El Cuaderno Dorado (101 page)

Read El Cuaderno Dorado Online

Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
7.14Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Está claro que no era así, puesto que no has ido.

—Esto también es una cuestión de determinismo, a pesar de la casualidad que proclamabas hace un instante.

—Si realmente quieres que te maten, hay una docena de revoluciones en las que te puedes hacer matar.

—No estoy hecho para vivir la vida tal como se nos ha organizado. ¿Sabes una cosa, Anna? Daría cualquier cosa para volver a la pandilla de críos idealistas de la calle, cuando creíamos que lo podíamos cambiar todo. Es la única vez en mi vida que he sido feliz. Sí, de acuerdo, ya sé qué vas a decirme... —No dije nada. Y él levantó la cabeza para mirarme, y añadió—: Sin embargo, quiero que lo digas.

—Todos los americanos recuerdan con nostalgia la época en que formaban parte de un grupo de jóvenes, antes de sentirse obligados a hacer carrera o a casarse. Cada vez que conozco a un americano, espero el momento en que la cara se le ilumine de verdad: que es siempre cuando habla de sus compañeros de juventud.

—Gracias —dijo, con hosquedad—. Me has descrito bien la emoción más fuerte que he sentido en mi vida y así nos la hemos quitado de encima.

—Éste es el mal de todos nosotros. Nuestras emociones más vivas quedan bien empaquetaditas, pero ninguna de ellas, no sé por qué razón, tiene nunca nada que ver con la época en que vivimos. Cuál es mi necesidad más fuerte: estar con un hombre, amor, y todo eso; realmente estoy hecha para ello.

Oí que mi voz sonaba también hosca, como la suya de hacía un momento. Me levanté y fui al teléfono.

—¿Qué vas a hacer?

Marqué el número de Molly.

—Estoy telefoneando a Molly. Preguntará: «¿Qué tal tu americano?». «Tengo un
affaire
con él». Un
affaire:
ésta es la palabra. Siempre me ha encantado esta palabra, ¡es tan mundana y tan sofisticada! Ella dirá: «No creo que sea lo más sensato que has hecho en tu vida, ¿verdad?». Y yo convendré en que no, con lo cual habremos empaquetado el asunto. Quiero oírselo. —Me quedé escuchando el timbre del teléfono de Molly—. Ahora, sobre cinco años pasados de mi vida, digo: Cuando quería a un hombre que me quería, pero, claro, en aquella época, era muy ingenua. Punto.
Esto
es ya un paquete, bien liado y precintado. Luego pasé una temporada en que buscaba a hombres que me hicieran daño. Lo necesitaba. Punto.
Esto
está ya empaquetado. —El teléfono seguía llamando—. Durante un tiempo fui comunista. En conjunto, una equivocación, pero fue una experiencia útil y esto siempre va bien. Punto. Otro paquete. —Nadie contestaba en casa de Molly. Colgué el teléfono—. Tendrá que decirlo en otro momento.

—Pero no será verdad...

—Posiblemente no, pero me gustará oírlo.

Una pausa.

—¿Qué pasará conmigo, Anna?

Escuchando, para enterarme de qué pensaba sobre ello, dije:

—Lucharás para superar esta época. Te convertirás en un hombre gentil, sensato y amable, al que la gente acudirá cuando necesite que alguien le diga que está loca por una buena causa.

—¡Por Dios, Anna!

—Lo dices como si te hubiera insultado...

—¡Otra vez nuestra antigua amiga, la madurez! Bueno, con ésta sí que no me voy a dejar apabullar, ya lo verás.

—¡Pero la madurez lo es todo, no irás a negármelo'

—No, no lo es.

—Pero, Saul, amor mío, ¿no ves que te hundes directamente y de cabeza? ¿Qué me dices de toda la gente maravillosa que conocemos, de cincuenta o sesenta años? En fin, hay unos cuantos, una gente estupenda, madura y sensata, gente auténtica, que irradia serenidad. ¿Y cómo han conseguido ser así? Bueno,
nosotros
lo sabemos, ¿verdad? Cada uno de ellos, el muy cabrón, tiene un historial de crímenes emocionales. ¡Ah, qué tristeza, los cadáveres sangrientos, esparcidos por la vía de la madurez del hombre o de la mujer, con toda la sensatez y la serenidad de los cincuenta y pico! La verdad es que no se puede conseguir ser maduro, sensato, etcétera, sin ser durante treinta años un feroz caníbal.

