—Bueno, Harlan, hay pocos. Muy pocos, gracias a Dios, porque son unos enfermos y unos pervertidos que arderán en el fuego eterno.
¿Loco? ¿Yo estaba loco? Sólo sabía una cosa: tal vez aún no estuviera loco, pero lo estaría muy pronto si seguía reprimiendo aquellos sentimientos.
Así pues, en 1963, mientras aún estaba en Villanova, empecé a hacer pequeñas incursiones en un reducto
underground
de la sociedad americana donde —según había oído decir— era posible satisfacer aquella necesidad que yo sentía. Y muy pronto aprendí algunas cosas: que la palabra correcta para lo que yo, sentía no era marica, sino gay. Y que la palabra correcta para mí, con mi aspecto masculino y el deseo que me provocaban los hombres como yo, era macho gay. Me dije: tienes que probarlo una vez, por lo menos. Tal vez ni siquiera te guste y entonces podrás volver a las mujeres y relajarte.
En Filadelfia había bares gay, pero no podía arriesgarme a dejarme caer por allí porque estaban demasiado cerca de casa. Así que de vez en cuando, durante los fines de semana en que no había competiciones, o durante las vacaciones, me las apañaba para hacer una escapadita a Nueva York. Y allí, vestido con el disfraz más extremado que se me ocurrió —ropa hippy, gafas de sol y una exagerada peluca— e impulsado por aquella aguda excitación que ya me resultaba tan familiar, empecé a explorar el territorio gay del centro. Durante el primer fin de semana, me limité a recorrer los bares y los sex—shops. Algunos tíos intentaron ligar conmigo, pero yo aún no estaba preparado. Me sentaba y me tomaba una Coca-Cola, maravillado ante aquella febril aglomeración de hombres jóvenes. ¿Pocos, decía mi padre?
Aunque no era virgen en lo que respecta a las pelis porno y las fotos guarras, la pornografía masculina aún me abrumaba. Tras echar un primer vistazo, me sentí como si estuviera borracho: la visión de dos hombres haciendo el amor me pareció perfecta, increíblemente hermosa. Encontré un libro clandestino con fotografías a color de gran calidad, en el que aparecían dos corredores de unos veinte años. A simple vista me di cuenta de que se trataba de dos atletas en buena forma. Me pregunté quienes serían aquellos modelos y qué clase de necesidad económica les habría impulsado a hacerlo. Sin duda, el hecho de fornicar vestidos de atleta podía entenderse como una forma de sacar provecho del deporte, así que también sentí curiosidad por saber si la AAU consideraría que habían puesto en peligro su condición de amateurs. En las fotografías se los veía a los dos juntos empezar una carrera a través del bosque. Luego se detenían, se abrazaban y se desnudaban mutuamente. Foto tras foto, se revolcaban sobre las hojas y se dejaban llevar por un desenfreno absoluto, con sus hermosos y esbeltos cuerpos resplandecientes de sudor. Una repentina punzada de dolor me hizo pensar en Chris. Qué estúpido fui, qué cobarde. Aquel domingo por la tarde, antes de irme de Nueva York, destruí el libro a conciencia y lo tiré a una papelera, como el espía que destruye su libro de códigos. La fuerza de aquellas imágenes, sin embargo, permaneció en mí.
Transcurrieron varias semanas antes de que volviera a Nueva York. Durante aquel segundo fin de semana, hice lo mismo que hacía todo el mundo: recorrer los bares y las calles de los alrededores de Sheridan Square, buscando un polvo rápido y rezando para no ligar con un cot, uno de esos policías de paisano que merodean por ahí para pescar a los gays. Por supuesto, puedes ahorrarte la caminata, si estás dispuesto a pagar. Preguntas «¿cuánto?» y él contesta «dieciocho centímetros, veinticinco dólares» o lo que sea, pero yo no quería a un chapero para mi primera vez, así que me pasé medio fin de semana vagabundeando por ahí, examinando caras y cuerpos, hasta que las máquinas de discos de los bares me dejaron medio sordo. Buscaba una fisonomía muy particular, quería encontrar a aquel fantasma que me provocaba una intensa reacción erótica.
