—Don Julio la está esperando.
Un instante después, Raquel se encontró en una sala tan inmensa que tuvo que acercarse al hombre que la miraba desde la mesa del fondo para estar segura de que era él. En aquel momento, no sentía nada distinto de lo que experimentaba cada mañana al enfrentarse a un cliente desconocido, y su anfitrión no hizo nada que modificara su estado de ánimo. Julio Carrión González no se levantó de la silla para saludarla, y ella correspondió a su descortesía quedándose parada ante él para estudiarle desde arriba. Recordó entonces la descripción de su abuela y confirmó la impresión que le había producido la foto de la página web. Julio Carrión era un anciano atractivo. Seguía teniendo el mismo pelo que cuando era joven, ahora blanco, y la misma fuerza en la cara, los ojos como chispas.
—Te pareces mucho a tu tía Paloma —él fue quien empezó a hablar, y la cogió por sorpresa—. Te lo habrán dicho ya, ¿no? Ella tenía el pelo más oscuro y los ojos más claros que tú, muy azules, pero la forma de la cara, la barbilla y el cuello, esas mandíbulas tan limpias, tan... bonitas... En eso eres igual que ella.
Raquel no contestó. Siguió mirándole desde arriba, con un sabor metálico en la boca y la sangre muy pesada de repente.
—Siéntate, por favor —Julio Carrión se resignó a ser educado—. Y dime, ¿qué es lo que quieres?
—De momento, que no me tutee —Raquel escuchó el sonido de aquella voz como si no fuera la suya, pero sacó fuerzas de sus propias palabras—. Yo no tengo ganas de tutearle a usted.
Al escucharla, el anciano se echó a reír y su cara se convirtió en un sol radiante, como esos que pintan los niños pequeños, lleno de rayos y coloreado hasta romper el papel. Raquel logró definir aquel gesto, pero no interpretarlo. Ignoraba que a Julio Carrión siempre le habían gustado las mujeres valientes, y que aún no sabía que ella iba a ser la última, y la excepción.
—Bueno, no quería molestarla... —añadió al rato—. Pero usted es mucho más joven que yo.
—Desde luego —dijo ella, y él volvió a reírse.
—Muy bien, entonces, ¿podría decirme qué es lo que quiere? —con ochenta y tres años recién cumplidos, seguía siendo un hombre muy simpático y parecía disfrutar de esa condición—. Supongo que advertirme que su piso ha subido mucho de precio, ¿no?
—Pues no —en ese momento se puso serio, y Raquel sospechó que no volvería a verle reír—. No exactamente. No sé si usted se acordará de mí, pero yo era la niña que iba con Ignacio Fernández cuando él fue a verle a su casa, un sábado por la tarde, en el mes de mayo de 1977 —hizo una pausa para estudiar el efecto de sus palabras y le vio asentir con la cabeza—. Aquella tarde, él llevaba la misma cartera que he traído yo hoy —la sacó de su maletín y se la enseñó despacio, por dentro y por fuera, antes de volver a guardarla—. La ha visto, ¿no? Es la misma, y contiene los mismos documentos. Lo que quiero saber es de qué habló mi abuelo con usted aquella tarde. Para eso he venido.
—¿Y por qué tendría yo que contarle eso?
Hizo esa pregunta en un tono de voz completamente distinto al que había empleado hasta entonces, y Raquel se dio cuenta. Le miró con atención y vio que se había puesto rígido. Ahora estaba muy estirado en la silla, la cabeza recta, un gesto duro en los ojos, en los labios, pero ella sintió que todo esto, lejos de aplacarla, la espoleaba.
—Porque, de entrada, si no me lo cuenta, no voy a venderle mi casa.
—Mire usted, señorita —y sus labios compusieron una sonrisa sarcástica que subrayó el desprecio de sus palabras—, su casa me importa un bledo, ¿se entera? Tengo dinero de sobra para comprar cien inmuebles como el suyo. Así que no me amenace, por su bien se lo digo.
