Read El Cuaderno Dorado Online
Authors: Doris Lessing
—¿Me permites la sugerencia de que no te apartes de unos determinados principios básicos, tales como destruir lo que está mal y cambiar lo que está mal, en lugar de ir lloriqueando por ahí?
—¿Y mientras tanto?
—Mientras tanto, yo voy a seguir estudiando, y tú te vas a ir junto a George para que llore en tu regazo y puedas tenerle mucha lástima, con lo cual no conseguiréis nada.
Yo me fui, en efecto, encaminándome lentamente hacia el salón. George estaba apoyado contra la pared, con un vaso en la mano y los ojos cerrados. Debía haberle dicho algo, pero no lo hice. Entré en el salón. Maryrose estaba sola, sentada junto a una ventana, y yo me acerqué. Había llorado.
—Parece que hoy ha sido día de lloros para todo el mundo —comenté.
—Para ti no —dijo Maryrose, refiriéndose a que yo era demasiado feliz con Willi para ponerme a llorar.
Me senté a su lado y le pregunté qué ocurría.
—Estaba aquí, mirando cómo bailaban, y me puse a pensar. No hace muchos meses que creíamos que el mundo iba a cambiar y que todo iba a ser maravilloso; ahora, en cambio, sabemos que no.
—¿Estás segura? —dije yo, con una especie de terror.
—¿Qué razón hay para que cambie? —me preguntó con simplicidad. Yo no me sentí con la energía moral suficiente para contradecirla, y tras una pausa añadió—: ¿Qué quería George de ti? Imagino que ha dicho que yo era una zorra por haberle pegado.
—¿Tú crees que George es capaz de decir que alguien es una zorra por haberle pegado a él? En fin, ¿por qué lo hiciste?
—Éste es otro de los motivos por los que lloraba. Es obvio que la auténtica razón de que le abofeteara radica en que sé muy bien que un hombre como George podría hacerme olvidar a mi hermano.
—Bueno, pues entonces deberías dar una oportunidad a un tipo como George.
—Sí, quizá sí —admitió.
Me dirigió una sonrisa de persona mayor, como si me estuviera diciendo: «¡Qué niña eres!», y yo repliqué, enfadada:
—Pues si lo sabes, ¿por qué no haces algo para arreglarlo?
Otra vez la sonrisa, y me contestó:
—Nadie me querrá como mi hermano. Él me quería de verdad... George haría el amor conmigo, y eso no sería lo mismo, ¿verdad? Además, ¿qué hay de malo en decir: «Yo ya he tenido lo mejor, y no voy a volver a tenerlo», en lugar de irme a la cama con alguien? ¿Qué hay de malo en ello?
—Cuando dices de esta manera «¿qué hay de malo en...?», nunca sé qué contestar. Pero, a pesar de todo, estoy segura de que hay algo de malo en ello.
—Bueno, pues ¿de qué se trata? —Parecía sentir auténtica curiosidad.
Le dije, ya más enfadada:
—Que no te esfuerzas, sencillamente. Te limitas a dejarlo correr.
—Para ti es fácil decirlo —replicó refiriéndose de nuevo a Willi, y entonces yo me quedé sin poder decir nada.
Me había llegado el turno de echarme a llorar. Ella se dio cuenta y, consciente de su infinita superioridad en cuanto a sufrimiento, dijo:
—No llores, Anna. Nunca vale la pena... Bueno, voy a lavarme antes de la comida.
Y se fue. Todos los hombres jóvenes se habían puesto a cantar junto al piano.
Yo también me acerqué y me dirigí hacia donde había visto a George. Me abrí paso entre ortigas y zarzas, pues George se había trasladado a la parte posterior. Estaba con los ojos fijos, mirando a través de un grupo dé árboles
paw-paw
la barraca donde vivía el cocinero, con la mujer y los niños. Había un par de niños negros en cuclillas, sobre el polvo, entre las gallinas.
