—Por favor —pidió fray Bartolomé—. Estamos en un lugar santo.
—Quizá algún día vengan aquí y destruyan todo esto para levantar una fábrica o un burdel —dijo, con rabioso vigor, uno de los más jóvenes del grupo.
—No digas eso, Luis María —reprendió fray Bartolomé—. Acepta con resignación las pruebas que Dios nos envía.
El llamado Luis María, hombre de unos veintitrés años, de rostro enjuto y bronceado, en el que brillaban unos ojos de intenso mirar, volvióse vivamente hacia el fraile.
—Usted, fray Bartolomé, puede tener resignación y aceptar con humildad todas las pruebas que caigan sobre usted, porque, al fin y al cabo, ha abandonado el mundo y sus cosas; pero los que permanecemos en él, los que sentimos hervir nuestra sangre, que es la de los hombres que conquistaron casi todo este mundo nuevo, no podemos resignarnos a ser tratados peor que bestias.
—Quien recurre a la violencia perece en la violencia —declaró el fraile—. ¿No es cierto, don César?
—Ésa ha sido mi opinión durante toda mi vida —sonrió blandamente el dueño del rancho de San Antonio y heredero del Acevedo, que pasaría a su poder cuando la madre de Leonor abandonase este mundo.
—Todos sabemos cuál es la opinión de don César —replicó, con mal disimulado desprecio, Luis María Olaso.
—Tienes el genio demasiado vivo, Luis María —sonrió César—. Si no te dominas un poco, acabarás mal.
—Prefiero acabar mal a permitir que todos se rían de mí.
César miró fijamente al joven y replicó con pausado acento y jugueteando con el barbuquejo de su sombrero:
—He visto a muchos hombres que al cruzar el río infestado de caimanes se han reído de ellos. Los hombres iban en un barco y estaban fuera del alcance de los caimanes. ¿Sabes lo que éstos hacían?
—¿Qué?
—Bostezaban. Así.
César de Echagüe bostezó sin necesidad de fingirlo.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Luis María.
—Nada; sólo que es muy fácil reírse de un caimán, y yo creo que con ello no se demuestra que uno sea más fuerte que el caimán. Lo difícil es saltar al agua, acercarse al caimán y… no diré reírse, sino siquiera sonreírse. De César de Echagüe se podrá reír mucha gente; pero, aunque no lo parezca, tengo más fuerza de lo que aparento.
—Don César, no quiero ofenderle, porque es usted bueno con todos nosotros y le debemos demasiados favores para pagarlos con burlas ni ofensas —dijo Luis María—. Sin embargo, si me lo permite, le diré algo.
—Puedes decir lo que quieras, muchacho. Sabes que no me ofendo.
Luis María volvió la cabeza hacia Leonor, que asistía sonriente a la escena.
—Tampoco quisiera ofenderla a usted, señora…
—No me ofenderás, Luis María. Yo también soy algo caimán. Di lo que quieras.
—Usted, don César, es poderoso. Ni los norteamericanos se atreven a molestarle, porque saben que tiene buenos y poderosos amigos en Sacramento y en Washington. Es usted rico. Tiene más oro que nadie. Le necesitan y no le atacan. Si quiere usted ser alcalde de Los Ángeles, lo elegirán. Además, creen que, por ser rico, le interesa que las cosas no cambien aquí. Así puede vivir tranquilo y creerse poderoso; pero en nuestro caso no ocurre lo mismo. Somos pobres y cada día perdemos algo más de lo muy poco que tenemos. Y, como somos pobres y ya nos queda muy poco que perder, no nos importa levantarnos en armas contra nuestros invasores. Si es preciso, acabaremos con todos ellos. Y ya lo hubiéramos hecho, si tuviésemos un caudillo.
El Coyote
hubiera podido serlo.
—¡Bah! —rió César de Echagüe—. El Coyote no era más que un norteamericano disfrazado de californiano y, al fin y al cabo, un bandido de la peor especie. Su muerte no es de lamentar.
—Lukas Starr no era
El Coyote
—replicó Luis María—. No podía serlo. Cuando El Coyote estaba operando en Monterrey o cerca de San Francisco, Lukas Starr se encontraba en Los Ángeles y todo el mundo podía verle. Él se disfrazó de
Coyote
y perdió la vida; pero el verdadero
Coyote
no fue el que murió en el rancho de la señora —y Luis María indicó con un movimiento de cabeza a Leonor.
—Ya he oído decir lo mismo a muchos —dijo César—. Pero lo cierto es que han pasado casi dos años desde que murió Lukas y nadie más ha vuelto a saber del
Coyote
. Si Lukas Starr no era el verdadero
Coyote
, hay que suponer que éste aprovechó la circunstancia de la muerte de su doble para desaparecer de escena y no reaparecer más. Quizá se dio cuenta de que era más conveniente esfumarse…
—Habla usted del
Coyote
como si fuese un bandolero —protestó Luis María.
