El corredor de fondo (38 page)

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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

BOOK: El corredor de fondo
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—Miradlo —dije—. Habría sido un Marine estupendo.

Delphine lloraba de pura alegría.

—Está
radiante
—repetía una y otra vez.

Steve tenía un brazo sobre los hombros del Ángel, que pareció reconocer a aquel muchacho alegre de allá abajo y sonrió débilmente. Su melena rubia rozaba las rodillas de la corpulenta mujer de mediana edad que estaba sentada detrás de él. Betsy Heden daba brincos en su asiento, cogida del brazo de Vince. Los Prescott, sentados delante de nosotros, se volvieron y nos dedicaron una amplia sonrisa: Joe me dio una alegre palmada en la rodilla y Marian me apretó la mano.

—Lo hemos conseguido —dijo Joe—. Ahora es cuando me doy cuenta.

Los gays repartidos por todo el estadio fueron quienes aplaudieron a Billy con más fuerza. Cientos de ellos venían de Estados Unidos, después de reunir a duras penas el dinero para las entradas. La mayoría habían acampado en los parques de la ciudad, mientras que los gays más ricos —como John y Steve— se alojaban en el Hotel Cartier. También había muchos gays procedentes de todas las ciudades de Canadá y hasta de Europa. Un par de filas de asientos por delante de nosotros había una pareja de atractivos muchachos canadienses, vestidos con unos Levi's gastados, que gritaban el nombre de Billy y se abrazaban alegremente una y otra vez.

El equipo americano ya había pasado. Lo único que veíamos era la melena rizada de Billy, por encima del resto de las cabezas y la bandera que él enarbolaba. Se acercaban al palco de autoridades y se produjo el habitual momento de incertidumbre, a la espera de que el abanderado inclinase —o no— la bandera. Uno a uno, los abanderados de los otros países inclinaron sus banderas al pasar frente al primer ministro de Canadá.
Old Glori
[26]
estaba ya muy cerca del palco de autoridades.

—No la inclinará —les dije a John y a Vince, y luego les conté aquella broma de Billy respecto a la bandera como símbolo de la erección gay. John y Vince no pudieron evitar las carcajadas.

La bandera desfiló orgullosamente y bien firme frente al palco de autoridades. Una vez más, se habían impuesto el honor y la arrogancia de Estados Unidos, en esta ocasión gracias a un joven a quien su país había despreciado. Yo también me eché a reír, aunque todavía tenía un nudo en la garganta y allí permaneció durante mucho tiempo.

En el estadio, sin embargo, el nerviosismo era patente y casi enloquecedor, como percibimos aquella misma tarde. Todo aquel que estuvo en los Juegos los recuerda como los Juegos de los rumores y las amenazas de violencia. Lo mismo que los rayos de sol aquel primer día, los rumores aparecían y desaparecían. Los fantasmas de Múnich y México también desfilaron, con sus banderas negras, en la ceremonia de inauguración. Había tantos grupos extremistas que amenazaban con poner bombas en Montreal que todo el mundo daba por supuesto que se produciría una masacre y lo único que esperaba la gente era que las balas no volaran mientras presenciaban sus pruebas favoritas. Era tan sólo una muestra más —y muy triste— de lo acostumbrados que estábamos todos a la violencia.

Según ciertos rumores, los separatistas francocanadienses iban a poner una bomba; los manifestantes negros también pensaban poner una bomba; los indios canadienses y los esquimales también iban a poner bombas, para protestar contra la discriminación racial; los judíos radicales tenían intención de poner una bomba para vengar la masacre de Múnich, y los organizadores de los Juegos Olímpicos habían recibido llamadas telefónicas en las que les advertían que habría bombas si se le permitía competir a Billy Sive. El gobierno canadiense estableció un impresionante cordón de fuerzas de seguridad alrededor del estadio.

Aquel primer día, cuando llegamos al estadio, nos quedamos perplejos ante el minucioso dispositivo de seguridad. Cualquiera que tuviera una entrada debía pasar por uno de esos detectores de metales que se utilizan en los aeropuertos. Si el detector sonaba, lo cacheaban. La villa olímpica, el lugar en el que los atletas pasaban todo su tiempo excepto el que empleaban en competir, se hallaba bajo una vigilancia tan estrecha que los atletas ni siquiera podían colar a sus novias o a sus esposas, como habían hecho en Múnich. Los deportistas podían salir de la villa para visitar el centro de Montreal, pero se les advertía que lo hacían por su cuenta y riesgo.

Todos estábamos preocupados por las amenazas que había recibido Billy, aunque el gobierno canadiense nos aseguró que se habían tomado todas las precauciones necesarias. El gobierno trataba a Billy con gran amabilidad, sin duda porque quería sumar puntos ante la población gay del país. Billy se alojaba con Mike, Martinson y Sachs en un apartamento de la segunda planta de la residencia de Estados Unidos, en la villa de los atletas. El apartamento estaba vigilado en todo momento incluso cuando los chicos habían salido. Los canadienses además, le proporcionaron a Billy dos enormes guardaespaldas armados que lo acompañaban a todas partes. A mí también me proporcionaron uno. Lo cierto es que, como eran gay, se podía confiar en que hicieran su trabajo a conciencia. De vez en cuando, me asaltaban horribles pensamientos y me imaginaba a Billy destrozado por una bomba, pero intenté relajarme. Te estás convirtiendo en un auténtico paranoico, me decía.

