El Cuaderno Dorado (69 page)

Read El Cuaderno Dorado Online

Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
10.71Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Lo que intento demostrarles, camaradas...

—Sabemos muy bien lo que tratas de demostrar —dijo Willi, con brusquedad y enfadado. Tal vez instantes como ese eran los que le convertían en el «padre» del grupo, como Paul decía—. Ya basta —añadió, terminantemente—. Vayamos a por los pichones.

—No hay necesidad de mencionarlo, es obvio... Si continuamos en esta actitud irresponsable, el pastel de pichón para nuestro anfitrión Boothby nunca podrá cocinarse... —observó Paul por último, volviendo a las expresiones introductorias favoritas de Stalin, con el solo fin de dejar claro que Willi no podía con él.

Seguimos avanzando por el camino, entre los saltamontes. Un kilómetro más adelante había un pequeño
kopje
o montón de tambaleantes piedras de granito, al otro lado del cual, como si de una frontera se tratase, no vimos un solo saltamontes. Allí no existían. Así de sencillo; eran una especie extinta. En cambio, las mariposas seguían revoloteando por doquier, como pétalos blancos danzando.

Creo que debía de ser octubre o noviembre. No por los insectos; no sé lo bastante para identificar por ellos la época del año, sino por el tipo de calor que hacía. Era un calor absorbente, espléndido, amenazador. Si hubiera sido más tarde, la estación de las lluvias, por ejemplo, habría habido un sabor de champaña en el aire, una premonición del invierno. En cambio, aquel día me acuerdo de que el calor nos golpeaba las mejillas, los brazos y las piernas, filtrándose incluso a través de la ropa. Sí, claro, tenía que ser a principios de la estación, pues la hierba era corta, formando matas de un verde claro y penetrante en la arena blanca. De modo que aquel fin de semana precedía en cuatro o cinco meses al último, que fue justamente el inmediato anterior al fin de semana en que Paul murió. Y el camino por donde nos paseábamos aquella mañana era el mismo que una noche, meses después, Paul y yo recorreríamos cogidos de la mano y corriendo en medio de la neblina, hasta caer juntos sobre la hierba mojada. ¿Dónde? Tal vez cerca de donde nos sentamos a disparar contra los pichones para el pastel.

Pasamos el pequeño
kopje
, y apareció ante nosotros otro, más grande. El espacio que quedaba entre los dos era el sitio que la señora Boothby había dicho frecuentaban los pichones. Fuimos hasta el pie del
kopje
grande en silencio. Me acuerdo que andábamos silenciosos, con el sol abrasándonos las espaldas. Puedo
vernos
, cinco jóvenes de pequeña estatura, vestidos de colores chillones, caminando por el
vlei
herboso, cruzando el torbellino de mariposas blancas bajo un cielo azul y espléndido.

Al pie del
kopje
había un grupo de árboles grandes, debajo de los cuales nos instalamos. A unos veinte metros, en otro grupo de árboles, un pichón profería arrullos por entre las hojas. Calló sus arrullos. Profería un sonido blando, somnoliento e intoxicante, que hipnotizaba tanto como el cantar de las cicadas, a las que ahora —cuando nos pusimos a escuchar— oíamos chillar a nuestro alrededor. El canto de la cicada es como cuando se padece la malaria y se tiene el cuerpo atiborrado de quinina: es un sonido incesante, chillón y enloquecedor, que parece provenir de un tambor que se hubiese colocado en nuestros oídos. Uno pronto deja de oírlo, al igual que se deja de oír el chillido febril de la quinina en la sangre.

—¡Sólo hay un pichón! —exclamó Paul—. ¡La señora Boothby nos ha engañado!

Apoyó el cañón del arma en una roca, apuntó al ave en aquella posición, lo intentó hacer sin el apoyo de la roca, y cuando creíamos que iba a disparar, dejó el fusil en el suelo.

