Como alcanzando un objeto ya lejano, Beatriz recordó algo que en el instante de suceder le había pasado inadvertido, pero que debía de haber quedado impreso en su subconsciencia. Unos minutos antes, al empezar a oírse el galope del caballo, uno de los guardianes del rancho pasó bajo su ventana en dirección a la puerta principal…
Beatriz no tuvo tiempo de analizar aquel recuerdo. Tres sombras acababan de aparecer en el ancho redondel de una era. Dos de aquellas sombras, un hombre y un caballo, marcharon hacia los establos. La otra, un hombre vestido con el inconfundible traje mejicano, dirigióse hacia la casa, procurando ocultarse en las sombras.
Un relámpago lejano, el brillo más intenso de una estrella, el reflejo de una luz en el rancho… Beatriz no pudo decir a ciencia cierta de dónde procedía el resplandor que por un momento iluminó al misterioso visitante nocturno, reflejándose en las culatas de sus dos revólveres y descubriendo por un momento su rostro, oculto tras un negro antifaz.
Ahogando difícilmente un grito de espanto, la joven retiróse de la ventana y, en voz baja, murmuró:
—¡
El Coyote
!
Quedó un momento indecisa y luego le asaltó un pensamiento que se conjugó terriblemente con sus anteriores inquietudes. ¡
El Coyote
en el rancho!
El Coyote
, vengador de los oprimidos californianos, enemigo de los yanquis, a quienes en Los Ángeles representaba, a título supremo, Edmonds Greene…
Esta vez no pudo contener el grito que pugnaba por escapar de sus labios:
—¡Edmundo!
Desolada, abandonó su habitación, sin calzarse, salió al pasillo y de encima de un viejo bargueño tomó un velón. Quiso correr con él en la mano; pero el ímpetu de la carrera apagó la vacilante llamita.
Dejándolo en el suelo, descendió a la planta baja, donde estaba la habitación de Greene. Pasó por delante de la de su hermano y estuvo a punto de entrar en busca de socorro; luego, recordando la poca ayuda que podía esperar de César, siguió hacia el cuarto inmediato, en el que entró sin llamar.
Como herida por un rayo, Beatriz se detuvo en el umbral de la estancia. Un pequeño candil de aceite iluminaba tenuemente el dormitorio; pero, aunque insignificante, su luz bastaba para descubrir el vacío lecho, intacto, como si nadie hubiera dormido en él.
—¡Edmundo! —repitió en voz baja.
Miró hacia donde se habían colgado las ropas del herido. Estaban allí. Traje, sombrero, botas, incluso el revólver. Sin embargo…
El recuerdo de aquella conversación en que su hermano acusó abiertamente a Edmonds Greene de ser
El Coyote
, volvió a la memoria de la joven. Cierto que el norteamericano estaba herido; pero en sus últimos días había paseado ya por el jardín, el huerto e incluso por las praderas. Había demostrado poseer una constitución maravillosa, y sus heridas cicatrizaron en la mitad de tiempo de lo que esperaba el doctor García Oviedo. ¿Habían cicatrizado lo bastante para permitirle abandonar el rancho protegido por la oscuridad de la noche?
Huyendo de la respuesta a su propia pregunta, y anhelando encontrar un consuelo, alivio o protección, fue al cuarto de su hermano y empujó la puerta. Estaba cerrada por dentro.
Un miedo infinito e ilógico, contra el que no podía luchar, apoderóse de la joven. En las sombras del amplio vestíbulo presintió mil enemigos terribles, ocultos en su invisibilidad, pero llenos de poderes destructores. Como loca precipitóse contra la puerta y la golpeó con los puños, chillando:
—¡César! ¡César! ¡Abre!
La sobresaltada voz de su hermano llegó desde el otro lado de la puerta.
—¿Qué ocurre? ¿Qué son esos golpes?
—¡Abre! ¡Abre! ¡Por Dios, abre en seguida!
—¿Quién es?
—¡Soy yo! ¡Soy Beatriz! ¡Por Dios, abre en seguida!
—Un momento —respondió César—. ¿Estás loca, llamando así? Aguarda a que me ponga algo…
Un minuto después, que tuvo extensión de eternidad, César de Echagüe abrió la puerta. Se envolvía en una larga bata de vicuña; tenía el cabello revuelto, los ojos cargados de sueño y los descalzos pies embutidos en unas babuchas morunas.
—¿Qué diablos te ocurre? —preguntó, con evidente mal humor—. ¿No se te ha ocurrido nada mejor que venirme a despertar cuando más profundamente dormía?
—¡César, por favor, óyeme!
Beatriz hablaba entrecortadamente. Empujó a su hermano al interior de la habitación y tuvo que sentarse en la cama, caliente aún por el cuerpo que había dormido en ella.
—Escucha, César —siguió la muchacha—. Es terrible. No debe enterarse nadie; pero yo no tengo valor para guardar dentro de mí el secreto. Es demasiado grande. Oye…
—Di de una vez, mujer —interrumpió bruscamente César, que permanecía en pie—. ¿Qué te ocurre? ¿A qué viene presentarse a estas horas en mi cuarto, echando abajo la puerta a golpes?
