El corredor de fondo (26 page)

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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

BOOK: El corredor de fondo
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—Ya no puedo soportar más estos abusos. Ya ni siquiera disfruto corriendo, se ha convertido en un suplicio. Todo esto no es deporte, es política.

Mientras estaba allí sentado, contemplando los reflejos de las llamas en su enmarañada melena cobriza, en su barba y en su chaqueta de pana, me invadió una gran tristeza. Él estaba encorvado y contemplaba el fuego con su expresiva aunque ahora ausente mirada Francesa.

—Tengo que alejarme de todo esto durante un tiempo para reflexionar —dijo—. Mi familia ha sido muy comprensiva, así que cuando termine el semestre me iré a casa y me quedaré un tiempo con ellos.

Guardó silencio. Abría y cerraba los dedos de las manos, y luego me miró.

—Me siento muy culpable por todo el tiempo, el esfuerzo y el dinero que todos habéis invertido en mí —dijo—. Especialmente tú. Tengo la sensación de que te he fallado —negué con la cabeza—. Evidentemente, no estoy lo bastante en forma como para pensar en los Juegos Olímpicos —añadió en voz baja.

—Los Juegos Olímpicos no son tan importantes —dije—. Preferiría verte correr tres kilómetros al día, si con eso fueras más feliz.

Su mirada regresó al fuego y dejó caer la mano para acariciar la cabeza de mi setter, que se había apoyado pacíficamente en su pierna.

—Y toda esta historia se ha interpuesto entre Vince y yo. Estoy muy confundido, ya no sé lo que pienso. Recuerdo lo sencillo que parecía todo cuando lo conocí, pero aquella sensación ya ha desaparecido. Evidentemente, todavía siento algo por él, porque, cuando discutimos, a veces creo que me voy a morir. Le hago daño deliberadamente y luego, cuando él empieza a sangrar, sólo pienso en curarlo. Es curioso que Vince sea tan vulnerable… Parece siempre un tipo tan duro…

—Sólo es vulnerable con la gente que le importa —musité.

—Puede que sea eso —dijo Jacques.

—Bueno, sabes que siempre estaré aquí si me necesitas —me ofrecí—. Para lo que sea.

—¡Quién sabe! —dijo Jacques—. Tal vez vuelva para los próximos Juegos Olímpicos, con una actitud nueva… —sonrió levemente—. En realidad, no voy a dejar el atletismo del todo. Si lo hago, engordaré diez kilos. Sólo abandono la competición. Correré diez o doce kilómetros al día y tal vez así consiga volver a disfrutar.

Seguí allí sentado, observando a Jacques y pensando en cómo lo habían conseguido. No habían tenido que recurrir al reglamento para atacarle: sólo habían tenido que recurrir al terrorismo psicológico.

Mientras tanto, se aproximaba el invierno y Billy estaba que se salía. Atravesaba por otro de sus períodos decisivos y sus tiempos bajaban espectacularmente en todas las pruebas. No había pensado en él para los tres mil metros, pero aquel invierno se mantuvo invicto —en Estados Unidos— en esa prueba. Incluso corrió la milla por debajo de los cuatro minutos: en Sunkist, quedó segundo con un tiempo de 3'57"09. Quería correr en todas las competiciones, enfrentarse a todo el mundo y derrotar a todo el mundo. Me costaba bastante frenarlo, pero yo elegía cuidadosamente las carreras, puesto que quería que se mantuviera en buena forma y sin lesiones. Viajamos de nuevo a Europa, para participar en algunas de las pruebas de cross más importantes de la temporada de invierno, y esta vez la AAU no nos puso ninguna traba para conseguir los permisos de viaje. Corrió en Inglaterra, Bélgica, Francia y España. Por supuesto, los europeos ya lo conocían y, aunque se burlaban de él y lo provocaban de vez en cuando, también es cierto que se mostraban más tolerantes con él que en casa.

