El corredor de fondo (42 page)

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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

BOOK: El corredor de fondo
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Algunos corredores se acercaron a toda prisa para ver qué había ocurrido. Armas, más o menos recuperado tras la carrera, se hallaba entre ellos. Se inclinó junto a mí, miró a Billy, murmuró algo en finlandés y luego se cubrió los ojos con una mano y empezó a temblar. Alguien lo ayudó a ponerse en pie y se lo llevó de allí. Noté un brazo sobre mis hombros. Volví la cabeza, aturdido, y vi a Mike Stella. Estaba pálido y las lágrimas rodaban abundantemente por sus mejillas. Tay Parker seguía arrodillado, con la cabeza de Billy todavía apoyada en sus piernas, y lloraba. Los atletas que estaban en la parte interior de la pista también se acercaron. Un fotógrafo se abrió paso entre el grupo y disparó su cámara una vez, luego otra. De repente, se me ocurrió que aquello era muy extraño: todo el mundo lloraba y yo, sin embargo, no podía derramar ni una sola lágrima. Apreté las gafas con tanta fuerza que me corté en la mano. La voz del comentarista acalló bruscamente cualquier otro sonido.

—Damas y caballeros, Billy Sive ha resultado gravemente herido… La información que nos llega desde la pista es confusa… Rectificamos… Lamentamos comunicarles que… —la voz del comentarista se quebró—. Lamentamos… Billy Sive ha muerto…

Una oleada de murmullos y gritos recorrió el estadio entero. A pesar de lo trastornado que estaba, hasta yo me di cuenta.

—…Muerto… Al parecer, de un disparo efectuado desde las gradas…

Hubo gritos de pánico ante la idea de que hubiera un hombre armado entre el público.

—Damas y caballeros, por favor, no hay nada que temer… La policía ha detenido al asesino cuando… intentaba abandonar el estadio… —la voz se abrió paso en mi cabeza.

—Billy Sive ha muerto… —el comentarista trataba de mantener la calma y hacía esfuerzos por controlar su voz. Mientras, los saltadores de altura y los jueces abandonaron la zona interior de la pista y se olvidaron de sus pruebas.

Alguien me obligó a abrir la mano, me quitó las gafas y me limpió los cortes con un pañuelo. Después ayudé a Tay a llevar a Billy: entre mis brazos, su cuerpo sin vida aún desprendía calor. La cabeza de Billy rodó hasta quedar apoyada en mi pecho. Lo habían matado precisamente en la pista, en el lugar en el que todos creíamos que estaría más seguro.

—…Muerto… Es terrible…, trágico… Mantengan la calma… Los atletas están…

En la sala de primeros auxilios, Tay me extrajo los fragmentos de cristal de la mano y me puso unos cuantos puntos.

Billy estaba sobre una camilla, cubierto con una sábana. Alguien le inyectó un sedante en el hombro a Vince, para tranquilizarlo. Mis ojos seguían secos, ni siquiera era capaz de parpadear. En la pista, el enorme marcador seguía anunciando los tiempos de la carrera.

Armas Sepponan, Finlandia, 13’4"5

Francois Geffroy, Francia, 13'10"l

John Felts, Australia, 13'10"9

Vitaliy Kostenko, URSS, 13' 11 "4

Bob Dellinger, Estados Unidos, 13’11 "6

Hasta mucho más tarde no fui capaz de pensar en la ironía de todo aquello: sólo la muerte había sido capaz de obligar a mi lanzador a ceder un récord mundial, como el que le había regalado a Armas. Hasta mucho más tarde no fui capaz de reflexionar sobre todo aquello y entenderlo como una parte de la historia: en Múnich y en México DF, la masacre de los inocentes se había producido entre bastidores; en Montreal, la masacre del inocente se había producido a la vista de todo el mundo. Lo habían matado en el punto álgido de su vida.

Diecinueve

A lo largo de los dos días siguientes, mientras la policía canadiense interrogaba al asesino de Billy, fuimos conociendo poco a poco la historia. Supimos que aquel hombre se sentía cada vez más molesto por nuestra existencia; que era un homosexual reprimido que tenía miedo a enamorarse y odiaba a Billy; que se había obsesionado con la idea de matarlo en la pista, y que, finalmente, había decidido que el mejor momento para llevar a cabo su plan era durante los Juegos Olímpicos.

Supimos, también, que Richard Mech había viajado a Canadá semanas antes de los Juegos; que se había hecho pasar por un obrero y había introducido clandestinamente el arma en el estadio para esconderla, puesto que sabía que se pondría en marcha un gran dispositivo de seguridad debido a todos los rumores; que no había podido llevar a cabo su plan durante la final de los 10.000 y que había tenido que esperar al domingo siguiente; que había permanecido junto a una de las salidas de las gradas, con el rifle oculto bajo el abrigo; que lo había sacado a toda prisa justo cuando Armas y Billy salían de la última curva, justo cuando el público gritaba enloquecido y, por tanto, nadie le prestaba la más mínima atención; que había esperado pacientemente porque no quería herir a Armas por error, y que había disparado en el momento en que Billy iniciaba su sprint final.