Nos preparamos, para un intervalo ocioso. La sombra era espesa, la hierba, blanda, elástica, y el sol ascendía hacia su cenit El
kopje
que quedaba detrás resaltaba en el cielo, dominador, pero no opresivo. Los
kopjes
, en aquella parte del país, son engañosos: en principio parecen bastante altos, pero se esparcen y disminuyen de tamaño cuando uno se acerca a ellos, porque consisten en grupos o montones de piedras de granito redondeadas. Así, pues, cuando se está junto a la base de un
kopje
, es muy posible que se vea claramente el
vlei
que se extiende al otro lado, a través de una grieta o pequeño canal abierto entre las grandes piedras relucientes que se ciernen sobre nosotros como un gigantesco montón de guijarros. En el
kopje
donde nos encontrábamos, proliferaban, tal como ya sabíamos, porque lo habíamos explorado, las fábricas y barricadas de piedra construidas por los mashona setenta u ochenta años atrás, para defenderse de las incursiones de los matabele. También abundaban allí las magníficas pinturas de los aborígenes... Bueno, lo de magníficas había perdido sentido tras la llegada de los huéspedes del hotel, los cuales se habían divertido destruyéndolas a pedradas.

—Imaginemos que somos un grupo de mashona —dijo Paul—. Estamos cercados. Los matabele se aproximan con sus horribles atuendos. Nos superan en número. Además, según me han dicho, no somos un pueblo guerrero, sino gente sencilla que se dedica a tareas pacíficas. Los matabele nos vencen siempre. Nosotros, los hombres, sabemos que dentro de unos minutos vamos a morir de una muerte dolorosa. En cambio, vosotras, las mujeres, tenéis suerte. Anna y Maryrose serán simplemente arrastradas por los nuevos amos hasta la tribu superior de los matabele, una gente mucho más guerrera y viril.

—Antes se matarían —dijo Jimmy—. ¿Verdad que sí, Anna? ¿Verdad que sí, Maryrose?

—¡Claro! —exclamó Maryrose, siguiendo la broma de buen grado.

—¡Claro! —asentí.

La paloma seguía con sus arrullos. Podíamos verla: un ave pequeña, de formas gráciles, recortándose contra el cielo. Súbitamente, Paul tomó el fusil, apuntó y disparó. El ave revoloteó con sus alas desplegadas y, finalmente, se desplomó sobre el suelo con un golpe que se oyó desde donde estábamos nosotros.

—Necesitamos un perro —dijo Paul.

Esperaba que Jimmy se levantara de un salto para ir a buscarlo. Todos pudimos ver cómo Jimmy luchaba consigo mismo, pero el hecho es que se levantó, cruzó los grupos gemelos de árboles, recogió el cadáver, desprovisto de gracia, lo arrojó a los pies de Paul y volvió a sentarse. El corto paseo bajo el sol le había sofocado, haciendo que en su camisa aparecieran grandes manchas de sudor. Se la quitó. Su torso desnudo era pálido, grasiento, casi como el de un niño.

—Así es mejor —dijo con tono retador, sabiendo que le mirábamos, y seguramente con ojo crítico.

En aquel grupo de árboles imperaba nuevamente el silencio.

—¡Ya tenemos un pichón! —proclamó Paul—. Un rico bocado para nuestro anfitrión.

De árboles más distantes llegaba ahora el arrullo de otros pichones, un sonido susurrante y agradable.

—Paciencia —recomendó Paul, depositando el fusil en el suelo y encendiendo un cigarrillo.

Willi leía. Maryrose estaba tumbada de espaldas, con la cabeza dorada y suave sobre una mata de hierba, y los ojos cerrados. Jimmy había encontrado una nueva diversión. En efecto, entre las aisladas matas de hierba surcaba el suelo un diminuto arroyuelo de arena clara por donde, seguramente la noche pasada, durante la tormenta, había corrido el agua. Era un lecho de río en miniatura, de dos palmos de ancho y totalmente desecado ya por el sol de la mañana. Sobre la arena blanca de este lecho aparecía una docena de cavidades circulares, irregularmente distribuidas y de tamaños diferentes. Jimmy, tumbado boca abajo y armado con el tronco de una hierba fina y recia, hurgaba en una de las cavidades más grandes. De pronto, la fina arena de los bordes comenzó a caer en una serie de aludes seguidos y un instante después, aquella especie de hoyo de forma exquisitamente regular quedó destrozado.

