Éramos seis hombres amenazados, pero sólo Billy y yo paseábamos cogidos de la mano. Los demás caminaban despacio, solos, perdidos en sus propios pensamientos. Vince caminaba encorvado, inseguro, con las manos en los bolsillos; Jacques apretaba las mandíbulas y miraba fijamente hacia delante; Delphine jugaba distraídamente con su bufanda de rayón. John caminaba con paso decidido, las manos unidas a la espalda, al estilo europeo. Steve observaba angustiado al Ángel, cuya melena alborotaba el viento. Finalmente, se decidió a cogerle la mano con suavidad, pero el Ángel se apartó de él.
Paseamos junto a los estanques naturales a orillas de la bahía. En aquella parte de la isla, el viento rizaba levemente las aguas tranquilas.
—Mirad —dijo Jacques en voz baja—, una garceta nívea.
Nos quedamos quietos. Al otro lado del estanque más cercano, junto a la ensenada, había un pájaro blanco en aguas poco profundas. Era increíblemente blanco y delicado, en contraste con la yerma extensión de terreno salobre que había más allá. Nadaba lentamente, inclinaba su esbelto cuello y nos miraba con desconfianza. Vince se acercó un poco y el pájaro levantó el vuelo. Su sorprendente blancura destacaba en aquel cielo de tormenta. Durante unos segundos, el vendaval azotó cruelmente al pájaro. Con un nudo en la garganta, observé cómo viraba bruscamente hacia un lado, batiendo las alas. Después planeó en la dirección del viento y se alejó de las marismas y las dunas. Billy también siguió al pájaro con la mirada. El último de mis pájaros.
El ferry zarpó de la isla a las siete de la tarde. Steve y el Ángel se quedaban, pero nos acompañaron hasta el embarcadero para despedirse. Cuando el ferry empezó a alejarse, los seis subimos a la cubierta superior y nos apoyamos en la barandilla. El viento nos revolvía el pelo y nos subimos los cuellos de las chaquetas. Saludamos con la mano a Steve, que seguía en el embarcadero, y él nos devolvió el saludo. El Ángel no saludó. Nos sentamos en mitad de una gran confusión de maletas, jaulas para gatos, perros atados con correas, niños y padres heterosexuales con atuendo informal. Me sentí rebelde: ¿tenía que apartar el brazo de los hombros de Billy sólo porque volvíamos a territorio heterosexual?
Dejé mi brazo sobre sus hombros. Adormilado después de tanto aire puro y de tanto hacer el amor, Billy bostezó, se deslizó un poco en el asiento y apoyó la cabeza en mi hombro.
Los demás no se mostraban demasiado efusivos así que, a ojos de todo el mundo, nosotros éramos los únicos gays en todo el ferry. Billy soltó una carcajada de satisfacción.
—Lo estás consiguiendo —dijo—. Cualquier día de éstos nos iremos a vivir juntos.
—La vida es demasiado corta —dije.
Poco después, un hombre vestido con un grueso suéter de lana irlandesa se puso en pie y se acercó a nosotros. Se balanceó, con un vaso medio lleno en la mano. Era uno de esos borrachines de Fire Island que suben al ferry con un Martini.
—¿Les importaría —nos preguntó— no hacer eso delante de mi mujer y de mis hijos?
Le lancé una mirada de macho insolente.
—¿Le importaría no beber delante de nosotros?
Resulta difícil creer que Billy y yo tuviéramos nuestra peor pelea justo después de aquel fin de semana en Fire Island. Los problemas y las presiones sólo servían para que aumentara mi miedo a perderlo. Intenté ocultarle ese miedo a Billy, pero él lo notaba y se sentía cada vez más dolido por lo que él creía falta de confianza por mi parte. Se mostraba taciturno y menos amable que de costumbre, y se refugiaba en sus entrenamientos, sus clases y su yoga. El viernes 23 de abril por la mañana, comentó casualmente que la noche anterior había estado charlando en la residencia con Tom Harrigan y que se habían acostado tarde.