La presencia de las fuerzas de seguridad había estropeado los Juegos. Se notaba hasta en el estadio. La gente sólo quería divertirse, pero a mi alrededor no hacía más que oír las historias que contaban los espectadores: a la mayoría de ellos los habían cacheado en la entrada.

—¿De qué sirve celebrar unos Juegos Olímpicos —me había dicho Mike Stella la noche anterior— si hay que andarse con tantas preocupaciones y miramientos?

Todo el mundo —espectadores, prensa y atletas— buscaba desesperadamente algo agradable a su alrededor, el enfoque positivo de una situación demasiado inquietante. Y aquel algo resultó ser Billy. Billy había llegado a la villa de los atletas con su sonrisa radiante, su melena rizada, sus gafas, su chaqueta marrón de ante y las zapatillas de clavos colgadas al hombro. Había saludado con un «hola» a todos los atletas y, en veinticuatro horas, su encanto de flautista de Hamelín había seducido a casi todo el mundo. Todos eran muy jóvenes —entre dieciséis y treinta y cinco años— y, a su manera, la mayoría de ellos eran inconformistas, así que admiraban el trabajo arduo y la lucha que había protagonizado Billy. Charlaron con él y descubrieron que aquel gay barbudo, tan joven y tan popular, no era más que un ser humano, como ellos. Descubrieron que, a pesar de que Billy discutía sobre la homosexualidad cuando se lo pedían, en realidad prefería hablar de deportes, ajedrez, yoga, música rock, política, o conversar sobre el tiempo, la vida y cualquier otro tema. De repente, el reducido grupo de amigos devotos que tenía Billy aumentó: ahora contaba con cientos de amigos de ambos sexos. Los medios de comunicación, por su parte, empezaban a hartarse de tantos rumores sobre amenazas de bomba y vieron en Billy un buen reportaje. Poco a poco, los espectadores se contagiaron del entusiasmo de los atletas y los medios de comunicación, y Billy acabó convirtiéndose en el atleta más popular de los Juegos: sólo se hablaba de él.

Billy llevaba una vida alocada en la villa olímpica y yo se lo permitía. Aquélla era la vida que siempre había querido tener: por medio de su no violencia y su compasión, había ganado la batalla. Estaba a la vista de todo el mundo, en cabeza, y corría en libertad. Los demás lo aceptaban por lo que era. Ahora, incluso, se le valoraba, puesto que era alguien a quien se le había negado el derecho a tener sentimientos puramente humanos. Resulta bastante irónico pensar que, después de tantos esfuerzos por mantenerlo alejado de los Juegos, se hubiera convertido ahora en el principal protagonista. Estaba en todas partes a la vez: jugando al ajedrez con Armas Sepponan; comprando discos en la tienda de música de la villa olímpica; probándose zapatillas de clavos en la zapatería (y rechazando las que le regalaban); paseando por la villa de la mano de algún atleta afroamericano (quienes, de acuerdo con sus tradiciones, pasean de la mano de todo el mundo); entrenando en la pista mientras otros atletas amigos suyos bromeaban desde las bandas y le gritaban: «Ánimo, Biiilly!»; o escondido en la residencia, discutiendo sobre temas serios con sus amigos.

Pasaba mucho tiempo en la discoteca y bailaba tanto que Gus Lindquist acabó por quejarse. Las atletas británicas, y las europeas en general, estaban locas por él y se peleaban por bailar con él. El típico fenómeno de la mujer heterosexual que no puede resistirse a los encantos inaccesibles de un macho gay. La fondista británica Rita Hedley declaró a la prensa que estaba perdidamente enamorada de él.

—Es el hombre más sexy que he visto en mi vida —dijo—, pero lo único que puedo obtener de él es un baile.

Billy se mostró muy amable con Rita, muy educado, y bailó con ella tantas veces como ella quiso. Los vi una de las noches en que me permitieron visitar la villa olímpica. La discoteca estaba abarrotada: la mayoría de los bailarines se habían retirado un poco para ver bailar a Billy y a Rita. Ella llevaba un vestido rojo corto que revelaba su delgadez y Billy llevaba sus pantalones de pata de elefante desteñidos y una camiseta que decía: «Sigue dándole». El muy irresponsable iba descalzo. Sus cuerpos se movían, se contorsionaban, giraban, se contoneaban… Era una especie de danza sexual pero también, de alguna forma, era una danza inocente y alegre, porque entre ellos había un abismo. Rita bailaba para Billy, aunque sin ninguna esperanza. Billy, sin embargo, bailaba para él y para mí. Vince y yo los observábamos, mientras los jóvenes atletas, apretujados a los lados, seguían el ritmo de la música con los pies, aplaudían y silbaban para animarlos. Varios bailarines intentaban imitar el estilo de Billy.

