El Cuaderno Dorado (103 page)

Read El Cuaderno Dorado Online

Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
3.34Mb size Format: txt, pdf, ePub

Oí las pisadas de Saul que subían las escaleras y me interesó saber quién iba a entrar. Inmediatamente, al verle, a pesar de que parecía enfermo y cansado, supe que los demonios no estarían en mi cuarto aquel día; y tal vez nunca más, porque también sabía lo que tenía proyectado decir.

Se sentó al borde de mi cama y dijo:

—Es curioso que hayas estado riendo. He estado pensando en ti mientras caminaba por ahí.

Comprendí de qué modo había caminado por las calles, a través del caos de su imaginación, agarrándose a ideas o a series de palabras para salvarse.

—Bueno, ¿qué pensabas?

Esperaba que hablara el pedagogo.

—¿Por qué te ríes?

—Porque has estado corriendo por una ciudad loca, fabricando sistemas de axiomas morales para salvarnos a los dos, como, los lemas que salen de los petardos de Navidad.

—Es una pena que me conozcas tan bien, yo que me creía que te iba a sorprender por mi autocontrol y mi brillantez. Sí, supongo que la comparación con los lemas de los petardos navideños es justa.

—Bueno, vamos a ver...

—En primer lugar, no te ríes bastante, Anna. Lo he estado pensando. Las muchachas ríen. Las viejas ríen. Las mujeres de tu edad no ríen, estáis todas demasiado absortas con el serio asunto de vivir.

—Pero si me estaba desternillando de risa, me reía de las mujeres libres.

Le conté el argumento del cuento. Me escuchó, sonriendo con una mueca, y dijo:

—No me refería a esto, me refería a la risa de verdad.

—Lo pondré en el orden del día.

—No, no lo digas así. Escucha, Anna, si no nos creemos que las cosas que ponemos en el orden del día se van a realizar, entonces estamos perdidos. Nos salvará lo que introduzcamos seriamente en nuestros programas.

—¿Tenemos que creer en nuestros programas?

—Tenemos que creer en nuestros hermosos e. irrealizables programas.

—Bien, ¿y qué más?

—Segundo, así no puedes continuar; tienes que volver a ponerte a escribir.

—Está claro que lo haría si pudiera...

—No, Anna, con esto no es bastante. ¿Por qué no escribes ese cuento del que me acabas de hablar? No, no quiero oír todas las tonterías que normalmente me sueltas. Dime en una frase sencilla por qué no escribes. Durante mi paseo he pensado que con sólo que lo pudieras simplificar en tu mente, reducirlo a una cosa, podrías examinar bien ese problema y superarlo.

Empecé a reírme, pero él dijo:

—No, Anna, vas a enloquecer si no lo haces. En serio.

—Muy bien, pues. No puedo escribir éste u otro cuento, porque en el momento en que me siento a escribir, alguien entra en la habitación, mira por encima de mi hombro y hace que me detenga.

—¿Quién? ¿Sabes quién es?

—Claro que sí. Tal vez un campesino chino. O uno de los guerrilleros de Fidel Castro. O un argelino, luchando en el FLN. O el señor Mathlong. Vienen al cuarto y me dicen: «¿Por qué no haces algo para nosotros, en lugar de perder el tiempo trazando garabatos?».

—Tú sabes perfectamente que esto no lo diría ninguno de ellos.

—No, pero

sabes perfectamente lo que quiero decir. Sé que me entiendes.

Es nuestra maldición.

—Sí, ya lo sé. Pero, Anna, te voy a obligar a escribir. Toma un trozo de papel y una pluma...

Coloqué una hoja de papel en blanco sobre la mesa, cogí una pluma y esperé.

—No importa si no te sale bien. ¿Por qué eres tan arrogante? Tú empieza...

La mente se me vació como sobrecogida de pánico. Dejé la pluma. Le vi con los ojos clavados en mí, obligándome, forzándome: volví a coger la pluma.

—Te voy a dar la primera frase. Son las dos mujeres que tú eres, Anna. Escribe: «Las dos mujeres estaban solas en el piso londinense».