—Toma de conciencia —dijo.
Yo estaba cansado y tenso, así que mi imaginación empezó a sacar conclusiones precipitadas. Lo interrogué con aspereza, pero él insistió en que se habían limitado a charlar sobre algo que le preocupaba a Tom. Le reprendí por saltarse una de las normas del entrenamiento y él casi me dejó con la palabra en la boca. Apenas volvió a dirigirme la palabra a lo largo del día y, por la noche, no vino a mi casa. Al día siguiente, sábado, Billy entrenó duro y, hacia el mediodía, me di cuenta de que había desaparecido del campus.
Presa del pánico, le pregunté a Vince si sabía adonde había ido.
—A Nueva York —dijo Vince—. Se ha ido con Mousey, Janice y dos más —nombró a cuatro estudiantes heterosexuales—. Yo pensaba que iba a ver a su padre.
Un jovencito gay suelto en Nueva York un sábado por la noche… era capaz de hacer casi cualquier cosa. O, mejor dicho, podían hacerle casi cualquier cosa. Mi mente se llenó de horribles visiones. Me lo imaginé ligando con otros tíos en la calle: las luces de neón teñían su pelo y sus hombros de tonos chillones. Me lo imaginé alejándose con el otro hombre, lo cual era completamente ridículo, puesto que a Billy nunca le había gustado buscar plan en la calle. Aun así, yo me lo imaginé. También imaginé otras posibilidades. Alguien podía reconocerlo, secuestrarlo y pedir un rescate por él. O podían darle una paliza y dejarlo maltrecho a tan sólo unas semanas de las pruebas de selección para los Juegos Olímpicos. O podían hacerlo desaparecer misteriosamente, drogarlo, violarlo entre varios, pegarle con un látigo… Estaba seguro de que había alguien, en alguna parte, dispuesto a arrebatarme a
mi
Ángel Gabriel.
No hacía mucho, la psicosis de asesinato había aterrorizado a los gays de Manhattan. En tres semanas, habían asesinado a cinco gays, dos de ellos conocidos activistas. A dos los habían encontrado en el East River; a los otros tres, en los sótanos de distintos bloques de pisos. A todos los habían torturado, mutilado y asesinado a puñaladas. El asesino, que al parecer era una especie de Jack el Destripador heterosexual y con deseos de vengarse de los homosexuales, aún no había sido capturado y los gays estaban convencidos de que la policía no estaba haciendo nada. Habían empezado a circular rumores espeluznantes y todo el mundo se andaba con mucho cuidado. Me imaginé a Billy en manos de aquel maníaco. Me imaginé a la policía fotografiando su cuerpo desnudo, tendido sobre un mugriento suelo de cemento en mitad de un charco de sangre oscura y reseca. Mi primer impulso fue ir a la ciudad a buscarlo, pero… ¿por dónde empezar? Me dirigí a toda prisa a mi despacho y marqué el número de su padre en California. John contestó con un tono adormilado y deduje que lo había despertado. Sin embargo, se despejó de golpe cuando le conté lo que ocurría. Su voz cálida, profunda y sus útiles palabras me tranquilizaron un poco.
—He intentado mil veces explicarle a Billy —me dijo— lo que significa tener tu edad y pasar por todo lo que has pasado tú. Dice que lo entiende, pero a mí me parece que no. Todavía no. No creo que te sea infiel. Las otras veces, él aguantó hasta el final y lo pasó mal. Siempre era el otro chico quien lo dejaba.
—Me dijo que esas otras historias no fueron muy serias.
