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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (49 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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Le sonrío. Ella arruga el ceño. Luego sonríe, a su vez. Nuestros ojos se encuentran y ella suelta una especie de carcajada. Vuelve a reír. Pero en seguida se controla y arruga de nuevo la frente. De pronto, hace como si aquella carcajada subversiva no hubiera existido, respira hondo y empieza a decir:

—Es natural que usted, como artista, una artista de gran calidad a la que es un privilegio conocer y con la que estoy muy orgullosa de poder conversar, es natural que usted esté poco dispuesta a dejar que cambien algo de lo que ha escrito. Pero permítame que le diga una cosa, y es que constituye un error mostrar excesiva impaciencia en lo que a la televisión concierne. Es la forma de arte del futuro, según mi parecer, y por eso, para mí, significa un gran privilegio trabajar con y por ella. —Se detiene; el americano solitario está buscando con los ojos al camarero, como si fuese a marcharse. Pero no, quiere más café. Ella vuelve a dirigirme la atención y prosigue—: El arte, tal como dijo una vez un gran hombre, es una cuestión de paciencia. Si quiere reflexionar sobre lo que hemos discutido y escribirme... O quizá prefiera tratar de escribirnos un guión y sobre otro tema. Como es natural, no podemos encargar trabajo a un artista sin previa experiencia en la televisión, pero sería un placer aconsejarla y ayudarla en la medida de nuestras posibilidades...

—Gracias.

—¿Piensa visitar los Estados Unidos? Me causaría un gran placer si me llamara para poder discutir sus ideas.

Vacilo. Casi me controlo. Luego sé que no es posible. Digo:

—Nada me causaría tanto placer como poder visitar su país. Pero, por desgracia, no me permitirían entrar. Soy comunista.

Los ojos se le disparan contra mi cara, enormes, azules y atónitos. Al mismo tiempo, hace un movimiento involuntario, un conato de empujar hacia atrás la silla para marcharse. La respiración se le acelera. Veo en ella a una persona atemorizada. Y empiezo a arrepentirme de aquella confesión. Lo he dicho por toda una serie de razones infantiles. Primero, porque deseaba escandalizarla. Segundo, por un sentimiento de que debía decirlo; si después alguien le hubiera dicho: «Claro, es comunista», ella habría creído que yo se lo oculté. Tercero, porque deseaba ver qué ocurría. Etc. Ahora está frente a

, respirando agitadamente, la mirada incierta, los labios rosa bastante manchados, entreabiertos. Está pensando: «La próxima vez me preocuparé muy mucho de informarme antes». Además, se está viendo a sí misma como víctima, pues no en vano he podido leer esta mañana, repasando un montón de recortes de periódicos americanos, que cada día son despedidas de su trabajo docenas de personas interrogadas por los comités de actividades antiamericanas, etc. Dice, casi sin aliento:

—Bueno, las cosas son muy distintas aquí, en Inglaterra. Ya lo sé...

La máscara de la mujer de mundo se quiebra por la mitad y acaba diciendo, tras una larga pausa:

—Pero, la verdad, jamás hubiera imaginado que...

Lo cual quiere decir: «Me has caído bien. ¿Cómo puedes ser comunista?».

Súbitamente, me siento tan enojada por este tipo de provincianismo que, como siempre en circunstancias semejantes, pienso: «Más vale ser comunista, cueste lo que cueste. Es mejor estar en contacto con el mundo que encontrarse tan lejos de la realidad como para poder decir cosas tan estúpidas». Ahora, sin más, las dos estamos enojadas. Ella aparta la vista de mí, para recobrarse. Y yo pienso en aquella noche que pasé conversando con un escritor ruso, hace dos años. Pronunciábamos las mismas palabras: el lenguaje comunista. Sin embargo, nuestra experiencia era tan distinta, que cada una de las frases significaba cosas distintas para ambos. En aquella ocasión, me sobrecogió una sensación de absoluta falta de realidad, hasta que, por fin, ya muy avanzada la noche —o, mejor dicho, de madrugada— traduje una de las cosas que había dicho y la trasladé de aquella jerga poco comprometedora a un incidente real: le conté a mi colega la historia de Jan, que había sido torturado en una cárcel de Moscú. Instantáneamente, él me clavó los ojos, asustado, e hizo el mismo gesto de querer marcharse, como de escapar: yo decía unas cosas que, si las hubiera dicho en su país, le hubieran costado la cárcel. El hecho era que las expresiones de nuestra filosofía común no constituían más que una forma de disfrazar la verdad. ¿Qué verdad? La de que no temamos nada en común, excepto la etiqueta: comunista. Y ahora, en esta otra ocasión con la americana, sucedía lo mismo: podíamos usar el lenguaje de la democracia durante toda la noche, pero describiríamos experiencias distintas. Allí estábamos, pensando que, como mujeres, nos caíamos bien; pero no teníamos nada que decirnos. Exactamente como durante aquel momento con el escritor ruso, cuando no pudimos decirnos nada más.

