Nos pusimos en contacto con un ginecólogo muy discreto y liberal, y le contamos lo que pretendíamos hacer. Le pareció bastante pintoresco, pero decidió ayudarnos. Hicimos numerosos viajes a su clínica y nos masturbamos con bastante asiduidad, hasta que cada uno llenó doce botes que fueron a parar al congelador. Lo irónico es que el último fin de semana de junio recibí una carta de odio de mi hijo mayor, Kevin. Aquella carta era la única comunicación personal que yo había mantenido con mi familia desde el divorcio. Decía así: «Tuvimos que cambiarnos de casa porque todo el mundo sabía quiénes éramos. En la escuela, todos los chicos sabían que mi padre es un maricón. Espero que recibas tu merecido».
El 2 de julio, Vince nos dejó para irse a los circuitos profesionales europeos. Los dos estábamos muy preocupados por él: Jacques y Vince habían roto definitivamente y Vince se sentía muy solo. Estaba muy taciturno y se pasaba la vida cavilando sobre las injusticias que tenían que soportar los gays en general y él en particular.
Desde nuestra boda, el mundo del atletismo no había importunado demasiado a Billy. Tampoco se había hablado mucho del tema. Los atletas, por su parte, seguían mostrándonos su apoyo o su indiferencia, y sólo unos pocos nos trataban con hostilidad. Suponíamos que el motivo de aquel silencio era que la AAU y el USOC estaban reservando sus proyectiles para dispararlos contra Billy durante las pruebas de selección para los Juegos Olímpicos. Y, como pudimos comprobar más tarde, nuestra sospecha era acertada.
Con la llegada de las pruebas de selección para los Juegos Olímpicos, Billy y yo tuvimos que despedirnos de nuestro hogar en Prescott. Durante los dos meses siguientes, tendríamos que acostumbrarnos a los inconvenientes y a las separaciones forzosas.
—Después de los Juegos —dijo Billy—, nos meteremos en la cama y nos quedaremos allí una semana entera.
Con la llegada de las pruebas de selección para los Juegos Olímpicos, los problemas metieron la directa.
Las pruebas de selección son una especie de mini Juegos Olímpicos caóticos. Constituyen la competición más importante de Estados Unidos, organizada por el USOC para seleccionar a los equipos olímpicos que participarán en cada prueba de atletismo. Son, también, una auténtica matanza. Cualquier sociólogo que busque material de primera para una investigación sobre la agresividad masculina lo encontrará en las pruebas de selección olímpica. El objetivo es quedar entre los tres primeros de cada prueba; si quedas cuarto, estás fuera, no importa lo bien que lo hayas hecho a lo largo de toda la temporada. Se mide a todo el mundo, sean novatos o veteranos, con el mismo rasero. En la pista, los atletas empujan y pisan. Una caída, una lesión, una descalificación, una carrera mal planteada, una décima de segundo, un calambre, un día caluroso, una noche de insomnio…, cualquiera de esas cosas puede arrebatarle a un corredor el sudor, el sufrimiento y el sacrificio económico de cuatro años. Estados Unidos es la única potencia mundial del atletismo que selecciona a su equipo olímpico de una forma tan brutal. Los otros países seleccionan cuidadosamente a sus equipos basándose en su actuación global a lo largo de la última temporada. Los entendidos en atletismo discuten sobre cuál es el mejor método pero, sea cual sea, entre bastidores hay una serie de maniobras políticas que pueden resultar tan sangrientas como los pisotones que se dan los corredores en la pista.
Cuando Billy y yo volamos a Los Ángeles para las pruebas de selección, en la primera semana de julio, ya sabíamos que la gente decía abiertamente que Billy no lo conseguiría.
Los dirigentes y los entrenadores que controlan el atletismo en Estados Unidos son tan poderosos que pueden ejercer la presión más sutil.
—Acabarán con él, de una u otra forma —me comentó uno de los organizadores, que estaba de nuestra parte.