—Serias o no serias… No se puede poner etiquetas a los sentimientos. Fueron historias muy intensas, pero también eran cosas de niños. Lo que siente por ti es muy distinto. Debes confiar en él, Harlan, por encima de todo, porque lo pasa muy mal cuando las personas a las que quiere no confían en él. Yo lo aprendí a la fuerza: en una ocasión, le di la paliza con el tema de las drogas y ésa fue la única vez que se largó de casa. Estaba enamorado de un chico que tomaba drogas y a mí me aterrorizaba la idea de que empezara a tomarlas él también, pero cuando dejé de fastidiarlo con ese tema y le dije que actuara según le dictara su moral, los problemas desaparecieron. Aparte de fumar un porro de vez en cuando, no creo que Billy haya tomado drogas jamás. Cuando empezó a tomarse el atletismo en serio, dejó de fumar, por supuesto.
—¿Por dónde he de empezar a buscarlo?
—Prueba en los cines. Siempre va allí cuando se siente verdaderamente mal. Aquella vez, estuvo una semana fuera de y lo encontré en un cine. ¿Tienes el periódico por ahí? Dime qué películas hacen, a ver si te puedo dar una pista.
Recuperé el
Village Voice
de entre una montaña de correo. Diez años atrás, habría preferido la muerte a leer el
Village
.
—¿Hacen
Song of the Loon
, por casualidad? —preguntó John.
—No.
—Lástima. Hubiéramos acertado seguro.
—Hacen la última película de Warhol, un festival dedicado a Peter de Rome,
The Experiment
… Quizás haya elegido ésa.
John guardó silencio durante un minuto.
—Prueba primero con
The Experiment
y luego con las otras.
—
The Experiment
la proyectan en el Bedford, en la Calle 69 Este. En la parte alta. Estamos prosperando, John.
—Barrios bajos —dijo John.
—La primera sesión es a las dos. Si me voy ahora y él está allí, lo pillaré antes de que salga del cine.
—Llámame en cuanto lo encuentres. Y llámame si no lo encuentras.
Me metí de un salto en mi Vega y conduje como un loco hasta Manhattan. Era un cálido y soleado día de primavera y recorrí todo el camino con el cristal de la ventanilla bajado. A los lados de la carretera, el olor de los bosques me recordó dolorosamente el día en que iniciamos nuestra relación, trece meses atrás. En Manhattan, me pasé media hora dando vueltas por las concurridas calles del East Side, en busca de un sitio para aparcar, maldiciendo en voz alta. Finalmente, aparqué como pude frente a una tienda de antigüedades y me fui corriendo —no andando— hasta el cine, que estaba a unas seis manzanas de distancia. El cine era nuevo y lujoso, y tenía una reluciente taquilla de cristal. Faltaban veinticinco minutos para las cuatro. Le pregunté a la taquillera y a los acomodadores si recordaban haber visto a un joven que encajara con la descripción de Billy. No lo recordaban, lo cual no me extraña puesto que yo ni siquiera sabía cómo iba vestido. Me fui al salón y me senté a esperar en un hortera sofá rojo de piel auténtica. Había unas quince personas tomando café y esperando a que empezara la siguiente sesión. Viví de forma angustiosa aquella espera de veinticinco minutos. Me acordaba de cuando habíamos visto juntos
Song of the Loon
, de la primera vez que lo había tocado. Estaba seguro de que no soportaría perder a Billy. «Si algún día me deja, lo mataré y luego me suicidaré… aunque sea antes de Montreal», pensé. Le metería una única bala en su cuerpo perfecto y lo destruiría tan eficazmente como haría aquel asesino que aún me preocupaba.
Frente a mí, había dos gays muy bien vestidos sentados en otro sofá rojo. Tomaban café en pequeñas tazas blancas y hablaban en susurros. Uno de ellos era muy atractivo: medía algo más de metro ochenta y tenía una constitución que hasta yo habría calificado de atlética. No era un corredor: tal vez fuera nadador. Lucía una larga melena de rizos color caoba increíble. Lo miré con odio, porque no lo veía como a un amante potencial sino como a un posible rival. Finalmente, la gente empezó a salir. Me quedé sentado, temblando de nervios, y vi a varias personas pasar frente a la puerta del salón. Billy también estaba allí. Atravesó el vestíbulo en solitario, caminando despacio con las manos en los bolsillos y una expresión distraída. Llevaba sus vaqueros más gastados, un jersey violeta bastante desteñido, sus viejas Tiger y una chaqueta marrón de ante que su padre le había regalado por su último cumpleaños y que costaba 150 dólares. Llevaba también gafas oscuras, a modo de concesión al anonimato. Se detuvo, con aire perdido, frente al tablón en el que se anunciaba el programa de los próximos días: una reposición de
El último tango en París
. Observó atentamente a Marión Brando, que forcejeaba con su demonio adolescente, y ni siquiera me vio.
