—¿Qué te pasa, papá? —me preguntaba Miguelito—. ¿Estás malo?
—Sí, estoy malo —le contestaba, y se iba a la playa con su madre, con sus tíos, sus primos.
El tiempo había mejorado mucho para todos menos para mí. Por eso me metía en la cama antes de que volvieran para comer y, cuando salían otra vez, volvía a sentarme en el sofá y la arena a caer sobre mi cabeza.
Así pasé un día, dos, tres, así amanecí el cuarto, hasta que, de repente, la enésima vez que me encontré pensando que cualquier cosa habría sido mejor que aquella incertidumbre, comprendí lo que significaba el destello de luz pálida, débil pero luz, que no había dejado de ver en ningún momento. El verbo creer es el más ancho y el más estrecho de todos los verbos, el más generoso, el más traidor. Cualquier cosa habría sido mejor que esta incertidumbre, estaba pensando, habría preferido cualquier cosa, que me dijera que estaba comprometida con otro, que me dijera que no me quería, que me dijera que me dejaba, eso pensé, habría preferido que me dejara y ni siquiera ha querido hacer eso por mí... Ahí me detuve, y me obligué a mí mismo a repetirlo más de dos veces hasta que lo entendí bien.
Raquel había desaparecido pero no me había dejado. Al principio me pareció una hipótesis ridícula, un consuelo tonto para un tonto aún mayor. Sin embargo, al analizarla más despacio, me pareció que cobraba sentido, una estructura tambaleante, insuficiente desde luego, pero capaz de sostenerse mejor que cualquier otra. Si Raquel hubiera querido dejarme, lo habría hecho. Lo tenía fácil. Habría sido tan sencillo como no retenerme al final de aquella noche tormentosa en la que el orden engendró el caos para abandonarme ante lo impredecible. Mira a tu alrededor, me había dicho Fernando, tendría que estar dando saltos mortales de alegría... Pero él también era físico, él también necesitaba predecir, él también habría sucumbido a Raquel crucificada en la puerta de su casa, pidiéndome a gritos que no me marchara, aquella escena que significaba y no significaba, que quería decir y no decía, que parecía una cosa y no podía ser otra distinta. Le habría bastado con dejarme marchar, y me había retenido.
¿Por qué?, me pregunté, y me levanté del sofá, me lavé la cara, los dientes, me vestí, me calcé, salí a la calle. ¿Por qué? Raquel había desaparecido pero no me había dejado. Había desaparecido, pero antes había tomado la paradójica precaución de despedirse de mí, de decirme adiós, y que me quería. Si lo repetía muchas veces seguidas, casi podía escuchar la música, una melodía antigua y lánguida, como una copla cursi, caducada. Adiós, te quiero. ¿Por qué? El día era cálido, soleado, y recorrí despacio el paseo marítimo. Disfruté de la luz y de la luminosa estampa de los bañistas como un convaleciente afortunado que acaba de salir del hospital, pero no encontré ninguna respuesta buena para esa pregunta.
Raquel no se estaba muriendo, no estaba casada, no tenía un novio que estuviera volviendo de la otra punta del mundo, no proyectaba ningún largo viaje, no estaba embarazada, no padecía ninguna enfermedad incurable, no iba a ir a la cárcel, no se jugaba el sueldo a la ruleta, no era drogadicta, no era alcohólica, no estaba loca, no tenía ningún hijo escondido en ninguna parte, no pertenecía a ninguna secta religiosa, no era monja, no era espía, no era miembro de una banda terrorista. Todas esas posibilidades barajé y todas esas posibilidades deseché con más voluntad que fundamentos. Eres muy novelero, Álvaro, tienes mucha imaginación, para ser físico. Tal vez fuera verdad, pero estrujé mi imaginación, la forcé, la torturé, la retorcí, y no me sirvió de nada. No podía excluir la posibilidad de un amor secreto, un vínculo clandestino que la comprometiera hasta el punto de impedir que compartiera su vida conmigo o con cualquier otro hombre, pero si hubiera existido me lo habría contado, no podría haber dispuesto de un argumento mejor para decirme que no, o para imponerme sus propias condiciones. Por lo demás, Raquel Fernández Perea era una mujer normal, si por normal entendía lo que yo era. Llevaba muchos años trabajando en la misma empresa, viviendo en la misma casa, los vecinos de su barrio la conocían, la saludaban, llamaba a los tenderos por su nombre de pila y recibía de ellos con naturalidad el mismo tratamiento. No había nada raro en ella, y sin embargo, su desaparición confirmaba el diagnóstico de Fernando Cisneros, aquel juicio que parecía un acertijo, lo raro es que no sea rara, que haga cosas tan raras sin serlo. Cuando me resigné a abandonar el análisis de aquel viejo problema, me concentré en otro que parecía más simple y resultó serlo enseguida. Si Raquel hubiera querido desaparecer de verdad, no habría descolgado el teléfono de los suicidas mentirosos, ni habría desmigado el pan de los aventureros prudentes. Si no hubiera querido que yo la buscara, que acabara encontrándola, Raquel no se habría despedido de mí.
