El corredor de fondo (36 page)

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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

BOOK: El corredor de fondo
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Un par de días después de que se publicara el reportaje del
Time
, el dueño del motel vino a vernos.

—¿Es usted el tío del reportaje? —preguntó—. ¿Y el chico que viene a verle es el otro?

—Sí —dije.

—Tiene una hora para pagar y largarse de aquí. Y no vuelva.

Finalmente, encontramos un motel cerca de unas pistas de esquí. La dueña nos permitió quedarnos, incluso después de descubrir quiénes éramos. Era una mujer con mentalidad abierta, acostumbrada a ver tejemanejes de todo tipo en invierno, cuando venían los esquiadores.

A Billy y a mí no nos hacía felices aquella vida de desarraigo. Habíamos vuelto a los horarios raros, como antes de casarnos: una hora aquí, otra hora allá… Me llamaba desde el campo y nos pasábamos el rato diciendo tonterías románticas por teléfono.

—Señor Brown —me decía—, quisiera asegurarme de que no vas por ahí metiendo mano a los vaqueros.

—Oh —le respondía yo—, pero si no soporto el olor de los caballos.

A pesar de todo, nos consolaba pensar en el propósito de todo aquello. Yo mataba el tiempo hablando de activismo gay con John y Vince, corriendo, viendo la tele, leyendo… Nos habíamos traído la máquina de escribir de Billy y también dediqué un poco de tiempo a escribir cosas íntimas, a poner sobre el papel ideas y observaciones sobre las cosas que había visto en mi vida. Algunos atletas venían a vernos y luego se iban. Siempre había alguien por allí, tomando una cerveza y hablándonos de sus lesiones y de sus sueños. Vince y yo corríamos kilómetros y kilómetros por las carreteras de montaña. Él había dejado el atletismo hasta el próximo invierno, porque tenía pensado acompañarnos a los Juegos, y lo único que quería era un entrenamiento suave. Durante aquellas semanas, Vince y yo charlamos bastante mientras corríamos envueltos por el silencio de las montañas y, por primera vez, empecé a conocerlo de verdad. Él siempre se había mostrado muy prudente conmigo, supongo que porque yo lo rechacé en Prescott pero posiblemente también porque no quería despertar los celos de Billy. En algún rincón de mi mente, sin embargo, yo seguía dándole vueltas a la cuestión de si alguna vez habría existido algo entre ellos dos. Nunca había hecho demasiadas preguntas sobre los años que pasaron juntos en la universidad, pero de todas formas, me dije, ¿qué importancia tenía? Aun así, admito que me daba mucho miedo descubrir algo que no encajara en la imagen que yo tenía de Billy. Por su parte, Billy estaba ligeramente inquieto porque yo pasaba mucho tiempo con Vince, pero le dije que podía estar tranquilo.

Los días de desarraigo transcurrían lentamente. Billy venía a verme cada día, en busca de aquella paz que le permitía seguir adelante. El aire de las montañas nos dejaba la piel seca y fría. Al llegar a la madurez, se me permitía por fin descubrir que las relaciones sexuales mejoran con el tiempo, especialmente si estás con alguien que te importa de verdad. El cuerpo de Billy cambiaba ante mis ojos y se volvía cada vez más firme, con los músculos más definidos y las venas más marcadas. Mi imaginación era como una máquina de rayos X: veía su cuerpo por dentro y veía todos los cambios fisiológicos que provocaba el entrenamiento. En aquellas tierras altas, la sangre de Billy generaba millones de glóbulos rojos, lo cual significaba que su capacidad de transporte de oxígeno —y la del resto de atletas— se habría incrementado notablemente para cuando llegara a Montreal; ahora entrenaba dos veces al día y, gracias a los kilómetros añadidos, sus capilares se ramificaban y se abrían mucho más; con cada gramo de peso que perdía, mejoraba su relación potencia—peso; la vitamina E que tomaba volvía su corazón más resistente, lo cual le permitiría aguantar mejor los últimos minutos de las carreras, cuando prácticamente daba la vida por mantenerse en primera posición; su capacidad pulmonar había aumentado varios milímetros cúbicos, y, para alimentar su organismo, disponía de un enorme volumen de sangre, con una proporción de plasma bastante más alta que cualquiera que no estuviera en forma.

