—Eso no es verdad, Rafa —mi sangre circulaba a tanta velocidad que casi podía sentir el colapso, el atropello de mis propias venas, pero aún podía hablar con tranquilidad, aún podía parecer tranquilo—. Yo hice mi primera tesis con una beca de mi universidad, y ya era profesor de la facultad cuando me fui a Boston. Llevaba casi cuatro años cobrando un sueldo todos los meses.
—¡Claro, tu sueldo! Perdona, se me había olvidado... —y volvió a reírse—. El Estado invierte en ti, Alvarito, igual que en las carreteras... Eso te gusta más que pensar en el dinero de papá, ¿no? Así puedes seguir siendo puro, bueno, progresista, así puedes seguir dedicándote a las cosas importantes de verdad, como que todos los niños inmigrantes de San Sebastián de los Reyes puedan disfrutar de los placeres del capitalismo haciendo el gilipollas una vez al mes en tu museo de juguete, ¡hala!, ¿y por qué baja la rampa?, ¡hala!, ¿y por qué se apaga la luz?, ¡hala!, ¿y por qué ahora va más despacio...?
—¡Cállate, Rafa! —y yo fui hacia él, yo le cogí de las solapas, yo le escupí mi desprecio a la cara—. Si a ti no te da vergüenza hablar así, a mí sí me da vergüenza escucharte, ¿me oyes? No sabes lo que dices, no tienes ni idea...
—¡Oh, fíjate! —y sin abandonar el soniquete pretendidamente ingenuo, infantil, con el que subrayaba el asombro fingido de sus ojos muy abiertos, apresó mis manos con las suyas pero no consiguió que le soltara—, la Tierra se mueve...
—¡Cállate! —y de repente me encontré diciendo en voz alta lo que estaba pensando—. Eres de lo peor, lo peor, la escoria más miserable, lo más despreciable... Eres repugnante, Rafa, me das asco. Estás orgulloso de ser como eres, ¿no?, de ser un animal. Estás satisfecho de lo que no sabes, de no saber nada, eso es lo que te gusta y lo que te gustaría que hiciéramos los demás, hacer sin pensar, hacer y no saber, vivir sin preguntarnos jamás por qué suceden las cosas... Eres peor que papá...
—¡Suéltame, Álvaro!
—Mucho peor, eres más duro, más cínico... Y tú lo has elegido, has podido elegir... —aflojé la presión cuando mi propio pensamiento se hizo más fuerte que mis manos—. Eres lo que más odio en este mundo, tú y los que son como tú.
—¡Que me sueltes!
—Eres un hijo de puta, Rafa...
Le solté y me pegó. Me dio un puñetazo en el ojo derecho y no me dolió porque mi cuerpo era ya sólo violencia, sólo fuerza, rabia, movimiento, una energía nueva y potentísima. Por eso no pudo tirarme. Encajé el puñetazo de pie y embestí con la cabeza por delante, como un toro furioso, enloquecido, lo derribé de un cabezazo y me eché encima de él y empecé a pegarle yo, con los dos puños, tan abismado, tan concentrado en lo que estaba haciendo que él ni siquiera acertó a responderme, no pudo responderme, no supo, se tapaba la cara con las manos y yo le pegaba igual, una vez, y otra, y otra, su cabeza se movía al ritmo de mis golpes, caía hacia un lado, luego hacia el otro, para regalarme una emoción oscura, el tenebroso placer de mi fuerza, de su debilidad, y un deseo insaciable de no terminar nunca.
—¡Álvaro, Álvaro, por Dios!