—¡Qué torpe e idiota eres! —gritó Paul.

Parecía, como siempre, que ocurrían cosas de este tipo con el dolorido e irritado Jimmy. Realmente no comprendía que alguien pudiera ser tan desmañado. Agarró el tronco de las manos de Jimmy, lo metió con delicadeza en el fondo de otra de las cavidades, y al cabo de un segundo había pescado el insecto que se albergaba en su interior: un pequeño devorador de hormigas que, aun cuando no sobrepasaba el tamaño de una cabeza de cerilla, era un ejemplar enorme para su especie. El insecto, súbitamente, cayó del tallo de hierba con el que Paul había logrado sacarlo de su madriguera y, una vez sobre la arena, comenzó a moverse frenéticamente hasta desaparecer otra vez, dejando sobre sí una pequeña pirámide de arena.

—Ya está —proclamó Paul con brusquedad, dirigiéndose a Jimmy y devolviéndole el tallo.

Paul parecía azorado por su propio enojo, en tanto que Jimmy, en silencio y bastante pálido, no decía nada: tomó el tallo y se quedó mirando el diminuto montículo de arena.

Entretanto, habíamos estado tan absortos que no nos dimos cuenta de que otros dos pichones se habían refugiado en los árboles de enfrente, empezando a intercambiarse arrullos, al parecer sin ningún intento de coordinación, unas veces al unísono y otras no.

—Son muy bonitos —observó Maryrose, protestando, con los ojos cerrados.

—Así y todo, están condenados, como tus mariposas —replicó Paul.

Acto seguido levantó el fusil y disparó. Un ave cayó de una rama, esta vez como una piedra. El otro pichón, asustado, comenzó a girar su cabeza puntiaguda a uno y otro lado, con un ojo fijo en lo alto, para tratar de averiguar si un gavilán se había lanzado contra su compañero y se lo había llevado. Luego miró hacia abajo, donde, al parecer, no logró identificar el objeto sangriento que yacía en la hierba, pues al cabo de un corto e intenso silencio de espera, durante el cual se oyó el clic del cerrojo del fusil, empezó a arrullar de nuevo. Rápidamente, Paul alzó por segunda vez el arma, disparó y el segundo pichón se precipitó también, muerto, al suelo. En aquel instante, ninguno de nosotros se atrevió a mirar a Jimmy, quien no había levantado la vista del objeto de su atención. Ahora, el insecto invisible trabajaba en la formación de un hoyo plano y hermosamente regular en la arena. Al parecer, Jimmy no había oído los dos disparos efectuados por Paul, quien ni siquiera se molestó en mirarle; simplemente aguardó, silbando muy por lo bajo y frunciendo el ceño. Un instante después, sin mirarnos a nosotros ni a Paul, Jimmy empezó a enrojecer; luego, se levantó con dificultades, caminó a través de los árboles y regresó con los dos cuerpos.

—¡Vaya! Resulta que no necesitamos perro —observó Paul.

Lo dijo antes de que Jimmy hubiera alcanzado la mitad del camino de vuelta, pero le oyó. Imagino que Paul no quería que lo oyera, aunque tampoco le preocupaba demasiado. Jimmy volvió a sentarse. Todos pudimos ver que la carne muy blanca y gruesa de sus hombros se había puesto escarlata, debido a los dos cortos viajes bajo el sol, a través de la hierba resplandeciente. Ahora, Jimmy reanudó la observación de su insecto.

Otra vez se produjo un intenso silencio. No se oía el menor arrullo, como si las palomas hubiesen desaparecido. Los tres cuerpos de las que habíamos matado se amontonaban bajo el sol, junto a una «pequeña roca que sobresalía. El granito gris y tosco aparecía adornado aquí y allí por líquenes color de óxido, verde y púrpura, y sobre la hierba había unas gotas espesas y relucientes de color escarlata.