Noté que, al intentar encender un cigarrillo, le temblaba la mano. No logró encenderlo, por lo que se impacientó y lo arrojó, apagado, observando con calma:
—Mi hijo bastardo no está.
De abajo nos llegó el golpe de gong que llamaba a comer.
—Más vale que entremos —dije.
—Espera un minuto. —Me puso la mano sobre el hombro. Su calor me atravesaba el vestido. El gong dejó de propagar sus largas ondas de sonido metálico. En el interior del salón, el piano ya no sonaba.
Silencio. Una paloma se arrullaba en el jacarandá. George puso su mano encima de mi pecho y dijo-: Anna, podría llevarte a la cama ahora mismo, y luego a Marie, mi chica negra, y luego volver junto a mi mujer y poseerla a ella... y sería feliz con las tres. ¿Lo comprendes, Anna?
—No —contesté, enfadada, aunque su mano en mi pecho me permitía comprenderlo.
—¿No lo comprendes? —me preguntó con ironía—. ¿No?
—No —insistí yo, mintiendo en nombre de todas las mujeres, y pensando en aquella esposa que me hacía sentir enjaulada.
George cerró los ojos. Sus negros párpados temblaron, y el contraste con sus mejillas morenas produjo unos diminutos arcoiris. Dijo, sin abrir los ojos:
—A veces me observo desde fuera: George Hounslow, ciudadano respetable y excéntrico, como es natural, pues es socialista. Aunque esto último está compensado por su devoción a los ancianos padres, a la encantadora esposa y a los tres niños. Pero, al mismo tiempo, junto a mí veo a un imponente gorila que balancea los brazos y se ríe. Lo veo tan bien que me extraña que nadie más se dé cuenta de su presencia.
Apartó la mano de mi pecho y pude volver a respirar acompasadamente. Entonces le dije:
—Willi tiene razón. No puedes arreglar nada, y más vale que no te atormentes... —Mantenía los ojos cerrados. Yo no sabía qué iba a decir lo que dije, por lo que me sorprendió verle abrir de golpe los ojos y retroceder. Era como un fenómeno de telepatía. Mis palabras fueron—: Y no puedes suicidarte.
—¿Por qué no? —preguntó con curiosidad.
—Por la misma razón que no puedes llevar al niño a tu casa. Tienes que pensar en nueve personas.
—¿Sabes, Anna? Me he estado preguntando si me llevaría el niño a casa si tuviera, digamos, sólo dos personas bajo mi responsabilidad.
Yo no supe qué decir. Al cabo de un momento me rodeó con su brazo y me condujo por entre las ortigas y las zarzas diciendo:
—Ven conmigo al hotel y dejemos de lado al gorila.
Y, naturalmente, me sentí perversamente enojada por haber rechazado al gorila y haber merecido el papel de la hermana asexuada. En la mesa me senté junto a Paul, no junto a George. Después del almuerzo, todos echamos una siesta larga y empezamos a beber temprano. A pesar de que aquella noche el baile era privado, para «los granjeros socios de Mashopi y del Distrito», cuando los granjeros y sus esposas llegaron en grandes automóviles, la sala ya estaba repleta de público bailando. Éramos todo nuestro grupo, muchos de los aviadores libres de servicio y Johnnie, que tocaba el piano mientras el pianista oficial, que no era ni la mitad de bueno que Johnnie, se había ido muy gustosamente al bar. El maestro de ceremonias comunicó solemnidad a aquella velada con un discurso apresurado y no muy sincero, en el que daba la bienvenida a los muchachos de azul, y todos bailamos hasta que Johnnie se cansó, lo que ocurrió hacia las cinco de la madrugada. Después salimos en masa a tomar el fresco, bajo un cielo claro y lleno de estrellas que parecían gotas de escarcha. La luna trazaba unas sombras negras y bien definidas a nuestro alrededor. Estábamos todos juntos, abrazados y cantando. El aroma de las flores volvía a ser limpio y suave en la vivificadora atmósfera de la noche. Paul estaba conmigo; habíamos bailado juntos toda la noche, lo mismo que Willi y Maryrose. Jimmy, muy borracho, iba dando tumbos en solitario. Había vuelto a cortarse y le salía sangre de una pequeña herida, por encima de los ojos. Así fue como terminó nuestro primer día completo, una especie de pauta para las siguientes jornadas. Al gran baile «general» de la noche siguiente acudió el mismo público. El bar de los Boothby estuvo muy frecuentado, y el cocinero tuvo un exceso de trabajo considerable. En cuanto a la mujer de éste, se supone que acudió puntualmente a sus citas con George, quien se mostró forzada e inútilmente atento con Maryrose.
