estaba casi en la puerta, y..., bueno, son historias de familia, largas y complicadas, ya te lo dije el otro día —hizo una pausa para mirar a Sebastián, y dedujo que carecía de cualquier indicio para sospechar la verdad—. Pero eso es lo de menos, porque... Pobre hombre, ¿cómo está?

—Muy mal. Tuvo otro infarto grave hace unos seis meses y se recuperó bien, pero antes ya había tenido amagos y su corazón está muy cascado, por lo visto... No sé, parece que los médicos no creen que vaya a salir de ésta.

No salió. Dos semanas más tarde la familia Carrión publicó la noticia de su muerte en tres periódicos de Madrid. La esquela era discreta, elegante, y no informaba de la hora ni del lugar del entierro, pero Raquel Fernández Perea tuvo una corazonada. No estaba segura de que en los cementerios de Madrid le hubiesen dado esa información si la familia del difunto hubiera dispuesto lo contrario, pero en Torrelodones ni siquiera le preguntaron cómo se llamaba.

El primer día de marzo de 2005 amaneció un sol radiante en un cielo azul cobalto, tan puro, tan vivo, tan intenso como si fuera la ilustración de un cuento infantil. Raquel llegó al pueblo antes que el cortejo y lo dejó pasar. Cuando el coche fúnebre embocó la carretera del cementerio, cerró el suyo y se fue a un bar a tomar un café, pero hacía tanto frío que no logró entrar en calor.

Un cuarto de hora después, volvió a coger el coche y se marchó al cementerio. Allí, apartado de todos, a medio camino entre la puerta y la fosa, un hombre moreno se volvió hacia ella y la miró a los ojos.

Yo tenía once años, y mis padres un chalé en el pueblo de Navacerrada. Era una casa de dos plantas con garaje y jardín, en una urbanización de parcelas de mil ochocientos metros cuadrados, todas iguales, aunque algunas tenían piscina y otras no. Situada en la falda de un monte sembrado de pinos, ofrecía un escenario clásico para un veraneo de clase media tirando a alta. Sin recinto vallado ni vigilancia de ninguna clase, tenía calles de tierra, una explanada con espacio suficiente para jugar al fútbol y una docena de niños de mi edad.

—¿Rafa?

—Sí.

—Hola, soy Álvaro.

Cuatro años después, mi padre construyó en La Moraleja una casa para vivir todo el año, con un jardín tan grande que nunca llegamos a usarlo entero y una piscina en la que cabía varias veces la que teníamos en Navacerrada. Su familia había dejado de pertenecer a la clase media, y en consecuencia, aquel chalé se vendió. Aparte de mí, nadie pareció lamentarlo mucho. Mis hermanos mayores ya lo eran demasiado como para apreciar la monotonía de los veranos en la sierra, y Clara aún no había descubierto la libertad desde el manillar de una bicicleta, pero yo había sido muy feliz en aquel lugar, y siempre tendría una cicatriz en la pierna izquierda para recordarlo.

—Ya, me imaginaba que ibas a llamar.

—¿Estás en la oficina? Tengo que hablar contigo.

—Ahora no, Álvaro, son casi las dos y media...

Aquella tarde habíamos ido a la presa en bici. Lo teníamos expresamente prohibido y por eso lo hacíamos. Para llegar hasta allí, había que pedalear durante un buen trecho por una carretera peligrosa, con mucho tráfico, y cruzarla después para alcanzar la gloria, el puente que se elevaba sobre el dique del embalse. Los pescadores ni se molestaban en volver la cabeza para mirarnos, pero nosotros nos sentíamos muy orgullosos de aquella hazaña que se agotaba en sí misma, porque una vez arriba no había gran cosa que hacer, mirar el agua, dejar las bicis en un recodo para descansar en la hierba que recubría las lomas del otro lado del puente, advertirnos los unos a los otros en voz alta que aquello era ya Becerril, y no Navacerrada, y pensar en el camino de vuelta, una cuesta abajo mucho más temible que el repecho que habíamos tenido que coronar a la ida.

—Bueno, entonces podemos comer juntos.