Escuché la voz de mi hermana, la reconocí, y volví de la remota región de mí mismo a la que me había trasladado en el último minuto, quizás sólo segundos. No podía haber pasado mucho más tiempo, porque Angélica acababa de gritar, acababa de arrodillarse a mi lado. Ahora lloraba, y me tiraba de la manga, la estaba oyendo y sentía la presión de sus dedos, pero no la miraba. No podía mirarla porque tenía los ojos clavados en Rafa, que estaba debajo de mí, y tenía la cara llena de sangre, y gemía, se quejaba con los brazos muertos, tirados en el suelo, y en mis manos también había sangre, los nudillos me dolían pero no sentía nada más. Los nudillos me dolieron hasta que de repente la perplejidad se esfumó, se esfumaron la rabia y la emoción, y me quedé a solas conmigo mismo y con mi propia versión del horror. Hacía más de veinte años que no me metía en una pelea. Nunca había pegado tanto a nadie. Y nunca había pegado a nadie así.
—Lo sabía.
Entonces, alguien se acercó desde atrás, me cogió por las axilas, me levantó e inmovilizó mis brazos con los suyos, aunque todo hubiera terminado ya.
—Te lo dije, Álvaro, lo sabía, sabía que esto iba a acabar así, te conozco y le conozco a él, le conozco mucho mejor que tú...
Era mi hermano Julio. Cuando empezamos a discutir a gritos, una secretaria había abierto la puerta, nos había visto, y se había asustado tanto que había ido corriendo a buscarle. Ahora estaba conmigo, rodeándome con sus brazos todavía, y le miré, y no encontré nada que decirle, ninguna palabra que sirviera para explicar qué había pasado. Entonces, Rafa se incorporó con mucho trabajo, se llevó las manos a la cara, chilló de dolor.
—Me has roto la nariz, cabrón —hablaba con una voz pastosa, gutural, como si tuviera la garganta llena de flemas.
—Déjame ver... —Angélica se acercó a él y le tocó con cuidado, pero sin ceder a sus protestas—. No, no creo que esté rota, pero sí muy inflamada... Van a tener que ponerte algo ahí. Levántate, vamos, yo te ayudo —lo intentó, pero no pudo moverle—. Ven, Julio, échame una mano...
Le cogieron cada uno de un brazo y consiguieron ponerle de pie mientras yo contemplaba la escena como un figurante, un espectador neutral del dolor que otro hubiera provocado.
—Voy a llevarte ahora mismo a mi hospital, Rafa, para que te miren bien. Van a tener que darte unos puntos en el labio, seguramente también en una ceja, nada grave... Por lo demás, no tienes ningún hueso roto, así que no te pongas nervioso, por favor —por primera vez en mi vida, celebré el carácter de mi hermana Angélica, ese puntilloso autoritarismo de suma sacerdotisa de la salud que solía sacarme de quicio—. Pero antes de nada, tienes que lavarte la cara, vamos al baño, yo te acompaño, ven con nosotros, Julio... —entonces se volvió hacia mí—. No te vayas, Álvaro, por favor. Quiero hablar contigo.
Julio me miró como si se le hubiera olvidado que yo también estaba con ellos, y antes de seguirles se acercó a mí, me puso una mano en la cabeza, me besó en la mejilla. No dijo nada y se fue, me dejó solo, de pie, en aquel despacho inmenso donde todo había empezado, mi padre y Raquel, verdades y mentiras, la vida que no había vivido, la que me quedaba por vivir, Pero mi hermana no tardó en volver.
—Álvaro...
Estaba seguro de que iba a regañarme, y dispuesto a encajar la regañina sin protestar, porque era justa, lógica, porque me la merecía. Rafa me había pegado primero, pero yo no me había limitado a devolverle el golpe. Había perdido el control y era culpable. Estaba seguro de que era eso lo que Angélica quería decirme, lo que me iba a decir, pero cuando pronunció mi nombre, secándose todavía las manos en una toalla de papel blanco que sus dedos iban tiñendo de rosa, percibí en su voz la pequeña angustia de las confesiones difíciles.
—Álvaro, yo quería decirte... —empezó a estrujar la toalla, a retorcerla para estirarla después, mirándola como si aquel ejercicio absorbiera toda su atención, pero entonces se le ocurrió algo mejor que hacer—. A ver, déjame que te vea el ojo.