Hacia la una del mediodía del domingo, cuando ya estaba a punto de rendirme, entré en el cine Loews—Sheridan, famoso porque los gays mantenían allí relaciones sexuales. Había varias docenas de hombres. Dos parejas se estaban enrollando y los otros estaban solos, sentados aquí y allá. Uno de ellos tenía una espesa melena rubia que parecía casi plateada a la luz de la pantalla. Quería verlo más de cerca y bajé despacio por el pasillo, muy nervioso. El hombre estaba repantigado en el asiento, con las piernas separadas. Llevaba una chaqueta roja de piel y unos pantalones ajustados a rayas, de pata de elefante.
Quizás iba demasiado bien vestido para ser un hippy, pero obviamente tampoco era el estereotipo del
establishment
(yo, el ex marine, hablando del
establishment
). Era más joven que yo, puede que tuviera veintiuno o veintidós años, muy delgado y con aspecto de tipo duro. En la oscuridad cargada de humo, la luz tenue de la pantalla iluminaba su perfil de pura sangre. Vacilé durante un segundo, preguntándome si sería un policía vestido de paisano. Y entonces hice lo que había visto hacer a otros: entré en la fila, recorrí los asientos y me senté junto a él. Mi corazón palpitaba como si acabara de correr la milla.
Fingiendo indiferencia, miré hacia delante, hacia la pantalla, pero de reojo vi que él volvía la cabeza. ¿Me estaría examinando o se estaría preparando para detenerme? Si me estaba examinando y no le gustaba lo que veía, no me quedaría más remedio que seguir caminando.
A pesar de los años que han transcurrido, lo que sucedió después aún sigue vivo en mi memoria. Él desplazó un poco la pierna y su rodilla rozó la mía. Giré un poco la cabeza: sus piernas eran largas y esbeltas y los músculos se le marcaban bajo el tejido fino de sus pantalones ajustados. ¿Un corredor? Tal vez. Lo cierto es que tenía un aspecto atlético. La chaqueta abierta dejaba a la vista sus caderas estrechas y su entrepierna. Su polla abultaba en la pernera izquierda del pantalón. Hasta sus manos, que descansaban sobre los brazos del asiento, eran atractivas: bronceadas, fuertes y de largos dedos. Respondí a la presión de su rodilla y luego, temblando, apoyé la mano en la pierna que me quedaba más cerca. La calidez y la firmeza de aquel contacto me pillaron por sorpresa, como una descarga eléctrica. Tiernamente, apoyó su mano en la mía. No me esperaba aquella ternura y giré la mano, un poco desconcertado: las palmas, húmedas, se rozaron y entrelazamos los dedos. Seguimos cogidos de la mano y yo, finalmente, me atreví a desviar la mirada hacia su cara. Me observaba muy serio, con aquella mirada provocativa y perversa que usan los gays en celo para observar a sus iguales. No era ningún
cot
. El deseo sexual teñía su expresión como si fuera una luz brillante y su mirada parecía decir: «Yo convertiré tus fantasías en realidad».
Y entonces, con la mano libre, rebuscó en su chaqueta, sacó un objeto metálico brillante, parecido a un pintalabios, y me lo dio. Era el ritual del nitrito de amilo. Me relajé un poco. Tratando de parecer lo más experto posible, me coloqué el inhalador en la nariz, tal y como había visto hacer a otros, y aspiré profundamente, despacio, preguntándome qué efecto tendría aquello. Un segundo después, una cálida oleada de placer recorrió mi cuerpo y me estalló en los genitales. Ninguno de los dos dijo nada. Él me estaba acariciando la pierna. Le devolví el nitrito de amilo y él lo inhaló. En la pantalla, con acompañamiento musical de violines, una joven pareja de amantes heterosexuales se besaba apasionadamente. El hombre que estaba junto a mí, sin embargo, no tenía ninguna prisa y me obligó a seguir su propio ritmo. Tenía la mano en la bragueta y ya había empezado a desabrocharse, muy despacio, la media docena de botones. Agitaba y sacudía lentamente las caderas en el asiento, como en un apasionado éxtasis. Tenía los ojos medio cerrados y los labios separados, y un par de mechones rizados se le habían quedado pegados a la mejilla irisada. Sentí pánico durante unos segundos, pensando que lo íbamos a hacer directamente, sin preliminares de ninguna clase.