Aquella conclusión me devolvió la agilidad, la decisión que había perdido en la estéril estación del anonadamiento. Si quería que la buscara, yo la iba a buscar, porque ninguna mujer me había hecho tanto daño pero ninguna me había hecho tanto bien. La incertidumbre es una casa inhóspita, fría, llena de goteras, de parásitos, de amenazas invisibles y dañinas. Era mejor el dolor, mejor la humillación, la cólera o el hielo, cualquier fruto amargo o ácido, el sabor de la sangre en las encías, antes que esa cámara aséptica de aire viciado y flores sutiles pero espinosas, pálidas pero carnívoras, sombras de la fe inservible de quien espera sin querer saber. Yo quería saber, estaba dispuesto a pagar el precio del conocimiento, y quería a Raquel, quería vivir con Raquel, quería tenerla cerca, respirar la felicidad del aire que la rodeaba o al menos recordarla sin angustia, sin tristeza. A veces, ella me miraba como si su vida estuviera en mis manos y yo sentía que lo que pasaba era exactamente eso. Ahora mis manos sostenían mi vida con la suya, y en el archivo de mi móvil ondeaba un pañuelo blanco, la prenda del caballero puesto a prueba por su dama y conjurado con su suerte para matar al dragón. Yo estaba dispuesto a matar al dragón, pero antes tenía que encontrarlo, identificarlo, saber quién era, dónde vivía, por qué echaba fuego por la boca. Aquella noche salí a cenar con mi mujer y con mi hijo, me senté en una terraza, que miraba al mar, uní mi voz a las voces que me despedazaban, y en el camino de vuelta, anuncié que me volvía a Madrid. Bueno, Mai ni siquiera me miró, pero yo me quedo con el coche.
El 26 de agosto volví a Madrid en tren, cogí un taxi en la puerta de la estación y le pedí que me llevara a la plaza de los Guardias de Corps. En casa de Raquel no había nadie, o al menos, nadie respondió a mi llamada. El portero automático estaba mudo, el físico de vacaciones, todas las tiendas cerradas y sitio de sobra para aparcar en la calle Conde-Duque, pero me senté en una mesa del único bar abierto y esperé a que se hiciera de noche. Ninguna luz iluminó desde dentro la selva doméstica de sus balcones, pero seguí esperando un buen rato antes de irme a una casa que me recibió con la indiferencia ajena de sus nuevos olores, pintura, plástico, silicona, agentes pasivos de mi propia convicción. Aquel lugar flamante ya no era mi casa y me empujaba hacia fuera, en pos de los colores, los olores, el calor del hogar que había perdido. Eso fue lo que hice, perseguirlo, pero sólo conseguí deshacerme poco a poco en las estaciones de un peregrinaje vano, interminable.
