César de Echagüe quedó pensativo.
—Si hubieras marchado hacia el Sur sin detenerte aquí, es posible que hubieras podido salvarte —dijo, al fin, mirando a Luis María—. Pero has perdido mucho tiempo. Tus perseguidores deben de haber cortado todos los caminos, para impedirte huir. Luego empezarán a registrar los ranchitos y por último los ranchos importantes. No veo la manera de salvarte, como no sea…
Calló el dueño del rancho de San Antonio y poniéndose en pie dio unos pasos por la estancia. Al fin sentóse frente a un buró de caoba y bajando la tapa tomó una hoja de papel y humedeciendo la larga pluma de ave en el tintero de plata empezó a escribir con letra grande y clara Cuando hubo terminado, espolvoreó la nota con arenilla y agitó una campanilla de plata.
Julián Martínez respondió a la llamada.
—Toma —le dijo don César—. Lee esta nota y haz lo que indico en ella. No hay que perder un momento.
El viejo criado leyó atentamente la nota y, lleno de asombro, miró a su amo y luego a Luis María.
—Pero… señor —empezó—. ¡Es horrible! No puedo…
—Debes hacerlo en seguida. Piensa que es en beneficio de Luis María.
—Perfectamente, señor.
César de Echagüe empuñó distraídamente un pesado revólver que sacó de uno de los cajones del buró. Era un arma pavonada, llena de incrustaciones de oro, con cachas de marfil. En una armería de San Francisco había costado quinientos dólares.
—Está cargado —anunció, distraído.
Abrióse la puerta del comedorcito y regresó Julián, seguido por cuatro peones del rancho. Éstos miraron, vacilantes, a su amo, quien asintió con la cabeza. Entonces los cuatro se precipitaron sobre Luis María y lo dominaron antes de que pudiera intentar cualquier acción para defenderse.
—¿Qué significa esto, don César? —preguntó Luis María.
—Debo velar por mis intereses, Luis —respondió César de Echagüe—. Lo lamento por ti; pero, de todas formas, ya no tenías salvación.
Dirigiéndose a Julián, siguió:
—Condúcelo a la herrería y haz que le apliquen unas esposas bien recias. Después haz venir a tres mensajeros. Quiero avisar al
sheriff
, al «juez» y a José Covarrubias.
—¿Me va a entregar al
sheriff
? —preguntó incrédulamente Luis María.
—Desde luego —contestó, con expresión de aburrimiento, César de Echagüe—. Él se hará cargo de ti. El juez será testigo de la detención y el amigo Covarrubias, que según mis informes es un excelente abogado, te defenderá cuando seas juzgado. Es todo cuanto puedo hacer por ti.
—¡Canalla! —rugió Luis María—. ¡Tu padre tenía razón al decir que eres despreciable! ¡Está bien, salva tu oro y tu tranquilidad; pero todo eso no te impedirá ser despreciado por todo tu pueblo! ¡Vete a Washington! ¡Vive entre los yanquis, ya que eres igual que ellos! Vete…
—Te cansas inútilmente —sonrió César de Echagüe—. Tus palabras son las de un necio y a ellas presto, como es debido, oídos sordos. Adiós y… feliz viaje.
César volvió la espalda a Luis María, que fue arrastrado fuera del comedorcito. Sin hacer caso de los gritos que lanzaba el preso. César sentóse a escribir. Llenó tres hojas de papel y las dobló cuidadosamente, sellándolas con su sello de oro. Cuando hubo terminado, agitó la campanilla y tres peones entraron en la estancia. Vestían como dispuestos a cabalgar y aguardaron respetuosamente las órdenes de su patrón.
—Tú llevarás esta nota a don José Covarrubias —dijo César a uno de sus servidores—. Marcha en seguida.
El peón tomó la nota y, después de saludar, abandonó la estancia.
—Tú lleva ésta al juez Salters —siguió César, entregando la otra nota.
Cuando el segundo peón hubo salido, César entregó la tercera nota, que era para el
sheriff
Koster.
—Seguramente tardarán en encontrarlo; pero no importa —dijo—. En realidad no me interesa que llegue demasiado pronto.
Partió el último mensajero y Leonor avanzó lenta y pausadamente hacia su marido.
—¿Ésa ha sido la reacción que te ha producido nuestra charla? —preguntó.
—¿Qué querías que hiciera? —preguntó César.
—Por lo menos, dejarle escapar. Todo menos entregarle con tus propias manos a la justicia.
—Es la única manera de conservarle la vida unos días más —replico César.
—¿Qué quieres decir?
—Si el
sheriff
y sus hombres hubieran cazado a Luis María por los montes, lo habrían colgado del árbol más próximo.
—¿Y si hubiese podido huir?
—Koster es un canalla; pero no tiene nada de tonto. En vez de perseguir a Luis María, se ha anticipado a él, tomando todos los puntos por donde podía buscar la salvación.
—Eso es una suposición tuya.
