Sabía que Billy no pretendía ser deliberadamente cruel: la crueldad estaba en la verdad de lo que decía.
—Frances me cambiaba los pañales —dijo—. Él me enseñó a caminar, él me recogía de la escuela y él me ponía tiritas cuando me hacía daño en una rodilla.
Leida se cubrió los ojos con manos temblorosas y empezó a sollozar.
—Billy, creo que ya es suficiente —musitó, en voz baja. Sentí un poco de compasión por Leida.
—No es suficiente —dijo. Su mirada no se apartaba de ella—. El mundo entero quiere separarnos a Harlan y a mí y ahora apareces tú como por arte de magia para ayudarles. Eres una dama encantadora y no quiero hacerte daño, pero apártate de mí y llévate tus sentimientos de culpabilidad. No me impongas tu imperialismo hetero.
—Billy —me puse en pie, me acerqué a él y apoyé una mano sobre su hombro. Nunca lo había visto tan nervioso.
El hecho de que yo le tocara un hombro a Billy sirvió para que Leida reaccionara.
—He intentado razonar contigo —dijo—, pero obviamente te han lavado el cerebro. No eres más que un niño.
—Tenía veintidós años cuando nos conocimos —repliqué—. Ya era un hombre, ya no era virgen y era perfectamente capaz de decidir cómo quería vivir su vida.
—Billy —dijo Leida—, ven a casa conmigo. Creo que será lo mejor para ti.
Billy soltó una carcajada nerviosa.
—¿A casa? Ésta es mi casa.
—Billy —dijo Leida con decisión—, existen leyes que…
—Escúchame bien —dijo Billy, que ahora estaba furioso. Su voz se quebró de una forma extraña, como le ocurrió aquella ocasión en que lo abofeteé—, no me cuentes gilipolleces sobre leyes. Mi padre es abogado, así que ya sé qué es la ley. ¿Acaso no lees los periódicos? El Tribunal Supremo abolió aquellas leyes.
—La policía… —insistió Leida.
—Atrévete —Billy se había convertido en el Animal y trataba de mantenerse en cabeza—. Tienes todas las de perder. Ni soy menor ahora, ni lo era cuando conocí a Harlan. Tú le cediste oficialmente mi custodia a mi padre y durante todos aquellos años no usaste ni una vez tus privilegios de visita. No demostraste ningún interés en mi educación moral, así que ahora no vengas aquí a lamentarte. Ni en la policía ni en el tribunal te harán puñetero caso.
—Los padres tienen derecho legal a secuestrar a sus hijos, si es por su propio bien —dijo Leida. Probablemente, había estado leyendo historias de padres que se veían obligados a secuestrar a sus hijos para rescatarlos de las manos de cristianos fanáticos.
—Atrévete —replicó Billy— y te denunciaré por agresión.
—Dios os castigará a los dos —lloriqueó Leida.
En dos pasos, Billy se plantó junto a la puerta y la abrió. En el exterior, lloviznaba débilmente.
—Fuera de aquí —dijo.
Leida recogió en silencio su bolso y sus guantes, y salió sin tan siquiera mirar a Billy. Suponemos que comprobó si las observaciones legales de Billy eran ciertas, porque no volvimos a saber nada de ella. Sin embargo, Leida había interferido en nuestras vidas y nos había dejado su sufrimiento.
Aquél no fue el único sufrimiento: hubo más. Joe y Marian tenían una hija casada que vivía en Chicago. Durante las dos últimas semanas de junio, envió a sus tres hijos a visitar a los Prescott. Eran dos niños y una niña, de edades comprendidas entre los cinco y los ocho años. Los tres tenían el pelo rubio y rizado, y eran las criaturas más encantadoras y alegres del mundo. Se pegaron a Billy, lo cual no me extraña, puesto que él también tenía sus momentos infantiles y le encantaba jugar con ellos. Conmigo también jugaban, aunque se mostraban algo más tímidos. En las tardes soleadas, cuando jugábamos con cámaras de neumáticos y flotadores con forma de animales, la piscina de los Prescott se llenaba de gritos infantiles, chapuzones y risas. Aún me parece ver a Billy intentando subirse a un pato enorme, fingiendo que no podía y dejándose caer otra vez en el agua, lo que provocaba las risas y los chillidos de los niños. Joe y Marian, sentados en la terraza, nos observaban y sonreían con benevolencia.