Se acercó a mí, lo miró durante unos segundos, lo limpió con un pico de la toalla que tenía en la mano, lo palpó sin hacerme daño.
—Nada —concluyó—, se te va a poner morado pero no tienes ningún corte, y... Bueno, yo quiero pedirte un favor, Álvaro... Ya sé que para ti todo esto que nos has contado de papá, y de la abuela, de las dos, en realidad, pues... Para ti es importante y yo lo comprendo, lo comprendo muy bien, no creas, pero, a pesar de todo... A lo mejor no lo entiendes, él tampoco lo entendería, lo sé, pero... La verdad es que prefiero que Adolfo no se entere de nada, quiero pedirte que no le cuentes nada, por favor, porque... —la toalla no era ya más que una pulpa informe entre sus dedos cuando la encerró en un puño y apretó muy fuerte—. Ha pasado mucho tiempo, ¿no?, y él..., bueno, pues está siempre dándole vueltas a lo de su abuelo, está obsesionado con ese tema, y tampoco ganaría nada con saber...
Entonces por fin me miró, y lo que vio en mis ojos no la animó a seguir. Un instante antes, yo no habría creído estar más entero que la celulosa que ella acababa de destrozar, pero la temperatura de mi cuerpo volvió a elevarse mientras mi ánimo recobraba una súbita y misteriosa serenidad.
—Vete a la mierda, Angélica.
Lo dije sin alterarme, sin levantar la voz. Después, di media vuelta y me marché.
Cuando Mariví le recitó por el interfono la referencia de la carta que había enviado a la viuda de Julio Carrión, Raquel Fernández Perea se puso tan nerviosa que sintió náuseas, pero al pensar en la que se le venía encima, se esforzó por recuperarse tan deprisa como si su visitante estuviera ya sentada al otro lado de la mesa. Luego descolgó el teléfono y marcó a toda prisa un número de cuatro cifras.
—La tía Angélica ha venido. Está aquí.
—Pero... —Paco titubeó sólo un segundo—. Tendría que haber llamado para pedir una cita, ¿no?
—Pues sí, pero ya ves. Ha preferido presentarse sin avisar. No es buena señal.
—¿Por qué? No te agobies, Raquel, lo vas a hacer muy bien, estoy seguro.
En ese momento, fue Álvaro Carrión Otero, y no su madre, quien llamó a la puerta de aquel despacho.
—Te dejo, ya ha llegado.
—Suerte —y esa palabra nunca significaría tanto y tan poco a la vez.
Al salir de la notaría convertida en la flamante propietaria de un ático de lujo en el que nunca iba a vivir, Raquel ya presentía que Julio Carrión no saldría vivo de aquel infarto. Se daba cuenta de que existían muchas posibilidades de que su segunda visita hubiera causado la muerte de aquel hombre, pero aunque a ella misma le pareciera increíble, la verdad es que eso le daba igual. Si él no se había sentido culpable de nada durante más de cincuenta años, no iba a sentirse ella culpable ahora, al contrario. Habría celebrado aquella muerte como un epílogo justo, hasta gozoso, de la vida de su abuelo Ignacio, si no fuera porque la desaparición de Carrión desbarataba todos sus planes.
Muerto el perro, se acabó la rabia. Durante la agonía de quien iba a ser su víctima y acabó resultando su enemigo, Raquel recordó muchas veces aquella frase que había escuchado repetida en París y en español, en multitud de voces y todos los acentos posibles, mientras recorría con su familia un montón de casas diferentes donde siempre les recibían a gritos, con una botella de champán y una tortilla de patatas. Muerto el perro, se acabó la rabia, sí, pero era otra rabia la que ella sentía al calcular que, después de todo, Carrión iba a ganar otra vez, aunque esa victoria le costara la vida. Se enfurecía tanto sólo de pensarlo, que en su propia furia halló la solución. Cuando comprendió que la rabia que estaba viviendo como una experiencia personal no era más que una pasión delegada, heredada del amor de un hombre muerto, recordó a tiempo que ni los pecados ni las culpas se heredan, pero las deudas, en cambio, se cobran sin excepción de las herencias. Ella lo sabía muy bien, porque para eso trabajaba en un banco.