El único país en el que tuvo problemas fue España. Corrían rumores de que el gobierno español podía impedirle la entrada en el país, a causa de las estrictas leyes contra los homosexuales, pero finalmente cambiaron de opinión. Cuando Billy apareció en la importante competición de Granollers, le esperaba una gran multitud, dispuesta a provocar —o a observar boquiabierta— al Joven
maricón
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americano. Roberto Gil y los otros corredores, se vieron sometidos a una gran presión, puesto que debían impedir que su derrota empañara el honor de la nación. Los compadecí: aquella era la típica situación en la que Billy mostraba toda su sangre fría, lo cual significaba que los resultados eran previsibles. Los corredores iban a un ritmo tan rápido que me di cuenta de que tendrían que sortear unos cuantos cadáveres antes de llegar a la meta. Gil es un lanzador y se mantuvo pegado a Billy, mirándolo, pero Billy se limitó a ignorarlo. Cuando Billy inició su ataque, dejó a Gil —y a todos los demás— clavados. Llegaron a la meta, dejando atrás unos charcos de barro, como si fueran velocistas. Billy les sacaba más de veinte metros de ventaja y pulverizó el récord de aquel circuito. La multitud silbó la victoria de Billy y la derrota de Gil; la policía tuvo que frenar a los espectadores.

Durante toda la temporada americana de pista cubierta, entre febrero y mayo de 1976, Billy se hartó de ganar. En las pruebas, superaba de largo a Bob Dellinger y a cualquier otro corredor: no había nadie capaz de presionarlo. Ya poseía la velocidad y la resistencia necesarias, además de un prolongado ataque final, mortal de necesidad. Aniquilaba a los grandes llegadores de todo el país y a sus detractores les incomodaba verlo vencer de aquella forma. En Europa, era capaz de dejar atrás a todo el mundo, excepto a unos pocos, como Armas Sepponan, por ejemplo. Sepponan derrotó a Billy en todas las ocasiones en que se enfrentaron aquel invierno…, aunque por poco. Me divertía ver que fuera de la pista eran los mejores amigos del mundo porque, en plena carrera, no hubieran dudado en matarse el uno al otro.

—Ahora me haces trabajar aún más duro —le dijo Armas a Billy—, pero también estoy mejorando. Creo que podré bajar de los 27'3O" en Montreal.

—Veintisiete treinta —me dijo Billy más tarde, desesperado. —Sólo quiere ponerte nervioso —le contesté yo.

Los gays cumplieron su promesa de asistir a las competiciones. Nos los encontrábamos principalmente en las ciudades grandes, donde se sentían lo bastante seguros como para salir del armario en masa. A veces intercambiaban comentarios insultantes con los aficionados de la vieja guardia. Por otro lado, hubo unos cuantos corredores —por suerte, sólo unos cuantos— que mostraron explícitamente la profunda antipatía que sentían hacia Billy y Vince, lo que se hacía especialmente evidente durante las carreras. Así pues, en las pruebas en pista cubierta de aquel invierno, las tormentas estallaban bastante a menudo.

Bob Dellinger, que ya había cumplido los veinticinco, tenía la mirada puesta en el doblete de 5.000 y 10.000 en Montreal, lo mismo que Billy. Probablemente, era el enemigo más directo. Como el mismo Dellinger había declarado, no le gustaban los «bichos raros», pero se trataba también de una cuestión de estilos de vida: Dellinger pertenecía a Jóvenes Americanos por la Libertad y a Atletas en Acción, y la actitud despreocupada de Billy le repugnaba.

Aunque la mayor parte de los promotores de las grandes competiciones por invitación, en pista cubierta, estuvieran en contra de Billy y de Vince, veían a los dos chicos como lo que eran: una buena recaudación de taquilla. Durante aquel invierno, el trío Matti—Sive—Dellinger llenaba los estadios. En otros tiempos, Dellinger era capaz de derrotar a Billy en cualquier distancia entre los 3.000 y los 10.000 metros, pero ahora ya no.