Cuando estábamos en la pista, los tres niños cruzaban el campo y se acercaban a mirar. Los hijos de otros profesores de los cursos de verano también se acercaban a mirar y a veces se reunían allí diez o quince críos. Sabían que no estaba permitido gritar mucho, ni ponerse delante de Billy o de Vince, pero ellos organizaban su propia competición y hacían sus sprints al lado de la pista. La niña, Julie, echaba a correr desesperadamente cada vez que Billy pasaba a toda velocidad, a un ritmo de dos minutos y medio por kilómetro. Intentaba seguirlo, con sus desmañadas piernecitas y sus rizos que resplandecían al sol, pero necesitaba diez zancadas por cada una de Billy. Cuando terminaba el entrenamiento y los chicos habían hecho sus ejercicios de enfriamiento, los críos echaban a correr hacia ellos, gritando: «¡Biiiiilly! ¡Biiiiilly!». Aún me parece oír sus voces, claras y agudas, como el canto de los pájaros en los bosques. Billy y Vince los cogían en brazos, uno por uno, y los subían muy alto, mientras ellos gritaban y se reían, y les suplicaban que lo hicieran otra vez. Billy daba saltos por ahí con la niña sobre los hombros, como si fuera un caballo, y ella se agarraba a su pelo.
Luego todos desfilábamos por el prado, aspirando la fragancia suave de la hierba, y nos íbamos a casa.
—No sé por qué —dijo Billy—, pero adoro a esa niña.
—Claro que sabes por qué —dije.
—¿Y si la secuestramos?
La hija de Joe vino a reunirse con sus hijos y se escandalizó al descubrir que sus padres habían permitido a los niños andar por ahí con nosotros. No era ni la mitad de liberal que sus padres y, a pesar de que Joe y Marian intentaron hacerla entrar en razón, se mostró inflexible.
—Es mejor para los niños —alegó.
Después de aquello, cogía a los niños y los hacía entrar en casa cada vez que nos veía. Los pequeños no lo entendían y lloraban.
—A veces se nos olvida —dijo Vince, con amargura— que tenemos la lepra.
Durante aquellas cálidas semanas, las palabras de Leida me atormentaron con frecuencia. Tenía razón. Yo tenía hijos, pero los espléndidos genes de Billy se perderían irremediablemente. Resultó que aquellas palabras también habían estado atormentando a Billy y acabamos discutiendo el tema de la paternidad gay. El tema surgió cuando recibimos una llamada telefónica anónima bastante más maliciosa de lo habitual. Con la intención de relajarnos, fuimos a dar un paseo por la pista donde siempre íbamos a correr. Aquella tarde, el cielo estaba cubierto de nubes y, a lo lejos, se oía el rumor sordo de los truenos y se adivinaba la lluvia. Paseamos despacio. Aún se veían en el suelo las marcas de las zapatillas de clavos que habíamos dejado aquella mañana.
—Es algo que me preocupa mucho —dije—. Cuando muramos, no quedará nada nuestro. Cuando otras parejas mueren, quedan los hijos, un nombre que se transmite, un certificado de boda archivado en alguna parte…, pero no quedará nada nuestro.
—Haré testamento —dijo Billy— y te dejaré mi traje marrón de terciopelo y mis viejas zapatillas de atletismo —no estaba bromeando.
Seguimos paseando. Los bosques eran de un verde casi obsceno. Empezaba a formarse una leve niebla, que nos refrescó la cara y la piel.