Por fin, ella se decide a hablar:

—¡Bueno, querida, ha sido la sorpresa de mi vida! —exclamó—. Simplemente, me cuesta comprenderlo —esta vez es una acusación y me vuelvo a enojar—. Como es natural —añade—, la admiro por su honestidad.

«Bueno —pienso—, si me encontrara en América, perseguida por los comités, no iría por los hoteles diciendo tranquilamente que soy comunista. Así, pues, enfadarse es deshonesto...» Sin embargo, movida por mi irritación, digo con sequedad:

—Quizá sería una buena idea que se informara mejor antes de invitar a cenar, en este país, a otros escritores. De lo contrario, corre usted el riesgo de que bastantes de ellos la pongan en un aprieto.

La expresión de su rostro denota que ha tomado distancias respecto a mí. Sospecha. Estoy encasillada como comunista y, seguramente, digo mentiras. Me acuerdo de aquel momento con el escritor ruso, cuando él pudo escoger entre aceptar lo que yo había dicho y discutirlo o batirse en retirada, que es lo que hizo con una mirada irónica de superioridad y como diciendo: «En fin, no es la primera vez que un amigo de nuestro país se convierte en enemigo». En otras palabras: «Has sucumbido al chantaje del enemigo capitalista». Por fortuna, en mitad de aquel trance aparece el americano junto a nuestra mesa. Me pregunto si la balanza se ha inclinado a este lado por el hecho de que ella hubiera cesado genuinamente, y no por cálculo, de prestarle atención. Me entristece, porque presiento que así es.

—Bueno, Jerry —dice ella—, ya imaginaba que nos encontraríamos. Oí decir que estabas en Londres...

—¡Eh! ¡Qué tal! Me alegro de verte...

Es un hombre bien vestido, dueño de sí mismo, que está de buen humor.

—Te presento a la señorita Wulf —dice Edwina Wright con dificultad, porque no puede impedirse pensar: «Le estoy presentando un enemigo a un amigo. Debería encontrar el modo de ponerle en guardia»—. La señorita Wulf es una escritora muy famosa.

Me doy cuenta de que las palabras escritora famosa le han calmado un poco el nerviosismo. Y digo:

—Ya me disculparán si les dejo. Tengo que regresar a ver cómo está mi hija.

Es obvio que ella siente alivio. Salimos todos juntos del comedor. Al despedirme y volverme hacia la puerta, veo cómo ella desliza la mano sobre el hombro de él. Oigo que le dice:

—¡Jerry, qué contenta estoy de verte aquí! Pensé que pasaría sola la noche.

Él le responde:

—Querida Eddy, ¿cuántas noches has pasado a solas sin tú quererlo?

La veo sonreír, concisa y agradecida. Y yo me voy a casa pensando que, a pesar de todo, el momento en que rompí la cómoda apariencia de nuestro encuentro fue el único instante honesto de aquella noche. Sin embargo, estoy avergonzada, insatisfecha y deprimida, exactamente igual que después de aquella noche que pasé hablando con el ruso.

[El cuaderno rojo.]

28 de agosto de 1954

Pasé la noche de ayer tratando de recoger la máxima información posible sobre Quemoy. Muy poco en mi biblioteca o en la de Molly. Las dos teníamos miedo de que tal vez sea el comienzo de otra guerra. Molly dijo:

—¿Cuántas veces hemos hecho lo mismo, muy preocupadas, y luego no hay ninguna gran guerra?