—Y además —decían todos alegremente— Billy acaba de casarse, o sea que… —dice el mito que el sexo no es bueno para los corredores, especialmente antes de una competición importante.
Otra cuestión preocupante era que Bob Dellinger había estado trabajando muy duro. Sus tiempos en los 5.000 y en los 10.000 metros habían mejorado tanto que estaba a un paso de los mejores tiempos de Billy. Lo mismo que Billy, Dellinger había sido muy inteligente: no se había estado matando durante toda la temporada, como hacen muchos otros, sólo para llegar a las pruebas de selección completamente agotado. Al igual que Billy, Dellinger se había saltado los campeonatos nacionales de la AAU en junio. Nos hubiera salido más barato ir en coche hasta Los Ángeles, pero los músculos de Billy se habrían entumecido después de pasar varios días metido en un coche, así que nos gastamos el dinero en billetes de avión. En Los Ángeles, nos alojamos en el hotel Costa Clara, que estaba cerca del estadio y en el cual se hospedaban otros muchos corredores. Hicimos lo que pudimos por mantenernos a distancia de la prensa. Billy se había cansado ya de contestar una y otra vez a las mismas preguntas, así que mimeografió un resumen de sus nueve años en el atletismo y se dedicó a repartirlo en silencio.
La tarde que fuimos en coche al estadio para participar en la prueba eliminatoria de los 10.000 metros era la primera aparición en público de Billy después de nuestra boda… y nos llevamos una buena sorpresa. Había una auténtica multitud esperando junto a la puerta. Cuando salimos del coche, se lanzaron sobre nosotros y la policía tuvo que abrirnos paso. Admiradoras histéricas y admiradores gays no tan histéricos le pedían autógrafos a Billy y lo apretujaban tanto que apenas podía mover el bolígrafo para firmarlos. Había docenas de fans, tanto heterosexuales como gay, vestidos con camisetas que decían: «Ánimo, Billy» y «Tratad bien al Animal». Todos querían tocarlo y abrazarlo, y algunos hasta querían mi autógrafo. Entre la multitud, sin embargo, también había gente que nos lanzaba maldiciones y nos gritaba obscenidades. En sus miradas centelleaba el odio y sus rostros se contraían. Mientras intentábamos abrirnos camino, Billy y yo recibimos varios escupitajos en la cara. Alguien le arrojó un tomate maduro a Billy, que dejó una mancha roja en su chándal azul. Ya en el interior. Billy se volvió para observar al gentío. Yo estaba aturdido, pensando si todo aquello no habría estropeado la concentración de Billy para la carrera. Él parecía pensativo, aunque tranquilo, y se limpió el escupitajo de la cara con la manga.
—Bueno —dijo—, ahora ya sabemos qué sintieron primeros niños negros que entraron en una escuela para blancos.
Mike Stella, el corredor de fondo y activista, que también había quedado atrapado en la aglomeración y casi había perdido su bolsa de deportes, estaba horrorizado. Él era el único que había defendido a Billy, aunque no públicamente.
—Dios mío —dijo Stella—, tendríais que contratar a un par de guardaespaldas.
En la fuente más cercana, nos ayudó a lavar con agua fría la mancha de tomate del chándal de Billy. Al parecer, aquella experiencia despertó la fría terquedad de Billy, puesto que aquel día hizo una buena carrera táctica y se clasificó para la final. Stella, que tenía la mirada puesta en el doblete 5.000—10.000, como Billy, también se clasificó. La final tuvo lugar el 5 de julio. En aquella ocasión, evitamos el gentío y nos colamos en el estadio por una entrada trasera. Nuestros histéricos admiradores y detractores, sin embargo, habían tomado las gradas. En el exterior, un grupo de Jóvenes Gays y un par de grupos de jóvenes heterosexuales vendían a gritos las camisetas de «Ánimo, Billy» y ahora ya eran cientos de personas los que las llevaban. Un grupo de Jóvenes Americanos por la Libertad y varios cristianos fanáticos vendían camisetas que decían: «Abandona, Billy». Billy posó para los fotógrafos con una de aquellas camisetas.
