—Pues haciéndolo, mamá, no seas pesada —y soportó, impertérrito, la mirada de escándalo de su madre—. ¿No te das cuenta de que es lo mejor para todos? Si ese piso no lo quiere nadie, sólo ella, y la van a echar de su casa... ¿Qué prefieres, que Ra se tenga que ir a vivir a un sitio que no le guste y a ti te la compre un extraño? ¿Es que eso sería mejor? Si el dinero es todo igual, mamá, no tiene nombre ni apellidos.
Desde el día en que su padre intervino a su favor, Raquel sabía que la aquiescencia de su abuela era sólo cuestión de tiempo, y aquella tarde, cuando llegó a su casa cargada de bandejas, la expectativa de mudarse al piso de los días mejores, el escenario de los sábados que había compartido con su abuelo Ignacio en la que seguía siendo la mejor historia de amor de su vida, elevaba su ánimo mucho más que el éxito de la negociación. Ése era el verdadero final feliz de su relación con las gafas y la corbata de Sebastián López Parra, y una prueba inmejorable de cómo opera el azar sobre el destino de las personas. No esperaba tropezarse con ninguna otra cuando besó a Nati, a Sergio, a su novia y a Maruja, la madre separada del tercero, que se había unido a la fiesta con su hijo pequeño, y dispuso las bandejas sobre la mesa del salón, y bebidas para todos, antes de sacar un documento de un sobre y empezar a leerlo, por fin, en voz alta.
—En Madrid, a 17 de enero de 2005, reunidos doña...
—Pero hoy es día 13 —objetó Nati.
—Pero vamos al notario el lunes que viene —le aclaró Sergio—. Déjala leer y luego preguntas.
—Doña Natividad Melero Domínguez —siguió Raquel—, en adelante la vendedora, y don Julio Carrión González, en adelante... —no puede ser, se dijo a sí misma, no puede ser, sería demasiada casualidad, es imposible.
—¿Y ahora, qué pasa? —preguntó Nati, cuando aquella pausa se convirtió en un silencio.
—Nada, es que... —Raquel volvió en sí muy despacio mientras se repetía que no, que no, que no podía ser, que el mundo estaba lleno de Julios, y de Carriones, que había hasta una bodega con ese nombre, y que era una coincidencia, tenía que ser una coincidencia—. No sé, éste nombre me suena, pero..., bueno, voy a seguir, don Julio Carrión González, en adelante el comprador, acuerdan...
Leyó el contrato hasta el final, y se sumó a las sonrisas y los aplausos de los demás, pero no firmó encima de su nombre, como hicieron Nati, y Sergio, y Maruja, después de comprobar que en todos los ejemplares constaba la misma cantidad, y era la pactada. Luego atendió a sus invitados durante más de dos horas, habló, rió, escuchó, y rellenó las bebidas de todos ellos, pero en ningún momento dejó de darle vueltas a aquel nombre, Julio Carrión González, ni de repetirse que no, porque no podía ser, era imposible.
Estaba casi segura de que nunca había conocido el segundo apellido del hombre que le había sacado dos chupa-chups de las orejas en una lejana tarde de mayo de 1977, porque apenas había vuelto a oír hablar de él desde aquel día. En casa de sus padres nunca se hablaba de la guerra, ni del exilio, ni del regreso. Era como si nada de todo aquello hubiera sucedido, como si la familia Fernández nunca se hubiera movido de Madrid, como si la familia Perea hubiera vivido siempre en Torre del Mar, como si su padre no hubiera nacido en Toulouse, como si su madre no hubiera nacido en Nimes, como si ninguno de los dos conservara la huella palidísima pero aún perceptible de un acento ajeno, que estiraba sus eses y aflautaba sus úes para imprimir a sus palabras una música extraña, que no acababa de sonar igual que la que brotaba de las voces de sus padres, de sus hijos, de los desconocidos que andaban por la calle.
