El Cuaderno Dorado (106 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
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—De una u otra forma, sí.

—¡Bah! Como todos. ¿Me adentro en la sociología —sí, ésta es la palabra—, en las razones sociológicas de que esto ocurra?

—No, ya las sé.

—Lo suponía. Bueno. Pues, sí. Pero lo venceré. Ya te lo he dicho, tengo una gran fe en la inteligencia. Lo veo de la siguiente manera, ¿me permites? Tengo una gran fe en saber lo que va mal, en admitirlo, y en decirme que lo venceré.

—Muy bien —asintió Anna—. Yo también.

—Anna, me gustas. Y gracias por dejarme quedar. Me vuelvo loco si tengo que dormir solo... —al cabo de otra pausa, añadió—: Tienes suerte de tener esa hija.

—Ya lo sé. Por eso me mantengo sana, y tú estás chalado.

—Sí. Mi mujer no quiere tener un hijo. O sí, sí quiere. Pero me dijo: «Milt, no deseo tener un hijo de un hombre que sólo se pone caliente conmigo cuando está borracho».

—¿Empleó estas palabras? —preguntó Anna, con resentimiento.

—No, muñeca. No, pequeña. Dijo: «No quiero tener un hijo con un hombre que no me ama».

—Qué mentalidad más simple —comentó Anna, llena de amargura.

—No uses este tono, Anna, o tendré que irme.

—A ti no te parece que hay algo ligeramente extraño en una situación en la que un hombre entra en el piso de una mujer, sin que le inviten, y dice: «Tengo que compartir tu cama porque me salgo de órbita si duermo solo, pero no puedo hacerte el amor porque, si lo hago, te odiaré».

—No más raro que otros determinados fenómenos que podría mencionar.

—No —dijo Anna juiciosamente—. No. Gracias por quitarme todas estas tonterías de la pared. Gracias. Unos cuantos días más, y entonces sí que enloquezco.

—De nada. Soy un fracaso, Anna. Cuando hablo soy un fracaso, no necesito que me lo digas. Pero hay una cosa que hago bien, y es ver cuándo una persona está en una situación difícil, y saber qué fuertes medidas tomar.

Se pusieron a dormir.

Por la mañana le sintió mortalmente frío entre sus brazos, un peso pavorosamente frío, como si abrazara a la muerte. Despacio, le dio friegas para que se calentara y despertara. Luego, ya en calor, despierto y agradecido, él penetró en ella. Pero, para entonces, Anna ya estaba predispuesta contra él. No pudo evitar estar tensa, no pudo relajarse.

—Pues ya lo ves —dijo él después—. Ya lo sabía. ¿Tenía o no razón?

—Sí, tenías razón. Pero en un hombre con una enorme erección hay algo muy difícil de resistir.

—Así y todo, debieras haberte resistido. Porque ahora vamos a tener que gastar mucha energía para evitar odiarnos.

—Pero si yo no te odio.

Sentían cariño el uno hacia el otro; se sentían tristes, amigos, compenetrados, como si hubieran estado casados veinte años.

Permaneció allí cinco días, durmiendo en su cama por las noches.

Al sexto día, ella dijo:

—Milt, quiero que te quedes conmigo.

Lo dijo burlándose, con una burla airada y dirigida contra sí misma. Y él repuso, sonriendo con tristeza:

—Sí, ya sé que es hora de que me vaya. Es hora de que me vaya, pero ¿por qué, por qué tengo que marcharme?

—Porque yo quiero que te quedes.

—¿Por qué no puedes aceptarlo? ¿Por qué no?

Los cristales de sus gafas refulgían ansiosamente. Torcía la boca con un gesto forzadamente divertido, pero estaba pálido, y la frente le brillaba de sudor.

—Tenéis que haceros cargo de nosotros, lo tenéis que hacer, ¿no te das cuenta? ¿No ves que para nosotros es mucho peor que para vosotras? Ya sé que estáis resentidas por vuestra situación, y con razón. Pero si no os podéis hacer cargo de ello ahora, y ayudarnos a superarlo...

—Y lo mismo vosotros —dijo Anna.

—No. Porque vosotras sois más fuertes, sois más caritativas, estáis en una situación tal que podéis hacerlo.

—Encontrarás otra mujer de buen carácter en la próxima ciudad.

—Si tengo suerte.

—Y así lo espero.

—Sí, ya sé. Ya sé que lo esperas. Y gracias... Anna, lo venceré. Tú tienes toda clase de razones para creer que no, pero lo venceré. Sí, lo sé.

—Entonces, buena suerte —dijo Anna con una sonrisa. Antes de que él se marchara estuvieron en la cocina; los dos con los ojos llenos de lágrimas, pero poco dispuestos a dar el paso.

—¿No irás a ceder, Anna?

—¿Por qué no? —Sería una pena.

—Y además, puede que necesites dejarte caer por aquí de nuevo, por una o dos noches.

—De acuerdo. Tienes el derecho de decirlo.

—Pero la próxima vez estaré ocupada. Una razón es que voy a buscarme un trabajo.

—¡Ah! No me lo digas, deja que lo adivine. Vas a trabajar en la asistencia social... Deja que lo deduzca yo solo. Vas a ser asistenta psiquiatra, maestra en una escuela o algo parecido.

—Algo parecido.

—A todos nos llega.

—Tú, en cambio, te lo ahorrarás. Gracias a tu novela épica.