—Necesitarán algo más que un trapo para que yo abandone —dijo.
Yo sabía, sin embargo, que estaba un poco nervioso y que apenas podía mantener el equilibrio de su dharma. ¿Desde dónde llegaría el ardid político destinado a dejarlo fuera del equipo?
Cuando se acercó a la línea de salida con el resto del grupo, se me hizo un nudo en el estómago. Los problemas tácticos de aquella carrera eran bastante complejos y él no era ningún genio de las tácticas flexibles. Teóricamente, no era necesario correr a toda máquina: lo único que tenía que hacer era quedar tercero, como máximo. Aun así, debía correr lo bastante rápido como para distanciarse de los demás, especialmente de Dellinger.
Si los otros forzaban el ritmo y se mantenían en grupo pegados a él, y si él se veía en mitad de ese grupo…, podía entrarle el pánico, podía hacerle una falta a alguien y entonces lo descalificarían. Si Dellinger le hacía una falta a él, era probable que el USOC ni siquiera la señalara. En estas pruebas de selección olímpica, a veces se producen descalificaciones bastante curiosas, pero los corredores suelen aceptarlas. Por una vez, me alegré de que Billy fuera un lanzador: de haberse quedado en la cola del pelotón, esperando para atacar, habría estado más expuesto a los golpes.
En cuanto los corredores se colocaron en sus marcas, el público se dividió entre los abucheos y los aplausos. A través de unos prismáticos, estudié la cara de Billy: estaba atento, pero sin expresión alguna. Tras el disparo de salida, los atletas echaron a correr en tropel por la pista y las diez mil personas que había en las gradas prorrumpieron en un rugido que me puso los pelos de punta. Un circo romano. La ley del más fuerte. Querían ver la sangre de los corredores derramada en la pista. Mientras seguía a Billy con los prismáticos, me di cuenta de que las manos me temblaban ligeramente. Mi vida entera parecía depender de los próximos veintisiete minutos y medio, de las veinticuatro vueltas a la pista que darían los corredores.
La estrategia de Dellinger quedó clara casi desde el disparo de salida. Marcó un ritmo inicial rápido, con el evidente objetivo de anular el poderoso final de Billy. Billy, sin embargo, aceptó el reto con frialdad. Se ventilaron las primeras cuatro vueltas en 4'23"7, lo que casi constituía un ritmo de récord mundial, y rápidamente se distanciaron de Stella y los demás. Billy corría un par de metros por delante, como si estuviera retando a Dellinger, que lo presionaba incansablemente. Los otros corredores mantuvieron su propio ritmo, convencidos de que aquellos dos se romperían en breve. La estrategia de Dellinger me preocupaba un poco. Billy siempre corría mejor si era él quien establecía el ritmo y luego podía acelerarlo. La multitud, que no dejaba de dar ánimos o de lanzar maldiciones a aquella lejana y esbelta figura, me estaba dejando sordo. A través de los prismáticos, lo veía de cerca: veía sus rizos al viento, su boca entreabierta, los movimientos rítmicos de los músculos en sus brazos y sus hombros, la palabra «Prescott» escrita en letras azules sobre su camiseta blanca… Allí estaba mi amante, solo en la pista, donde todo el mundo podía observarlo, demasiado humano y vulnerable… Oí voces burlonas en mi cabeza: «Están
casados
. ¿Qué
hacen
? ¿Crees que…? Pues claro, y además también…».