—¿Quieres que empiece una novela así, con «las dos mujeres estaban solas en el piso londinense»?

—¿Por qué lo dices de ese modo? Escríbelo, Anna...

Lo escribí.

—Escribirás el libro, lo escribirás; lo terminarás.

—¿Por qué crees que es tan importante que lo haga?

—¡Ah! —exclamó en tono desesperado, burlándose de sí mismo—. He ahí una pregunta interesante. Bueno, pues porque si lo puedes hacer tú, también lo podré hacer yo.

—¿Quieres que te dé la primera frase de tu novela?

—A ver...

—«En Argelia, en la árida ladera de una loma, un soldado observaba la luz de la luna brillar en su fusil.»

—Esto lo podría escribir yo; tú no...

—Pues escríbelo.

—Con una condición: que me des tu cuaderno.

—¿Por qué?

—Lo necesito. Eso es todo.

—De acuerdo.

—Tendré que marcharme, Anna. Ya lo sabes, ¿verdad?

—Sí.

—Pues hazme la comida. Nunca pensé que a una mujer le diría «hazme la comida». Considero que el hecho es un pasito hacia lo que llaman la madurez.

Hice la comida y dormimos. Esta mañana me he despertado antes, y su cara, dormida, parecía enferma y muy delgada. Pensé que era imposible que se fuera; no podía dejar que se marchara, pues no estaba en condiciones.

Se despertó y yo luché contra el deseo de decirle: «No puedes irte. Tengo que cuidarte. Haré lo que sea si me dices que te quedas conmigo».

Yo sabía que estaba luchando contra su propia debilidad. Me preguntaba qué hubiera ocurrido en aquellas semanas pasadas, si no me hubiera rodeado el cuello con sus brazos, inconscientemente, mientras dormía. Deseaba, entonces, que me rodeara el cuello con sus brazos. Estuve luchando para no tocarle, como él luchaba para no pedirme ayuda, y yo pensaba qué extraordinario era que un acto de amistad, de compasión, pudiera ser una traición tan grande. El cerebro se me paralizó a causa del agotamiento, y mientras me ocurría esto, me venció el dolor de la compasión y le arrullé entre mis brazos, sabiendo que nos traicionábamos. Él se agarró a mí, en seguida, durante un segundo de auténtica proximidad. Luego, de súbito, mi falsedad provocó la suya, pues murmuró con la voz de un niño:

—Niño bueno.

Y no lo dijo como se lo hubiera susurrado a su madre, pues no eran unas palabras suyas; estaban sacadas de la literatura. Las susurró con sensiblería, parodiando. Aunque no del todo. Sin embargo, cuando le miré, en su cara enferma vi, primero, el falso sentimentalismo que acompañaba a aquellas palabras; luego, una mueca de dolor; y después, al ver que yo le miraba con horror, los ojos grises que se le estrechaban en una actitud desafiante y llena de odio. Nos miramos agobiados por nuestra mutua vergüenza y humillación. Luego se le suavizó el gesto. Durmió unos segundos, perdió el sentido, como yo lo había perdido unos momentos antes, justo antes de que le abrazara. Después se despejó de una sacudida, muy tenso y dispuesto a la lucha; se desprendió bruscamente de mis brazos, con una mirada alerta y eficiente por la habitación como si buscara a los enemigos, tras lo cual se puso en pie. Todo ello lo hizo en un momento, pues todas estas reacciones se sucedieron con una extrema celeridad.

—Ya no podremos caer más bajo que esto.

—No.

—Bueno, ya lo hemos representado.

—Ya está listo y empaquetado.

Subió a poner las pocas cosas que tenía en una bolsa y en una maleta.