Aquella segunda velada, Stanley Lett empezó a cortejar a la señora Lattimer, la pelirroja, lo cual acabó... iba a decir en un desastre, pero esta palabra suena ridícula. Porque lo más doloroso de aquella época es que nada resultaba desastroso. Todo era erróneo, siniestro y desgraciado, y estaba teñido de cinismo; pero nada era trágico, no ocurría nada que pudiera motivar el cambio de algo o de alguien. De vez en cuando, la tormenta emocional se encendía e iluminaba un paisaje de sufrimiento individual. Pero luego continuábamos bailando. El asunto de Stanley Lett con la señora Lattimer tuvo como consecuencia un incidente que imagino debía tener una docena de precedentes en la vida matrimonial de ella.
Era una mujer de unos cuarenta y cinco años, un poco gruesa, con unas manos exquisitas y unas piernas muy esbeltas. Tenía la piel blanca y delicada. Sus enormes ojos eran de un azul suave, como el de la vincapervinca, calinosos, tiernos, de miope, y casi purpúreos; eran de esos ojos que miran la vida a través de una neblina de lágrimas... aunque en su caso también se debía al alcohol. El marido era el tipo de comerciante corpulento y de mal humor, que bebía continuamente de una manera brutal. Empezaba a beber cuando se abría el bar, y seguía bebiendo el día entero, lo que iba poniéndole más y más sombrío. Así como a ella la bebida le ablandaba y le hacía suspirar y lloriquear, a él no le oí ni una sola vez decir algo que no fuera brutal. Daba la impresión de que ella ni lo notaba o de que ya no le importaba. No tenían hijos. Ella no se podía separar de su perro, un setter rojo muy hermoso, que tenía el mismo color que su cabello y unos ojos tan nostálgicos y llorosos como los de su ama. Se sentaban juntos en la terraza del hotel —una mujer pelirroja con su perro de lanas rojizo— y recibían el homenaje y las bebidas de los demás huéspedes del hotel, donde solían pasar —con el marido— todos los fines de semana. Bueno, pues, Stanley Lett estaba fascinado por ella. «No tiene humos», decía. Y también: «Es una auténtica buena persona». En aquella segunda velada la escoltó Stanley, mientras el marido permanecía en el bar, bebiendo, hasta que cerró. Entonces estuvo tambaleándose junto al piano hasta que Stanley le ofreció la bebida que iba a rematarlo, de modo que se fue a trompicones s la cama y dejó a su mujer bailando. Daba la impresión de que no le importaba lo que hiciera su mujer. Ella se pasaba todo el día con nosotros o con Stanley, quien había «preparado» para Johnnie a una mujer de una hacienda situada a tres kilómetros de distancia y cuyo marido se había marchado a la guerra. Los dos lo estaban pasando de primera, como nos dijeron repetidas veces. Bailábamos en el salón. Johnnie tocaba con la mujer del granjero, una rubia grande y de vivos colores, de Johannesburgo, sentada a su lado. Ted se había olvidado por el momento de la lucha por la salvación del alma de Stanley. Como él mismo había dicho, el sexo era excesivo para sus fuerzas. Durante todo aquel largo fin de semana, que duró casi una semana entera, bebimos y bailamos al son de la música del piano de Johnnie que teníamos perpetuamente en el oído.