A Ignacio Fernández y a Raquel Perea no les gustaba hablar de eso, no les gustaba que se hablara de eso delante de ellos, y cuando no les quedaba más remedio que mencionar aquella época delante de alguien, usaban términos tan ambiguos que cualquiera habría podido pensar que habían estado en Francia estudiando, o de vacaciones. Julio Carrión era el mejor ejemplo de aquella estrategia en la que Raquel tampoco había reparado mucho hasta que se encontró con su nombre en un contrato de compraventa. Cuando pasó lo de Carrión, decía a veces su padre, o antes, o después de lo de Carrión, y si alguno de sus hijos le preguntaba qué era lo que había pasado en realidad, él respondía que nada, un socio del abuelo que le había salido rana. Y sin embargo, ella sabía más que sus hermanos de aquel hombre. Sabía que su abuelo le había llamado hijo de puta, sabía que después había llorado, y sabía lo que Ignacio Fernández Muñoz había querido contarle muchos años después, una tarde de primavera en la que habían vuelto a recorrer de la mano Recoletos por el puro placer de pasear, sin ir ni volver de ninguna parte.
—¿Nos tomamos un helado? —ella ya había cumplido diecinueve años, pero seguía pasando con sus abuelos las tardes de casi todos los sábados y guardaba una memoria fiel de los ritos de su infancia—. Yo invito.
—No. Invito yo.
—Vale, pero... —y entonces se le ocurrió que aquella ocasión era tan buena como cualquier otra para volver a la carga y no sacar nada en claro—. Oye, abuelo... ¿Te acuerdas de aquel día que fuimos de visita a aquella casa donde había unos niños, y me regalaron una muñeca? —él asintió con la cabeza y una sonrisa cargada de ironía que ella interpretó como una respuesta—. No me lo vas a contar nunca, ¿verdad?
—¿Qué?
—Lo que pasó aquella tarde.
—¡Qué pesada eres, Raquel! —Ignacio Fernández Muñoz se paró en medio del bulevar para mirar a su nieta sin dejar de sonreír—. Me lo has debido preguntar...
—Cientos de veces, ya lo sé —aceptó ella—. Pero como nunca me contestas.
—Sí que te contesto —le dio a su nieta un helado, probó el otro y reemprendió la marcha muy despacio—. Te contesto siempre. Fui a ver a ese hombre porque tenía que hablar con él. Y eso hice, ni más ni menos, ya lo sabes.
—Sí, pero hablar, hablar... Eso no significa nada, abuelo, también estamos hablando tú y yo, ahora.
—¿Y eso no significa nada?
—¿Ves? —y Raquel sonrió a su pesar—. Ya me estás liando otra vez. Siempre igual, no sé ni para qué te pregunto, porque...
Él se echó a reír y siguieron andando, comiéndose el helado que cada uno sujetaba con la mano que no le daba al otro, y ella pensó que no iba a lograr arrancarle ni una sola palabra más, como de costumbre. Pero aquella vez fue diferente.
—Vamos a hacer un trato —propuso él cuando estaban llegando a Cibeles—. Yo te cuento lo importante y tú no me preguntas nada, ¿de acuerdo?
—¿Y por qué?
—Esa pregunta ya no entra en el trato.
—¡Jo, abuelo, qué pesado eres!
—Pues anda que tú...
Los dos se echaron a reír a la vez, pero ella habló primero.
—Vale —se resignó—. Sin preguntas.
Entonces se abrió el semáforo. Cruzaron la calle Alcalá en silencio, pasaron por delante de la fachada de Correos, y él volvió a pararse delante de una luz roja.
—Vamos por el bulevar, que es más bonito, ¿no? —Raquel asintió con la cabeza
—.
Aquella tarde fui a ver a un hombre que se llama Julio Carrión. En París, hace muchos años, éramos amigos, o por lo menos, yo creía que era mi amigo. Por eso, cuando nos dijo que iba a volver, le pedimos que vendiera las propiedades de la familia para mandarnos el dinero que sacara, porque mis padres aquí eran ricos, pero allí éramos pobres, no teníamos nada. Él nos prometió que lo haría y se quedó con todo.