Hacía tanto calor que el sudor pronto brilló en los cuerpos de Dellinger y Billy. Ninguno de los dos corría bien cuando hacía demasiado calor, así que en ese sentido estaban en igualdad de condiciones. En la vuelta catorce, ya les llevaban casi una vuelta entera de ventaja a los demás. Mientras yo anotaba el tiempo de cada vuelta, ambos bajaron bruscamente el ritmo. Billy seguía un par de metros por delante, pero parecía que los dos estaban acusando el fuerte calor. Me desesperé, porque no era buena señal que Billy se cansara tan pronto. Más tarde, sin embargo, me confesó que había notado que Dellinger bajaba el ritmo y, sencillamente, él había hecho lo mismo para ahorrar fuerzas. El resto del grupo, bastante más atrás, vio que frenaban un poco y todos se lanzaron tras ellos. Al observar los movimientos de Billy, me di cuenta de que estaba sufriendo pinchazos en el hígado. Es algo bastante habitual en los fondistas delgados, y a Billy solía pasarle principalmente cuando corría los 10.000.
En la vuelta veintitrés, Billy y Dellinger seguían llevando ventaja. Billy ocupaba obstinadamente la primera posición, pero un grupo de cinco corredores, liderados por Mike Stella, había empezado a reducir distancias. Estaban a sesenta metros, luego a cincuenta, luego a cuarenta… En las gradas, el griterío aumentaba a medida que se acortaba la distancia.
—¡Vamos, Bob! ¡Aguanta, Billy! ¡Ánimo, Mike!
Dellinger y Billy parecían tan cansados que recé para que en Montreal no tuviéramos un día tan caluroso. Hacia la mitad de la recta contraria, en la vuelta veintitrés, Billy y Dellinger rebasaron al corredor que ocupaba la última posición. Cuando se abrieron un poco para adelantarlo, Dellinger puso en práctica una jugarreta que Billy tendría que haber previsto, pero no estaba preparado para ello: Dellinger aceleró e intentó adelantar por el interior. Chocaron, sus pies tropezaron y Billy cayó al suelo. El público gritó y yo me sobresalté: sufrí en todos los rincones de mi cuerpo el golpe que se dio Billy en la cadera al raer sobre el tartán. Circo romano. Mi corredor yacía en la calle y yo ni siquiera podía ir a ayudarlo. En plena histeria general, Dellinger continuó en solitario. Billy estuvo aturdido durante unos segundos, luego se puso en pie y empezó a correr otra vez, desconcertado, cojeando. Me cubrí los ojos con la mano durante un segundo, luego la aparté y volví a mirar a través de los prismáticos. Billy ofrecía un espectáculo muy triste: se le habían caído las gafas y había perdido una zapatilla. Probablemente, Dellinger le había pisado el pie. Su ritmo y su concentración, como si fueran cristal fino, habían quedado hechos añicos. Avanzaba a trompicones, igual que un borracho, igual que un pájaro con un ala rota.
A mi alrededor, sus admiradores se lamentaban y gritaban.
—¡Va cojo! No puedo mirar, es horrible. Está acabado.
Los fans de Dellinger se alegraron inmensamente y se dieron palmadas en la espalda unos a otros.
—Bob tiene la victoria en el bolsillo.
Billy empezaba a recuperarse, pero Mike Stella lo adelantó y después lo hizo Fred Martinson. Corría con un pie descalzo, a ciegas: yo sabía que apenas veía los límites de la pista. Había dejado de cojear y corría más o menos acompasadamente, pero Wilt Boggs lo adelantó. Billy era quinto. Al salir de la curva, sin embargo, pareció darse cuenta de su situación. Recobró la calma y, de repente, empezó a correr como una bestia. En aquel momento, al verle forzar su cuerpo hasta el último aliento, sentí un escalofrío. Cuando los cinco corredores iniciaron la última vuelta, el estadio entero se puso en pie. Poco a poco, Billy acortó distancias con Boggs y consiguió adelantarlo en la recta contraria. Mientras, en los puestos de cabeza, Dellinger empezaba a acusar el cansancio y no fue capaz de mantener la ventaja. Stella primero y Martinson después lo adelantaron en la curva. Dellinger se situó en cuarta posición: era a él a quien debía adelantar Billy. Cuando avanzaban por la recta, Billy prácticamente se colocó a su lado, pero la caída lo había dejado casi sin fuerzas y no lo consiguió. Cruzó la meta en cuarta posición.