Se olía a sangre.

—Esos bichos se van a pudrir —observó Willi, quien no había dejado de leer en todo el rato.

—Saben mucho mejor si están un poco pasados —adujo Paul.

Yo veía cómo los ojos de Paul se cernían sobre Jimmy, y cómo éste luchaba interiormente consigo mismo, de modo que me levanté de prisa y arrojé los cuerpos fláccidos y de alas caídas a la sombra.

Para entonces se había producido una tensión punzante entre todos nosotros, y Paul dijo:

—Quiero beber.

—Falta una hora para que abra la taberna —dijo Maryrose.

—Bueno, sólo espero que el número requerido de víctimas venga a ofrecerse pronto... En cuanto suene la hora de la apertura de la taberna, yo me voy. Dejaré la matanza para otro.

—Ninguno de nosotros sabe disparar tan bien como tú —dijo Maryrose.

—Como tú sabes tanto... —prorrumpió Jimmy, sarcástico, de pronto.

Estaba observando el arroyuelo de arena. Era ya difícil saber cuál era el nuevo hoyo de arena. Jimmy tenía la vista clavada en el hoyo más grande, en el fondo del cual había un diminuto montículo (el cuerpo del monstruo al acecho) y un diminuto fragmento negro, como una ramita (las mandíbulas del monstruo).

—Ahora, lo único que necesitamos son unas cuantas hormigas —dijo Jimmy.

—Y unos cuantos pichones —replicó Paul antes de añadir, respondiendo al reproche de Jimmy—: ¿Qué puedo hacer yo si tengo aptitudes naturales? El Señor concede o no concede. En mi caso, ha concedido.

—Injustamente —puntualicé.

Paul me dirigió su encantadora sonrisa de tristeza y reconocimiento. Yo le sonreí, a mi vez. Sin alzar los ojos del libro, Willi se aclaró la garganta con un ruido cómico, como el de un mal actor. Y ambos, Paul y yo, nos echamos a reír desaforada e incontroladamente como a menudo les ocurría a los miembros del grupo, ya estuviesen solos, en parejas o todos juntos. Willi siguió leyendo. Ahora recuerdo perfectamente la forzada postura de paciencia que adoptaron sus hombros, y la posición apretada y sufrida de sus labios. Pero, en aquel momento, preferí no darme cuenta.

De pronto, se produjo un gran revoloteo, agudo y sedoso, y un pichón se posó rápidamente sobre una rama, casi encima de nosotros. Volvió a desplegar las alas al vernos, pero se quedó allí, dando vueltas sobre la rama, con la cabeza ladeada y mirándonos. Sus ojos negros, brillantes y abiertos eran como los ojos redondos de los insectos que copulaban en el camino. Veíamos el rosa delicado de sus garras asiendo la rama, y el resplandor del sol sobre sus alas. Paul tomó el fusil, lo puso casi perpendicular, disparó... y el pájaro cayó en medio de nosotros. La sangre salpicó el antebrazo de Jimmy, haciéndole palidecer; pero se limpió sin decir nada.

—Esto va pareciendo ya repugnante —dijo Willi.

—Lo ha sido desde el comienzo —replicó Paul, con mucha calma.

Se inclinó, cogió el ave y la examinó. Todavía estaba viva. Colgaba, fláccida, de las manos de Paul. Sus ojos negros no dejaban de observarnos. Una película enturbió su mirada por un instante; pero, con una pequeña sacudida de determinación, alejó de sí la muerte y se revolvió en las manos de Paul durante un momento:

Other books

Gunslinger's Moon by Barkett, Eric
Wolf Bride by Elizabeth Moss
Oprah by Kitty Kelley
Aimee and the Heartthrob by Ophelia London
The Muse by Raine Miller
Heaven with a Gun by Connie Brockway
Secret Night by Anita Mills
44 Charles Street by Danielle Steel