—Sí.
—¿Cómo he de hacerlo?
—De una manera muy sencilla. En las afueras de Los Ángeles tengo una cabaña. Allí puedes entrar tú y salir convertido en
El Coyote
.
—¿Quieres decir que me disfrace de
Coyote
?
—Exacto.
El Coyote
sólo se distingue por el traje mejicano que viste, por sus revólveres, por el antifaz y por el bigote. Habla con quienes lo vieron ayer, vístete un traje parecido y trasládate al rancho Acevedo. No debes temer nada, pues si los del país te creen
El Coyote
procurarán ayudarte. Entra en el rancho, di que vas herido o cosa parecida. Deja que las mujeres, o Leonor, si está sola, te curen. Puedes decir que sólo tienes una grave torcedura de tobillo. En fin, lo que digas tiene poca importancia; lo más conveniente es que te instales en el rancho el tiempo suficiente para que Charlie y yo podamos llegar a detenerte. Tú te entregarás y yo diré a Leonor que me veo obligado a detenerla a ella o, mejor dicho, a su madre, como propietaria del rancho, por haber dado cobijo a un bandido. Entonces, se presentan dos soluciones: detengo a la madre por favorecer al
Coyote
y hago subastar su rancho, o dejo que la muchacha compre la libertad de su madre accediendo a casarse conmigo. De todas formas yo salgo ganando, y para premiar a Leonor te dejo escapar sin tratar de descubrir tu identidad. Entonces sales, desapareces y vuelves a ser tú.
—No está mal —admitió Starr—; pero antes de hacer nada quiero que me asegures la propiedad del rancho de San Antonio.
—Los jueces fallarán en contra la petición de reconocimiento.
—¿De veras? —Starr no parecía convencido—. Los Echagüe tienen el apoyo de Greene, a quien ya no me atrevo a hacer matar; parece que le protege un poder misterioso.
—Greene no hará nada. No podrá hacerlo, porque yo soy la autoridad superior de Los Ángeles. Además, nadie nos impide repetir el juego en el rancho de don César. ¿Por qué no ha de poder buscar refugio allí
El Coyote
?
—Don César tiene muchos y muy seguros centinelas. Me expondría a recibir un balazo.
—Allí nadie disparará contra
El Coyote
. Le admiran demasiado.
—Bien, haremos lo que tú quieras; pero no trates de engañarme. Quiero que me firmes un documento reconociendo que eres mi cómplice en estos asuntos.
—Como tú gustes, Starr —replicó Clarke—. Haces mal en desconfiar de mí; pero extenderé una declaración firmada para que te convenzas de mi buena fe.
Sentándose a la mesa, Clarke sacó papel y pluma y empezó a escribir. Cuando hubo terminado tendió la hoja manuscrita a Starr, que la leyó con gran atención, asintiendo con la cabeza y guardándola al fin en un bolsillo. Luego, poniéndose el sombrero, se despidió.
—Hasta las ocho de la noche, en el rancho Acevedo.
Al salir del despacho de Clarke vio alejarse por el corredor una voluminosa india navajo. Ni por un momento se le ocurrió a Starr que la indígena podía haberles oído hablar y, mucho menos, que entendiera el inglés, idioma en que se habían expresado. Y tampoco se le ocurrió escuchar lo que se decían Clarke y MacAdams. De haberlo hecho hubiera tomado otras precauciones o habría dado el golpe antes de que sus infieles amigos terminasen de planear su fechoría.
Leonor de Acevedo sentíase dominada por una extraña turbación e inquietud. Presentía un grave peligro y no sabía si el presentimiento era lógico o si sólo era producto de su enfebrecida imaginación.
Durante todo el día había oído hablar del
Coyote
y de su doble increíble hazaña. La servidumbre del rancho, aprovechando la ausencia de la propietaria, que había ido a mercar unas ovejas en San Bernardino, dejaba ociosos los brazos y mantenía activa la lengua, charlando continuamente de lo mismo, haciendo cábalas acerca de dónde reaparecía el famoso enmascarado, terror de los norteamericanos de California y héroe de todos los californianos que sentían orgullo de su raza.
Pasaron lentas las horas de la tarde. A su nodriza, que le preguntó varias veces por qué no salía a pasear o hacía que le fuese a buscar su novio, la despidió destempladamente.
—¡Déjame! No me vuelvas a hablar de ese idiota. Ya te dije que entre nosotros todo había terminado.
La mujer, comprendiendo que la joven estaba de mal humor, dejó para otra ocasión el momento de interceder por el heredero de los Echagüe y retiróse a las dependencias de la servidumbre, a preparar unas cuantas tortillas de maíz, instalándose con las otras criadas frente a la larga tabla de madera contra la que apoyaban la amasadora de piedra sobre la cual amasaban.
Leonor retiróse de las proximidades del patio donde estaban reunidas las criadas, charlando del héroe del día. Cuando estaba ya anocheciendo salió a gozar de la infinita paz del crepúsculo, cuya serena tristeza era un sedante para sus excitados nervios.
