El Cuaderno Dorado (52 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
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Ella contribuyó a la conversación con datos sobre los muebles en Inglaterra, mientras pensaba: «Ahora soy la que está de más con una pareja de prometidos. Me siento aislada y sobrando. De nuevo me siento al descubierto. Dentro de un minuto se levantarán, me abandonarán, y yo me sentiré todavía más al descubierta
¿Qué me ha
sucedido?
Y, no obstante, antes morir que estar en la piel de esta mujer; de verdad».

Los tres estuvieron juntos veinte minutos más. La prometida continuó vivaracha, femenina, coqueta, seductora para con su presa. El prometido permaneció correcto y dueño de la situación. Sólo sus ojos le traicionaban. Y ella, la presa de él, no le olvidó ni un instante; sus ojos seguían a los de Robert, atentos a la inspección minuciosa (aunque necesariamente reducida) que practicaban sobre las mujeres que pasaban.

La situación era desoladoramente obvia para Ella; y le parecía que lo debería ser para cualquiera que observara a la pareja sólo cinco minutos. Habían sido amantes demasiado tiempo. Ella tenía dinero y él lo necesitaba. Ella estaba enamorada de él, con desesperación y aprensión; él sentía afecto por ella, pero las cadenas ya comenzaban a irritarle. Aquel enorme buey, tan bien criado, se sentía incómodo antes incluso de que le apretaran el lazo alrededor del cuello. Dos o tres años más tarde, serían Monsieur y Madame Brun, habitarían un apartamento muy bien amueblado (con el dinero de ella), y tendrían un niño pequeño, y tal vez hasta una niñera... Ella seguiría siendo seductora, alegre y anhelante, mientras que él se mantendría correcto y de buen humor, aunque de vez en cuando tendría rachas de mal genio por causa de las responsabilidades familiares, que obstaculizarían sus alegres relaciones con la amante de turno.

Y a pesar de que cada una de las etapas de aquel matrimonio se le presentaban a Ella clarísimas, como si fuera una historia pasada que alguien le contara; a pesar de que la situación le repugnaba e irritaba; a pesar de todo, temía el momento en que la pareja decidiera marcharse. Lo cual hizo con todas las atenciones de su admirable corrección francesa: él suave e indiferentemente, y ella ansiosa y fijando su vista en él, como diciendo: «¿Ves qué bien me porto con tus amistades de negocios?» De pronto, Ella se encontró abandonada en aquella mesa, a la hora del almuerzo y con la sensación de que le habían arrancado la piel. En seguida se protegió a sí misma imaginando que Paul iba a acudir a sentarse junto a ella, en la silla que había ocupado Robert Brun. Se dio cuenta de que dos hombres la examinaban, ahora que estaba sola, calculando sus posibilidades. Al cabo de un instante, uno de ellos se le acercaría, y entonces ella tendría que
comportarse como una persona civilizada
, tomar un par de copas, disfrutar del encuentro y regresar al hotel fortalecida y liberada del fantasma de Paul. Estaba sentada de espaldas a un parterre. El sol la encerraba en un resplandor cálido y amarillo. Cerró los ojos y pensó: «Cuando los abra quizá vea a Paul». (De repente le parecía inconcebible que él no estuviera por allí cerca, esperando darle una sorpresa.) «¿Por qué decía yo que quería a Paul, si su marcha me ha dejado como un caracol al que un pájaro hubiera arrancado la concha de un picotazo? Debería haber dicho que, para mí, estar con Paul significaba, fundamentalmente, que yo seguía siendo la misma, independiente y libre. Nunca le pedí que nos casáramos. Y, no obstante, me he quedado hecha pedazos. Así, pues, todo ha sido un fraude. Lo cierto es que me cobijé bajo su presencia. No he sido mejor que aquella mujer asustada, su esposa. No soy mejor que Elise, la futura esposa de Robert. Muriel Tanner conservó a Paul porque nunca le preguntó nada, porque pasó inadvertida. Elise está comprando a Robert... Pero yo pronuncio la palabra amor y me creo libre, aunque lo cierto es...» Oyó una voz muy cercana que le preguntaba si la silla estaba libre. Ella abrió los ojos y vio a un francés de pequeña estatura, vivaz y ágil, sentándose a su lado. Se dijo a sí misma que tenía un aspecto agradable y que permanecería donde estaba; pero en seguida sonrió con nerviosismo, dijo que se encontraba mal, que tenía dolor de cabeza, y se fue, consciente de que estaba comportándose como una colegiala atemorizada.