—Ya —y Raquel Fernández Perea se sintió mucho mejor, porque su sangre volvió a ser sangre, líquida, caliente, y a circular deprisa por sus venas—. Muy bien, pues en ese caso, yo misma hablaré con el señor López Parra para informarle de que mi piso ha dejado de estar en venta. Se va a llevar un disgusto tremendo, eso por descontado, porque ha trabajado mucho en esta operación, pero donde hay patrón, no manda marinero, y usted es el dueño de esta empresa, ¿no? No le explicaré nada, no se preocupe. Así se lo podrá contar todo usted mismo. Eso será lo mejor, ¿no le parece?
Dejó aquella pregunta en el aire, le miró y vio que el desprecio, el sarcasmo, sin llegar a disolverse, se integraban poco a poco en una expresión más compleja.
—No sé adónde quiere usted ir a parar, pero si piensa que me va a dar miedo, está muy equivocada —y sin embargo, Raquel se dio cuenta de que ya había empezado a temerla—. No quiero echar a perder el trabajo de uno de mis mejores empleados, ni correr el riesgo de paralizar un proyecto tan ambicioso como el de Tetuán por una tontería, pero tampoco puedo perder todo el día con usted, así que dígame un precio y se lo pagaré.
—Quiero saber de qué hablaron mi abuelo y usted aquella tarde. Ése es mi precio.
Julio Carrión González chasqueó los labios y apretó los puños a la vez, sin molestarse en disimular su impaciencia. Después se frotó la frente, apoyó la cabeza en una mano, se quedó pensando.
—Su abuelo está muerto —dijo por fin—. ¿Cómo sabrá que le estoy contando la verdad, que no la engaño?
—Inténtelo —le animó ella, y él no quiso añadir nada—. No creo que pueda engañarme, señor Carrión. Yo conocía muy bien a mi abuelo. Le conocía tanto que después de haber hablado este rato con usted, estoy casi segura de lo que ocurrió aquella tarde.
—¿Sí? —hizo una pausa para volver a mirarla con la altanería de antes—. Dígamelo usted, entonces.
—Le ofreció dinero, ¿verdad? Y él no lo quiso aceptar.
Supo que había acertado cuando los ojos de Julio Carrión huyeron de los suyos para recorrer la habitación tan despacio como si la estuviera mirando por primera vez.
—Le voy a decir una cosa que le va a sorprender —dijo por fin—, señorita...
—Raquel.
—Muy bien, pues... Le voy a decir una cosa que le va a sorprender, Raquel. Yo admiraba mucho a su abuelo. Ignacio era un hombre de una pieza, un hombre valiente, honrado, generoso —miró a su interlocutora y comprobó que su expresión no había cambiado, pero insistió de todas formas—. He conocido a pocas personas como él, y siempre le admiré, se lo digo en serio. El hecho de que no nos pareciéramos, de que yo no pensara, ni creyera, ni sintiera lo mismo que él, nunca me impidió apreciarle. No se lo digo por cinismo, créame. De hecho, no tengo ninguna necesidad de decírselo, pero es la verdad.
—Yo no le he pedido su opinión sobre mi abuelo —y no voy a perder los nervios antes de tiempo, cabrón—. No tengo ningún interés en conocerla.
—Ya, pero... —Julio Carrión esbozó una sonrisa que se estrelló antes de llegar a nacer con la dureza de los ojos de la mujer que le miraba—. Quería que lo supiera.
—¿Y aquella tarde?
