—Sí, claro, en la prensa dijeron disciplinarios —respondió Sive. A pesar de su aspecto tranquilo, parecía el portavoz—. Lindquist no se atrevió a contar la verdad a la prensa.
—¿Y? —inquirí.
—Y nosotros le vamos a contar a usted la verdad —prosiguió Sive—. Luego, si quiere, nos da un chándal o nos dice que nos larguemos.
—De acuerdo —acepté—. ¿Y cuál es esa verdad tan espantosa?
Los otros dos, algo incómodos, bajaron la vista, pero la extraordinaria mirada gris—azulada de Sive no se apartó de la mía ni un momento. Tuve la espeluznante sensación de que aquel muchacho lo sabía todo sobre mí (como pude comprobar más tarde, mi presentimiento era acertado). Su cara, pensé, era una especie de versión juvenil del
Gótico americano
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. Resultaba agradablemente atractiva, de rasgos finos, pómulos marcados, frente amplia, nariz chata, boca bonita… Su mata de rizos de color castaño claro parecía recién salida de un túnel aerodinámico.
—Somos gay —me dijo.
Me sentí como si me hubieran golpeado en el estómago con el peso de quince kilos. Un segundo después, un pegajoso sudor provocado por el pánico cubría todo mi cuerpo. En el exterior, las chicas de primer año de mi equipo de atletismo se dirigían al entrenamiento. El pasillo retumbaba con sus chillidos, carcajadas y risas mientras salían en tropel. Sive seguía hablando. Señaló a Vince y a Jacques.
—Lindquist pescó a estos dos tonteando una noche en el vestuario —dijo—. Iban bastante lanzados y Vince le estaba quitando el cinturón a Jacques. Y el viejo Lindquist los pilló con las manos en la masa. Ellos se pusieron chulos y le dijeron que la liberación gay había llegado a la Universidad de Oregón y no sé cuántas gilipolleces más.
Ahora hablaban los tres acaloradamente, inclinándose hacia delante.
—Lindquist se puso
hecho una fiera
, tío —repuso Vince—. Le apretó las tuercas a Jacques y salió el nombre de Billy. Y como Lindquist es un hetero fascista, adiós a nuestras becas.
Jacques estaba haciendo una imitación de la diatriba de Lindquist, que completaba con un acento sueco y que, en cualquier otro momento, me habría parecido muy divertida.
—Enemigos del deporte, eso es lo que sois. Fuera de aquí, a la hoguera. No toleraré una nueva Sodoma y Gomorra en mi equipo.
Billy y Vince se atragantaron por la risa, hasta que se les llenaron los ojos de lágrimas. Posiblemente estuvieran un poco histéricos por la presión y el cansancio. Yo permanecí allí sentado, sin sonreír, incapaz de pronunciar palabra.
—¿Por qué no hizo que os detuvieran? —pregunté finalmente—. En Oregón es ilegal, ¿no?
—No quería que los periódicos publicaran que en su equipo había tres maricas —dijo Billy—. Ya sabe, la gente empezaría a hacer preguntas sobre los demás, sobre él… O sea, se cagó en los pantalones. Le asustaba lo que pudieran decir los periódicos.
—¿Eso significa que, aparte de vosotros tres y él, no lo sabe nadie más?
—No —negó Vince rotundamente—. Gritó lo suficiente a puerta cerrada como para que se enteraran algunos chicos del equipo y parte de la dirección. Correrá la voz, seguro.
Contemplé mi escritorio y guardé silencio de nuevo. Me di cuenta de que temblaba ligeramente. Billy empezó a hablar de nuevo, despacio, con suavidad.
—Tenemos que terminar nuestros estudios, pero pensamos que nos encontraríamos con los mismos problemas en todas partes, así que por eso hemos venido aquí directamente —por el rabillo del ojo, vi que me examinaba con la mirada—. Tenemos derecho a correr —añadió—. No estábamos molestando a nadie. Ni las normas de la AAU ni las de la NCAA
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dicen una sola palabra sobre el sexo de la persona con la que uno se acuesta.
Lo miré de nuevo a los ojos, luchando por controlarme. Un ex marine debería saber controlarse mejor, pero me habían pillado desprevenido. Había sido lo bastante ingenuo como para pensar que, tras años de reclusión en aquella pequeña universidad, el tema nunca volvería a salir a la luz y yo podría llevar una vida normal. Y ahora me hallaba frente a tres de ellos. Tres machos gay. Tendría que haber reconocido aquellos pantalones de piel que llevaba Billy. Estaba a punto de enfadarme con ellos por haberse introducido en mi pacífico exilio. Intenté fingir por última vez.
—¿Y qué os hace pensar que yo lo entenderé? ¿Qué os hace pensar que no os voy a soltar un largo discurso sobre la moralidad y la pureza del joven americano?
—Mi padre dijo que usted lo entendería —respondió Billy.
—¿Quién es tu padre?
—John Sive.
Negué con la cabeza.
—Lo siento, no me suena ese nombre.