De pronto, por entre las palmeras que limitaban el jardín, más allá del cual estaban los huertos y pastizales, Leonor vio avanzar, lentamente, un jinete vestido a la mejicana y cubierta la cabeza con un sombrero de ala vuelta hacia arriba y cónica copa.
El corazón de la joven empezó a latir con acelerada violencia. Vio cómo el jinete, que parecía tener dificultades en sostenerse sobre la silla, llegaba a la entrada del jardín y obligaba a su caballo a entrar por entre las flores.
Leonor corrió hacia el recién llegado que, al verla, la saludó, pidiendo:
—Le ruego me perdone, señorita, si he estropeado sus flores.
Leonor sólo tenía ojos para el rostro del jinete. La débil luz del crepúsculo le permitió ver, aunque vagamente, que iba enmascarado.
—¿
El Coyote
? —preguntó, con débil acento.
—Sí, señorita Acevedo. Soy
El Coyote
. No quisiera causarle ningún contratiempo; pero debo suplicarle que me acoja por unas horas. Me han perseguido y me mataron el caballo. Al caer me torcí el tobillo y desde entonces he creído morir mil veces.
—Necesita que le examine un doctor…
—No, no es necesario. El doctor García Oviedo me echó un remiendo y me recomendó reposo… —
El Coyote
sonrió—. Pero los yanquis no me han dejado tiempo para reposar. Creo que ahora los he despistado. Volví hacia Los Ángeles y ellos siguen hacia Capistrano. Tal vez pueda descansar esta noche.
—¡Oh, sí, sí! —exclamó Leonor—. Le ayudaré a desmontar. Apóyese en mí.
El Coyote
se dejó resbalar hasta el suelo y allí lanzó un gemido de dolor, como si el pie derecho le doliera terriblemente.
Apoyándose en el brazo de Leonor atravesó el jardín y entró en el vestíbulo del rancho.
—Le llevaré al cuarto de mamá —dijo la joven—. No volverá hasta pasado mañana y las criadas no entrarán para nada. Son de confianza; pero muy charlatanas. ¿Quiere descalzarse, señor? Le curaré el tobillo.
—No es necesario. El doctor me lo entablilló. Lo más necesario es poder reposar…
—Te va a ser difícil reposar,
Coyote
—dijo, de súbito, una voz detrás de Leonor.
Ésta volvióse, espantada, y vio, en el umbral de la estancia, con un revólver en cada mano y una sonrisa burlona en los labios, al general Clarke.
—¡Oh! —gritó—. ¡Dios mío!
—No te muevas,
Coyote
—siguió ordenando Clarke—. Te seguimos de cerca, aunque tú no lo advertiste, y te vimos entrar en el rancho. Mal asunto para usted y su madre, señorita Acevedo. Por lo que veo, ustedes se han dedicado a dar cobijo a un bandido al que persiguen las autoridades de la Alta y Baja California. Eso, señorita Acevedo, está penado muy gravemente, y lo menos que puede ocurrirles es la incautación de todos sus bienes.
—Está bien —replicó, orgullosamente, la joven—. Puede hacer lo que quiera, general. Tiene la fuerza…
—No me hable así. De un hombre se consiguen más cosas por las buenas que por las malas. No piense sólo en usted, sino en su madre. Recuerde que una palabra amable me puede conmover y hacerme olvidar lo que he visto.
El general volvióse hacia su ayudante y le dijo:
—Desarma al
Coyote
… A no ser que el propio señor
Coyote
nos quiera ahorrar ese trabajo.
—Con mucho gusto, general —replicó
El Coyote
, llevando las manos a las culatas de sus revólveres.
Apenas lo hubo hecho, Clarke disparó dos veces sobre él y Charlie le imitó, a la vez que los dos gritaban:
—¡Quieto! ¡No hagas resistencia!
La resistencia que no existió ni por un momento, excepto en el plan de los dos canallas, había sido la treta para justificar el asesinato del falso
Coyote
.
Lukas Starr, comprendiendo demasiado tarde que había sido engañado, quiso decir algo; pero la sangre ahogó su voz y se desplomó como un fardo al suelo, donde dio un par de vueltas sobre sí mismo hasta quedar inmóvil, con el rostro vuelto hacia el techo.
Leonor habíase retirado a un extremo de la estancia, tapándose los ojos para no presenciar aquel horror. Por eso no vio cómo Clarke se inclinaba sobre el cadáver que ella suponía del
Coyote
, al mismo tiempo que decía:
—Quitémosle la declaración que le firmé. Va a ser una sorpresa…
—La sorpresa le aguarda a usted, amigo Clarke —dijo una potente voz detrás del canalla.
Clarke y MacAdams volviéronse en redondo. Leonor abrió los ojos y lanzó un grito de asombro, al que siguió una mirada de estupefacción que fue del
Coyote
muerto a pocos metros de ella, hasta
El Coyote
vivo que, de pie en el alféizar de la gran ventana del dormitorio de la madre de Leonor, enmascarado, vestido de negro y empuñando dos pesados y larguísimos revólveres, apuntaba con ellos a Clarke y MacAdams.