Entonces tomó una decisión. Regresó andando al hotel, hizo las maletas, mandó un telegrama a Julia y otro a Patricia, y tomó el autocar que iba al aeropuerto. Había una plaza en el avión de las nueve, tres horas más tarde. En el restaurante del aeropuerto comió a sus anchas, disfrutando conscientemente; los que viajan tienen derecho a estar solos. Leyó una docena de revistas femeninas francesas, con actitud profesional, haciendo una señal junto a los artículos y las historias que creyó podrían gustarle a Patricia Brent. Realizaba aquel trabajo con sólo una parte de su atención ocupada en él; la otra iba pensando: «Bueno, el trabajo es el mejor remedio para el estado en que me encuentro. Sí, escribiré otra novela. El problema es que con la otra nunca me dije que iba a escribir una novela. Me encontré escribiéndola... En fin, debo ponerme en el mismo estado de espíritu: aquella especie de disposición abierta a todo y que era como una espera pasiva. Tal vez así, un día, me encuentre escribiendo la novela. Aunque, en realidad, no me importa mucho... Pero tampoco me importaba mucho la otra. Si Paul me hubiera dicho que se casaba conmigo, si prometía no volver a escribir una sola palabra más, ¡Dios mío, cómo lo hubiera aceptado! Estaba yo dispuesta a comprar a Paul, lo mismo que Elise compra a Robert Brun. Aunque hubiera sido un doble engaño, porque el acto de escribir resulta insignificante en sí mismo, no es un acto creador, sino anotar algo. La historia ya estaba escrita con tinta invisible... En fin, quizás en un rincón, dentro de mí, está almacenada otra historia escrita con tinta invisible... Pero ¿qué importa eso, a fin de cuentas? Me siento desgraciada porque he perdido una forma de independencia, de libertad, aun cuando el hecho de que yo sea
libre
no tiene nada que ver con escribir novelas, sino más bien con mi actitud hacia un hombre..., y está probado que ha sido deshonesta, pues estoy hecha pedazos. Lo cierto es que mi dicha con Paul era más importante que todo lo demás. ¿Y cómo me veo ahora? Sola, temiendo estar sola, sin recursos y huyendo de una ciudad estimulante porque carezco de la energía moral necesaria para llamar por teléfono a una docena de personas que estarían encantadas si lo hiciera, o que, por lo menos, acabarían por estarlo.»Lo terrible es que, una vez concluida cada una de las fases de mi vida, me queda sólo un vulgar tópico que conoce todo el mundo: en este caso, que las emociones de las mujeres pertenecen todavía a un tipo de sociedad que ya no existe. Mis emociones más profundas, las auténticas, se relacionan siempre con un hombre. Un solo hombre. Pero no llevo este tipo de vida, y sé de muy pocas mujeres que lo lleven. Por tanto, lo que siento no tiene ningún interés y es tonto... Siempre llego a la misma conclusión: que mis emociones son una tontería. Es como si siempre tuviera que borrarme del mapa. Tendría que ser como los hombres, más preocupados por el trabajo que por la gente... Sí, debería poner el trabajo en primer lugar y tomar a los hombres a medida que fuesen apareciendo o encontrar a uno que fuese común, cómodo, y que me solucionara la cuestión del pan de cada día... Pero no, yo no soy así.»