—Pues no seguiré siendo un caníbal... —Lo dijo riendo, pero con hosquedad.

—Ah, no; tú no. Soy capaz de reconocer en ti a un candidato a la serenidad y a la madurez, por lo menos a un kilómetro de distancia. A los treinta años luchan como locos, escupiendo fuego y despecho, dando guadañadas sexuales en todos los sentidos. Te puedo ya ver, Saul Green, fuerte y apartado de la gente, viviendo al día en un piso cualquiera, sorbiendo de vez en cuando alguna buena marca de whisky añejo. Sí, ya te imagino; habrás vuelto a recobrar la forma de tu cuerpo, serás uno de esos hombres de mediana edad, recios, cuadrados y sólidos, como un oso raído, con tu pelo cortado al cepillo y juiciosamente agrisado en las sienes. Y, además, probablemente, llevarás gafas. Te habrás decidido a callar, aunque es posible que para entonces ya sea natural en ti. Incluso llego a imaginarme una barba bien cuidada, rubia, sobriamente agrisada. Dirán: «¿Conoces a Saúl Green? ¡Ése sí que es un hombre! ¡Qué fuerza! ¡Qué calma! ¡Qué serenidad!». Aunque, de vez en cuando, uno de los cadáveres balará lastimosamente: «¿Te acuerdas de mí?».

—Quiero que sepas que todos los cadáveres están de mi parte, y si no lo entiendes es que no entiendes nada.

—Ah, sí que lo entiendo, pero no por ello es menos deprimente ver cómo las víctimas contribuyen tan gustosamente con su carne y con su sangre.

—¡Deprimente! Yo a la gente le hago bien, Anna. La despierto y la sacudo; la empujo al buen camino.

—¡Tonterías! Las personas que se ofrecen tan gustosamente a ser las víctimas son las que han desistido de ser ellas mismas caníbales; no son lo bastante fuertes o duras para la vía dorada que conduce a la madurez y para el sensato encogerse de hombros. Saben que se han rendido. Lo que dicen en el fondo es: «Yo me he rendido, pero tendré el gusto de contribuir para ti con mi carne y mi sangre».

—Ñam, ñam, ñam —y arrugó la cara de modo que sus rubias cejas se juntaban, formando una línea dura a través de la frente, a la vez que mostraba los dientes, sonriendo airado.

—Ñam, ñam, ñam —repetí.

—Tú, por lo que he entendido, no eres caníbal...

—Ah, sí, pues sí, pero yo también he ofrecido, de vez en cuando, ayuda y consuelo. No, no voy en camino de ser una santa; voy a ser una de las que empujan piedras.

—¿Qué quieres decir?

—Hay una gran montaña negra. Es la estupidez humana. Y hay un grupo de personas que empujan una piedra por la montaña arriba. Cuando la han subido unos metros, viene una guerra o una clase mala de revolución, y la piedra desciende rodando, aunque no hasta abajo de todo, pues siempre logra quedarse unos centímetros más arriba de cuando había empezado a subir. Entonces, el grupo de personas juntan los hombros y vuelven a empujar. Mientras tanto, en la cima de la montaña hay unos cuantos grandes hombres. A veces miran hacia abajo, afirman con la cabeza y dicen: «Bien, los que empujan piedras todavía trabajan. Entre tanto, nosotros meditamos sobre cómo es el espacio, o cómo será el mundo cuando esté lleno de gente que no odie, ni tema, ni asesine».

—Mmm, pues yo quiero ser uno de esos, grandes hombres que están en la cima de la montaña.

—Mala suerte para los dos, porque los dos empujamos la piedra.

De repente, dio un salto y bajó de la cama. Parecía como un muelle de acero que se hubiera soltado. Se quedó de pie con los ojos llenos de odio, que le apareció súbitamente, como si le hubieran dado a un interruptor, y dijo:

—¡Ah, no, tú no! Ah, no, yo no; voy a... Yo no voy a... Yo, yo, yo.