Cuando regresamos a la ciudad ya sabíamos que, como observara Paul, aquellas vacaciones no nos habían hecho mucho bien. Sólo una persona mantuvo cierto control de sí mismo, y ésta era Willi, quien había trabajado en sus gramáticas, sin impacientarse, durante buena parte de todos los días, aunque incluso él había sucumbido un poco... a Maryrose. Volvimos al hotel, me parece, dos semanas más tarde. Fue diferente, pues los únicos huéspedes éramos nosotros, los Lattimer, con el perro, y los Boothby. Los Boothby nos recibieron con gran cortesía. Era obvio que habían hablado de nosotros, que habían desaprobado la familiaridad con que nos comportábamos en el hotel, pero que gastábamos demasiado dinero para tratar de disuadirnos. No recuerdo gran cosa de aquel fin de semana ni de los cuatro o cinco que siguieron, con semanas de intervalo, pues no fueron consecutivos.
Seis u ocho meses después de nuestra primera visita debió de producirse la crisis, si es que puede llamársele crisis. Ocurrió la última vez que fuimos a Mashopi. Éramos los mismos de otras veces: George, Willi, Maryrose y yo; Ted, Paul y Jimmy. Stanley Lett y Johnnie formaban parte de otro grupo, con la señora Lattimer, el perro y la mujer del granjero. A veces, Ted se agregaba a ellos, permanecía sin decir nada, absteniéndose claramente de tomar parte en lo que hicieran, y pronto volvía con nosotros, mostrándose no menos callado y con una sonrisa ensimismada. Era una nueva sonrisa en él, sardónica, amarga y crítica. Cuando nos sentábamos a la sombra de los eucaliptos, oíamos la voz perezosa y musical de la señora Lattimer que desde la terraza gritaba:
—Stan, muchacho, ¿me traes una bebida? Un cigarrillo para mí, ¿eh, Stan? Hijo, ven a hablar conmigo...
Él la llamaba «señora Lattimer», pero a veces se olvidaba y decía «Myra», y entonces ella le miraba con sus negros párpados irlandeses caídos. Stanley tenía veintidós o veintitrés años; así, pues, se llevaban veinte años y disfrutaban de lo lindo haciendo el papel de madre e hijo en público. Lo hacían con tal intensidad sexual, que acabamos por coger aprensión a la señora Lattimer.
Recordando ahora aquellos fines de semana, parece como si hubieran sido las cuentas de un collar: dos, grandes y relucientes, al principio; una serie de otras más pequeñas, sin importancia, a continuación; y finalmente otra, brillante. Claro que esta impresión es resultado de una memoria perezosa, porque en cuanto me pongo a reflexionar sobre el último fin de semana, me doy cuenta de que debió de suceder toda una serie de incidentes en los fines de semana intermedios, que condujeron a la situación final. Pero no me acuerdo; está todo olvidado. Y me exaspero tratando de rememorarlo: es como forcejear con otro yo testarudo que se empeña en defender su secreto, de una índole que le es propia. No obstante, está ahí, en mi cerebro, aunque no pueda alcanzarlo. Me asusta darme cuenta de lo mucho que me pasó inadvertido por vivir inmerso en una neblina de luz muy subjetiva. ¿Cómo puedo saber si lo que yo «recuerdo» tiene la importancia que a mí me parece? Lo que yo recuerdo fue seleccionado por la Anna de hace veinte años, y no sé lo que escogería la Anna actual, pues la experiencia con Madre Azúcar y los experimentos con los cuadernos han aguzado mi objetividad hasta el punto de... (este tipo de observación pertenece al cuaderno azul, no a éste.) De todas maneras, aunque parezca que en el último fin de semana estallaran toda clase de dramas sin ninguna señal de aviso, el sentido común dice que esto no es posible.