—Aquella tarde... —hizo una pausa, volvió a frotarse las cejas, rompió a hablar por fin—, Ignacio vino a verme para que supiera que había vuelto a vivir en España, en Madrid, y que conservaba las escrituras de los bienes de sus padres y..., bueno, toda la documentación. Eso era lo único que quería, que yo lo supiera. Y le ofrecí dinero, tiene usted razón, mucho dinero, pero él no quiso venderme la cartera que está ahora en su maletín. Prefiero quitarte el sueño, me dijo. Prefiero que vivas a partir de ahora con la angustia de no saber qué hago, qué estoy haciendo, qué voy a hacer. Voy a acabar contigo, Julio, pero nunca sabrás cómo, ni cuándo, ni de dónde te llegará el primer golpe. Quiero que lo sepas, para eso he venido... Y eso fue todo. Después se levantó y se marchó sin despedirse. Me he saltado los insultos y he resumido mucho, pero le aseguro que no me dijo otra cosa.
Entonces fue Raquel la que se quedó callada. Estaba sobrecogida por lo que acababa de oír, y aún más por la certeza de que aquel hombre no la había engañado. Lo que le había contado era la verdad, tenía que ser verdad porque era la única versión que encajaba con lo que ella sabía de su abuelo, pero necesitaba tiempo para asumirlo, para analizarlo y poder empezar a creerlo.
Mientras tanto, Julio Carrión la miraba.
Un instante después, se equivocó.
—¿No me va a preguntar qué hice yo? —y su acento volvió a ser sarcástico, casi risueño—. ¿No quiere saber cómo reaccioné?
Si él no hubiera hecho esas dos preguntas, Raquel Fernández Perea habría estado a tiempo de recordar las advertencias de su abuelo Ignacio, esa pacífica recomendación que él mismo había observado al reducir su venganza al escueto armazón de una amenaza que nunca iba a cumplir. Su nieta había abierto el cajón de su escritorio y había visto una pistola, una caja de balas. Al menos una de ellas llevaría escrito el nombre de Julio Carrión González desde treinta años antes, pero su propietario nunca había querido darle el destino que le reservaba. Raquel lo comprendió, aceptó sus actos y sus razones, sintió mucha pena, mucho orgullo, mucho amor. Para vivir aquí, hay cosas que es mejor no saber, incluso no entender. Y quizás tenía razón, seguramente tenía razón, ella estaba a punto de aceptar que tenía razón cuando escuchó esas dos preguntas, y miró a Julio Carrión para estrellarse con la humillante condición de su sonrisa.
—Yo nunca me tomé en serio a Ignacio —prosiguió él—, nunca le tuve ni pizca de miedo, no crea. Le ofrecí dinero, sí, porque en aquellos tiempos todo estaba muy revuelto, y no sabía quién podía llegar a asesorarle, a dirigirle contra mí. Además, en aquella época, todavía no estaba claro si estos asuntos no acabarían por resolverse en un juzgado. Eso era lo que me preocupaba, él no. Porque le conocía. Quizás no tan bien como usted, pero le conocía, y sabía que era demasiado bueno, demasiado serio, sensato y responsable como para echar a perder su vida sólo por arruinar la mía. En 1947 me habría matado, desde luego, pero en el 77... Hasta los hombres más valientes se ablandan con la edad, y los comunistas, que eran los más valientes de todos, las cosas como son, no paraban de hablar de la reconciliación nacional, así que, ya ve... Su abuelo está muerto, y yo aquí, charlando con usted. Como en la vida misma. Por eso lo mejor es que se deje de fantasías y empecemos a hablar de negocios de una vez, porque los buenos sólo ganan en las películas, señorita.
Hijo de puta. Hijo de la gran puta. Hijo de la grandísima puta.
Eso fue lo que pensó, y en este orden, Raquel Fernández Perea mientras se levantaba, y cogía su bolso, y el maletín, antes de dar la espalda a su anfitrión para empezar a andar hacia la puerta con pasos firmes, decididos.
—Pero... ¿adónde va?
A mitad de camino se detuvo y giró sobre sus talones. Julio Carrión González por fin se había levantado, y la miraba con las manos apoyadas en la mesa, ni rastro de la superioridad que había exhibido unos segundos antes en su gesto, ni en su voz.