Mech, al igual que yo, era militar y tirador. Amaba la Biblia, también como yo, pero tenía miedo y había llegado a creerse el ángel vengador de Dios, enviado a la tierra para fulminar a Billy con su fuego eterno. Por muy loco que estuviera, yo comprendía perfectamente lo que había hecho y eso era lo más espantoso: que, a pesar de mi dolor, sabía lo que había ocurrido en la mente de Richard Mech, porque él y yo teníamos las mismas raíces americanas.

Transportamos el cuerpo de Billy hasta Nueva York en un avión privado que nos proporcionó el gobierno canadiense. Nuestro grupo permaneció unido. John se había desmayado en las gradas al ver lo sucedido, pero cuando llegamos al aeropuerto Kennedy aún le quedaron fuerzas para bajar del avión, pálido y silencioso, por su propio pie. Incluso el Ángel, que lloraba apoyado en el hombro de Steve, parecía haber comprendido que aquel joven afectuoso al que apenas conocía había sido asesinado.

Yo todavía no había reaccionado tras la experiencia vivida. Tenía la sensación de haberme convertido en una cámara que grababa imágenes maquinalmente. Me veo a mí mismo en una sala grande de Nueva York, delante de un micrófono y rodeado de periodistas. Me escucho a mí mismo decir que, si pudiera, acusaría de homicidio en primer grado a todos los que en un momento u otro acosaron a Billy, desde la gente que le escribió cartas de odio hasta los dirigentes que querían apartarlo del atletismo. Y me escucho a mí mismo añadir que, por desgracia, en este país no hay suficientes tribunales ni abogados para juzgarlos a todos.

El mundo hacía gala de un habitual e inútil sentimiento de culpabilidad. Estamos tan acostumbrados que ya ni siquiera nos afecta: nos tiramos de los pelos con desesperación, pero eso es sólo un ritual más. Se publicaron editoriales en los que se decía que esta clase de cosas no deberían suceder nunca. Yo leí algunos. Lo más increíble, sin embargo, es que también se publicaron otros en los que se decía que Billy merecía morir. Los gays habían tomado varios edificios de Nueva York y Washington y exigían que el Congreso investigara la persecución constante que sufrían los gays; exigían, también, la pena de muerte para Richard Mech. Miles de heterosexuales impactados por lo ocurrido, muchos de ellos jóvenes, se unían a esas manifestaciones. Asistí a una de ellas en Nueva York y, como un autómata, dirigí unas palabras a la multitud de hombres y mujeres. Su solidaridad y su dolor me impresionaron, pero no supe cómo reaccionar.

Los atletas, ya de regreso a sus países, declararon que no acudirían a los próximos Juegos Olímpicos a menos que se garantizara sin condiciones su seguridad. El domingo en que Billy murió, abandonaron el estadio conmocionados: los Juegos de Montreal terminaron con la final de los 5.000 metros. Armas Sepponan y los otros dos finalistas devolvieron sus medallas y el podio quedó vacío. Ni siquiera sonó el himno. La ceremonia de clausura se convirtió en un multitudinario homenaje a Billy y se cancelaron todo los actos festivos. La llama olímpica dejó de arder en un estadio cuyas gradas estaban abarrotadas de gente que lloraba: todo el mundo, excepto yo. Dio la sensación de que la muerte de Billy había asestado un golpe definitivo al movimiento olímpico. Para mí, sin embargo, lo único real era el cuerpo de Billy dentro del carísimo y recargado ataúd negro que se habían apresurado a proporcionarnos en Montreal. Era necesario tomar una decisión respecto a los preparativos del funeral.

—La decisión es tuya —dijo John.

—Quiero un funeral multitudinario y caótico —propuse yo—, para que los gays puedan llorar su muerte. Y luego quiero que lo incineren.

El funeral, que se celebró en la Iglesia del Amado Discípulo de la Calle 14, fue mucho más multitudinario y caótico de lo que yo esperaba. Hacía un día de mucho calor, bochornoso, y los gays, vestidos con plumas y trajes de cuero, se desmayaban y se asfixiaban de calor. Las calles de los alrededores de la iglesia estaban abarrotadas: el funeral se había convertido en uno más de aquellos actos sociales de los gays invadidos por heterosexuales, famosos y turistas. La policía tuvo bastantes problemas para mantener el orden, puesto que los gays más extremistas quisieron pegar a algunos heteros e intentaron echarlos.

—Este funeral es nuestro —les decían. Al final, tuve que salir y hablar con ellos. En nombre de la no violencia de Billy, les pedí que permitieran acercarse a todo aquel que quisiera.

En el interior de la iglesia, se apiñaban cientos de gays, todos ellos muy serios. El olor a sudor, cuero y flores resultaba casi insoportable: sólo faltaba el olor del nitrito de amilo. Me senté en el primer banco, con el resto del grupo, y contemplé el féretro. Había permanecido abierto un día y medio, casi como si fuera una capilla ardiente. Miles de personas, la mayoría de ellos gays y gente joven, habían desfilado junto al ataúd. Billy era joven y lo habían asesinado a sangre fría, como a un Kennedy o a un rey. Lo miraban, lloraban, depositaban flores alrededor del ataúd y comentaban una vez más que la sociedad americana se mostraba insensible ante seres humanos tan delicados como él.