—¿Os lo robó? —preguntó Raquel, y su abuelo asintió con la cabeza—. ¿Todo? —y su abuelo volvió a asentir—. ¿Y cómo pudo...?
—Hemos hecho un trato, señorita.
—Sí, pero...
—Sí pero nada ——Ignacio Fernández pasó un brazo por los hombros de su nieta, la atrajo hacia sí, la besó en la cabeza—. Los tratos se cumplen.
Eso era todo lo que Raquel Fernández Perea sabía de Julio Carrión cuando se encontró con ese mismo nombre junto al suyo, en un documento legal.
Habían pasado dieciséis años desde la tarde en la que logró arrancarle a su abuelo aquella confidencia y casi el mismo tiempo desde que no pensaba en ella, porque al llegar a Neptuno, él le había hecho prometer que nunca hablaría de aquello con nadie. ¿Otra vez?, le había preguntado ella, otra vez, había respondido él con una sonrisa. Sin embargo, Raquel se dio cuenta de que el motivo de su silencio ya no era su abuela, sino su padre, y no le costó trabajo aceptar una cláusula que por otra parte le resultaba muy familiar. A Ignacio Fernández Salgado no le gustaba que su hija supiera tantas cosas de las que él prefería no hablar, y como no se atrevía a reprochárselo a su padre en voz alta, era Raquel la que se llevaba una bronca cada vez que se le escapaba un dato, un nombre, una fecha que debería haberse guardado para ella sola. En 1988, cuando se enteró por fin del significado de aquella expresión enigmática, «lo de Carrión», que no habría llegado a escuchar ni una docena de veces, el pasado no estaba de moda. Recordarlo parecía de mal gusto, y su vida estaba repleta, llena de cosas que hacer y en las que pensar.
A los diecinueve años, Raquel Fernández Perea estaba contenta con casi todo, y España también. A los treinta y cinco, en cambio, aquel nombre la desasosegó tanto que, cuando se marcharon sus vecinos, antes de recoger los vasos sucios y de vaciar los ceniceros, se sentó delante del ordenador y cruzó los dedos después de escribir el nombre de la inmobiliaria a la que iba a vender su piso en la barra del navegador.
Promociones del Noroeste, S.A., tenía una buena página web, moderna, vistosa y con animaciones bastante sofisticadas. Estaba diseñada para animar a la gente a comprarse una casa, con planos
on-line
y diversos simuladores de plantas y modelos, pero en una barra lateral, a la izquierda, aparecía el consabido
quiénes somos,
que remitía a otra web, la del Grupo Carrión, del que formaban parte aquella y otras cinco inmobiliarias. En un epígrafe titulado
recursos humanos,
Raquel encontró un acceso al equipo directivo, presidente, don Julio Carrión González, consejero delegado, don Rafael Carrión Otero, director gerente, don Julio Carrión Otero. Al lado de cada nombre, una frasecita en rojo,
ver más.
Apretó la tecla del ratón y vio más, allí estaban, una foto tras otra, el mago de los chupa-chups y sus dos hijos mayores, casi tan rubios como cuando eran niños pero con mucho menos pelo. Raquel Fernández Perea comprobó que lo imposible dejaba de serlo y no le quedó más remedio que creer en lo increíble cuando empezó a leer «Don Julio Carrión González nació en Torrelodones (Madrid) en 1922. De formación autodidacta, fundó su primera empresa, Construcciones Carrión, a finales de 1947...».