Por el altavoz se anunciaba el número de su vuelo. Ella cruzó con los demás pasajeros la pista y subió al avión. Tomó asiento, y junto a ella se acomodó una mujer, lo que le hizo sentirse aliviada, pues no tendría que soportar la compañía de un hombre. Cinco años antes hubiera experimentado una reacción totalmente opuesta. El avión rodó por la pista, giró y empezó a tomar velocidad para el despegue. De pronto, el aparato vibró, pareció que se encorvaba hacia arriba con el esfuerzo de saltar al aire, y luego redujo la velocidad. Estuvo rugiendo unos minutos, sin conseguir nada. Algo no funcionaba bien. Los pasajeros, embutidos en la estrechez de aquel envase de metal vibrante, se miraban disimuladamente las caras para ver si en las de los demás se reflejaba la alarma que cada uno sentía; pero comprendieron que sus propias caras no debían ser sino caretas de bien conservada indiferencia, y volvieron a sus secretos temores, sin dejar de lanzar miradas a las azafatas, cuyos gestos de naturalidad parecían ya excesivos. El avión tomó velocidad otra vez, dio tres saltos hacia adelante, cobró fuerzas para la subida, perdió nuevamente velocidad y se quedó rugiendo. Luego correteó de regreso a la terminal, y una vez allí los pasajeros fueron invitados a bajar, mientras los mecánicos «ajustaban un pequeño fallo del motor». Regresaron en tropel al restaurante, donde los empleados, con aparente cortesía, pero con la irritación saliéndoseles por las orejas, anunciaron que iban a servirles una comida. Ella se sentó sola en un rincón, aburrida y molesta. El grupo de viajeros guardaba silencio, reflexionando en la suerte que habían tenido al descubrirse a tiempo el fallo del motor. Comieron todos, para pasar el tiempo; luego pidieron bebidas, sin dejar de mirar por las ventanas hacia donde los mecánicos se afanaban, bajo intensos focos, en tomo del avión.

Ella se encontró presa de una sensación que, al examinarla, resultó ser de soledad. Era como si entre ella y los grupos de personas hubiera un espacio lleno de aire frío, un vacío emocional. La sensación era de frío físico, de aislamiento físico. De nuevo pensaba en Paul, y con tanta intensidad que parecía imposible no verle aparecer simplemente por la puerta y acercarse hacia donde estaba ella. Sentía cómo el frío que la rodeaba empezaba a derretirse al contacto con la intensa fe de que pronto acudiría él. Hizo un esfuerzo para interrumpir aquella fantasía: pensó, sobrecogida de pánico, que si no detenía semejante locura, nunca más volvería a ser ella misma, nunca lograría reponerse. Acertó a desvanecer la inmanencia de Paul, volvió a sentir los helados espacios vacíos en torno suyo, mientras que por dentro toda ella era frío y aislamiento, hojeó el montón de revistas francesas, y no pensó en nada. Cerca de ella había un hombre, absorto en la lectura de unas revistas que vio trataban de medicina. Era, a primera vista, americano; bajo, ancho, vigoroso, y con el pelo muy corto, estilo cepillo. Bebía vasos de zumo de frutas, uno tras otro, y no parecía que el retraso le hubiese perturbado lo más mínimo. En una ocasión, sus miradas se cruzaron, después de haber inspeccionado por la ventana la reparación del avión, y él dijo con una estrepitosa carcajada:

—Vamos a estar aquí toda la noche, seguro.

Después volvió a sus revistas médicas. Ya habían dado las once, y ellos eran el único grupo de personas que esperaba en el edificio. De súbito, les llegó de abajo un gran rumor de gritos e interjecciones en francés: eran los mecánicos, que estaban en desacuerdo y se peleaban. Uno de ellos, al parecer el responsable, exhortaba a los otros y se quejaba, con mucho movimiento de brazos y encogimiento de hombros. Los otros, que al principio le habían respondido a gritos, terminaron por callar, encaminándose con expresión hosca al edificio central y dejándole solo bajo el avión. Entonces, al verse solo, el aparente responsable soltó unas cuantas violentas maldiciones, tras lo cual se encogió de hombros con un gesto enfático y siguió a los demás hasta el edificio. El americano y Ella cambiaron miradas de inteligencia.

Él dijo, al parecer divertido:

—No me hace mucha gracia todo esto.

Mientras, por el altavoz, se les invitaba a ocupar sus plazas. Ella y aquel hombre fueron juntos. Ella observó:

—¿Y si rehusáramos embarcar?

Él contestó, mostrando su dentadura hermosa y blanca, y con un brillo de entusiasmo en sus ojos azules y muchachiles:

—Tengo una cita mañana por la mañana.