—No se mueva, general —siguió
El Coyote
—. Por fin nos vemos frente a frente. Hizo usted muy mal no poniendo un centinela a la puerta de su despacho. Hay indias que no hablan el español y, en cambio, conocen el inglés. Una de mis espías tiene ese defecto o esa virtud. Otro de sus defectos o virtudes es el de escuchar lo que habla la gente al otro lado de las puertas. Hoy ha oído cosas muy interesantes y… ¡quietos!
Al mismo tiempo que daba la orden,
El Coyote
disparó dos veces contra sus adversarios que, instintivamente, habían tratado de empuñar sus armas.
Los dos se echaron atrás, llevándose la mano izquierda a sus destrozadas orejas.
—No se muevan porque el próximo tiro irá a la cabeza —advirtió
El Coyote
—. Querían tender una celada a la señorita Acevedo, hacerla creer que había dado amparo al
Coyote
, aterrorizarla con las consecuencias de su buena acción… Para hacer que consintiera en casarse con usted, Clarke. Pero ha fallado. El plan llegó a mis oídos y
El Coyote
nunca desampara a un amigo.
Leonor de Acevedo miraba, llena de asombro, al
Coyote
. ¡Aquella voz…!
—Creyendo que después de matar a Starr no le costaría nada recuperar el documento que le firmó, confesándose autor de una serie de cosas malas, cometió usted una imprudencia que le costará la degradación en el Ejército y, tal vez, el pelotón de fusilamiento. Para su cómplice MacAdams le tienen reservado un viaje al otro mundo en la nueva horca, ¿no es cierto Charlie?
El asistente de Clarke inclinó la cabeza. A sus pies tenía un pequeño escabel…
El Coyote
sólo tuvo tiempo de saltar a un lado cuando el pesado escabel salió despedido de un fuerte puntapié que le propinó Charlie MacAdams. De haberse distraído un segundo, el pesado objeto le hubiera dado en la cabeza.
Sin embargo, el tener que saltar al suelo desde el alféizar de la ventana, estuvo a punto de serle fatal, pues a la vez que tiraba el escabel, Charlie empuñaba su revólver y lo disparaba tres veces contra
El Coyote
.
Una de las balas encontró su destino, y el enmascarado, al llegar al suelo, sintió que se le doblaban las piernas y se nublaba su mirada. Más por instinto que por otra cosa, aún pudo hacer otros dos disparos, que alcanzaron en la espalda a Charlie MacAdams cuando éste huía en pos de Clarke.
Éste, ignorando que
El Coyote
estaba herido, abandonó la casa a la carrera y, montando en su caballo emprendió el único camino que ya le era posible seguir: ¡el del destierro al territorio de Arizona! California le quedaba cerrada para siempre.
En la habitación en que se había desarrollado el trágico drama, Leonor estaba arrodillada junto al
Coyote
.
Éste se hallaba tendido de espaldas y luchaba esforzadamente por no perder el conocimiento, comprendiendo lo importante que era para él no desfallecer en aquel trance; pero aunque todos sus sentidos estaban puestos en ello, no pudo evitar un ligero desvanecimiento.
Creyéndole moribundo, Leonor, sacudida por violentos sollozos, tragándose las lágrimas que resbalaban por sus mejillas, le arrancó el antifaz.
Lo que vio justificó sus sospechas, despertadas al oír la voz del
Coyote
, y besando el pálido rostro del herido, sollozó:
—¡César, César! ¡Amor mío! ¡Perdóname! ¿Podrás perdonarme alguna vez?
Con un supremo esfuerzo, César de Echagüe pudo volver en sí y sonrió dolorosamente al ver a Leonor inclinada sobre él.
—Ponme el antifaz —musitó—. Nadie debe saberlo… Debo conservar la otra máscara… Sólo lo sabe Greene. Avísale… No… Beatriz tampoco lo sabe… Greene me descubrió ayer noche, cuando iba a salir… hacia el fuerte. Pero es un buen amigo… En el traje de Starr hay una confesión escrita por Clarke…
—Sí, sí…, todo lo que quieras, César…, pero dime que me perdonas… Debí comprender que un Echagüe no puede ser cobarde…, pero hablabas de una manera tan rara.
—Desde que partí de California adopté este disfraz —musitó César—. Venía por Méjico y todos los años hacía una visita a California… Nadie ha sospechado de mí… Es preciso guardar el secreto… Y puede hacerse creer que
El Coyote
ha muerto… Tú di toda la verdad de lo que ocurrió antes de mi llegada… Cambia mi revólver por uno de los de Starr. Creerán que él mató a MacAdams.
De nuevo el mundo perdió consistencia para César de Echagüe y sus sentidos volaron lejos. Cuando volvió de nuevo en sí, Edmonds Greene estaba a su lado y él se encontraba en el lecho que le fue dispuesto en el rancho Acevedo.