—Creo definitivamente muerto al
Coyote
y en su tiempo di a todos mi opinión acerca de él —dijo César de Echagüe—. En el mejor de los casos, no era más que un loco que pretendía detener un río con la mano. Si no murió, quiero creer que volvió en sí de la locura y se retiró a la vida privada antes de verse colgado de un álamo.
—Como Juan Olegario —murmuró Luis María—. Juan Olegario era como usted. Amaba la paz, no quería la violencia. Se creía seguro detrás de su debilidad. ¿Quién iba a intentar nada contra él? Pero alguien ambicionó sus tierras, don César. Alguien sintió deseos de poseer la pequeña propiedad de Juan Olegario. Era muy poco, un grano de trigo; pero aunque ese grano de trigo no llena un saco, ayuda a llenarlo, y sus tierras, junto con otras ya robadas, y las que están por robar, formarán una posesión riquísima. Y no olvide que a medida que esas posesiones se ensanchen, acabarán por llegar al rancho de San Antonio, y cuando llegue ese momento, el dueño de ellas será más poderoso que los Echagüe.
—Y entonces me echará de mis tierras, ¿verdad? —sonrió César.
—Sí. Cuando Perkins, o quien esté detrás de él, se haya apoderado de las tierras de los pequeños propietarios, y haya formado con todas ellas una gran propiedad, entonces podrá luchar contra los Echagüe y vencerlos, como ahora vence a los Juan Olegario y otros infelices por el estilo.
—Desde las tierras de Juan Olegario Zamiza al rancho de San Antonio hay casi una legua y media —dijo César de Echagüe—. Mucho habrá de caminar quien intente llegar hasta mi rancho.
—No importa el tiempo, don César. Lo que importa es que llegue. Y llegará, si nadie lo impide.
—Quizá alguien lo impida —sonrió cansadamente César.
—¿Quién? ¿El Gobierno de los Estados Unidos? Tiene otras cosas en que pensar. De la única manera que tal vez se acordase de que existe California, será uniéndonos todos los californianos e imponiendo nuestros derechos con las armas. Hoy han engañado a Juan Olegario. Le prestaron un caballo para que lo probase. En aquel caballo había dos paquetes conteniendo mil quinientos dólares en oro. Juan Olegario marchó a su casa en el caballo. Perkins dijo que Juan Olegario le había robado el caballo y reunió a un grupo de secuaces suyos, entre los cuales figura el
sheriff
, y persiguió a Juan Olegario. Cuando lo hubieron cogido, dijo que en vez de mil quinientos dólares había dejado dos mil. Resultado: que Juan Olegario fue ahorcado como un perro, por ladrón de caballos y de oro, y que para compensar a Perkins de sus perdidos quinientos dólares le cedieron las tierras de Juan Olegario. Eso es ley. Somos súbditos de los Estados Unidos; pero nuestra palabra no vale nada cuando se halla en desacuerdo con la de un norteamericano.
—Juan Olegario cometió una tontería —dijo César—. La ha pagado muy cara y eso enseñará a los otros a ser más cautos.
Luis María dirigió una furiosa mirada a César de Echagüe.
—Quizá cuando todos seamos como ratones, entonces podremos vivir más tranquilos en nuestras ratoneras, comiendo las sobras de la mesa de los ricos. Conservaremos la vida, y ya será mucho.
—Amigo Luis María, cuando no se puede ser león es una tontería pretender serlo. Vale mil veces más ser zorro… o coyote, si lo prefieres. Y aguardar a que los leones se destrocen entre sí peleando por el botín. Entonces, mientras ellos están enzarzados, los zorros, o los coyotes, pueden acercarse y, por poco listos que sean, aprovecharse mejor que nadie de la presa en disputa. Aguarda algún tiempo. Al olor del cebo acudirán más norteamericanos. Se pelearán entre sí y ése será el momento de recobrar el terreno perdido.
—Para que luego, el vencedor de la lucha, que será el más fuerte de todos, nos arrebate lo que era nuestro y lo que recobramos.
—No. El vencedor estará jadeante y agradecerá mucho que no le devoremos a él.
—Es usted muy sagaz; pero no creo que en este caso camine acertado.
—Mi opinión es que la astucia es siempre más fuerte que la fuerza. Los norteamericanos tienen sus leyes. Nos enseñan que saben manejarlas y valerse de ellas para conseguir lo que ambicionan. Sigamos su ejemplo. Somos súbditos norteamericanos. Su ley es la nuestra. Aprovechemos esa ley para beneficiarnos. Busquemos un abogado yanqui. Como todos sus compatriotas, venera el becerro de oro. Démosle oro y nos dirá lo que debemos hacer para burlarnos de Perkins y de todos los suyos.
—Prefiero la violencia —rugió Luis María.
César le miró burlonamente y, mientras ofrecía el brazo a su esposa, replicó:
—Eres un borrico, Luis María, y lo peor es que caminas directo a la horca. Cuando te vayan a colgar de ella, piensa en mí y arrepiéntete de no haberme hecho caso. No puedes ser león, porque, aunque lo fueses, en Los Ángeles y en California hay demasiados leones. En cambio, los coyotes abundan muy poco. Vamos, Leonor; buenas tardes, fray Bartolomé. Tened la bondad de entregar estos mil dólares a Julia Ibáñez y decirle que marche a San Diego a reunirse con sus parientes. Insistid en ello, pues he visto un puñal asomar por su cintura y las ideas de venganza sólo dan de sí frutos muy amargos.