Tras volver a usar el inhalador, puse mi mano sobre el bulto de la pernera izquierda de su pantalón y lo froté lentamente. Me acarició la mano y la retuvo allí, mientras seguía desabrochándose con la otra. No llevaba ropa interior y la bragueta abierta dejó al descubierto primero su abdomen liso y, después, el vello púbico del color del bronce y los huesos de las caderas, que se movían delicadamente bajo la piel. Mi cuerpo entero vibraba de excitación: ninguna mujer me había hecho sentir de aquella manera. Le puse la mano sobre el abdomen, noté cómo tensaba los músculos y luego le pasé el otro brazo por encima de los hombros. Fascinado y aterrorizado a la vez, observé cómo alzaba un poco el cuerpo y se bajaba los pantalones hasta las rodillas. La polla, larga y de un color rosa oscuro, crecía entre sus muslos separados. Aquello era lo que la sociedad me prohibía enérgicamente y lo que yo más deseaba. Oculté la cara en la calidez de su cuello y acaricié sus muslos desnudos, mientras él me frotaba suavemente la bragueta y luego me bajaba la cremallera. Finalmente, reuní valor para tocarle los genitales; él alzó las caderas y los empujó contra mi mano. Gimió, con un sonido apenas audible que parecía subir desde su pelvis, y deslizó una mano hacia mi vientre desnudo. Nunca hasta entonces me había dado cuenta de la cantidad de terminaciones nerviosas que había en aquella piel tan sensible. Cerré los ojos, abrí la boca y me dispuse a entregarle a aquel extraño toda mi ternura y mi pasión acumuladas, igual que él estaba deseando darme lo mismo a mí.
Aproximadamente media hora después, estaba en el sucio lavabo del sótano de aquel cine, lavándome y temblando convulsivamente. Cuando subí, volví la mirada hacia la sala. El hombre seguía recostado en el asiento, con la cabeza inclinada hacia atrás y la camisa abierta, tal y como yo lo había dejado, probablemente, aún tenía los pantalones a la altura de las rodillas. La luz de la pantalla iluminaba los restos de semen en su cara. Me apresuré a abandonar el cine: la cruel luz diurna me hizo parpadear y me alejé por la calle con paso tembloroso hasta llegar a un banco, donde me dejé caer. No podía dejar de temblar y la piel me ardía bajo la ropa. Había previsto cierta excitación en mi primera experiencia de sexo oral con un hombre, pero no esperaba que me dejara tan absoluta y deliciosamente agotado. Por primera vez en mi vida, otro ser humano me había hecho perder el control de mí mismo… y todo había ocurrido en silencio, sin que se pronunciara una sola palabra. Siempre había creído que la sensibilidad erótica masculina se concentraba entre las ingles, pero aún percibía el fantasma de sus manos y de su boca sobre mi cuerpo, en el cuello, los pezones, los costados, las caderas, las nalgas…, en todas aquellas partes de mi cuerpo que aquel hombre había podido acariciar desde su asiento.