Cuando volvió a bajar, se apoyó contra la puerta de la habitación grande. Era Saul Green. Vi a Saul Green, al hombre que había entrado en mi piso hacía unas semanas. Llevaba la ropa nueva, bien ajustada, que se había comprado para resguardar su flacura. Resultaba un hombre pulido, más bien bajo, con hombros demasiado anchos y los huesos que le salían de la cara demasiado flaca, como insistiendo en que aquél era un cuerpo achaparrado de carne firme, que volvería a ser fuerte cuando, superada la enfermedad, recobrara la salud. Yo veía, junto a aquel hombre rubio, delgado, más bien pequeño, con el pelo rubio como un cepillo de suaves cerdas, junto a su cara amarilla y enferma, a un hombre de carne morena robusta y fuerte, como a una sombra que acabaría absorbiendo el cuerpo que la proyectaba. Mientras tanto, aparecía despojado y dispuesto a la acción, reducido al mínimo, ligero de pies, cauteloso. Estaba de pie con los pulgares cogidos al cinturón, los dedos arqueados hacia abajo (aunque entonces era como una gallarda parodia de la actitud del chulo) y desafiando con sorna, con los ojos, grises y fríos, en una guardia amistosa. Le sentí como si fuera hermano mío, como si no me importara que nos separáramos, ni a qué distancia estuviéramos el uno del otro, porque seríamos siempre carne de la misma carne, y nos compenetraríamos en nuestros pensamientos.

—Escríbeme la primera frase en el libro.

—¿Quieres que te la escriba?

—Sí, escríbela.

—¿Porqué?

—Eres miembro del equipo.

—No me lo parece, pues detesto los equipos.

—Piensa en ello. Hay unos cuantos como nosotros por él mundo, confiamos los unos en los otros, a pesar de que no nos conocemos por los nombres. A pesar de todo, contamos unos con otros, ¿comprendes? Formamos un equipo, somos los que no nos hemos rendido, los que seguiremos luchando. Te lo aseguro, Anna, a veces cojo un libro y digo: «Pues lo has escrito tú, ¿eh? Estupendo.
Okay
, ya no tendré que escribirlo».

—Bueno, te escribiré la primera frase.

—Bien, escríbela, y yo vendré a buscar el libro y a despedirme cuando me marche.

—¿A dónde te vas?

—Sabes perfectamente que no lo sé, que no puedo saberlo.

—Algún día lo tendrás que saber, ¿no crees?

—Sí, sí, pero no estoy aún lo bastante maduro, ¿recuerdas?

—Tal vez lo mejor sería que regresaras a América.

—¿Por qué no? El amor es lo mismo en todo el mundo...

Me reí y fui adonde estaba el bonito cuaderno nuevo, mientras que él se iba abajo, y escribí: «En Argelia, en la árida ladera de una loma, un soldado observaba la luz de la luna brillar en su fusil».

[Aquí terminaba la letra de Anna. El cuaderno dorado seguía con la letra de Saul Green. Se trataba de una novela corta sobre un soldado argelino. El soldado era un campesino consciente de que lo que sentía acerca de la vida no era lo que se esperaba que sintiera. Se esperaba ¿por quién? Por un
ellos
invisible, que podría ser Dios o el Estado o la Ley o el Orden. Le capturan, los franceses lo torturan, se escapa, se une al FLN y se encuentra con que tiene que torturar él, bajo órdenes, a prisioneros franceses. Se da cuenta de que, en el fondo, tenía que sentir sobre ello algo que no sentía. Una noche, ya tarde, discute su estado de espíritu con uno de los prisioneros franceses a quien él había torturado. El prisionero francés resulta ser un joven intelectual, estudiante de filosofía. Este joven (los dos hombres hablan secretamente en la celda del prisionero) se queja de que está en una cárcel intelectual. Reconoce lo que reconocía desde hacía años: que nunca había logrado pensar nada o sentir nada que no fuera encasillado al instante, ya fuese en una casilla llamada «Marx» o en otra con el nombre de «Freud». Se queja de que sus pensamientos y emociones sean como fichas que caen en ranuras ya predestinadas. El joven soldado argelino lo encuentra interesante. A él no le ocurre lo mismo, dice. Lo que le preocupa a él (aunque la verdad era que no le preocupaba y que él creía que debiera preocuparle) es que nada de lo que piensa o siente es lo que se espera de él. El soldado argelino dice que envidia al francés o, más bien, siente que
debiera
envidiarle. Mientras que el estudiante francés dice que envidia muy profundamente al argelino: desea, por lo menos una vez en la vida, sentir o pensar algo propio, espontáneo, no dirigido, no impuesto por los abuelos Freud y Marx. Las voces de los dos jóvenes se alzan más de lo prudente, sobre todo la del estudiante francés, que se pone a gritar contra su situación. Entra el comandante y encuentra al argelino hablando, como un hermano, con el prisionero que debía estar vigilando. El soldado argelino dice: «Señor, he hecho lo que me han ordenado; he torturado a este hombre. Pero usted no me dijo que no hablara con él». El comandante decide que su hombre debe de ser un espía, reclutado probablemente mientras fue prisionero. Ordena que le fusilen. El soldado argelino y el estudiante francés son ejecutados juntos, en la colina y frente al sol que se levanta, a la mañana siguiente.]