Pensé: «Bueno, ya vuelve
él
. Fui a la cocina y cogí una botella de whisky, mientras él hablaba. Me tumbé en el suelo, mirando el dibujo de las sombras de luz dorada que había en el techo, oyendo el ritmo irregular de la lluvia gruesa que caía fuera. Sentí cómo la tensión se apoderaba de mi estómago. La Anna enferma había regresado. Yo, yo, yo, yo: era como una ametralladora, disparando regularmente. Yo escuchaba y no escuchaba, como si fuera un discurso escrito por mí que leía otro. Sí, era yo; era todo el mundo: el yo, yo, yo soy. Yo seré. Yo no seré. Yo haré. Yo quiero. Se paseaba por la habitación como un animal, un animal parlante. Sus movimientos eran violentos y estaban cargados de energía, de una fuerza dura que escupía: yo, Saul, Saul; yo, yo quiero. Tenía los ojos verdes clavados, sin ver; la boca era como una cuchara, una pala o una ametralladora, que vomitaba un lenguaje ardiente y agresivo, palabras que eran como balas:

—No voy a dejar que me destruyas. Ni tú, ni nadie. No voy a dejar que me encierren, que me enjaulen, que me amansen, que me hagan callar. Me mantendré en mi sitio. No haré como tú; yo no... Yo digo lo que pienso. Tu mundo no me interesa.

Yo sentía que la violencia de su fuerza negra afectaba a todos mis nervios, sentía los músculos del estómago que se revolvían, mientras que los de la espalda los tenía tensos como alambres. Estaba tumbada con la botella de whisky en la mano, bebiendo sin parar, sintiendo cómo la borrachera se apoderaba de mí, escuchando, escuchando... Caí en la cuenta de que había estado tumbada mucho rato, tal vez horas, mientras que Saúl daba zancadas y hablaba. Una o dos veces dije algo, arrojé palabras contra la cascada de las suyas. Parecía como una máquina, ajustada o preparada por el mecánico para que se parara brevemente ante los ruidos del exterior; se paraba, se contenía mecánicamente, y la boca o el metal se abría ya en posición de proferir la nueva cascada de yo, yo, yo, yo, yo... Una vez me levanté sin que él me viera realmente, pues no me veía salvo como a un enemigo al que tenía que hacer callar, y puse música de Armstrong, en parte para mí, acogiéndome como consuelo a aquellos sones puros y cordiales.

—Oye, Saul, óyeme...

Entonces frunció ligeramente el ceño, con un tic de las cejas, y dijo como una máquina:

—¿Sí? ¿Qué?

Pero en seguida: yo, yo, yo, yo; ya os enseñaré yo a vosotros y a vuestra moralidad, a vuestro amor y vuestras leyes; yo, yo, yo, yo... Quité la música de Armstrong y puse su música, fría y cerebral, la música objetiva para hombres que rechazan la locura y la pasión. Durante unos instantes se detuvo. Luego se sentó, como si le hubieran cortado los tendones de los muslos. Se estuvo sentado con la cabeza sobre el pecho, los ojos cerrados, escuchando el repiqueteo de la suave ametralladora de Hamilton, el ritmo que llenaba la habitación como sus propias palabras, tras lo cual dijo en su propia voz:

—Dios mío, ¿qué hemos perdido, qué hemos perdido, qué hemos perdido, cómo podremos jamás volver a encontrarlo, cómo podremos volver a encontrarlo?