—No, no puedo. He quedado con un asesor de la Consejería de Obras Públicas de Castilla-La Mancha.

—¿Y a qué hora vuelves a la oficina?

Hasta que a alguien se le ocurrió que existía más de una manera de hacer carreras. La culpa la tuvo el Tour, o la Vuelta a España, esas etapas que veíamos juntos todas las tardes en una casa o en otra, respetando siempre un turno establecido para que no se enfadara la madre de ninguno y frecuentando lo menos posible las que tenían piscina, para poder seguir bañándonos juntos todas las mañanas sin que ninguno recibiera quejas por los abusos de su pandilla. No teníamos cronómetro, pero sincronizábamos nuestros segunderos antes de empezar, como en las películas de espías, y corríamos contra el reloj en la calle donde terminaba la urbanización, aunque para celebrar las finales subíamos siempre hasta el puente de la presa.

—A las cinco, pero... No sé, Álvaro, tampoco hace falta que quedemos hoy, ¿no? Ya sé que has dejado a Mai, y sé que la has dejado por otra, y yo no digo nada, por cierto, prefiero suponer que sabes lo que haces y por qué lo haces. Ni Isabel ni yo tenemos la menor intención de intervenir en esto, así que...

—Ya, pero es que tengo que hablar contigo también de otras cosas.

—¿Sí? Bueno, pues entonces...

Aquella semana yo no me había clasificado, pero entré en el puente esprintando, de pie sobre los pedales, el cuerpo oscilando a un lado y a otro. Supongo que pretendía demostrarme a mí mismo, y a los demás de paso, que sólo había tenido un mal día, pero que seguía siendo de los mejores, de los más rápidos. Quizás nunca lo fui tanto como aquella tarde, porque bastó con que la rueda rozara con el bordillo para que la bicicleta saltara por los aires y yo con ella. Aterricé de perfil sobre uno de los pedales de la bici del chico que marchaba, y que cayó, detrás de mí. Era un modelo antiguo, de bordes dentados, y el filo metálico se me clavó en la pantorrilla izquierda como si fuera una esquirla de metralla.

—Voy a verte a las cinco, ¿vale?, y otra cosa... ¿Te importa que llame a Angélica para quedar con ella allí también?

—A mí no, pero te advierto que a ti sí debería importarte. Está hecha una fiera. No sé si sabes que quien habló con Mai fue ella.

—Sí, ya lo sé, me lo ha contado Julio. He estado tomando una cerveza con él, se acaba de ir. Pero tengo que hablar con Angélica igual, quiero hablar con todos vosotros.

La primera vez que intenté levantar la pierna del pedal, moví la bici entera. El metal estaba demasiado incrustado y mis amigos tuvieron que ayudarme. Cuando tiraron de mi pie para arriba, aullé de dolor, pero eso no me impresionó tanto como el chorro de sangre que brotó de la herida. Me había hecho un buen destrozo y estaba solo, con once años y entre otros chicos de once años, lejos de casa, lejos del pueblo, en el puente de la presa. Mi eterno competidor, el otro ciclista más veloz de la pandilla, había ido ya a avisar a mis padres, pero la sangre no paraba de brotar, y entonces me acordé de los tebeos de
Hazañas Bélicas,
y de esas películas sobre la guerra del Pacífico que solía ver con papá y con Julio los sábados por la noche. Lo había visto hacer muchas veces, sabía por qué, para qué se hacía, y no vacilé. Me quité la camiseta, la rasgué por la costura, me la lié justo encima de la herida y apreté muy fuerte con la ayuda de un palo que hizo las funciones de tornillo. Al ponerme de pie, la herida me dolía tanto que creí que iba a desmayarme, pero no me quejé, porque la expectativa de la bronca y el castigo me daba mucho más miedo que el aspecto de mi pierna. En aquella época, yo ya lloraba poco, muy poco, casi nunca, pero sabía que mis padres estaban en casa y que sería él quien vendría a buscarme, porque mamá nunca había aprendido a conducir.

—Muy bien, como tú quieras. Entonces nos vemos a las cinco... Cinco y media, mejor.