Contemplé la entrada del Loews—Sheridan durante un rato, pero él no salió y yo no me atreví a volver a entrar para pedirle su nombre y dirección. Igual que un espía, no podía dejar pistas. Sabía que no volvería a verlo jamás y, al mismo tiempo, sabía que jamás lo olvidaría mientras viviera. Finalmente, me puse en pie y caminé con paso tembloroso hacia la estación de metro de Sheridan Square y Christopher Street. Una vez conseguido mi objetivo, ya podía dirigirme a Port Authority, en la parte alta, y coger el siguiente autobús en dirección sur. El autobús avanzó a toda velocidad por la avenida y yo, inmóvil en mi asiento, vestido con mi ropa habitual pero con las gafas de sol aún puestas, me sentía agotado y, a la vez, experimentaba una euforia y un deleite frenéticos tras haber probado aquello que mi naturaleza había ansiado durante tanto tiempo. Me sorprendió darme cuenta de que no me sentía en absoluto sucio ni culpable. Estaba seguro de no estar loco. Era posible ser gay y sentirse orgulloso… mientras pudiera ocultárselo al resto del mundo. De vuelta en Villanova, sin embargo, en aquella fría realidad de vendas elásticas y cronómetros, mi euforia se desvaneció. Si con un ligue había sido increíble, sin duda sería mucho mejor con un hombre a quien amara, pero mi peculiar lógica sexual me decía que yo sólo podría amar a un atleta, lo cual era imposible.
Me escapé a Nueva York unas cuantas veces más y muy pronto constaté que lo del Loews—Sheridan había sido una suerte increíble. Hasta varios años después no tuve ninguna otra experiencia tan satisfactoria como el encuentro con aquel chico de la chaqueta roja de piel. Tal vez fue por el nitrito de amilo… y porque era mi primera vez. Las locas y los travestís me horrorizaban. Todo lo que oliera a mujer era para mí inaceptable, porque lo que yo buscaba era un tío de aspecto atlético, sobre los veinte o veintipocos años. Había muchos así. Si el atleta está en el centro de la visión del hombre heterosexual, también está en el centro de la visión gay. Para el gay, tener aspecto atlético es tan importante como estar bien dotado. Lo triste, como descubría muchas veces al quitarles la ropa, es que muy pocos de mis compañeros de cama eran atletas de verdad. Se sabe a simple vista cuándo alguien ha estado entrenando intensamente: el cuerpo delgado, las venas hinchadas… Muchos de mis amantes eran esbeltos, pero fofos… Eran todo fachada, como yo en mi papel de marine duro. Así que allí estaba yo, persiguiendo patéticamente la imagen de los mediofondistas de Villanova, y de Chris, en los cuerpos blandos de aquellos chicos. Acabó convirtiéndose en una cosa rápida: pim, pam, les pagaba si eran chaperos, veinte minutos después estaba otra vez en la calle y cogía el siguiente autobús… Aprendí a no malgastar mi ternura con ellos. A menudo me preguntaba si encontraría otra vez al muchacho de la chaqueta roja de piel, pero nuestros caminos jamás volvieron a cruzarse.
De vez en cuando, algún hombre me ofrecía dinero. Una mano se apoyaba en mi hombro y una voz decía: «¿Cuánto?». Después de todo, yo sí que era un atleta. Sólo tenía veintiocho años, aunque parecía más joven, y en mi cuerpo no había ni un solo gramo más de grasa que en mis días de corredor de la milla. Hasta alboroté el corazón de alguna que otra loca: «Estás divina, mi amor». Sin embargo, la idea de vender mi cuerpo no me atraía.
Mis amantes sin nombre veían en mí a un hombre de verdad y me preguntaban a veces qué hacía para mantenerme en forma, pero yo mentía como un villano y les decía que era remero, ciclista de fondo…, cualquier cosa excepto la verdad: que era el ayudante del entrenador en uno de los equipos de atletismo más prestigiosos de Estados Unidos. Me asustaba tanto que me reconocieran que nunca me quitaba las gafas de sol, ni siquiera en la cama. Cuando iba a las competiciones con el equipo, me las apañaba para que no me hicieran fotos, por miedo a que alguien que me hubiera chupado la polla en la escalera de un bloque de pisos leyera Track & Fiel News.