Billy atravesaba por otro de sus períodos de gran rendimiento y cada día era más y más rápido. El equipo viajó a dos competiciones para la última puesta a punto y, por primera vez, Billy bajó de los 27'40" en los 10.000: consiguió una marca de 27'38"2. En Europa, Armas Sepponan iba tan fuerte como él y se acercó mucho al récord mundial de los 10.000, es decir, que aún tenía unos seis segundos de ventaja sobre Billy. Todo el mundo parecía haberse puesto de acuerdo en que los 10.000 y los 5.000 serían un duelo a muerte entre ellos dos, a no ser que se produjera un milagro: el lanzador más temerario contra el llegador más explosivo. Ambos tendrían que calcular bien sus respectivos ritmos hasta el último segundo.

Yo me moría de ganas de presenciar aquel duelo, pero otros americanos no se mostraban tan entusiasmados. Después de que Billy entrara en el equipo y se publicara el reportaje en el Time, los grupos activistas anti—gay que se habían opuesto a la decisión del Tribunal Supremo formularon sus quejas una vez más. Mostraron su perspicacia política al presionar fuertemente al cuerpo legislativo, puesto que las aportaciones del Congreso constituían la principal fuente de financiación del movimiento olímpico de Estados Unidos. Exigían que Billy fuera apartado del equipo. Uno de los grupos estaba formado casi en su totalidad por profesores y educadores, aterrorizados ante la idea de que la homosexualidad se adueñara de las escuelas. Otro de los grupos se hacía llamar MAMA (Madres Activas por la Moral de América), pero ni unos ni otros tenían en cuenta el hecho de que los gays no son omnívoros sexuales que van por ahí seduciendo al primero que encuentran.

Como respuesta, John Sive y Billy hicieron saber que pondrían una demanda por discriminación si echaban a Billy del equipo. El USOC, atrapado en el fuego cruzado, no hacía más que romperse la cabeza. Lindquist seguía quejándose de que Billy constituía una fuente de trastornos, hasta el punto de que todo aquello empezaba a afectar a los entrenamientos y a la moral del equipo. Los trastornos se reducían casi en su totalidad a que, una vez terminados los entrenamientos del día, algunos de los corredores más jóvenes y alocados del equipo se iban ahí con Billy, Mike y Sue. Aún me parece ver el descapotable Sue llegar a toda velocidad por la carretera que iba hacia la pistas de esquí y meterse en el aparcamiento del motel con chirrido de neumáticos. Iba lleno de atletas despeinados por viento que se reían a carcajadas, atletas que se tomaban muy serio sus carreras, sus pruebas de vallas, sus saltos de pértiga lo que fuera, pero que también se tomaban muy en serio la vida. La radio del coche emitía música country a todo volumen y, antes de que el automóvil hubiera frenado del todo, Billy saltó por encima de la puerta y vino corriendo a abrazarme.

—Como te desgarres un músculo haciendo eso —le dije— te vas a ganar doscientos dólares de latigazos.

Mike también salió del coche y empujó a Sue hacia mí.

—Harlan, tenemos que enseñarte una cosa —se desabrocho la manga de su camisa de cachemira y se la subió. Lucía un flamante tatuaje en el hombro: Capricornio.

Sacudí la cabeza, pero Mike siguió sonriendo. Le subió a Sue la manga de su jersey de rayas y vi otro tatuaje: Géminis. No pude evitar echarme a reír. Los chicos se partieron de risa y Billy, apoyado en el guardabarros del coche, casi se atragantó de tanto reír. Me alegró verlo así, porque estaba empezando a saborear su sueño: ser él mismo, ser aceptado, ser libre.