—Vale, a las cinco y media.

—Bueno, te tengo que dejar, que llego tarde...

Fue papá el que vino, y muy deprisa. Cuando su coche enfiló el puente, sentí que me quedaba sin aire, pero pude ver su cara antes de que aparcara, y en ella ni rastro de la furia que esperaba. Cerró la puerta sin echar la llave y vino hacia mí casi corriendo, con el ceño fruncido de preocupación y un gesto alarmado, pero también compasivo, que me pareció más digno de su mujer. Nunca había visto aquella expresión en su rostro, y tampoco había escuchado nunca el temblor de aquella voz. ¿Qué te ha pasado, hijo? Entonces llegó hasta mí, me cogió por los hombros, me miró con atención, me besó en la frente. Me he caído y me he hecho una herida en la pierna, le dije, y él ya estaba en cuclillas, mirándola. ¿Y esto?, preguntó señalando mi camiseta con un dedo. Estaba sangrando mucho y me he hecho un torniquete, le expliqué, y volvió a levantarse, me miró, sonrió. Eres muy valiente, Álvaro. Me abrazó, le abracé, y me sentí muy feliz de repente, muy orgulloso de llamarme Carrión, de ser su hijo.

—¿Sí?

—Hola, Angélica, soy Álvaro.

—¡Hombre! Contigo quería yo hablar. Estarás contento, ¿no?

Luego pasó su brazo derecho por debajo de los míos y me advirtió que no apoyara la pierna herida antes de ayudarme a llegar hasta el coche. Mis amigos nos abrieron paso, en sus ojos una luz unánime de simpatía, casi admiración por aquel hombre que era mayor y sin embargo sabía comportarse como un igual, un compañero. Aquel invierno, mi padre había cumplido cincuenta y cuatro años, no muchos menos de los que tenían los abuelos de algunos chicos de la urbanización, y aunque no los aparentaba, el dato de su edad bastaba para inspirar en ellos un respeto fronterizo con el temor. Todos, sin excepción, preferían tratar con mi madre, que era tan joven como las suyas, muy rubia y apacible en apariencia, pero aquella tarde aprendieron que Julio Carrión era un hombre extraordinario, y esa condición se reveló con una intensidad que nunca habían sospechado cuando me acomodó en el asiento trasero y, antes de coger el volante, se quedó de pie junto a la puerta, les miró, les sonrió y les dio las gracias por haber ayudado a su hijo. A partir de aquel momento, habrían hecho cualquier cosa por él.

—Mira, Angélica, lo que no estoy es dispuesto a discutir contigo.

—Pues me temo que no te va a quedar más remedio, porque lo que has hecho no tiene nombre, Álvaro, en serio. ¿Tú sabes cómo está tu mujer? ¿Sabes que la has destrozado? ¿Y tu hijo? ¿Es que no has pensado en él? No entiendo cómo has podido...

—Refréscame la memoria, Angélica. Tú te liaste con Adolfo antes de dejar a Nacho, ¿verdad?

Cuando salimos del puente, le pregunté adónde íbamos. Primero a casa, me contestó con voz serena, a avisar a mamá y a que te pongas otra camiseta, no puedes ir por ahí medio desnudo... Y luego a Madrid, a que te cosan esa pierna en un hospital. Pero podemos ir al médico del pueblo, ¿no?, propuse yo, dispuesto a minimizar mi responsabilidad, y él negó con la cabeza. No, dijo luego, no me fio. Prefiero llevarte a un hospital, sólo tienes dos piernas, que yo sepa, y no me cuesta ningún trabajo... Entonces llegamos a casa y mi madre vino corriendo hacia el coche, abrió la puerta, me cubrió de besos, me miró la herida, empezó a chillar. ¡Pero, bueno, Angélica!, y aquella tarde, su marido sólo la regañó a ella, si no ha sido nada, un simple accidente, ¿qué quieres, asustar al niño? Vete a por una camiseta, anda, y mete un pijama para cada uno en una bolsa, y los cepillos de dientes, por si nos tenemos que quedar a dormir en Madrid...

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