Tuve que sacar varios libros para descubrir una carpeta de gomas corriente, de cartón azul, muy vieja. Dentro había una docena de cartas remitidas a Rusia desde Zaragoza entre 1941 y 1943 por una tal señorita María Victoria Suárez Mena, un montón de fotos antiguas y lo que parecía una cartilla militar entre otros documentos semejantes. Cerré la carpeta sin pararme a estudiar su contenido y la dejé en el suelo, a mi lado, antes de volver a colocar los libros en su sitio. Algo es algo, me dije, pero no parecía mucho. El quinto armario estaba vacío, como el espacio inferior del sexto. En el superior había cinco archivadores de cartón, rotulados por mi padre con la fecha de los últimos cinco años. Los fui abriendo todos, uno por uno, y no encontré en ellos otra cosa que declaraciones de renta y patrimonio con sus correspondientes comprobantes de ingresos y de gastos, todo clasificado en carpetas de plástico transparente, muy limpias, muy ordenadas, muy inocentes. Detrás había una caja de metal de color gris y forma extraña. Alargada, oblonga, con las esquinas redondeadas, parecía más una caja de herramientas que otra cosa, pero tenía una cerradura en el centro, y no logré abrirla con ninguna de las llaves que mi padre guardaba en la caja de plata.
Me paré a pensar un momento y volví a mirar en el cajón del escritorio que siempre estaba cerrado. Allí, en una esquina, había visto un aro con tres llaves pequeñas. Dos eran iguales y las dos abrían la caja, pero ninguna entraba en la cerradura dorada, diminuta, de la pequeña cartera de piel que había dentro. Era larga, estrecha, y por su tamaño parecía diseñada para guardar talonarios de cheques, pero yo nunca había visto a mi padre usar nada por el estilo. La caja no contenía nada más. La cerré, la coloqué donde estaba, puse delante los archivadores, cerré después el armario, comprobé que nada estaba fuera de lugar y dispuse mi botín sobre la mesa de mi padre.
Estaba manipulando la cerradura de la cartera, bastante endeble y con la holgura suficiente como para hacerla saltar con un destornillador y un par de martillazos, cuando escuché el ruido de una puerta que se abría. Todavía eran las seis y veinticinco, pero todos mis hermanos tenían llaves de la casa. Guardé la cartera en la carpeta azul y ésta, a toda prisa, entre los libros y cuadernos que abarrotaban mi maletín, antes de decir hola en voz alta. Cuando Lisette entró en el despacho, los latidos de mi corazón todavía galopaban a una velocidad muy superior a la normal, pero ella no podía saberlo mientras me veía clasificar el correo con los ademanes lentos, parsimoniosos, de quien se resigna a estar perdiendo el tiempo.
—¡Álvaro! —se quejó con su acento dulce, cantarín—. Pero... Desde luego tu madre tiene razón, contigo no se puede. Vamos a ver, ¿no habíamos quedado a las siete y media?
—Sí —me levanté de la mesa para saludarla—, pero a las cinco ya había terminado todo lo que tenía que hacer, ¿qué quieres?, no iba a tirarme dos horas haciendo tiempo solo, en el bar de la facultad...
—Menos mal que no me he quedado a la segunda hora, como me dijiste que se te iba a hacer muy tarde... ¿Quieres tomar algo?
—Ya me he tomado una copa —le dije, enseñándole el vaso vacío.
—Bueno, pues otra. ¿Sí?
—No, Lisette, muchas gracias. No es que no me apetezca, pero tengo que conducir —empecé a recopilar el correo y señalé la esquina de la mesa donde lo había encontrado—. Ahí está el dinero.
Ella improvisó un mohín de reproche y luego me sonrió, mientras recogía los sobres que me había dado mi madre.
—Hay que ver, pero qué hombre más responsable.