Mis músculos se relajaron bruscamente, aliviados, y me disponía a ponerme en pie cuando oí por casualidad a los dos gays del sofá rojo que hablaban muy excitados.
—Mira, ése es Billy Sive —dijo el nadador.
—No me lo puedo creer, cariño.
—Es él. Lo vi de cerca en el Metropolitan Square Garden.
—Y está solo, cariño. Seguro que ha roto con el cómo—se—llame, el entrenador.
—Dios mío, qué guapo es —susurró el nadador.
Se puso en pie, con la mirada clavada en Billy, y yo supe que se disponía a intentar ligar con él. Mi primer impulso fue acercarme a él y partirle aquella cara tan atractiva, pero luego cruzó por mi mente un pensamiento rastrero: quería ocultarme, ver qué ocurría y comprobar si Billy era capaz de irse con él.
Billy se alejó del tablón y cruzó las puertas de cristal. El nadador lo siguió, mientras su amigo se quedaba en el sofá bebiendo café. Reuní tanta tranquilidad como pude y salí a la calle. Vi sus respectivas cabezas, entre la gente que iba de un lado para otro en la calle, y me di cuenta de que tenía las manos pegajosas. Era el sudor del miedo. Billy había recorrido ya media manzana: caminaba sin prisas, triste, sin fijarse en nada. Su pelo resplandecía bajo el sol de primavera. El nadador lo alcanzó, caminó junto a él y le dijo algo, pero Billy no le miró: se limitó a encoger los hombros y siguió caminando. El nadador le puso una mano sobre el brazo, pero Billy se apartó. Llegaron a la esquina, mientras el nadador seguía habiéndole. Había puesto otra vez su mano sobre el brazo de Billy: esta vez, Billy se volvió rápidamente hacia él, con los puños apretados. A pesar de que yo estaba a unos diez metros de distancia, vi la expresión hostil de su mirada. El nadador se encogió de hombros, dio media vuelta y pasó junto a mí, camino del cine. Mientras, Billy bajó de la acera y empezó a cruzar la calle. No se dio cuenta de que el semáforo estaba rojo, ni de que un abollado taxi amarillo se acercaba a él, a toda velocidad, por la avenida. Eché a correr.
—¡Billy! —grité. Lo imaginé tendido en mitad de la calle, malherido, con las piernas destrozadas. Imaginé la sirena de una ambulancia, las luces rojas intermitentes… El taxi paró en seco, con un chirrido, a un metro escaso de las piernas sanas de Billy, no aseguradas en un millón de dólares. Los neumáticos, humeantes, dejaron marcas negras en la calle y Billy saltó hacia un lado. El taxista sacó la cabeza por la ventanilla.
—¡Cabrón, hijo de puta! A ver si miras por dónde vas.
Billy le hizo un gesto al taxista con el dedo corazón y siguió la cruzando la calle.
—¡Billy! —grité otra vez, desde la esquina. Me oyó y se volvió. Crucé la calle corriendo, mientras el semáforo seguía en rojo, y por poco no me atropellaron a mí también. Billy me estaba esperando en la otra esquina, junto a una floristería. Bajo la ropa, noté un sudor caliente, provocado por la idea de que el taxi podría haberlo atropellado. Me avergoncé de haber pensado que podía haberse ido con aquel nadador. Intenté cogerlo del brazo, pero su mirada estaba cargada de reproches y dolor, y se apartó de mí. Avanzamos por la soleada avenida, entre los cientos de personas que iban de compras.