Había vuelto a Madrid para buscar a Raquel y la busqué en todas partes, pero no la encontré en ninguna. Dos días después de mi llegada, el portero de su casa, moreno y relajado, me dijo que no sabía nada, vamos, que suponía que estaba a punto de volver. El día 31 le vi otra vez, apoyado en el portal, y me dedicó ya una mirada recelosa, casi alarmada por mi insistencia. Seguía sin saber nada, pero eso no me importó tanto, porque contaba con encontrar a Raquel en su oficina, al día siguiente. Cuando Mariví trazó fronteras nuevas, a una distancia más que considerable, para su desaparición, estuve a punto de venirme abajo, pero resistí. Me había propuesto resistir hasta el final y por eso, antes de subir a casa, me senté en un banco y llamé a mi hermano Rafa.
—No, todo salió bien —me dijo—. Le expliqué que queríamos venderlo todo y ella no puso ninguna pega. Eso me sorprendió, y se lo agradecí, la verdad, porque esperaba que contraatacara, pero cuando llegué, ya tenía los papeles preparados, los firmamos y me fui. No estaría en su despacho ni diez minutos, por eso no me acuerdo muy bien, una chica castaña, amable, lo típico, pero... ¿Para qué quieres hablar con ella?
—Para que me dé la dirección de una librería que mencionó el día que yo fui a verla —había preparado muy bien esa respuesta—. Nada, una tontería, pero estuvimos hablando un momento, le dije que era profesor de Física, y ella me contó que conocía a un librero de viejo que solía tener cosas interesantes, monografías y manuales antiguos. Apunté la dirección en un papel, lo perdí, y me he acordado ahora, de repente, porque la semana que viene es el cumpleaños de un amigo, y...
—Ya —mi hermano, consciente siempre de su condición de hombre rico, poderoso y muy ocupado, prefirió ahorrarse los detalles anecdóticos o sentimentales—. Pues llámala, sí, no creo que esté enfadada ni molesta con nosotros, al contrario. Lo que no te puedo decir es cómo se llama. No me acuerdo, pero si quieres, lo busco.
—No, no hace falta. He encontrado la carta que le mandó a mamá —hice una pausa para dedicarle una sonrisa que nunca podría ver—. Yo sé cómo se llama.
Esperaba que me diera alguna pista, algún dato concreto por el que preguntar, pero no me atreví a pedírsela. Se me ocurrió que podría llamar a Julio para que me ilustrara sobre la clase de problemas fiscales que suelen generar las herencias, pero consideré que una vaga alusión sería suficiente. Acerté, y sin embargo, la señorita que me atendió en el número de información de Caja Madrid, no me pasó con Raquel.
—Lo siento, pero... La estoy buscando y no me figura. Ya no debe trabajar aquí.
—No es posible —lo dije para mí, pero ella no se ofendió al escucharlo.
—Bueno —parecía joven, animosa y muy paciente—, lo que quiero decir es que seguramente ya no trabaja en este departamento, ni en ningún otro que tenga su sede en este edificio. El banco es muy grande, tiene muchas sedes. Pueden haberla trasladado a un centenar de sitios diferentes. El caso es que yo, aquí, no la encuentro.
—Pues entonces... —no me hagas esto, Raquel, ¿por qué me haces esto?, ¿cómo puedes hacerme esto—. La verdad es que no sé qué voy a hacer.
—No se preocupe. Yo ahora le tomo los datos y le paso la información a una secretaria del Departamento Comercial. Aunque ustedes liquidaran los fondos, alguien tiene que estar a cargo de ese expediente. Si me da un teléfono, yo me encargo de que la persona responsable le llame lo antes posible.
Le di las gracias con un énfasis fingido y la sospecha de que aquello tampoco iba a servir para nada, y el tercer día laborable a partir de nuestra conversación, un chico llamado Francisco José Regueiro me telefoneó para ponerse a mi disposición. Había acabado la carrera unos meses antes, el banco le había contratado el primero de septiembre y seis días después todavía no tenía ni idea de nada. Por eso, de momento, le habían encargado que revisara los expedientes resueltos, para ir cogiéndole el tranquillo al tema de los fondos, me dijo, muy parlanchín, y tan simpático como todos los interlocutores inútiles con los que hablé durante aquellos días. Por supuesto, no había conocido a Raquel, por supuesto, no sabía adónde habría ido a parar, y por supuesto, tampoco sabía quién podría saberlo con la única excepción de la secretaria del departamento, que se llamaba Mariví y lo sabía todo.