—Es abogado y activista gay —dijo Billy, implacablemente—. Está trabajando en el caso del Tribunal Supremo que pone en cuestión las leyes de sodomía. Le contamos lo que había ocurrido y que tal vez no nos aceptarían en ningún equipo y él nos dijo que lo intentáramos en Prescott con Harlan Brown.
La forma en que lo había dicho no tenía nada de diplomática. Me acorraló en un rincón. Pronto descubriría que ésa era la forma en que actuaba siempre: Billy vivía para la verdad implacable, porque era la única manera que tenía de sobrevivir.
—Si no nos quiere aquí, lo entenderemos —repuso Jacques, sin demasiado entusiasmo.
No supe qué decir. Era una decisión demasiado importante para tomarla de inmediato. Sabía que me afectaría a mí, a ellos, a la universidad y —tal vez— al atletismo en sí. Si los admitía en el equipo, la gente empezaría a hablar.
—Vamos a hacer una cosa. Primero os enseñaré el campus. Prescott no es como las otras universidades. Tenéis que saber dónde os estáis metiendo.
Recorrimos el campus los cuatro juntos. Las aceras estaban despejadas, la nieve había empezado ya a derretirse y caía de los árboles sobre la nieve del suelo con pequeños
plofs.
Los estudiantes, envueltos en polos, jerséis de lana, abrigos de piel de borrego y excedentes del ejército, cruzaban el campus de un lado para otro, cargados con sus maletines.
—Prescott es un experimento —les dije—. Hace unos diez años, Joe Prescott concluyó que América se estaba viniendo abajo y que la educación americana también se estaba viniendo abajo. Decidió que lo que necesitábamos era gente más humana, más capaz de sobrevivir, y una educación más práctica y más barata. Así que puso su compañía de software de ordenadores a nombre de la junta directiva y construyó la universidad con los beneficios. Este campus era antes su finca.
—Es una especie de hetero liberal, ¿eh? —dijo Jacques.
Caminamos durante mucho rato, mientras yo iba explicándoselo todo.
—Aquí no existen los cursos regulares. Cada estudiante elige su área de interés y completa una carpeta de trabajos que contiene diversos proyectos. Si quieres aprender carpintería, tenemos un departamento de formación profesional realmente bueno. Si quieres aprender activismo político o medioambiental, sales y lo haces. Un tutor supervisa tu cartera de proyectos y te aprueba o te suspende.
—Suena bastante fácil —dijo Vince alegremente.
—No lo es —repliqué—. Eso es lo que yo pensaba cuando llegué aquí. Pues no, señor: los estudiantes que no tienen autodisciplina suspenden muy fácilmente.
Durante todo aquel tiempo, traté de no mirarlos demasiado detenidamente. Tres corredores de categoría. Y atractivos.
Especialmente Billy Sive. Les enseñé las lujosas instalaciones deportivas.
—Joe es un loco de la preparación física —dije—. Cree que el cuerpo americano también se está viniendo abajo. Casualmente, estoy de acuerdo con él. La educación física es la única asignatura obligatoria aquí. Tenemos un amplio programa de preparación física y todo son deportes aeróbicos, nada de ping—pong o golf. Sólo se libran los estudiantes minusválidos.
Íbamos por el sendero que conduce a la pista de atletismo: nuestro aliento se volvía blanco en el ambiente soleado.
—Y luego, en un nivel por encima de la preparación física, tenemos unos cuantos deportes de competición —proseguí—. Natación, hockey sobre hierba, ciclismo… Pero nuestro deporte estrella es el atletismo.
Nos detuvimos a mirar la pista de ceniza de cuatrocientos metros. Se encontraba en un gran espacio abierto, rodeada de bosques. La pequeña máquina quitanieves de la universidad casi había terminado de limpiar la pista, aunque las gradas que había a los lados permanecían cubiertas de nieve. Las chicas del equipo femenino, unas veinticinco, estaban por toda la pista, practicando zancadas y sprints.
—En esta universidad, he hecho del atletismo algo grande —dije. Se me encogió el corazón al pensar en los cuatro años tan felices que había pasado en aquel lugar y en que aquellos tres chicos tal vez lo complicaran todo—. Aquí tenemos por el atletismo el mismo entusiasmo que vosotros teníais en Oregón, solo que a escala menor. La verdad es que tanto los estudiantes como el profesorado están como locos con el atletismo. Todos salen a correr o entrenan, y van a las competiciones. El año pasado incluso presenté a ese equipo femenino —señalé a las chicas—. Las chicas me lo exigieron. Me contaron un montón de gilipolleces sobre la igualdad de derechos de las mujeres en los deportes, así que no me quedó más remedio que hacerles caso.
Los muchachos se echaron a reír.
—Todas las chicas son iguales —dijo Billy.
—Por supuesto —dije—, aquí no somos nada del otro mundo. No tenemos becas deportivas y aunque las tuviéramos tampoco podríamos fichar a estrellas como vosotros, porque los chicos como vosotros quieren correr por Oregón. Aquí lo vemos más bien como un poco de preparación física y un poco de diversión. Vamos a competiciones locales, lo hacemos muy bien y eso es todo.
—Lo que está diciendo —intervino Vince— es que, si nos admite aquí, cambiará totalmente el panorama.