—Perder ya es malo —dijo—, pero que te gane un marica…

Era una vergüenza doble para su masculinidad, una castración pública. Sin embargo, aún era capaz de derrotar a Vince en los 3.000 metros, así que siguió criticando duramente a ambos. El encuentro más explosivo entre los tres tuvo lugar en los Juegos de Millrose, prestigiosa competición que se celebró en el Madison Square Garden en febrero de 1976.

Aquella noche se presentaron cientos de gays en el Madison, puesto que las organizaciones gay habían hecho correr la voz de que aquella noche era necesario ofrecer todo su apoyo. Mientras contemplaba la multitud que llenaba aquella atmósfera cargada de humo, vi por todas partes a las criaturas masculinas de la noche: travestís con turbantes de seda y plumas, y nutridos grupos de gays vestidos con chaquetas de cuero. Había pancartas que decían: «Nuestro Billy», «Ánimo Vince», «La banda de Nueva Jersey os quiere» y «Guapísimos». Justo detrás de mí, un par de locos del atletismo, gruñones y de derechas, comentaban en voz baja, sentados en sus asientos, el asco que les daba todo aquello. En otras zonas, el público mostraba con entusiasmo su apoyo. Había un grupo con una pancarta que decía: «Tratad bien al Animal». Eran jóvenes heterosexuales, radicales y liberales, la mayoría de ellos estudiantes; hacían suya la causa gay de la misma forma que habían hecho suya la cuestión de los derechos civiles de los negros. La publicidad que había conseguido Billy y su encanto personal lo estaban convirtiendo en una especie de gurú gay para todos aquellos jóvenes.

Aquella noche, cuando llegamos al Madison Square Garden, tuvimos que abrirnos paso entre la multitud que formaban aquellos chicos. Fue hermoso darnos cuenta de que, por una vez, la gente nos quería. Nos apretujaban, nos abrazaban, nos besaban, nos zarandeaban, nos deseaban suerte, nos tocaban… Billy tuvo que apartar a una docena de chicas histéricas, que se reían y le pedían autógrafos. Algunas de ellas llevaban camisetas en las que se podía leer: «Ánimo, Billy».

—Es increíble —dijo, cuando conseguimos entrar—. Ya tenemos unos cuantos amigos más.

Cuando los atletas salieron a la pista y empezaron a calentar, su aspecto no era menos pintoresco que el de los gays. Últimamente, en las competiciones en pista cubierta proliferaban los atletas con atuendos llamativos. Allí estaba el saltador de pértiga Marión Wheeler, con sus pantalones de chándal estampados; el lanzador de peso Al Diefenbaker llevaba una camiseta de flores y el velocista negro Ted Fields lucía un extravagante chaleco bordado. Bob Dellinger también estaba allí, calentando con su habitual chándal de la UCLA. Cuando Billy y Vince se quitaron el chándal, el público se alborotó un poco y los gays prorrumpieron en una oleada de gritos y silbidos. Los equipos de atletismo de los chicos resplandecían bajo los focos: el de Billy, una camiseta dorada, era un poco más discreto; el de Vince era de un descarado tono plateado que hacía resaltar de forma increíble su melena negra, su barba y su cuerpo hirsuto. Para Billy y Vince, aquello era una especie de broma.

—Todos los corredores llevarán sus modelitos de pista cubierta —dijo Vince—. Hay que demostrarles que las cosas no se hacen a medias.

A juzgar por la mirada asqueada de Dellinger, supe que Billy y Vince debían prepararse para una noche movida. Cuando empezó la prueba de los 3.000 metros, hubo tantos codazos y empujones como yo pocas veces había visto. Más que una prueba de atletismo masculino, parecía una carrera femenina de patinaje sobre ruedas. Billy salió a un ritmo suicida; Dellinger y otros tres fueron tras él y se colocaron a su espalda. Vince se quedó atrás, esperando el momento de atacar. Vuelta tras vuelta, se empujaban y se propinaban codazos unos a otros. El público pedía sangre. Los gays gritaban:

—¡Acaba con ellos, Billy!

La vieja guardia aullaba:

—¡Destrózalos, Bob!