—A ver si así os enteráis de que los gays no tienen el monopolio del zodíaco —dijo Mike.

Mientras tanto, el USOC se las veía con la prensa y trataba de establecer normas con los medios de comunicación. En el show de Dick Cavett querían a Billy para una entrevista de noventa minutos, como suelen hacer con los personajes realmente polémicos, pero el USOC dijo que ni hablar. Tanto la prensa como algunos atletas criticaron aquellas normas y exigieron que se eliminaran. Finalmente, el equipo de Cavett pidió que asistieran al programa varios atletas, Billy entre ellos, con la promesa de que no se hablaría de sociología sexual.

Aunque a regañadientes, el USOC aceptó. A Billy se le iluminó la mirada:

—Ir al show de Dick Cavett y que no se hable de mi homosexualidad… es increíble. A lo mejor estamos haciendo progresos.

El equipo de Cavett invitó al programa a Billy, a Mike, a la nadadora Jean Turrentine, a Jesse Jones y al saltador de pértiga Stan English. Los cinco volaron a Nueva York. Yo acompañé a Billy y me senté a esperar en una sala mientras grababan el programa. Cavett se sentó con los cinco y mantuvieron una agradable charla informal sobre deporte, juventud, vida, sobre sus esperanzas en los Juegos Olímpicos… Cavett con sus chistes y Mike y Jones con sus comentarios ingeniosos desarmaban constantemente al resto del grupo y al público. Billy llevaba un traje marrón claro de cuadros, se había peinado y parecía más risueño que nunca. Había un televisor no muy lejos de donde estaba yo, a través del cual veía el rostro de Billy en vivos colores, tal y como lo verían millones de espectadores. Cada vez que hablaba, la cámara lo enfocaba. La barba que se había dejado le confería un aspecto extrañamente juvenil, y respondía a las preguntas de Cavett con aquella sinceridad que yo conocía tan bien.

—¿Crees que harás un buen papel en Montreal? —preguntó Cavett.

—Bueno, estoy en mi mejor momento —dijo Billy—, pero todo dependerá en buena parte de mis rivales, especialmente de Armas Sepponan, pero si él me presiona y yo consigo mantenerme en cabeza creo que puedo hacer tiempos muy buenos. Espero bajar de los 27'3O" en los 10.000 metros y, tal vez, de los 13'5" en los 5.000. Creo que aún puedo ser más rápido, así que quién sabe…

—¿Cuál será tu estrategia? —Cavett había hecho sus deberes, puesto que sabía lo que había en juego.

Billy sonrió.

—Eso no lo voy a decir, pero todo el mundo sabe que yo siempre corro en cabeza.

Todos se preguntan si trataré de distanciarme de los otros o si impondré un ritmo más lento…, y eso es un privilegio.

Cuando el programa terminó, tenía un nudo en la garganta. Imaginé la decepción de los millones de espectadores que habían encendido el televisor ávidamente para ver un espectáculo circense con el sexo como tema principal. En lugar de eso, habían visto a Billy sentado con los demás, espontáneo e inofensivo, y tal vez algunos de esos espectadores se habrían dado cuenta de que, al fin y al cabo, no era ningún monstruo.

Después del programa, Cavett me dijo:

—Espero que vuelva por aquí después de los Juegos y podamos hablar claro. Será una buena entrevista.

—Estoy seguro de que le encantará —dije yo—. No le asusta hablar del tema.

A medida que transcurría el mes de agosto, con los Juegos Olímpicos a dos semanas escasas, se intensificaron los rumores sobre un posible intento de echar a Billy del equipo. Finalmente, Aldo Franconi me llamó una noche.

—Prepárate —me dijo.

—Pero saben que les pondremos una demanda —repuse.

—Le han pasado la pelota al COI —me informó— y el COI interrogará a Billy para ver si cumple los requisitos de selección.

Se me encogió un poco el corazón. Al ser un organismo internacional, formado por miembros de todos los países olímpicos, el Comité Olímpico estaba más allá de la influencia de la decisión del Tribunal Supremo.