Billy llevaba puesto su traje marrón de terciopelo y tenía los ojos cerrados, tras las gafas. La medalla de oro resplandecía sobre los volantes del pecho de su camisa. En la mano izquierda, que descansaba sobre la derecha, llevaba el anillo de bodas. El empleado de la funeraria de Montreal había limpiado la sangre de su rostro, lo había peinado y había realizado un trabajo aceptable con la herida de la cabeza, pero no, Billy no tenía aspecto de estar durmiendo. El ángel de la muerte lo había seducido: su último amante había sido un chapero llamado Muerte.

Delphine había depositado un enorme ramo de lirios blancos sobre el cuerpo de Billy. Había buscado jacintos por todas partes pero, para su sorpresa, descubrió que los jacintos no florecen en septiembre, así que se había gastado en lirios el dinero de la compra de dos semanas. La fragancia de los lirios inundaba la iglesia.

El grupo profesional de música de Prescott interpretó unas cuantas canciones renacentistas muy tristes. Jacques, que también estaba allí, tocó la flauta dulce con manos temblorosas. De vez en cuando, le fallaban las fuerzas. Cuando el padre Moore empezó a hablar desde el pulpito, la iglesia entera guardó silencio.

—Harlan Brown me ha pedido que no haga un panegírico —dijo— y tiene razón. El panegírico de Billy está escrito en miles de corazones. Todo lo que podamos añadir estará de más. Harlan me ha pedido que lea los pasajes de la Biblia y de las enseñanzas de Buda que él y Billy leyeron el día de su boda.

Todo el mundo permanecía sentado, con los cuerpos empapados de sudor. Ni un solo sonido, excepto algún que otro sollozo apagado, perturbó el silencio de la iglesia. Con su voz dulce y profunda, el sacerdote gay pronunció aquellas palabras inmortales:

—Permítenos vivir sin odio entre aquellos que odian… —dijo, y luego citó la Biblia—: Guárdame en tu corazón como tu sello o tu joya, siempre fija a tu muñeca, porque es fuerte el amor como la muerte.
[27]

Ahora podré llorar, pensé. Oh, Señor, ayúdame a llorar, no permitas que me consuelen. Mis ojos, sin embargo, siguieron secos y me ardía la mirada. Mi cuerpo negaba con todas sus fuerzas la muerte de Billy, pero su muerte estaba tan presente en mi cabeza que apenas lo recordaba. Mientras el sacerdote leía los pasajes, traté de recordar a Billy sentado sobre la hierba, vestido con su traje marrón de terciopelo; traté de recordar el brillo de su pelo bajo el sol de primavera…, pero la imagen había desaparecido.

—Terminaré este breve oficio —dijo el sacerdote gay— con una aportación propia que me ha parecido adecuada. Se trata del poema de Alfred Edward Housman
[28]
: A un atleta muerto en su juventud.

Mientras lo leía, intenté recordar a Billy corriendo en la pista de Montreal. Parecía como si tan sólo hubiesen transcurrido unas cuantas horas, pero la imagen había desaparecido.

—Y encontrarán sin marchitar entre sus rizos, una corona de laurel más diminuta que la de una joven —el padre Moore leyó los últimos versos del poema. Junto a mí, Vince se inclinó sobre sus rodillas y sollozó en voz alta. John estaba sentado, inmóvil y silencioso, con las mejillas cubiertas de lágrimas. El llanto de muchos hombres inundó la iglesia.

Hasta el padre Moore lloraba. Bajó la vista, contempló el ataúd y dijo:

—Adiós, Billy. Tu espíritu alegre pronto estará en el paraíso. Adiós.

Tras el funeral, llevamos a Billy a una funeraria de Manhattan. El director, que también era gay, nos había ofrecido los servicios gratuitos de su empresa. Permanecimos allí unas cuantas personas, esperando, hasta que el féretro se perdió en el interior del crematorio. Me hallaba frente a la muerte de Billy: gracias a mis ojos, equipados con rayos X, vi más allá de los gruesos muros del crematorio. Oí el rugido en el crisol y noté el calor. Vi el ataúd abierto en llamas y vi cómo el fuego consumía aquel cuerpo perfecto. Vi cómo se retorcía por el calor, cómo empezaban a arder sus rizos, cómo las llamas prendían en el terciopelo de su traje y cómo hervía su cerebro bajo aquella frente hecha pedazos. De sus ojos brotó cristal fundido y, de su pecho, oro fundido. El cuerpo de Billy no ardía igual que el de otros hombres, porque allí no había grasa para quemar: lo único que las llamas podían calcinar era sus huesos; lo único que podían carbonizar eran sus músculos. Tras el último esfuerzo realizado, estaba seguro de que en su sangre todavía quedaba lactato. Varias horas más tarde, el director de la funeraria depositó entre mis manos una pesada urna metálica que contenía las cenizas de Billy. Había una inscripción con su nombre y la fecha.

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