—Tengo que valorar todo esto —le dijo en el tono profesional, sereno y cortés, que usaba con sus clientes—. Todavía no puedo tomar una decisión, como comprenderá, pero no se preocupe. Ya tendrá noticias mías.
Aceleró el paso y cerró la puerta del despacho a sus espaldas. La secretaria levantó la vista de la pantalla del ordenador al verla.
—Por favor —Raquel sonrió y ella no llegó a corresponder—, necesito ir al baño.
Después de vomitar el desayuno, se sintió un poco mejor. Cuando salió a la calle, recibió la cuchillada del viento helado de la sierra como una caricia, y volvió a respirar. Ya no tenía miedo. Sus piernas la sostenían sin dificultad, pero la escena que acababa de vivir la había sumergido en un estado de insensibilidad peculiar, una especie de anestesia espontánea que le permitió volver al trabajo, sentarse en su mesa, hablar por teléfono y resolver los asuntos que tenía pendientes con la eficiencia de una máquina bien programada. No se sentía del todo dentro de su cuerpo, pero su cabeza funcionaba sin problemas en cualquier dirección excepto en la que conducía al despacho donde había estado aquella mañana. Quizás por eso, al salir del banco no fue a su casa, sino a la de sus abuelos. Allí, sentada en el sofá, el único mueble del salón que había sobrevivido a la mudanza, fue recuperando lentamente el control sobre sus terminaciones nerviosas, y por fin pudo pensar como si no fuera nieta de Ignacio Fernández Muñoz.
No era la primera vez que se veía obligada a tomar una decisión en condiciones difíciles. Las negociaciones, con la tensión que implican hasta las más sencillas, formaban parte de su trabajo. No sabía jugar al póquer, pero había aprendido a aguantar, a disimular sus verdaderos intereses, a apostar sin otra base que sus propias intuiciones, puras especulaciones teóricas. A veces conseguía hacer ganar mucho dinero a sus clientes y a veces no, pero no solía equivocarse. Por eso decidió esperar. Analizó su situación como si se la hubiera encontrado aquella mañana dentro de una carpeta, encima de su mesa, y llegó a la conclusión de que el próximo movimiento no le correspondía. Lo hizo Carrión, y muy deprisa.
—Hombre, Sebastián —y le saludó como si encontrárselo al otro lado del teléfono, cuarenta y ocho horas después de haberse entrevistado con su jefe, representara una sorpresa extraordinaria—, me alegro de hablar contigo. ¿Cómo estás?
—Bien —pero el tono risueño que él intentó imprimir a su voz no resultó tan logrado—, verás, es que... ¿Estás trabajando?
—Pues claro —aquella pregunta la desconcertó—. ¿Tú no? Todavía es viernes, que yo sepa.
—Sí, no, me refiero... Quería saber si estabas en tu despacho, porque... Estoy aquí abajo. ¿Puedo subir a verte un momento?
—¿Aquí abajo? —y entonces su sorpresa fue extraordinaria de verdad—. ¿En la plaza de las Descalzas?
—Sí, claro... Por eso, te decía... Si tienes un hueco...
Raquel consultó su agenda, luego el reloj, y repitió esa acción dos y hasta tres veces, antes de lograr comprender lo que veía.
—Tengo una entrevista a la una —logró decir por fin—, pero si no vas a tardar mucho...
—No, no. Va a ser sólo un momento.
Pasaron algunos más, hasta seis minutos, antes de que Sebastián López Parra se anunciara con los nudillos en la puerta de su despacho. Cuando lo tuvo delante, Raquel todavía no había logrado explicarse su visita, pero ya intuía que aquella novedad jugaba a su favor.
—Pasa, pasa —se levantó de la mesa para saludarle y lo encontró nervioso, como incómodo dentro de su traje—. Siéntate, por favor —él aceptó la sugerencia sin decir nada—. Bueno, pues... No sé —le sonrió—, me parece tan raro verte aquí...