[Esta novela corta se publicó y tuvo bastante éxito.]

MUJERES LIBRES, 5

Molly se casa y Atina tiene una aventura

La primera vez que Janet le preguntó a su madre si podía ir a un pensionado, Anna pareció poco dispuesta. Detestaba los pensionados y los principios que defendían. Después de enterarse sobre distintos colegios «progresistas», volvió a hablar de ello con Janet; pero entre tanto la niña había traído a casa a una amiga que ya iba a un pensionado convencional, para ayudarla a persuadir a su madre. Las dos niñas, con los ojos brillantes y presintiendo que Anna iba a decir que no, charlaron de uniformes, dormitorios, salidas con la clase y demás. Anna comprendió que un colegio «progresista» era precisamente lo que Janet no quería. Le decía, en el fondo: «Quiero ser normal, no quiero ser como tú». Había visto el mundo del desorden, lo había vivido, el mundo donde la gente se mantiene abierta hacia nuevas emociones o aventuras, vive al día, como pelotas bailando perpetuamente en la cima de surtidores de agua saltarina, y había decidido que no lo quería. Anna dijo:

—Janet, ¿te das cuenta de lo diferente que va a ser de todo lo que tú has conocido? Significa que vas a ir a pasearte en cola, como los soldados, y que te vas a parecer a todas las demás, y que vas a hacerlo todo ordenadamente según un horario.

Si no vigilas, vas a salir como un guisante en conserva, como el resto del mundo.

—Sí, ya lo sé —contestó la niña de trece años, con una sonrisa que significaba: «Ya sé que tú odias todo esto, pero yo no».

—Te resultará un conflicto.

—No lo creó —concluyó Janet, repentinamente sombría y reaccionando contra la idea de que jamás podría aceptar lo bastante el estilo de vida de su madre, como para que un cambio le produjera conflictos.

Anna comprendió, cuando Janet se hubo marchado al colegio, cuánto había dependido de la disciplina impuesta por el hecho de tener una hija: levantarse por la mañana a una hora determinada, acostarse pronto para no estar cansada al día siguiente y poder madrugar, hacer comidas regularmente, organizar sus cambios de humor para no afectar a la niña...

Estaba sola en aquel piso enorme. Debía mudarse a otro más pequeño. No quería volver a alquilar habitaciones, pues la idea de otra experiencia como la de Ronnie e Ivor le asustaba... y le asustaba que la asustara. ¿Qué le ocurría? ¿Por qué huía de las complicaciones provocadas por la gente? ¿Por qué rehusaba participar en ellas? Su actitud traicionaba lo que sentía que tenía que ser. Se decidió por un compromiso: permanecería un año más en el piso, alquilaría una habitación, buscaría un trabajo que le gustara.

Other books

Impossible Dreams by Patricia Rice
Long Time Coming by Robert Goddard
Jago by Kim Newman
Death be Not Proud by C F Dunn
The Cherbourg Jewels by Jenni Wiltz
Rubdown by Leigh Redhead
Ever Present Danger by Kathy Herman
Tabula Rasa Kristen Lippert Martin by Lippert-Martin, Kristen, ePUBator - Minimal offline PDF to ePUB converter for Android
Under His Kilt by Melissa Blue