Seguí hasta la puerta su cuerpo menudo y compacto, más azucarado y esbelto que nunca en su ropa de bailarina, una malla ceñida de tejido negro, brillante, y una falda a juego, que volaba con cada uno de sus pasos. Al despedirme de ella me fijé en que estaba abierta por delante y la abertura llegaba hasta el nacimiento de su muslo derecho. Entonces las palabras acudieron a mis labios por sí solas, sin que yo fuera consciente del recuerdo que las había convocado.
—Oye, Lisette, me gustaría saber... —pero en ese instante recobré el sentido común—. Nada, nada.
—¿Qué? —ella me dedicó una sonrisa cargada de intención, como si pudiera adivinar la categoría de la pregunta que nunca me atrevería a formular.
—Nada, de verdad —la besé en las dos mejillas y abrí la puerta—. Una tontería.
Me gustaría saber si mi padre se te insinuó alguna vez, Lisette, si te miraba, si te deseaba, si te hacía regalos sin venir a cuento, si fantaseó en voz alta con invitarte a cenar alguna vez o si de hecho llegó a invitarte. Eso era lo que me hubiera gustado saber, pero no me atreví a preguntárselo, porque yo era Álvaro Carrión Otero, todavía Álvaro Carrión Otero, un buen chico, un buen hijo, un buen ciudadano, un hombre normal, hasta vulgar, sin otra extravagancia que una aversión morbosa a los entierros, un profesor de Física que eludía los problemas, que ni siquiera concebía que pudieran pasarle cosas que no estuvieran más o menos programadas, que jamás le habría hecho preguntas comprometidas, arriesgadas, equívocas, a la muchacha de su madre.
Ese hombre solía ser yo. Si ya no lo era, pensé mientras conducía hasta Madrid, al menos seguía pareciéndome a él, y esa semejanza aún me consolaba.
Cuando Ignacio Fernández Muñoz vio por última vez a su hermano Mateo, hacía muchos días que no se miraba en un espejo. En los campos de concentración no hay espejos. Si aquella mañana hubiera podido verse reflejado en alguno, quizás no habría vacilado al reconocer los ojos de su hermano en una máscara seca de piel pálida, tirante, que parecía sostenerse tan sólo por la voluntad de los pómulos, bruscos, prominentes, abruptos como clavos y olvidados de su mullida apariencia de antes. Mateo siempre había tenido la cara redonda, cara de torta, le decían en casa, y era muy presumido. Ignacio nunca le había visto con barba, por eso vaciló al contemplar sus ojos azulísimos en el rostro de un extraño, un hombre mayor que avanzaba con los trabajosos movimientos de un anciano, marcando en cada paso un compás forzado, difícil, con los hombros.
Cuando vio a su hermano por última vez, Ignacio Fernández ya había dejado de desear, había abdicado de la condición humana para estrenar una naturaleza inferior y distinta, una existencia elemental que no era la vida y estaba organizada alrededor de un único verbo. El hombre que robó un camión para escapar de Madrid un mes y medio atrás, ya no era él, sino una versión esquelética y primaria de sí mismo, un cuerpo que sólo existía por y para lo que necesitaba, como si el resto de sus capacidades, la de pensar, la de sentir, la de creer, la de emocionarse, se hubieran disuelto en la fiereza de cuatro necesidades básicas, masticar y deglutir un chusco de pan negro y duro cuando lo había, beber sin mirar lo que bebía cuando podía, quitar las piedras de un trozo de tierra para sentarse o, con suerte, echarse a dormir cuando tenía sueño, y llevar siempre la manta encima para que no se la robaran. A mediados de mayo, en el campo de Albatera hacía calor, pero nadie sabía dónde ni cómo iba a pasar el próximo invierno. Nadie sabía si lograría ver otro invierno, pero mientras vivieran pendientes de una manta no tendrían que pensar, no tendrían que sentir, no creerían en nada ni se emocionarían por otras cosas. Hablaban mucho, no podían hacer otra cosa que hablar, y a veces, cuando se juntaban varios para recordar o imaginar historias en voz alta, hasta se divertían.