Miró las fotos durante mucho tiempo, leyó las biografías varias veces, echó de menos a aquel niño moreno que, seguramente por ser el más joven, aún no tenía un cargo en la cúpula del emporio familiar, y después se quedó quieta, sentada ante la pantalla sin saber muy bien qué hacer, adónde ir después de aquello. Pensaba en su abuelo, que había muerto de un infarto cerebral en la primavera de 2003, cuando estaba a punto de cumplir ochenta y cinco años de una vida buena y terrible al mismo tiempo, buena porque él la había hecho así, terrible porque así la habían hecho otros para él. La muerte de Ignacio Fernández Muñoz había sido el golpe más duro que su nieta había recibido en su vida, porque le había querido más que nadie, más que a nadie, y le seguía necesitando, siempre le necesitaría. En aquel momento, sola ante el ordenador, le hacía más falta que nunca, porque no sabía qué hacer, adónde ir, cómo resolver aquella broma del azar, cómo clasificar lo que tal vez fuera una oportunidad, una tontería o la humillación póstuma, definitiva.
—¿Qué hago, abuelo?
Lo preguntó en voz alta y nadie le contestó, así que recogió los vasos, vació los ceniceros, lo fregó todo y se fue a la cama, pero no pudo dormir.
También podía no hacer nada, firmar el contrato, vender el piso, mudarse a la plaza de los Guardias de Corps y seguir viviendo como si nunca hubiera leído el nombre de Julio Carrión en un documento. En los vaivenes de aquella noche larga, mientras daba vueltas y más vueltas en la cama, sospechó que eso le habría dicho él, no hagas nada, Raquel, ¿por qué?, ¿para qué?, si ya no se puede hacer nada. Ésa era la traducción aproximada del consejo con el que la había abrigado cuando tenía ocho años, ya hemos vuelto, ¿no?, y lo más lógico es que tú ya vivas aquí siempre, y para vivir aquí, hay cosas que es mejor no saber, incluso no entender. También podía no hacer nada, siempre se puede no hacer, no saber, no querer, pero ella ya no tenía ocho años. Gracias también a su abuelo, se había convertido en una mujer fuerte, inteligente, capaz de defenderse sola, sin la protección de nadie. No hagas nada, Raquel, no se puede hacer nada, ¿por qué?, ¿para qué? Las sábanas estaban arrugadas y ella agotada, incómoda en su cuerpo, en su memoria y sus apellidos. Pero tengo que saber, abuelo, aunque sea para no hacer, aunque luego no haga nada, tengo que saber, tengo que entenderlo, ¿es que no te das cuenta? En algún momento de aquel diálogo imaginario se quedó dormida y soñó que el despertador empezaba a sonar. Entonces se despertó, y el despertador estaba sonando.
—¿Qué hago, abuelo?
Mientras se preparaba el desayuno, volvió a escucharle, a imaginarle, no hagas nada, Raquel, ¿por qué?, ¿para qué?, ya no se puede hacer nada... Pero a la luz del sol su descubrimiento de la noche anterior le pareció feo, y duro, era tan duro, el mismo nombre, el mismo hombre, una historia parecida, tantos años después, la ley siempre de su parte y que no cambie nada, nunca. Estaba exagerando, lo sabía, pero sabía también que no era culpa suya. Para no exagerar, tendría que haber sabido. Para juzgar con serenidad y no hacer nada, antes tenía que saber.
—¿Qué vas a hacer esta noche, abuela? —ya eran las once de la mañana y lo había pensado mucho, pero no había encontrado ningún argumento que la impulsara a cambiar de opinión.
—¡Ay, Raquel, qué alegría que me llames! Porque te iba a llamar yo, ¿sabes? —Anita Salgado se echó a reír, y su nieta sintió que aquella risa la calentaba por dentro—. Ya te imaginarás para qué...
—¿Sí? ¡Qué bien! —pero en aquel momento, el piso de la plaza de los Guardias de Corps le interesaba muy poco—. Pues yo tengo que hablar contigo, abuela. ¿Te viene bien que quedemos esta tarde, a última hora? Podemos...
—No. Esta tarde voy a ir al teatro con Olga y con tu madre.