—¿No te extraña que a pesar de hallarse la taberna de Fawcet frente a la oficina del
sheriff
, Luis María haya podido distanciar tanto a sus perseguidores que éstos no hayan aparecido aún? No, no le persiguieron. Mientras Luis María perdía el tiempo viniendo hacia aquí, Koster distribuyó a sus hombres por los caminos y carreteras que Luis debía seguir y les ordenó que al verle llegar disparasen sobre él o lo ahorcaran. La justicia expeditiva es la que conviene a los explotadores de esta tierra.
—Si eso es cierto, haciendo lo que has hecho has privado a Luis María de toda posibilidad de salvación. Es como si tú mismo le pusieras la cuerda al cuello.
—Covarrubias es un buen abogado. Es el primero que ha cursado leyes en Boston y además conoce las leyes españolas que aún rigen aquí. Podrá defender muy bien a Luis.
—El juez Salters le elegirá un jurado a su gusto y hará que declaren culpable al pobre muchacho…
—En ese caso mi responsabilidad estará salvada.
—Tu responsabilidad y tu egoísmo —dijo, despectiva, Leonor.
—También mi egoísmo. Tengo un hogar, unos intereses que defender, me voy haciendo viejo. Necesito calma y serenidad.
El Coyote
murió hace años.
—Es verdad. Hasta ahora he dudado que hubiera muerto de veras —dijo Leonor.
Soltando una dolorosa carcajada, siguió:
—¡Y pensar que he temido que resucitase! ¡Está más que muerto! Está descompuesto ya.
—Sí, reducido a polvo —suspiró Cesar dejando caer sobre la palma de la mano izquierda un chorro de arenilla de la que utilizaba para secar la tinta—. Polvo como éste, que ya no sirve para nada.
Leonor acercóse más a su marido.
—¿Es posible que alguna vez hayas sido lo que fuiste? —preguntó.
—Parece mentira, ¿verdad? —sonrió César—. No lo es. Cuando fui herido sentí que algo moría dentro de mí. Quizá fue el valor.
—Pero es que lo de ahora es algo gravísimo. Muy bien que no hubieras querido dar cobijo a Luis María. Podías haberle dado dinero…
—Dinero que hubiera sido identificado como mío cuando los del
sheriff
hubiesen apresado a Luis.
—Por lo menos podías haberle dicho con honradez que no podías protegerle.
—Le pagaré los servicios del mejor abogado de Los Ángeles.
—No. Lo que harás será pagar tu conciencia para que no te desvele por las noches.
—Quizá.
Leonor se retorció las manos.
—¡Es horrible! —exclamó—. Aunque jurase a Koster que tú fuiste
El Coyote
, no me creerían, después de ver lo de hoy. ¡Pobre Luis María!
—En realidad ha cometido una locura y es muy justo que la pague. Yo he sido siempre sensato. ¿Por qué he de exponerme a la ruina, a hacer desgraciados a cuantos me sirven, por proteger estúpidamente a un loco?
—Tienes razón —replicó Leonor, muy altiva—. Soy tu mujer. Estoy unida a ti por indisolubles lazos, y debo obedecerte y resignarme. No me quejaré; pero deberás saber que, desde hoy, sólo sentiré desprecio hacia ti. Si alguna vez fuiste un héroe, ha debido pasar mucho tiempo desde entonces.
—Dos años —sonrió César.
—Parece que debieran ser dos siglos. O dos mil. Lo necesario para convertir al león en raposa.
—Gracias, esperaba oír que me llamaran ratón. Al fin y al cabo, la zorra es alguien importante. Eres muy tonta, Leonor, y cuando veas como el jurado declara inocente a Luis María…
—Cuando llegue ese momento te suplicaré que me perdones; pero creo que ha de pasar mucho tiempo antes de eso.
—Una semana o dos —replicó César—. Y ahora, sube a acostarte, pues no quiero que estés presente cuando lleguen los hombres del
sheriff
.
—Gracias. Temí que exigieras mi presencia. Buenas noches.
—Que descanses —replicó César.
Leonor salió del comedorcito y al cabo de unos minutos de haberse cerrado la puerta trasera, César lanzó una alegre carcajada.
Luego volvió junto al buró y empuñando de nuevo el revólver Colt lo descargó y durante unos minutos estuvo manejando el arma, disparándola con tal rapidez que el percutor al caer formaba un continuo y prolongado chasquido.
Covarrubias fue el primero en llegar. Fue introducido en el comedorcito y, después de saludar cortésmente a César, preguntó:
—¿Es verdad, don César, que ha detenido usted a Luis María Olaso?
—Sí. Como te decía en la nota, ha cometido la locura de asesinar a un norteamericano. Luego se dio a la fuga, vino a esconderse aquí, esperando que yo me comprometiera por él. Opino que la ley y la justicia son las encargadas de velar por él. Si no se puede conseguir su absolución, al menos lograras que le condenen a unos años de cárcel, ¿verdad?
—¿Debo defenderle?
—Sí.
—Será mi primer caso ante los tribunales de Los Ángeles —recordó Covarrubias, hombre alto, delgado, de cabello y bigote muy negros, mirada firme y movimientos ágiles.
—¿Y qué?
—Hubiera preferido un caso más fácil —declaró, honradamente, José Covarrubias.