Ignacio no era consciente de eso, no logró serlo hasta que volvió a estar vivo, a ser un hombre, y entonces, cuando recuperó la razón, la sensibilidad y la fe junto con su naturaleza verdadera, le costó trabajo aceptarlo. Los humanos son seres que desean y la desesperación les arrebata su propia esencia, los deseca, los destripa, los arruina, los expulsa de sí mismos por el camino templado y engañoso que conduce al destino de las cosas, al cansancio de los vegetales polvorientos, de los minerales enterrados e inertes. En el puerto de Alicante, donde expiró la esperanza, sonaban los disparos un día tras otro, un cuerpo tras otro, a veces muy seguidos, a veces espaciados por horas largas como eternidades, y él miraba al mar, agua inmóvil, vacía, desierta de los barcos que nunca llegarían, la salvación que ya no se atrevían a esperar quienes no tendrían siquiera la oportunidad de probar la amargura del exilio. Ellos eran los últimos leales, los traicionados por todos, la carne de paredón, el codiciado botín de guerra de los vencedores.
En el puerto de Alicante se habían reunido muchos miles de personas, pero ninguna tenía ganas de hablar. Nadie se atrevía ya a repetir que no, que no, que no, no nos entregarán, no nos dejarán aquí, no pueden hacernos esto, vendrán a buscarnos, tendrán que mandar barcos, Blum no, los franceses no, y los ingleses, a la hora de la verdad, tampoco, las democracias, los europeos, no pueden hacernos esto... Ya nadie hablaba, ni siquiera los más sombríos, los que no se despedían de nadie mientras buscaban la pistola con dedos sigilosos, y se apoyaban el cañón en la sien, y disparaban, y los disparos sonaban, y los cuerpos caían al suelo como fardos, como bultos, como árboles talados a destiempo, y él miraba al mar, agua inmóvil, vacía, escuchaba los disparos, oía caer los cuerpos y no volvía la cabeza, no miraba, no veía, no quería saber. A veces se escuchaban gritos, lamentos, sollozos de niños o de adultos que lloraban como niños. Los adultos no sabían llorar de otra manera en el puerto de Alicante y él miraba al mar para no ver, para no mirar, para no saber que otro español más había preferido morir a seguir viviendo en España, en la tierra donde había nacido, donde había crecido, donde se había enamorado y había visto nacer a sus hijos, en el país por el que había luchado durante tres años, por el que había pasado hambre, y miedo, y frío, y la soledad insoportable de una guerra larga, en la patria por la que lo había arriesgado todo, por la que lo había perdido todo, por la que acababa de morir. Ignacio Fernández Muñoz miraba al mar traidor y no volvía la cabeza para no ver, para no mirar, para no contar el número de los suicidas. Preferían morir a vivir en España, ellos, que eran España. Mejor no saberlo, no pensarlo, no llorarles, no preguntarse por sus razones para no encontrar razones que no quería buscar. Él era muy joven, tenía veintiún años, no le habría importado morir pero tampoco le importaba vivir. Eligió la desesperación al suicidio y así se volvió otro, seco, inerte, polvoriento pero vivo, poco humano hasta que reconoció los ojos de su hermano Mateo en el rostro de un extraño y deseó, con todas las fuerzas que ya no tenía, estar equivocado, él, que había renunciado a desear.
Se abrió paso como pudo entre la muchedumbre de hombres solos que contemplaban en silencio el único espectáculo que alteraba la monotonía de la vida en el campo. Una pareja de soldados con el fusil cargado abrían la procesión macabra de los condenados, los que olían a muerte, los que ya estaban muertos, los muertos que andaban, que respiraban, que avanzaban con la dificultad de sus manos esposadas y la cadena que los unía con otros vivos tan muertos como ellos en un cordón umbilical siniestro, postrero. Ignacio deseaba con todas sus fuerzas estar equivocado pero acertó, porque era Mateo, demacrado, agotado, tan pálido como si no le quedara ni una gota de sangre en el cuerpo, pero Mateo, su hermano, el azul de los ojos vivo aún en su rostro de cadáver prematuro.