—He visto al
Coyote
—susurró Beatriz.
—¿Y qué?
—¿No te asombra?
—¿Por qué ha de asombrarme? En esta tierra siempre ha habido coyotes.
—No es un coyote vulgar; he visto al
Coyote
.
—¡Ah! ¿Te refieres al bandido generoso? ¿Qué ha hecho? ¿Ha intentado molestarte?
—No. Le vi desde la ventana de mi cuarto. Se dirigía hacia aquí.
—¿Hacia mi cuarto? —preguntó Cesa mirando a su alrededor.
—No. Hacia la casa… Y Edmundo no está en su habitación.
—Creo que ves visiones, Beatriz.
—No, no son visiones. ¡Ojalá lo fueran! Tengo miedo de que
El Coyote
le haya hecho algo malo a Edmundo.
—¿Por qué iba a hacerle nada malo a un amigo de los californianos?
—No sé. No comprendo nada; estoy loca… Sí, tienes razón, estoy loca; pero lo cierto es que no puedo soportar más esta tensión…
—Si quieres seguir un buen consejo vuelve a tu cuarto y reanuda el sueño donde lo dejaste. Has visto visiones y, lo que es peor, me has despertado a mí.
—¡No, César, no han sido visiones! Ha sido una realidad que me llena de horror.
César de Echagüe se ciñó más fuertemente la bata, arreglóse un poco el revuelto cabello y, cogiendo de la mano a su hermana, la sacó del dormitorio.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó, asustada, Beatriz.
—Convencerte de que todo ha sido un sueño y luego volver a la cama.
Arrastrando casi a su hermana, César fue hasta la puerta de la habitación de Greene, llamó en ella con los nudillo y preguntó en voz muy fuerte:
—¿Estás despierto?
Hubo un breve silencio que fue una puñalada para Beatriz.
César movió la cabeza y volvió a llamar.
La inconfundible voz de Greene preguntó, desde dentro:
—¿Quién llama?
—Beatriz y yo —respondió César—. ¿Podemos entrar?
—¿A estas horas? ¿Qué sucede?
Sin replicar, César empujó la puerta, que estaba abierta, y entró en el dormitorio que antes había visitado Beatriz.
Ésta, llena de asombro y de alegría, vio a Greene, con evidentes señales de haber estado durmiendo, sentado en la cama, cubierto con un viejo poncho.
—Pero ¿ocurre algo grave? —inquirió Greene, muy turbado.
—Sí, ocurre que Beatriz ha tenido una pesadilla y la ha confundido con una realidad. ¿Eres tú
El Coyote
? Aunque no me lo ha confesado, sospecha que vives una doble vida y posees una doble personalidad, y para convencerse de lo contrario me ha venido a despertar con la historia de que tú no estabas en tu habitación. Ahora, con tu permiso, me marcho… Vamos, Beatriz, no creo que esté bien que te quedes tal como vas en la habitación de tu novio… Y a mí no me gusta hacer de dueña.
—Sí, sí… ya salgo —tartamudeó Beatriz—. Perdona, Edmundo.
Fue hasta la cama, mientras la angustia de su rostro era sustituida por una sonrisa de felicidad.
De súbito, aquella sonrisa helóse en sus labios. Sus desnudos pies acababan de posarse sobre la alfombra colocada junto a la cama y, en vez de encontrar el seco y agradable calor de la lana tejida, percibía humedad y contacto de tierra o de fango.
Una rápida mirada hacia la ventana le descubrió tres huellas de pies enfangados y, en el alféizar, un rastro de barro, como si al saltar por él, un pie calzado hubiera dejado tierra recién labrada.
César ya salía de la habitación. Beatriz, inclinándose sobre su novio, murmuró a su oído:
—Sé que eres
El Coyote
; pero me dejaré hacer pedazos antes que descubrirte.
Y volviéndose apresuradamente, antes de que Greene pudiera decir nada, la joven salió de la estancia, cerrando tras ella la puerta. Luego despidióse de su hermano y lentamente regresó a su dormitorio.
En Los Ángeles, ciudad eminentemente agrícola, abundaban los herreros y cerrajeros. Todos ellos habían sido llamados aquella mañana al Fuerte Moore Para que vieran de hallar la forma de liberar a Warmarck, que seguía asomando los brazos desde el interior de la celda donde le había encerrado
El Coyote
.
Por la forma en que estaba era imposible abrir la puerta de la celda, y por lo resistente del acero con que se habían forjado aquellas endiabladas esposas, también resultaba imposible cortarlas, ya que no abrirlas, pues de la imposibilidad de esto habíanse dado cuenta todos mucho tiempo antes.
Cuando los cerrajeros se declararon incapaces de abrir aquellas esposas, entraron en acción los herreros, y sus golpes sobre el acero parecían tan ineficaces como si los dieran sobre un cañón de sitio. Se utilizaron limas, martillos, cortafríos, alicates. Todo fue inútil, pues todo dio el mismo resultado y, al fin, los sudorosos operarios declararon que si no se traía alguna herramienta más sólida o se encontraba la llave, el
sheriff
debería conformarse con pasar la vida allí en aquella postura nada cómoda.