—¿Y Paco? —me atreví a preguntar después.
—¿Paco? —repitió él.
—Sí —aquello ya era más que embarazoso pero seguí adelante de todas formas—. Raquel trabajaba con un colega que se llamaba Paco, y a lo mejor él...
—¿Paco qué? —y de repente Regueiro dejó de parecerme simpático—. En este departamento hay varios Pacos. A mí también me llaman así.
—Claro, pero el caso es que no me acuerdo del apellido... —nunca lo había sabido, como no sabía el apellido de Berta, ni de Marga, ella no llamaba a sus amigos por el apellido, nadie lo hace, y tampoco podía pedirle a Regueiro que me recitara el nombre completo de todos los Pacos que conocía—. Da igual, muchas gracias.
Luego volví a llamar a Información, una, dos, tres veces, y sólo logré que una telefonista más piadosa que sus compañeras me diera el mismo número de teléfono al que, desde el 19 de agosto, llamaba para nada y a todas horas.
No me hagas esto, Raquel, ¿por qué me haces esto?, ¿cómo puedes hacerme esto? A veces sentía que estaba atrapado en un laberinto espeso, perverso, cuyos muros, dotados de inteligencia, un asombroso instinto de malignidad, se abrían y se cerraban a mis espaldas para obligarme a retroceder dos pasos cada vez que creía avanzar uno. Y sin embargo, en algún lugar de aquella ciudad que antes era mía y ahora me desconocía como una madre amnésica y sin corazón, me esperaba un dragón, una fiera cruel pero mortal, mi destino y mi víctima. Mientras le oía resoplar en mi propio aliento, le busqué con una determinación que cada vez merecía menos ese nombre. Yo mismo me daba cuenta de que se parecía más a una enfermedad, una obsesión morbosa sin otro horizonte que un compasivo o implacable diagnóstico de locura transitoria.
Eso era lo que debían pensar de mí todas las personas a las que abordé sin pausa y sin descanso durante los primeros días de septiembre, el portero de la casa de Raquel, el del edificio de la calle Jorge Juan, Mariví, a la que volví a visitar en vano un par de veces, Regueiro, al que llamé con el mismo nulo resultado, y otros personajes secundarios, a veces insignificantes, de su vida anterior. Pregunté por ella a la florista que le había vendido un sistema de riego automático a finales de julio, a la dependienta de la tahona donde le gustaba comprar el pan, al quiosquero que se pasaba los días apostado frente a su portal, y a los camareros de los dos o tres bares que habíamos frecuentado juntos en verano, cuando iba a buscarla a la salida del trabajo. Todos ellos se acordaban de Raquel, algunos también de mí, pero negaban con la cabeza a la altura de mi segunda frase y no esperaban mucho más para confirmar su negativa con palabras. Después adoptaban un gesto que, en el mejor de los casos, progresaba paulatinamente hacia el fastidio mientras yo insistía en lo importante que era para mí encontrar a esa mujer que para ellos no era más que un elemento del paisaje, un accidente trivial, una de tantas. Algunos se mostraban más amables, otros más impacientes, pero al final, todos me miraban como a una molestia, un contratiempo inmerecido en su horario laboral. ¿Y por qué no contrata a un detective?, me dijo el del quiosco cuando le di una tarjeta con mi teléfono y el ruego de que me llamara si volvía a verla, y uno de los camareros lamentó por mí que ya no existiera aquel programa de televisión que se dedicaba a buscar a desaparecidos. Claro que, matizó enseguida, ellos tenían una lista donde se apuntaban los que no querían que los encontraran, y su novia, pues... No acabó la frase, no hacía falta, pero su escepticismo no me hizo tanto daño como el terror que oscureció la mirada de la florista cuando se despidió de mí, y me di cuenta de que estaba convencida de que yo no podía buscar a Raquel para nada bueno.