Me he dado cuenta de que le preocupaba otra cosa. Por fin me ha confesado que había sido amiga íntima de los hermanos Forest. Cuando «desaparecieron» —se supone— en Checoslovaquia, ella fue a la Oficina central en busca de información, y allí dijeron que no había motivo para preocuparse, pues estaban haciendo un trabajo importante para el Partido. Ayer se supo que estuvieron tres años en la cárcel y que acababan de ser puestos en libertad. Entonces, ayer mismo, Molly volvió a la Oficina central, preguntó si sabían que los hermanos estaban en la cárcel, y resultó que lo habían sabido desde el principio. Después de contarme la historia, me planteó:

—Estoy pensando en dejar el Partido.

—¿Por qué no esperas a que las cosas mejoren? Al fin y al cabo, todavía están borrando las secuelas del período de Stalin.

—¡Pero si tú misma dijiste la semana pasada que ibas a dejarlo! En fin, se lo he dicho a Hal. Sí, he visto al jefe en persona y le he dicho: «Los malos han muerto todos, ¿no? Stalin, Beria y demás. Así, pues, ¿por qué seguís como antes?». Me ha contestado que se trataba de permanecer al lado de la Unión Soviética en caso de ataque. Ya sabes, lo de siempre. Yo le he preguntado: «¿Y qué me dices de los judíos en la Unión Soviética?». A lo que ha replicado que sólo era una mentira capitalista. «¡Por Dios no, no volváis con lo mismo!», he exclamado. Y al final me ha soltado una conferencia, muy amable y calmado, sobre la necesidad de no dejarse vencer por el pánico. De repente, me ha parecido que o yo estaba loca o eran todos ellos los locos. Le he dicho: «Mira, una de dos: os metéis en la cabeza que tenéis que aprender a decir la verdad y dejaros de todo ese cuento de la conspiración y demás mentiras, o no va a quedar ni un solo miembro del Partido». Me ha sugerido que encontraba muy natural mi excitación al enterarme de que unos amigos míos habían estado en la trena. De pronto, me he dado cuenta de que empezaba a excusarme, a mostrar una actitud defensiva hacia mí, pese a estar segura de que era yo quien tenía razón, y no él. ¿No lo encuentras
curioso
, Anna? Un minuto más y le habría presentado disculpas a él. Pero he logrado controlarme a tiempo. Me he marchado a toda prisa, y una vez en casa he tenido que tumbarme en la cama de lo agitada que estaba.

Michael ha venido tarde. Le he contado lo que había dicho Molly, y él ha preguntado:

—¿Y tú vas a dejar el Partido?

Parecía como si lo lamentara, a pesar de todo. Luego ha añadido, con sequedad:

—¿Te das cuenta, Anna, de que cuando tú y Molly habláis de abandonar el Partido, parece como si se sobreentendiera que inmediatamente vais a caer en un marasmo de torpeza moral? Y, no obstante, la realidad es que millones, literalmente millones de seres normales, perfectamente normales, han salido del Partido... si no les han asesinado antes... Y lo han hecho a causa de los asesinatos, del cinismo, del horror y de la traición que dejaban tras de sí.

—Quizás eso es lo que menos importa.

—Entonces, ¿qué es lo que importa?

—Hace un minuto he tenido la impresión de que, si decía que dejaba el Partido, lo habrías sentido.

Se ha reído, reconociendo que era verdad; luego ha permanecido silencioso un rato, hasta que ha explicado, volviendo a reír:

—Quizá la razón por la que estoy contigo, Anna, es que resulta muy agradable tener cerca a alguien tan lleno de fe, aunque sea de una fe que yo no comparto.

—¡Fe! —exclamó.

—Sí, fe. Tu entusiasmo y seriedad no son más que eso.

—Pues yo nunca describiría con esos términos mi actitud hacia el Partido.

—No importa. Perteneces al Partido, lo cual es más que...

Ha sonreído y yo he completado:

—¿Que tú?

Me ha dado la impresión de que se sentía muy desdichado. Estaba inmóvil, meditabundo. Por fin se ha decidido a decir:

—Bueno, hemos hecho lo que hemos podido. No resultó, pero... Vámonos a la cama, Anna.