—Supongo que te reirás —dije—, pero me gustaría que los dos tuviéramos hijos.
—Yo también he estado pensando en eso —confesó Billy— y no me río.
—Tener hijos fue la parte menos desagradable de estar casado —dije—. Por supuesto, a veces son un auténtico coñazo, pero también te dan muchas recompensas. Cuando llegas a casa, por la noche, vienen corriendo y gritando papi, papi.
Llegamos a un pequeño arroyo que bajaba lleno y cuyas aguas se estrellaban contra las rocas. Lo cruzamos de un salto y seguimos caminando.
—Yo solía pensar que eso de seguir viviendo en los hijos era sólo una ilusión —dijo Billy—, pero he cambiado de idea. Con Julie, por ejemplo. Supongamos que fuera tuya: si a ti te pasara algo, ella sería lo único que me quedaría de ti. Algo es algo. No estaría solo, podría hacer cosas por ella. Y si fuera mía, tú sentirías lo mismo… No eres tú quien sigue vivo, es la otra persona.
Los dos intentábamos contenernos y apenas nos mirábamos. Ni siquiera nos habíamos cogido de la mano. Billy caminaba con aire despreocupado, con las manos en los bolsillos: de vez en cuando, le daba una patada a alguna piedra pequeña o estiraba el brazo para arrancar hojas de los árboles.
—Supongo que en una agencia de adopción no nos harían ni puñetero caso —dije.
—No tenemos ninguna oportunidad. Papá llevó dos casos de lesbianas y el caso de un gay. Todos querían adoptar, pero las agencias dijeron que no y el tribunal también dijo que no. La idea es que tienes derecho a que te eduquen como heterosexual.
—Da igual —repliqué—, lo mejor sería que lo tuviéramos nosotros.
—Claro —dijo Billy—. Si hubiera por ahí algún niño gay, abandonado como yo, y me lo dieran, yo lo acogería. Y también me gustaría tener mis propios hijos, si pudiera.
—Oye, ¿hablas en serio?
—Pues claro que hablo en serio —respondió—. Tengo una imagen muy positiva de la paternidad. Creo que me gustaría. Y tú y yo seríamos unos buenos padres.
—Bueno, yo he estado pensando bastante en todo eso —dije—. Aquella conversación tan pesimista que tuvimos en Fire Island me hizo pensar. Por ejemplo, podemos comprar un niño en el mercado negro.
—¿Y con qué lo pagaríamos, cariño? —preguntó Billy, sonriendo—. Tendríamos que empeñar mis trofeos y entonces perdería mi categoría de amateur.
Yo también sonreí, aunque me costó un poco porque tenía un nudo en la garganta.
—Podemos hacer lo que hacen las parejas con problemas de esterilidad —dije—. A ver, por ejemplo, la mujer es estéril, ¿no? Buscan a una donante femenina y entonces el marido la fecunda y ella acepta entregarles al niño.
Billy se detuvo y me miró.
—No es mala idea —dijo—, pero hay un problema.
—¿Cuál? —pregunté.
—Que yo no pienso acostarme con ninguna mujer, ni siquiera para tener hijos.
—Inseminación artificial —propuse.
Billy sonrió levemente. Su melena resplandecía bajo la neblina.
—Es curioso —dijo—, tarde o temprano siempre acabamos teniendo tratos con las mujeres. Es una injusticia, en serio —seguimos caminando—. Pero… ¿qué vamos a hacer? —le dio una patada a otra piedra—. ¿Cómo encontramos a una de esas yeguas de cría?
—Y yo qué sé. Poniendo un anuncio anónimo en los periódicos, o algo así. Luego seleccionamos a las candidatas, elegimos a una tía adecuada e inteligente y le hacemos firmar los papeles antes de la inseminación, para que no se largue con el bebé.
—Parece bastante complicado. Además, querrá dinero.
—Sí, y también tendremos que pagar todos los gastos del hospital.