Y después, como si no hubiera pasado nada, vi que se le tensaban los muslos y que se sobresaltaba. Paré el tocadiscos, puesto que ya no escuchaba, salvo a sus propias palabras: yo, yo... Me tumbé en el suelo y escuché como las palabras salpicaban las paredes y rebotaban por todas partes; yo, yo, yo, el ego desnudo. Me sentía mal. Estaba encogida como una pelota de músculos doloridos, mientras que las balas volaban y se esparcían. Durante un momento perdí el sentido y volví a visitar la pesadilla en que yo sé, pero sé de verdad, que la guerra nos aguarda, en que yo corro por una calle vacía de edificios blancos y sucios en una ciudad silenciosa y llena de seres humanos que aguardan en silencio, mientras en algún sitio cercano explota el contenedor pequeño y siniestro de la muerte, muy suavemente, en medio del silencio de la expectativa, esparciendo muerte, desmoronando edificios, rompiendo la sustancia de la vida y desintegrando la estructura de la carne, mientras que yo grito, sin voz, sin que nadie me oiga, igual que los otros seres humanos que gritaban dentro de los edificios silenciosos, sin que nadie les oyera. Cuando recobré el sentido, Saúl estaba apoyado contra la pared, apretando la espalda contra ella, con los músculos de la espalda y de los muslos agarrados a la pared. Me miraba. Me había visto. Estaba de vuelta por vez primera desde hacía horas. Tenía la cara blanca, exangüe, con los ojos grises y cansados, llenos de horror al verme allí retorciéndome de dolor.

—Anna, por Dios, no mires así.

Pero luego hubo una vacilación y volvió el loco, pues entonces ya no fue sólo el yo, yo, yo, sino el yo contra las mujeres. Las mujeres carceleras, conciencias, portavoces de la sociedad, y lanzaba un chorro de odio puro que iba dirigido contra mí por ser mujer. El whisky ya me había debilitado y embrutecido, y dentro de mí sentí el flojo, blando y estúpido sentimiento de la mujer traicionada. Ay, ay, ay, no me quieres, no quieres. Los hombres ya no aman a las mujeres. Con mi dedito rosa me señalaba los senos traicionados blancos, de puntas rosas, y empecé a derramar lágrimas de flojedad, empapadas y diluidas de whisky, en nombre de la raza femenina. Mientras lloraba, vi cómo el pene se le levantaba dentro de los pantalones tejanos, y yo me sentí húmeda y pensé, burlándome, que me iba a hacer el amor, que iba a hacer el amor a la pobre Anna traicionada. Luego dijo, con su voz de colegial mojigato y escandalizado:

—Anna, estás borracha; levántate del suelo.

—No quiero.

Lloraba, refocilándome en la flojera. Entonces, él me arrastró, escandalizado y lujurioso, y me penetró como un colegial que hace el amor a su primera mujer, demasiado rápido, lleno de vergüenza y acalorado. Yo le exhorté, sintiéndome insatisfecha:

—Ahora compórtate según tu edad.

Hablaba su misma lengua, y él, escandalizado, me reprendió:

—¡Anna, estás borracha! Duérmete.

Me arropó, besándome, tras lo cual salió de puntillas, como un colegial culpable y orgulloso de su primer plan. Le vi, vi a Saul Green, al buen muchacho americano, sentimental y avergonzado, que se ha acostado con su primera mujer. Me quedé tumbada riendo y luego me dormí, pero me desperté riendo. No sé qué debí soñar, pero me desperté en un estado de ánimo muy ligero, y luego vi que él estaba junto a mí.

Estaba frío y le cogí entre mis brazos, muy feliz. Sabía, debido al carácter de mi felicidad, que debía de haber volado fácil y alegremente en sueños, y esto significaba que no iba a ser siempre la Anna enferma. Pero, al despertar él, estaba agotado por las horas de yo, yo, yo, yo, y tenía la cara amarilla como si agonizara. Cuando nos levantamos de la cama, los dos estábamos agotados, tomamos café y leímos los periódicos, sin poder decir nada, en la cocina grande y de colores vivos.

—Debo trabajar.

Pero los dos sabíamos que no lo haría. Nos volvimos a la cama, demasiado cansados para movernos, y yo llegué a desear que volviera el Saul de la noche anterior, lleno de energía negra y asesina, pues me daba miedo que estuviera agotado de aquel modo.

Other books

The 40s: The Story of a Decade by The New Yorker Magazine
Weep In The Night by Valerie Massey Goree
Double Vision by F. T. Bradley
Savage Autumn by Constance O'Banyon
Naked Truths by Jo Carnegie
Never Resist a Rake by Mia Marlowe