Le habría resultado muy fácil atacar a los hijos de Julio Carrión, porque les conocía, sabía qué aspecto tenían, dónde trabajaban y que Sebastián protestaría mucho al principio, pero acabaría llevándola de la mano hasta la puerta de sus respectivos despachos. Parecía una buena hipótesis, pero la descartó antes de terminar de explorarla. No temía ser injusta, sino equivocarse, porque tampoco ella había podido olvidar jamás una muñeca pelirroja que iba vestida de verde. Clara Carrión debía de tener su misma edad y sus hermanos eran mayores, pero ninguno rebasaba la frontera de su propia generación, la primera en mucho tiempo de españoles que nunca han tenido miedo. Y el miedo era la clave de su plan, el requisito imprescindible para el éxito de su proyecto. Sin él, no había nada que hacer. Si Julio Carrión González no hubiera tenido miedo, si ese miedo no hubiera sido el mismo que paralizó a Anita Salgado Pérez al enterarse de que su marido había ido a ver a aquel hombre casi treinta años antes, el discurso que Raquel había preparado, memorizado y ensayado ante el espejo de su dormitorio hasta lograr repetirlo de un tirón en aquel despacho inmenso, no habría tenido más efecto que una sonrisa de suficiencia, teñida, si acaso, de una mínima inquietud. Porque todo lo que le había contado era cierto, y las librerías estaban verdaderamente llenas de libros sobre la guerra y la posguerra, y cada mes aparecían nuevos documentales sobre el tema, y los jueces autorizaban todas las semanas exhumaciones de las víctimas de la represión franquista, y el Estado seguía pagando indemnizaciones a los partidos y sindicatos republicanos expoliados por los vencedores de la guerra civil, y cada uno de estos acontecimientos era una novedad en sí mismo y la coincidencia de todos ellos una novedad mayor, pero para aprovecharla, hacía falta mucho más que una carpeta de piel marrón en las manos de una economista sin contactos en el mundo editorial.
Lo que Raquel poseía era mucho para ella pero muy poco para un periodista, porque había tantos casos parecidos y tantos peores, más novelescos, más aparatosos, con más niños, más víctimas, más muertos, que la pequeña tragedia de los Fernández Muñoz nunca superaría la media de la gran tragedia nacional. Era así de brutal, así de duro, pero así era. Ella lo sabía, y sabía que aunque se saliera con la suya, aunque se dedicara a peregrinar por las redacciones de los periódicos y los despachos de las editoriales hasta encontrar a alguien dispuesto a invertir en su historia, las consecuencias de su publicación, lejos de herir de muerte a la familia Carrión, no representarían para sus miembros nada más grave que una molestia pasajera. El futuro de su grupo empresarial no iba a verse comprometido en absoluto por la revelación del pasado de su fundador. Raquel Fernández Perea también estaba segura de eso, y sin embargo arriesgó y ganó, habría ganado si la muerte no le hubiera disputado su trofeo antes de tiempo. Porque había apostado al miedo de aquel hombre, y su miedo no la había defraudado.
Julio Carrión González tenía miedo, mucho miedo, siempre lo había tenido. Aquel día, en su despacho, Raquel se había dado cuenta de que su actitud no era una reacción proporcionada a las amenazas que escuchaba, sino la consecuencia de una vieja costumbre, años y años recordando a Ignacio Fernández, esperando a que cumpliera su promesa, preparándose para recibir el golpe último, definitivo. Su abuelo, después de todo, se había salido con la suya. Había logrado quitarle el sueño y había creado las mejores condiciones para que su nieta rematara la faena, pero su ambición la había perdido. Había salido todo tan bien, que todo se vino abajo cuando el miedo dejó de ser un aliado para convertirse en un vengador.