Al fin, a alguien se le ocurrió que si el acero de las esposas era a prueba de las herramientas locales, en cambio, los barrotes, de simple hierro, y no del mejor, podían ser vencidos con más facilidad, aunque no antes de veinticuatro horas, pues
El Coyote
había tenido la endiablada ocurrencia de hacer pasar los brazos de Warmack por el punto en que la puerta encajaba con el quicio, o sea, donde las barras eran más sólidas y más reforzadas.
Como no parecía quedar otro remedio, se comenzó a trabajar con la esperanza de que antes del día siguiente el
sheriff
pudiera salir de la cárcel; pero no librarse de las esposas que se burlaban de todos los esfuerzos imaginables.
En la habitación del general hallábanse reunidos el propio Clarke, su asistente y Lukas Starr.
—Hay que hacer algo —decía este último—. ¿Por qué no pones en libertad a Douglas Moore?
—Imposible —gruñó Clarke—. Él mismo se confesó culpable delante de dos de los mejores oficiales de la guarnición. Tengo que llevarlo ante el tribunal.
—¿Para que hable? —preguntó, muy pálido, MacAdams—. ¿Para que descubra sus relaciones con nosotros? Yo le transmití órdenes suyas, mi general.
—Y yo le ordené que matase a Echagüe y a Greene —refunfuñó Starr—. Si a ese idiota se le ocurre hablar…
—Hablará —dijo MacAdams—. Está muerto de miedo. Dice que si no le ponemos en libertad, sea como sea, lo descubrirá todo. No quiere subir solo a la horca.
Instintivamente, Starr y Clarke se llevaron la mano a la garganta, como si presintieran ya el áspero y desagrada roce de la última corbata.
—Hay que evitar que hable —gruñó Starr—. ¿Dónde lo han encerrado?
—En una habitación del fuerte —replicó Clarke—. No podíamos meterlo en las celdas en medio de tanto herrero y cerrajero.
—¿Tiene ventana esa habitación? —preguntó Starr.
—Claro.
—¿Se puede huir por ella?
—Con una cuerda…, tal vez —dijo Clarke—. ¿Por qué?
—Porque si se hiciera llegar a Moore una cuerda e instrucciones para la huida…
—¿Quieres que escape? —preguntó, extrañado, Clarke.
—Sí; conviene que escape y muera en la huida.
—¿Cómo?
—Siendo descubierto por un centinela que podrá disparar sobre él.
—Pero si el centinela está a la vista Moore no tratará de huir.
—Desde luego…, si el centinela no es amigo suyo; pero si fuera, por ejemplo MacAdams… ¿No puede hacer guardia?
—Sí, puede hacerla. Sobre todo ahora que andan los soldados persiguiendo al
Coyote
.
—Entonces el mismo Charlie puede llevarle la cuerda y decirle que aproveche el momento de su guardia para escapar sin ser visto. Cuando empiece a bajar, Charlie disparará sobre él…
Todos sonrieron. Era un plan excelente. Dos horas más tarde el cadáver de Douglas Moore era recogido al pie de la torre donde tenía su celda. Charlie MacAdams era felicitado públicamente por su buena vigilancia. Douglas Moore fue enterrado sin ninguna ceremonia y la paz volvió a Los Ángeles, adonde también pudo volver Telesforo Cárdenas.
También regresaron los jinetes que habían partido en seguimiento del
Coyote
, sin que ninguno de ellos hubiera hallado el menor rastro.
—No volverá hasta dentro de un año —dijo Starr a Clarke—. Es su manera de operar.
El general no estaba tan tranquilo.
—No sé —replicó—. No tengo tanta confianza como tú en que no vuelva. Presiento que nos acecha un grave peligro y no podemos vacilar. Hay que tomar una decisión aprovechando que Greene no está aún en condiciones de cerrarnos el paso. Tú quieres el rancho de San Antonio y yo el de los Acevedo. Además, me interesa Leonor.
—¿Un amor romántico? —preguntó Starr.
—No. Un amor práctico. Tengo un proyecto y necesito que me ayudes. Utilizaría a Charlie; pero el asunto es muy delicado y no puedo fiarme de él. Yo quiero arreglar lo del rancho Acevedo lo antes posible, y a ti te interesa lo del de San Antonio. Lo tengo dispuesto todo para que los Echagüe sean despojados de sus bienes; pero no haré nada si no me ayudas a asegurarme a Leonor de Acevedo.
—¿Qué plan es el tuyo? —preguntó Starr.
—Detener al
Coyote
en el rancho Acevedo.
—¿Cómo lo conseguirás?
—Haciéndole ir allí.
Starr sonrió, burlón.
—¿Obligándole?
—No, por medio de un amigo.
—¿Qué amigo? —preguntó curiosamente Starr.
—Tú.
—¿Yo he de convencer al
Coyote
? —preguntó, riendo, Starr.