—Poco caritativo, Anna, poco caritativo.

—No me siento caritativa. Tengo ganas de gritar, chillar y romperlo todo.

—Como decía yo, es el oscuro secreto de nuestra época. Nadie habla de ello, pero cada vez que abres una puerta te saludan con un chillido, con un grito desesperado e inaudible.

—Bueno, gracias de todos modos por sacarme del atolladero, o de lo que sea.

—A tu servicio.

Se besaron. Bajó saltando ágilmente las escaleras, con la maleta en la mano. Una vez abajo se volvió para decir:

—Deberías haber dicho: te escribiré.

—Pero no nos escribiremos.

—No, pero mantengamos las formas, por lo menos las
formas
de... —Se había ido, haciendo un saludo con la mano;

Cuando volvió Janet se encontró a Anna entregada a la búsqueda de otro piso más pequeño y de un trabajo.

Molly había telefoneado a Anna, para decirle que se casaba. Las dos mujeres se entrevistaron en la cocina, donde Molly estaba preparando una ensalada y haciendo tortillas.

—¿Quién es él?

—No le conoces. Es uno de los que antes llamábamos hombres de negocios progresistas. Ya sabes, el judío pobre del este de Londres que se ha enriquecido y, para tranquilizar la conciencia, da dinero al Partido comunista. Ahora se limita a dar dinero a causas progresistas.

—O sea que tiene dinero.

—En cantidad. Y una casa en Hampstead.

Molly dio la espalda a su amiga, dándole tiempo para que lo digiriera.

—¿Qué vas a hacer con esta casa?

—¿No lo adivinas?

Molly se volvió. Su voz había recobrado la viveza de antaño, con su ironía habitual. La sonrisa era una mueca gallarda.

—¿No me dirás que Marión y Tommy van a vivir en ella?

—¿Qué más? ¿No les has visto?

—No, ni a Richard.

—Bueno, Tommy parece dispuesto a seguir las huellas de Richard. Ya está instalado. Se encarga de los negocios, y Richard va dejando cada vez más cosas para dedicarse a Jean.

—Es decir, que se siente y feliz y contento.

—Pues la semana pasada lo vi por la calle con una que no estaba nada mal, pero no nos precipitemos a ser malpensadas.

—No, mejor que no.

—Tommy está muy decidido a no ser reaccionario, poco progresista como su padre. Dice que el mundo va a cambiar con los esfuerzos de los grandes hombres de negocios progresistas, y ejerciendo influencia sobre los Ministerios.

—Bueno, por lo menos está en consonancia con la época.

—Por favor, no empieces, Anna.

—Bueno, ¿cómo está Marion?

—Se ha comprado una boutique en Knightsbridge. Va a vender ropa de calidad; ya sabes, ropa
buena
, que no es lo mismo que elegante. Está rodeada por una banda de mariconcitos que la explotan, pero ella los adora. Se ríe mucho, bebe
sólo
un poco en exceso, y los encuentra divertidísimos.

Las manos de Molly yacían sobre su falda, con las puntas de los dedos unidas, en un malicioso gesto de «sin comentarios».


Bueno
.

—¿Y qué ha pasado con tu americano?

—Pues que he tenido una aventura con él.

—No es lo más sensato que has hecho en tu vida, me imagino.

Anna se rió.

—¿Qué es lo que te divierte?

—Casarte con uno que tiene una casa en Hampstead te va a alejar muchísimo de las correrías emocionales.

—Sí, gracias a Dios.

—Voy a buscarme un empleo.

—¿Quieres decir que no escribirás?

—No escribiré.

Molly le dio la espalda, empezó a poner las tortillas en los platos y llenó una cesta de pan. Estaba decidida a no decir nada.

—¿Te acuerdas del doctor North? —preguntó Anna.

—Pues claro.

—Va a instalar una especie de centro de asistencia matrimonial, algo mitad oficial y mitad privado. Dice que las tres cuartas partes de los pacientes que van a quejársele de dolores y molestias, en el fondo no tienen más que dificultades matrimoniales.

—Y tú vas a darles buenos consejos.

—Algo parecido. También quiero hacerme miembro del Partido laborista y dar una clase dos noches a la semana para chicos delincuentes.

—O sea que las dos vamos a integrarnos, de la forma más radical, en el estilo de vida británico.

—He tenido mucho cuidado en evitar ese tono.

—Tienes razón; es que la idea de hacer de asistenta matrimonial...

—Sirvo mucho para los matrimonios de los otros.

—¡Oh, sí! Desde luego. Bueno, quizás un día me encuentres a mí al otro lado de la mesa del consultorio.

—Lo dudo.

—Yo también. No hay nada mejor que conocer las medidas exactas de la cama en que te vas a meter. —Enojada consigo misma, con sus manos retorciéndose por la irritación, Molly hizo una mueca y añadió—: Eres muy mala influencia, Anna. Estaba perfectamente resignada a ello hasta que has entrado tú. La verdad es que creo que nos llevaremos muy bien.

—No sé por qué no.

Hubo un corto silencio, que Molly rompió al exclamar:

—Qué curioso es todo, ¿verdad, Anna?

—Muchísimo.

Al cabo de muy poco, Anna dijo que tenía que volver junto a Janet, pues ya habría regresado del cine, adonde había ido con una amiga.

Las dos mujeres se besaron y se separaron.

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