Billy se pasó la mano por el pelo y sacudió la cabeza.
—Creo que es algo que no podremos hacer hasta después de los Juegos Olímpicos. Suponiendo que yo vaya, claro.
—Y hay otra cosa. ¿Qué ocurre si descubrimos, cuando ya sea demasiado tarde, que los bebés también necesitan madres?
Billy negó con la cabeza. Nos acercábamos a otro arroyo. Cruzamos por unas rocas planas y anchas, pero Billy resbaló y se le mojó una zapatilla. Siguió caminando, con la zapatilla cubierta de barro. Estábamos cerca de la bifurcación de la cual partía la pista secundaria por la que nos habíamos adentrado, un año atrás, aquella primera mañana de primavera.
—Eso no me preocupa demasiado —dijo—. Papá y yo solíamos hablar mucho de eso. Según su teoría, lo importante es ofrecer mucho cariño, muchos mimos y abrazos. Él cree que no importa mucho quién lo haga. Cuando mi madre se largó, él tuvo que cuidarme y dice que le daba miedo cogerme. De día, tenía una niñera, pero la verdad es que no me hacía mucho caso. Dice que, durante un tiempo, fui un poco rarito: no entendía las cosas, como si fuera un poco retrasado. Empecé a caminar muy tarde. Finalmente, papá superó su nerviosismo y empezó a dedicarme mucha atención. Se levantaba pronto por las mañanas y, siempre que podía, pasaba la tarde conmigo. Dice que, al cabo de un tiempo, me espabilé y que cuando llegó Frances todo fue perfecto. Está convencido de que todo fue gracias al amor. Tal vez por eso el amor y el contacto físico son tan importantes para mí, porque durante unos cuantos meses no recibí cariño…
—Así que te gusta que te toquen… —dije, acariciándole un brazo.
Sonrió.
—La primera vez que me besaste y me acariciaste… fue increíble.
El rumor sordo de los truenos se acercaba poco a poco. Era una tormenta de verano, breve pero intensa. De no haber sido por aquella llamada telefónica que habíamos recibido por la tarde, hubiéramos experimentado una gran paz. Tomamos la pista secundaria, aunque era difícil seguirla, ahora que la vegetación baja la ocultaba casi por completo.
Billy tenía de nuevo una expresión seria.
—¿Sabes? Me gustaría que pudiéramos hacerlo ahora… Me refiero a tener un niño. A lo mejor me estoy volviendo paranoico, pero después de lo que ha pasado esta tarde, no sé, mañana podría pasarle cualquier cosa a uno de los dos.
Llegamos a la cima de la colina y contemplamos la pendiente por la que habíamos bajado aquella mañana. El laurel de montaña estaba en flor: las florecillas blancas y rosas, en forma de pequeñas campanas, colgaban pesadamente y el follaje verde brillaba entre la neblina. Bajamos despacio por la pendiente; el roce de las plantas nos iba empapando las camisetas y, finalmente, llegamos a aquel pequeño rincón cubierto de hojas donde nos habíamos revolcado. Ahora había helechos y áster silvestre por todas partes. Triste y asustado, me dediqué a contemplar la cascada, mientras Billy paseaba por allí y pateaba suavemente los helechos.
—¿Por qué siempre acabamos hablando de la muerte? —preguntó. Se inclinó y aspiró el perfume de las flores del laurel de montaña.
—Mira —dije—, vamos a hacer una cosa: guardaremos muestras de semen en un banco de semen. Las congelan y luego se pueden descongelar y usar cuando uno quiera.
Sonrió de repente y se acercó de nuevo a mí.
—No fastidies.
—En serio —dije—, así ya estarán allí.
—Vale, lo haremos —aceptó—. Pero… mejor lo hacemos mañana y así estaremos los dos menos nerviosos.
Me rodeó con sus brazos y nos quedamos allí abrazados, notando el calor de nuestra piel a través de las camisetas mojadas.