Vince sacudió la cabeza.

—La discoteca entera está bailando el
boogie
—dijo. ¿Crees que saben qué clase de baile es?

—Ha iniciado una moda —repuse yo.

Los dos contemplamos la escena, divertidos, hasta que Billy nos vio y nos dedicó un gesto muy teatral, que provocó las carcajadas del público.

—¡Muévete, Billy! —exclamó Vince—. ¡Baila!

—¿No estás celoso, Harlan? —me preguntó un lanzador de martillo canadiense.

—¿Celoso? —contesté yo—. ¿Por qué?

Cuando cesó la música, Billy y Rita se acercaron. Rita, con cierta ironía, inclinó un poco la cabeza, como si quisiera decir que Billy, sano y salvo, quedaba de nuevo bajo mi custodia.

Vince también llevó una vida alocada durante los Juegos, pero en otro sentido. La prensa y los gays de Montreal sabían que estaba allí. Se convirtió en una especie de antihéroe, en alguien a quien le habían arruinado la vida de una forma muy injusta. Acudía a las pruebas, en especial a las de Billy, con una especie de ávida melancolía. Entrenaba muy poco: se limitaba a correr tres o cuatro kilómetros diarios por la zona. Por las noches, mientras yo hablaba con Billy por teléfono, él se sumergía en la vida nocturna de Montreal. Se ponía una gorra negra de piel con una cadena dorada y parecía haberse propuesto ligar con todos los gays del centro de Canadá. Sin embargo, lo que a mí me preocupaba más era que había empezado a beber. Intenté recordarle, con tanta diplomacia como pude, el daño que causa el alcohol en los vasos sanguíneos de un deportista.

—Bueno —dijo despreocupadamente—, sólo estoy un poco deprimido y quiero desahogarme. Tampoco bebo tanto. Cuando volvamos a casa, lo dejaré y empezaré a entrenar otra vez.

Como no estaba acostumbrado a las bebidas fuertes, Vince no las toleraba bien. De madrugada se arrastraba hacia el centro de prensa, completamente borracho, dormía a horas poco habituales, empezó a tomar anfetas para mantenerse despierto y apenas probaba bocado. Me impresionó ver el aspecto enfermizo que ofrecía, la degradación absoluta que alcanzó en pocos días. Billy intentó razonar con él, pero Vince se mostró muy seco.

—Déjame en paz —se limitó a decir.

Billy y yo no nos vimos mucho durante los Juegos. Por precaución, yo prefería que se quedara dentro del anillo de seguridad que rodeaba la villa olímpica. La residencia de Estados Unidos se hallaba bajo una vigilancia tan estrecha que, por mucho que yo fuera a la villa olímpica, no había forma de colarse en la habitación de Billy para hacer el amor. Yo tampoco tenía intención alguna de ponerme en ridículo trepando a su balcón como un Romeo enamorado, así que no hubo sexo durante una semana. La única forma de soportarlo era pensando en el propósito por el que ambos estábamos allí.

Puesto que el USOC me consideraba persona non grata, yo no había viajado a Montreal como acompañante semioficial del equipo, a diferencia de otros entrenadores. Para poder entrar, había conseguido que
Sports Illustrated
me encargara un reportaje exclusivo sobre los Juegos Olímpicos, lo cual me convertía en un periodista más. Vince me acompañaba como ayudante de redactor y compartíamos un apartamento en uno de los edificios de la villa de los periodistas. Así pues, mi pase de prensa me permitía entrar en la villa olímpica para entrevistar a los atletas y, por supuesto, para ver a Billy. Los militares no ponían pegas a la hora de dejarme entrar, porque suponían que yo no tenía intención alguna de poner una bomba. Cada vez que iba a la villa, Billy me estaba esperando frente a la puerta principal. En cuanto las fuerzas de seguridad me dejaban entrar, me abrazaba y se quedaba con Vince y conmigo mientras entrevistábamos a otros atletas. Una vez terminado mi trabajo, paseábamos por las zonas de césped o nos sentábamos en la terraza de algún café y bebíamos leche o agua mineral. Nos cogíamos de la mano o nos abrazábamos, pero nadie se sorprendía. Es más, todo el mundo parecía haberse acostumbrado. Cuando no estábamos juntos, hablábamos por teléfono. Desde las respectivas camas de nuestras habitaciones, a kilómetros de distancia el uno del otro, hablábamos de lo mucho que nos echábamos de menos.

—No aguantaré hasta que se acaben los Juegos —me decía—. Estoy demasiado nervioso. Podría salir una noche y podríamos dormir en el hotel de papá.

A veces hablábamos de todo lo que estaba experimentando él.

—Es divertido —me dijo—. Qué chicos… Algunos son verdaderamente increíbles. En esto consisten los Juegos, ¿no? Es como Woodstock, sólo que todo el mundo va en chándal. Los Juegos Olímpicos somos nosotros, una pandilla de críos. Los adultos, con sus politiqueos y sus reglas…, ellos no son los Juegos Olímpicos. Me resulta tan extraño que, por primera vez, me traten como a un ser humano… Espero que no se me suba a la cabeza.

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