Al parecer, la cita era tan importante que justificaba el riesgo de estrellarse. Los viajeros, la inmensa mayoría de los cuales debía haber visto la escena entre los mecánicos, ocuparon obedientemente sus plazas, al parecer absortos y convencidos de la necesidad de poner buena cara al mal tiempo. Incluso las azafatas revelaban, sin salirse de su calma habitual, un evidente nerviosismo. En el interior del avión, muy iluminado por cierto, había cuarenta personas dominadas todas ellas por el terror y preocupadas por que no se les notara. Todos, pensó Ella, excepto el americano, que ahora se había sentado a su lado, enfrascándose de nuevo en el estudio de sus revistas. En cuanto a Ella, había montado en el avión como quien sube al patíbulo; recordaba el encogerse de hombros del mecánico, y pensaba que aquel gesto expresaba también lo que ella sentía. Al empezar la vibración pensó: «Voy a morir, casi seguro que voy a morir, y me agrada»,

Este descubrimiento, pasado el primer momento, no le asombró. Lo había sabido durante todo el rato: «Estoy tan agotada, tan total y fundamentalmente cansada, en todas las fibras de mi cuerpo, que el saber que no voy a seguir viviendo es como un indulto. ¡Qué extraño! Cada una de estas personas, exceptuando posiblemente al joven exuberante que tengo al lado, están aterrorizadas por la posibilidad de que se estrelle el aparato. Y, no obstante, hemos subido todos como buenos chicos. ¿Es que quizá todos sentimos lo mismo?». Ella lanzó una mirada de curiosidad a las tres personas que ocupaban los asientos contiguos: estaban pálidas de miedo, se les veía sudor en la frente. El aparato cobró fuerzas de nuevo para saltar al aire. Corrió rugiendo por la pista, y luego, vibrando con gran intensidad, levantó el vuelo con un esfuerzo, como una persona cansada. Volando bajo, rebasó los tejados, cobrando altura penosamente. El americano exclamó, con una sonrisa:

—¡Bueno, lo hemos conseguido!

Y continuó leyendo. La azafata, que se había mantenido rígida y con una gran sonrisa, se reavivó y fue a preparar más comida. El americano volvió a hablar:

—El condenado a muerte se comerá ahora un buen bocado.

Ella cerró los ojos. Pensó: «Estoy casi convencida de que nos vamos a estrellar o, al menos, de que es muy probable que eso ocurra. ¿Y qué será de Michael? No he pensado una sola vez en él... Claro que Julia le cuidaría...». Durante un momento, la idea de Michael fue como un estímulo para vivir; luego pensó: «Que una madre se muera en un accidente de aviación es triste, pero no irreparable. No es como un suicidio. ¡Qué extraño...! La frase hecha dice: dar vida a un niño. Pero es el niño quien da vida-a su madre o su padre, cuando aquélla o éste deciden vivir simplemente porque si se suicidaran perjudicarían al niño. ¿Cuántos padres deciden seguir viviendo porque se han propuesto no perjudicar a sus hijos, aunque ellos no tengan ninguna gana de vivir? (Ella sintió sueño.) Bueno, esta forma me libra de responsabilidades. Claro que pude haber rehusado subir al avión, pero Michael nunca se enterará de la escena entre los mecánicos. Ya ha pasado. Siento como si hubiera nacido llevando una carga de fatigas que he tenido que arrastrar toda mi vida. La única vez que no arrastré un gran peso colina arriba, fue cuando estuve con Paul. Bueno, ¡basta de Paul y basta de amor y basta de mí! ¡Qué aburridas son las emociones que nos aprisionan y de las que es imposible librarse por mucho que lo queramos...! (Notó que el aparato vibraba y se sacudía.) Va a desintegrarse en el aire —continuó, pensando—, y yo caeré girando vertiginosamente hasta el mar, como una hoja en la oscuridad. Luego me sumergiré en las profundidades negras y frías del mar, que lo absorbe todo...». Ella se durmió, y cuando despertó se encontró dentro del aparato, parado. El americano la sacudía. Habían aterrizado. El reloj marcaba la una de la madrugada, pero cuando el autobús hubo depositado a los pasajeros en la terminal, eran ya las tres. Ella estaba entumecida, tenía frío y acusaba la pesadez del cansancio. El americano continuaba a su lado, todavía de buen humor y con su ancha cara del color rosa brillante que da la salud. Le ofreció compartir un taxi; no había suficientes para todos.

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