¿Adónde los llevan?, a Madrid, a fusilarlos, ¿pero los han juzgado?, ¿que si los han juzgado?, ¿pero en qué país te crees tú que vives, chaval...? Ignacio escuchaba los murmullos, el susurro del miedo que corría de boca en boca, el aplomo de quienes fingían saber para ocultar su propia incertidumbre. ¿Y por qué no los fusilan aquí?, no lo sé, yo sí, Franco no se atreve a vivir en Madrid, no le parece seguro, todavía está en Burgos y por lo visto quiere dar un buen escarmiento antes de mudarse, ¿y qué van a hacer?, ¿colgarlos de las farolas de la Gran Vía?, de donde sea, eso les da lo mismo, hijos de puta... De la mano del miedo corrían también los insultos de boca en boca, los vencidos bajaban la cabeza al pronunciarlos, escondían, sus labios de miradas casuales, peligrosas, todo era peligroso para ellos, hijos de puta, Ignacio no quiso imitarles pero tampoco se atrevió a gritar el nombre de su hermano cuando lo tuvo delante. Mateo le escuchó, identificó su voz y le buscó sólo con los ojos, sin volver apenas la cara. Cuando le encontró, esbozó un movimiento de negación casi imperceptible, su cabeza oscilando mínimamente primero a un lado, después al otro. Sólo repitió ese gesto una vez, pero a Ignacio le bastó para entenderlo. No me mires, no me saludes, no me despidas, no me reconozcas, no le digas a nadie que eres mi hermano, sálvate.
—¡Vaya! ¿Cuándo te han ascendido a capitán?
Sólo tres meses antes, el 19 de febrero de 1939, cuando la familia Fernández se reunió por última vez en su casa de Madrid, Ignacio fue el último en llegar. Venía desde El Pardo y estaba muy cansado, más por dentro que por fuera. Mateo, que parecía haberse desplomado en lugar de sentarse en una de las butacas del salón, le saludó con aquella pregunta, pero él abrazó a Casilda, a Carlos, a sus hermanas, antes de contestarla.
—Anteayer.
—¡Joder! —Mateo, que seguía siendo brigada, estiró las piernas, se enganchó los pulgares en el cinturón y prosiguió en un tono irónico, hasta filosófico, como si estuviera reflexionando en voz alta—. Desde luego, en este ejército sólo ascienden los comunistas.
—¡Venga ya, Mateo, siempre estáis con lo mismo! Ignacio asciende por lo que asciende, tú lo sabes muy bien, y no hay derecho a que le digas eso —María Fernández Muñoz, que se había afiliado al PCE al mismo tiempo que su novio y sólo unos meses después que Ignacio, resopló de indignación antes de quedarse mirando a su hermano mayor—. De verdad que esto ya no hay quien lo aguante.
Casilda eligió aquel momento para recostarse en el brazo de la butaca donde estaba sentado el brigada, pero él no dio señales ni de haber escuchado a su hermana ni de haber percibido el movimiento apaciguador de su mujer, y siguió pendiente de Ignacio, que avanzó hasta colocarse frente a él.
—A lo mejor —replicó en un tono tan irónico, tan filosófico como el que había empleado antes su hermano— eso pasa porque los comunistas nos dedicamos a matar fascistas, en vez de invitarlos a tomar café para negociar la manera de salir corriendo y dejar en la estacada a los demás.
Al escucharle, Mateo se levantó. Había ofendido a su hermano porque había querido, era muy consciente de que su comentario le iba a ofender. A él mismo, que no era comunista, le había disgustado escucharlo a veces de los anarquistas, e incluso, en los últimos tiempos, de sus propios compañeros. Y si se hubiera parado a pensarlo un momento, habría adivinado su respuesta, el comentario que acababa de estallarle en la cara como una ofensa recíproca, porque ésos eran los rumores que circulaban por Madrid. Pero él también estaba muy cansado, también más por dentro que por fuera, y cuando se acercó a Ignacio, su mujer se abrazó a su espalda y ni así logró hacerle retroceder.