—Pero Billy cumple perfectamente los requisitos de selección —repliqué—. Hemos ido con mucho cuidado y yo me he vuelto loco pensando en cada detalle.

—Bueno, tal vez te hayas olvidado de una cosa —dijo Aldo—. De su empleo en Prescott.

—¿De su empleo? Pero eso es ridículo. Ni siquiera tiene la más mínima relación con el departamento de deportes. Enseña sociología.

—De eso se trata —dijo Aldo—. Dirán que utiliza el atletismo como tribuna para hablar del activismo gay y su empleo, lo mismo. Por tanto, está sacando provecho de su empleo.

—Es lo más maquiavélico que he oído en mi vida.

—Pues prepárate —insistió Aldo—, porque eso es lo que le van a preguntar.

Furioso, colgué el teléfono. El movimiento olímpico permitía competir a atletas soviéticos y europeos que recibían abiertamente ayuda económica de sus gobiernos. El mismísimo Armas Sepponan cobraba pagas anuales del gobierno finlandés. A pesar de eso, y sólo porque el tema del sexo los irritaba, estaban dispuestos a poner en cuestión el modesto empleo de profesor de Billy. Dos días más tarde, quedó demostrada la agudeza de Aldo. El comité de selección del COI se interesó discretamente por la honestidad del trabajo de Billy. Le pidieron que se presentara a una reunión de emergencia en su sede central, en Lausana, Suiza. ¿Serían tan amables, él y otro atleta, de responder a unas preguntas? La primera reacción de Billy fue de rabia.

—Antes muerto que presentarme humildemente ante ellos y suplicarles —dijo—. Convocaré una rueda de prensa y los desafiaré en público.

La reacción de la mayoría de los componentes del equipo olímpico también fue de rabia. Sólo los que realmente despreciaban a Billy se alegraron. Mike Stella y otros activistas se dedicaron a concienciar a la gente: para ellos, aquello no era más que otro abuso y, si le había ocurrido a Billy, también les podía suceder a ellos. Mike, en el equipo masculino, y la velocista Vera Larris, en el femenino, hicieron circular una carta de protesta para recoger firmas, que firmó aproximadamente el setenta y cinco por ciento del equipo de atletismo. Mike y algunos atletas más dijeron que no irían a los Juegos si el COI declaraba a Billy inelegible.

—No pienso tomar parte en un asunto en el que se le puede hacer esto a alguien —declaró Mike a la prensa.

Tras la reacción del equipo, el USOC perdió un poco la calma: evidentemente, no se esperaban aquello. Se vieron en Montreal con un equipo esquelético, despojados de un buen número de candidatos a obtener medallas. Pero más enfadados estaban los gays. El frente activista de Nueva York organizó una multitudinaria manifestación de protesta frente a la sede olímpica de Park Avenue. Finalmente, hasta el gobierno canadiense se pronunció: hacía muchos años que la homosexualidad era libre y legal en Canadá.

Cuando Billy se tranquilizó, accedió a ir a Lausana. Él, Vince, John, Aldo y yo subimos a un avión e hicimos el viaje. Al llegar al moderno edificio acristalado donde el COI tiene su sede central, John y yo ya habíamos decidido que no entraríamos en la reunión, porque nos pareció que resultaría demasiado amenazador que el padre abogado y el amante furioso anduvieran merodeando por ahí. Un poco de diplomacia de última hora tal vez serviría para decantar la balanza de nuestro lado, así que decidimos que Aldo fuera el único en acompañar a Billy. Nos condujeron a una sala. La reunión ya había empezado y estaban interrogando al fondista británico. En aquel preciso instante, un hombre a quien no esperábamos ver allí se levantó de uno de los sofás de la sala. Era Armas Sepponan. Se acercó a nosotros con paso rápido y ligero, vestido con un traje amplio y sencillo, de color negro, y una camisa blanca. Parecía exactamente lo que era: un bombero de un pueblo pequeño. Nos estrechó la mano a todos.

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