—Tenéis razón, don César —replicó el fraile, aceptando el cartucho de monedas de oro y acudiendo junto a Julia, que, arrodillada al pie de la sepultura recién cegada, rezaba por el alma del que fue su marido.
Una hora más tarde, fray Bartolomé guardaba en un cajón de su mesa de escritorio el puñal de Juan Olegario Zamiza.
Siguiendo la antigua costumbre del rancho, en San Antonio se cenaba muy pronto. Cuando César y Leonor regresaron del cementerio, la cena les aguardaba ya en el comedorcito que usaban desde la muerte del padre de César. El viejo había preferido siempre el amplio y severo comedor, más en armonía con sus gustos. Después del inesperado matrimonio de César con Leonor, y durante el año que aún vivió don César, los recién casados le acompañaban siempre; mas al morir, tanto su hijo como Leonor prefirieron reservar el gran comedor para las futuras fiestas o recepciones y utilizar uno más sencillo y menos severo.
Desde aquel comedor, y a través de un amplio ventanal mandado abrir por el joven César de Echagüe, se divisaba el próximo pueblo de Nuestra Señora de Los Ángeles.
Terminada la cena, que transcurrió en el más profundo silencio, a excepción de las breves respuestas a las preguntas de Julián Martínez, que servía los alimentos, César y su esposa fueron a sentarse en los sillones colocados junto a la ventana. Julián retiró el servicio y, cerrando la puerta, marchó a la cocina.
—¿En qué piensas? —preguntó de súbito César.
Leonor le miró sobresaltada.
—No sé —tartamudeó.
—¿No sabes? —César sonrió tristemente—. Tienes miedo de que yo adivine tus pensamientos, ¿verdad?
—¿Qué quieres decir?
—Lo que digo. Quieres y no quieres. Temes y deseas.
—No te entiendo… —musitó, con un hilo de voz, Leonor.
—Quieres que las cosas sigan como hasta ahora, porque esta situación significa para ti una seguridad, una paz. Y las mujeres, al fin y al cabo, deseáis la seguridad y la paz. Es algo que forma parte de vuestra naturaleza. Pero, al mismo tiempo, te desespera que me crean un cobarde. Quisieras poder gritarles: «¡Mi César no es un infeliz, como vosotros creéis! ¡Es
El Coyote
!».
—¡Por Dios! —suplicó Leonor.
—¿Lo ves? Te asusta que yo, desobedeciendo tus súplicas, vuelva a exponer mi vida por mis compatriotas. Temes que
El Coyote
reaparezca; pero también lo deseas.
—¿Y tú?
La pregunta hirió en lo vivo a César.
—¿Yo? —Se encogió de hombros para disimular su turbación—. Han pasado casi dos años desde que Clarke me hirió en tu rancho.
La respuesta de César quedó incompleta. Había algo más que él quiso decir y que Leonor creyó comprender.
—Dos años de reposo son más que suficientes, ¿verdad? —preguntó.
—Sí. Como tú, yo también deseo defender a mis compatriotas y, al mismo tiempo, temo perder esta paz en que vivo.
Leonor inclinó la cabeza.
—Los humanos somos muy extraños —murmuró—. Cuando supe que eras
El Coyote
, me sentí la mujer más feliz del mundo. Después de haberte despreciado, me embriagaba la dicha de poderte admirar. Luego, mientras estabas herido, temí, a pesar de que el médico nos dijo que tu herida no tenía nada de grave, que pudieses morir. Me di cuenta de que si continuabas tu doble existencia como don César de Echagüe y
El Coyote
, no podría disfrutar de ninguna paz. Por ello te pedí que dejases muerto al
Coyote
. Pero a medida que ha ido pasando el tiempo, he empezado a comprender que, por ser californianos, tenemos una obligación, un deber, que cumplir con nuestros compatriotas. Desde hace meses, o sea, desde que Edmonds y tu hermana marcharon a Washington y la ley volvió a ser pisoteada en Los Ángeles, lucho con mi egoísmo y con mi patriotismo. A veces he querido entregarte tus armas y decir: Vuelve a ser
El Coyote
, mas apenas se me ha ocurrido este pensamiento te he visto ensangrentado, herido, como aquella tarde, y entonces he deseado con toda mi alma que no dejaras de ser el que eres.
—O sea, que te encuentras en un callejón sin salida —sonrió César.
—Sí.
—¿Y quieres que decida yo?
—¿Por qué me preguntas eso?
La voz de Leonor temblaba violentamente.
—Por una tontería. En realidad, no debiera preguntarte, pues sé que no puedes contestarme. Eres femeninamente cobarde. Tienes miedo de cargar con una responsabilidad. Tienes miedo de que llegue un momento en que te veas obligada a reconocer que fuiste la causante de tu desgracia o de tu tragedia si las consecuencias de tu petición son trágicas.