—Eso es —dije—. Pero no es ningún problema… Tenemos las instalaciones y el dinero, como podéis ver. No tenemos pista cubierta, pero tenemos intención de construir una en primavera. Y también vamos a instalar una pista de tartán —las viejas pistas de ceniza no son tan rápidas como las pistas sintéticas de ahora.
Los tres contemplaban ávidamente la pista. Probablemente, llevaban varios días sin un buen entrenamiento y empezaban a notar el síndrome de abstinencia. Vince le había pasado un brazo por encima de los hombros a Jacques. Se comportaban con bastante naturalidad en mi presencia. ¿Qué les habría contado el padre de Billy? Billy no pudo soportarlo más, se alejó y corrió suavemente por la pista, en solitario. En la curva, adelantó al jadeante quitanieves. Pasó entre las chicas como un pura sangre entre un montón de ponis. Trotó cómodamente por la pista, con un estilo perfecto. Me di cuenta de que algunas de las chicas se habían vuelto a mirarle, pero él las ignoró.
Tal vez lo que me decidió fue la visión de aquella figura elegante y solitaria entre las chicas, en mitad de un paisaje nevado. Eran como tres pájaros jóvenes apartados de la bandada. Cuatro años atrás, Joe Prescott me había cobijado, como a un pájaro algo más mayor arrastrado por la tormenta. Sería un pecado no tratarlos con aquella misma generosidad cristiana.
Billy trazó la curva y se acercó de nuevo a nosotros, sonriente, respirando sin problemas.
—¿En sus marcas? —pregunté, sonriendo por primera vez.
—Sí —dijo él.
—Muy bien, estáis admitidos. Id a formalizar la matrícula y a que os asignen habitación. Probablemente perderéis los créditos de un semestre, pero ya encontraremos alguna solución. Luego volved a mi oficina y os daré el equipo.
Los tres sonrieron alegremente y Vince le dio una palmadita a Billy en la espalda.
—Le estamos muy agradecidos, Harlan —dijo Billy.
—Señor Brown —corregí.
Sus rostros se ensombrecieron un poco. Billy me miró de una forma extraña.
—De acuerdo, señor Brown —dijo.
El fantasma de un corredor me ha perseguido durante toda mi vida. Nací un 14 de agosto de 1935 en Filadelfia. Mi padre era un fanático del atletismo: recuerdo que me llevaba con él a las competiciones de atletismo y me cogía en brazos para que pudiera ver, por encima de la multitud, las figuras lejanas y veloces de hombres en pantalón corto y camiseta.
—Míralos, hijo —me decía—, ¿verdad que son increíbles?
Mi padre, Michael Brown, era un hombretón robusto, mitad inglés y mitad escocés, que poseía una pequeña Imprenta en Filadelfia. Entre 1941 y 1945 estuvo en el Índico, luchando con los marines. Participó en la ocupación de Guadalcanal y volvió a casa con una ligera cojera y con el Corazón Escarlata
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. Era un hombre estricto, pero también cariñoso y alegre, y yo lo adoraba. Mi madre y yo no estábamos tan unidos: era una irlandesa protestante
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, devota y trabajadora, pero un poco distante y siempre muy nerviosa. Tanto mi padre como mi madre eran acérrimos protestantes y me dieron la educación que cabía esperar—, no fumes, no bebas, no bailes, ve a la iglesia los domingos, jura lealtad a la bandera… Y el atletismo. Para mi padre, correr casi formaba parte de su religión.
—Los corredores —solía decirme— sí que son hombres de verdad. El béisbol es para los críos y el fútbol americano es cosa de tarados. El atletismo requiere mucho más esfuerzo y disciplina que ningún otro deporte.
Irónicamente, fue mi padre, aquel hombretón maravilloso y heterosexual, quien me enseñó a sentir verdadera adoración por los hombres. Según los estereotipos, yo debería haber tenido un padre apocado y una madre temible y castradora, tendría que haber desarrollado trastornos emocionales y tendría que haberme mostrado tímido con las chicas, pero ése no fue el caso, ni mucho menos. Mi padre no tenía nada en contra de las chicas, aunque eso no estuviera en consonancia con su puritanismo en otros campos. El sexo, decía, formaba parte de la naturaleza de los hombres de verdad: yo aún estaba en la escuela primaria cuando descubrí lo apremiante y poderosa que era esa parte de mi naturaleza.
Cuando llegué al instituto Fairview, lo que más me importaba era entrar en su famoso equipo de atletismo. Yo no era muy buen estudiante, pero me esforzaba, porque si sacaba malas notas mi padre me reñía y me preguntaba que qué estaba haciendo con las facturas del colegio que a él le costaba tanto esfuerzo pagar. Me encantaba competir y enfrentarme a los otros chicos. Correr, sin embargo, también era bueno en sí mismo: por la disciplina y por el placer del movimiento. Físicamente, el atletismo me hizo distinto a los chicos (especialmente los gordos y consentidos, a quienes despreciaba) que no practicaban deportes exigentes. Muy pronto empecé a pensar en mí mismo y en todos los corredores como en seres humanos de una especie superior.