He tenido un sueño maravilloso. He soñado que había una enorme telaraña formando un cuadro muy hermoso. De una hermosura increíble, toda cubierta de dibujos bordados que parecían, ilustraciones de los mitos de la humanidad. Pero no eran sólo dibujos; eran los mitos mismos, de modo que aquella telaraña tan suave y brillante estaba viva. Tenía muchos colores, muy sutiles y fantásticos, pero, en conjunto, el tono de este enorme tejido era rojo, una especie de rojo brillante que formaba aguas. En el sueño, yo tocaba y palpaba la telaraña, llorando de gozo. He vuelto a mirarla y me he dado cuenta de que tenía la forma del mapa de la Unión Soviética. Ha empezado a crecer, extendiéndose, avanzando con lentitud, como un mar reluciente. Ahora incluía las formas de los países próximos a la Unión Soviética: Polonia, Hungría, etc. Pero sus bordes eran transparentes y finos. Yo todavía lloraba, de gozo y también de aprensión. Y, luego, aquella neblina tan suave y reluciente se extendía sobre China, adquiriendo profundidad hasta convertirse en un grumo duro y espeso, de color escarlata. Y me he encontrado después en el espacio, manteniendo mi posición flotante a base de golpear el aire con los pies. Permanecía en el espacio, en medio de una neblina azul, mientras el globo iba dando vueltas, con unos matices rojizos en los países comunistas y una amalgama de colores en el resto del mundo. África era negra, pero de un negro profundo, luminoso, muy excitante; como por la noche, cuando la luna está debajo mismo del horizonte, a punto de salir. Después he sentido mucho miedo y me he encontrado mal, como si me hubiera invadido una sensación que no quería reconocer. Estaba tan mareada que no podía mirar abajo para ver el globo dando vueltas. Luego he mirado y ha sido como una aparición: ha pasado mucho tiempo, y lo que veo ahora ante mí es toda la historia del hombre, una historia muy larga y que se asemeja a un inmenso himno ensordecedor, de gozo y de triunfo, en el que el dolor es como un contrapunto que engendra vida. Vuelvo a mirar y veo que las zonas rojas han sido invadidas por los demás colores brillantes de las otras partes del mundo. Los colores se derriten y se mezclan, con una belleza indescriptible, y el mundo se unifica en un solo color reluciente, un color que yo no había visto nunca. Es un momento de felicidad casi insoportable. La dicha parece como si se inflamase, de modo que todo revienta, estalla. Súbitamente, me encuentro en el espacio, en silencio. Debajo de mí reina el silencio. El globo sigue rodando, despacio, pero ahora se disuelve poco a poco, desintegrándose y esparciéndose por el aire en fragmentos, por todo el espacio, de modo que a mi alrededor no hay más que fragmentos ingrávidos que chocan perdidos; los unos contra los otros, antes de esfumarse. El mundo ha desaparecido y sólo queda el caos. Me encuentro sola en el caos. Y, con toda claridad, oigo que una vocecita me dice al oído: «Alguien ha tirado de un hilo de la telaraña y ésta se ha deshecho». Me he despertado, llena de alegría y regocijo. Tenía ganas de despertar a Michael para contárselo, pero comprendía que era imposible describir con palabras la emoción del sueño. Casi en seguida, el significado del sueño ha empezado a desvanecerse. Me he dicho: «El significado escapa. Cógelo, rápido...». Luego he pensado: «¡Pero si no sé cuál es el significado!». Entonces me he dado cuenta de que el significado había desaparecido ya, dejándome muy dichosa. Me he incorporado en la oscuridad, al lado de Michael, e inmediatamente he vuelto a tumbarme, rodeándole con mis brazos. Por su parte, él ha reaccionado en sueños apoyando la cara sobre mi pecho. «Lo cierto es que me importa un bledo la política, la filosofía, o lo que sea. Lo único que pido es que Michael se vuelva a oscuras en la cama y ponga la cara sobre mi pecho.» Finalmente, me he quedado dormida. Por la mañana recordaba a la perfección el sueño y lo que había sentido. Sobre todo, recordaba estas palabras: «Alguien ha tirado de un hilo de la telaraña y ésta se ha deshecho». Durante el resto del día el sueño ha ido encogiéndose, menguando, hasta quedar reducido a unas dimensiones exiguas y brillantes, carentes de sentido. Sin embargo, esta mañana, cuando Michael se ha despertado en mis brazos, abriendo sus ojos azules y sonriéndome, he pensado: «Una parte tan grande de mi vida ha sido tan retorcida y dolorosa, que cuando la felicidad me inunda como si se tratase de un río de agua azul, cálida y brillante, me niego a creerlo. Me digo a mí misma: soy Anna Wulf; soy yo, Anna, y soy feliz».

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