Los estudiantes liberales chillaban como si estuvieran en un concierto de rock. Era hermoso contemplar a Billy y a Vince, con sus trajes de oro y plata empapados de sudor. Tuve la sensación de que todas las miradas estaban absortas en ellos. Cuando faltaba una vuelta y media, Vince empezó a adelantar posiciones, dispuesto a lanzar su ataque. Avanzó a toda velocidad, mostrando alegremente sus dientes blancos. Billy y Dellinger corrían hombro con hombro. Dellinger empujó a Billy, pero éste lo ignoró, así que Dellinger se apoyó en él otra vez. En esta ocasión, Billy le propinó un buen golpe. El corredor que estaba detrás de Billy, y que corría encerrado, se inclinó hacia delante y le dio un empujón a Billy en la espalda; Billy, sin embargo, consiguió mantener el equilibrio y lanzó su ataque.

Vince se colocó junto a Dellinger y éste le pegó un codazo en las costillas. Vince le enseñó los dientes y le devolvió el golpe. El público se había puesto en pie y aullaba. Dellinger se apoyó de nuevo en Vince. El tirón de Billy había dejado atrás a Vince, y aceleró aún más, dejando que Vince se las apañara con Bob. A continuación, todo el mundo presenció cómo Vince placaba ágilmente a Dellinger. Se tambalearon, tropezaron y yo me puse en pie de un salto, aterrorizado ante la idea de que se cayeran y Vince sufriera una lesión en sus delicadas piernas. Y entonces, justo cuando el resto del grupo los adelantaba, ambos corredores recuperaron el equilibrio y empezaron a pelearse a puñetazo limpio. El público rugió, lo mismo que si estuviera en un campeonato de pesos pesados, y tomó partido por uno u otro. Los jueces se precipitaron hacia ellos y los echaron a empujones de la pista, antes de que el grupo pasara otra vez por allí. Ya en la parte interior de la pista, los dos corredores se liaron a tortazos otra vez pero para entonces yo ya estaba junto a ellos y trataba de apartar a Vince de Dellinger. A Vince le sangraba la nariz y la parte delantera de su camiseta plateada, empapada de sudor, estaba manchada de rojo. Dellinger tenía un ojo hinchado.

—Chapero —gruñó Dellinger.

—Hetero de mierda —le dijo Vince—. La próxima vez ahórrate los putos codazos, so fascista.

Billy, que había visto lo que estaba ocurriendo, puso a prueba su nuevo y explosivo sprint final, atravesó la cinta y consiguió un nuevo récord americano de los 3.000 metros en pista cubierta. Inmediatamente, y sin apenas reducir el paso, se dirigió a la parte interior de la pista y se fue directo hacia Dellinger. Yo le cerré el paso, pero le cegaba la furia e intentó apartarme. Casi dos docenas de personas, entre jueces, entrenadores y corredores, se congregaron alrededor de los chicos para intentar tranquilizarlos. Todas las pruebas se interrumpieron durante casi diez minutos.

—Dellinger los ha golpeado primero a los dos —dije.

—Sólo causan problemas —replicó uno de los organizadores.

—Son otros los que causan problemas —respondí yo.

—La próxima vez —le dijo Billy a Dellinger—, apártate de mi camino. Si tengo que pararme en mitad de las pruebas de selección para los Juegos Olímpicos y partirte la cara, te juro que lo haré —su no violencia budista se había esfumado.

Finalmente, los corredores abandonaron la pista y la prueba prosiguió. Vince, en un gesto protector, le pasó un brazo por los hombros a Billy, mientras los estudiantes y los gays abandonaban sus asientos y los rodeaban. Delphine de Sevigny, que estaba entre el público, se puso en pie y le lanzó a Billy un ramo de rosas de largos tallos, que probablemente le habían costado lo mismo que la compra de una semana. Billy cogió el ramo ágilmente y le mandó un beso. John Sive, sentado junto a Delphine, sonreía orgulloso. Los de la vieja guardia, por su parte, permanecieron sentados; en sus expresiones había tristeza y nostalgia de los viejos tiempos. Entendí perfectamente cómo se sentían, porque yo también había conocido los viejos tiempos.

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