—¿No te parece fácil? Luis María mató a un hombre que acababa de asesinar a una mujer.
—Pero esa mujer quería asesinar a Fawcet, el tabernero.
—No te será difícil demostrar que Luis María ignoraba que Julia tuviera tales intenciones.
—Al contrario, don César; no tengo ninguna confianza de probar la inocencia de Luis María. Seré derrotado, y si usted no tiene especial interés…
—Lo tengo, José. Mi padre pagó tus estudios de leyes en Sacramento y en Méjico. Cuando volviste, las cosas habían cambiado, había nuevas leyes y tuviste que marchar a Boston. Cuando faltaba poco para terminar tus estudios murió mi padre y yo acabé de pagar tus matrículas, tu título, te compré una casa para que pudieras establecerte en Los Ángeles, y creo recordar que te pago quinientos dólares semanales por cuidar mis intereses. Ya sé que pronto podrás decirme que no necesitas ese dinero. Conozco la marcha de tus negocios y me alegro de que vayan viento en popa; sin embargo, en este caso creo tener perfecto derecho a exigirte que corras el riesgo de desacreditarte. Es un favor que te pido y, si es preciso, te lo exigiré.
José Covarrubias miró asombrado a César. Nunca le había oído hablar con tanta energía.
—Desde luego, don César, haré lo que usted desee —declaró—. No me importa ser derrotado.
—Me alegra oír eso. Yo confío en la justicia y en la ley de los norteamericanos y sé que nos consideran sus hijos más queridos, no como a un pueblo sometido por las armas. Ya verás cómo el juez Salters hace que se imponga la ley.
Covarrubias iba a expresar sus dudas cuando Julián entró, anunciando la llegada de Simón Salters.
El juez era un hombre bajo, de cabeza medio calva, rostro arrugado, canallesco, nariz aguileña con la que parecía husmear continuamente, y que, además, parecía dotada de movimiento.
—Buenas noches, don César —saludó con servil sonrisa—. ¿Puede decirme a qué debo el honor…?
—Bien venido a mi pobre hogar —replicó César, estrechando blandamente la mano de juez—. Temía disgustarle haciéndole venir a estas horas y por estos malos caminos. Pero ha ocurrido algo muy grave.
—¿De qué se trata? —preguntó Salters—. En su carta sólo me dice que ocurre algo grave que requiere mi presencia.
—Pues… he detenido a un asesino —dijo César—. Lo tengo esposado y custodiado por mis hombres. Se trata de Luis María Olaso.
—¿El asesino de Max Clymer?
—No sé si mató a ese Clymer. Sólo sé que mató a alguien en la taberna de Fawcet.
—Sí, es el mismo. Koster y sus hombres lo andan buscando.
—Vino a buscar refugio en mi rancho —explicó César. Y sonriendo agregó—: Sin duda pensó que por pertenecer a una antigua familia del país yo le apoyaría. Pero soy amante de la ley y he cumplido sus ordenanzas. He hecho detener a Luis María Olaso. Y como en la herrería del rancho guardamos algunas esposas de aquellos tiempos en que los Echagüe éramos señores de vidas y haciendas en el pueblo de Nuestra Señora de los Ángeles, ordené a mis hombres que aplicaran a las muñecas y a los tobillos de Luis María unas recias cadenas.
—¿Dónde está ahora? —preguntó Salters.
—En la caseta de Julián, custodiado por treinta de mis hombres.
—¿Y para eso me ha llamado? —preguntó Salters, sin poder disimular su mal humor.
—Quería que estuviese usted presente en el momento de entregar el prisionero al
sheriff
Koster. También he querido que estuviese presente el abogado señor Covarrubias. Será el abogado defensor de Luis María Olaso.
—¿Y qué?
—Nada —sonrió César de Echagüe—. He creído que estando presentes usted y el señor licenciado, el
sheriff
Koster tendría buen cuidado de impedir un linchamiento. También deseo pedirle que me extienda un documento legal para que lo firme Koster, reconociendo que recibe de mis manos, y delante de usted y del señor Covarrubias, al detenido Luis María Olaso.
—¿No cree que un linchamiento sería para ese pobre Luis María menos desagradable que todo un proceso?
—No, señor juez —declaró César—. Luis María buscó amparo en mi casa creyendo no sé por qué, que yo me opondría a la marcha de la ley. Yo soy respetuoso cumplidor de todas las leyes, y por eso no le he ayudado como él quería; pero, en cambio, deseo ayudarle proporcionándole un buen abogado, un juicio legal y la segundad de que si es condenado a muerte, no será a impulsos de la violencia ciega, sino del sereno juicio de un jurado.
—Está bien, don César. Como usted quiera —refunfuñó el juez.
—Sólo quiero lo legal, señor Salters. Ahora le agradeceré que extienda el documento.
En ese buró que César había utilizado antes, cogió una hoja de papel y al ir a humedecer la pluma en el tintero tuvo que apartar el revólver de César. Estuvo a punto de hacer un comentario sobre el arma; pero lo dejó para luego y extendió un recibo en regla.