El Cuaderno Dorado (10 page)

Read El Cuaderno Dorado Online

Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
11.39Mb size Format: txt, pdf, ePub

Casi estuvo por contestar, secamente: «Te alegrarás de saber que el dinero ya sólo me llega como en cuentagotas, y que pronto tendré que buscarme un empleo». Pero dijo, de buen humor, respondiendo sólo al sentido aparente de las palabras de Molly:

—Sí, me parece que pronto voy a estar falta de dinero, y tendré que encontrar trabajo.

—Y no has hecho nada mientras he estado fuera.

—No cabe duda de que he conseguido llevar una vida bien complicada. —Molly volvió a poner cara de escepticismo, por lo que Anna decidió dejarlo. Añadió alegremente, con ligereza—: Ha sido un año malo. Para empezar, casi tuve un asunto con Richard.

—Eso parece... Debe de haber sido un año muy malo para que llegaras a pensar en Richard.

—¿Sabes que allá arriba las cosas están en un estado de anarquía muy interesante...? Te quedarías sorprendida. ¿Por qué no has hablado nunca con Richard de su trabajo? Es tan extraño...

—¿Quieres decir que te interesó él porque es tan rico?

—¡Oh,
Molly
! Claro que no. No, ya te lo he dicho. Todo se está desmoronando.

Toda esa gentuza de las altas esferas no cree en nada. Me recuerdan a los blancos del África central... Acostumbraban a decir: «Pues claro, los negros van a echarnos al mar dentro de cincuenta años». Lo decían alegremente, y en otras palabras significaba: «Ya sabemos que lo que hacemos está mal». Pero ha resultado ser mucho menos de cincuenta años.

—Es de Richard de quien quiero que hables.

—Pues me llevó a una cena elegante. Era para celebrar algo. Acababa de adquirir una participación mayoritaria en todas las sartenes de aluminio, los estropajos, las hélices de avión de Europa... o algo por el estilo. Había cuatro magnates y cuatro chicas. Yo era una de las muchachas. Me senté a aquella mesa y miré las caras de los demás comensales. ¡Dios mío, daba miedo! Retrocedí a mi fase más primitiva de comunismo. ¿Te acuerdas? Cuando una cree que hay que matar a esos hijos de puta... En fin, antes de enterarte de que los del otro lado son exactamente igual de irresponsables. Miré aquellas caras, no hice más que permanecer en la silla mirando aquellas caras...

—Pero esto es lo que siempre habíamos dicho —interrumpió Molly—. ¿Por qué te sorprende?

—Me recordó cuán verdad era. Y, además, la manera como tratan a las mujeres... Todo inconscientemente, claro. ¡Dios mío, a ratos puede que nos sintamos muy desgraciados, pero qué suerte tenemos! Los nuestros, por lo menos, son medio civilizados.

—Cuenta de Richard.

—¡Ah, sí! En fin, no tuvo ninguna importancia. Fue sólo un episodio. Me trajo a casa en su nuevo Jaguar. Le ofrecí café. Él estaba a punto. Yo me quedé pensando, pues no es peor que algunos de los imbéciles con quienes me he ido a la cama.

—Anna, ¿qué mosca te ha picado?

—¿Me quieres decir que nunca has sentido ese horrible cansancio moral, en que todo te importa un bledo?

—Es por la manera como hablas. Es nuevo.

—¡No me digas! Pero he decidido que si llevamos lo que se dice una vida libre, esto es, una vida como los hombres, entonces ¿por qué no podemos usar el mismo lenguaje?

—Porque no somos como ellos. Ésta es la cuestión.

Anna se rió.

—Hombres. Mujeres. Atados. Libres. Buenos. Malos. Sí. No. Capitalismo.

Socialismo. Sexo. Amor...

—Anna, ¿qué pasó con Richard?

—Nada. Le estás dando demasiada importancia. Me estuve sentada, tomando café y mirando la estúpida cara que tiene, mientras pensaba que si yo fuera un hombre me iría a la cama con él, simplemente porque le encontraría estúpido... Si él fuera una mujer, quiero decir. Y, además, ¡me aburría tanto, tanto, tanto! Entonces él sintió mi aburrimiento y decidió reclamarme. Así que se levantó y dijo: «Bueno, supongo que será mejor que me vaya a casa, al número 16 de Plane Avenue, o lo que sea». Esperaba que yo dijera: «¡Oh, no! No soportaría que te marcharas». Ya sabes, el pobre marido atado a la mujer y a los niños. Todos hacen lo mismo. «Por favor, compadécete de mí; tengo que marcharme a casa, al 16 de Plane Avenue, a la siniestra casa electrodoméstica de los suburbios». Lo dijo una vez. Lo dijo tres veces... Como si no viviera allí ni estuviera casado con ella, como si aquello no tuviera nada que ver con él. ¡La casita del número 16 de Plane Avenue y la señora!

—Para ser exactos, una mansión enorme, con dos criadas y tres coches, en Richmond.

—Debes reconocer, sin embargo, que irradia un aire de suburbio. Curioso, ¿no? Pero con todos pasa...; quiero decir que todos aquellos magnates hacían el mismo efecto. Una podía ver realmente todos los aparatos electrodomésticos, y a los niños con sus camisas de dormir, corriendo para darle las buenas noches a su papá. Unos cerdos presumidos, eso es lo que son.

—Hablas como una puta —dijo Molly; luego puso cara avergonzada y sonrió, sorprendida de haber pronunciado aquella palabra.

—Pues, por cierto, sólo gracias a un enorme esfuerzo de voluntad evito sentirme como una de ellas. Ponen tanto esfuerzo, inconscientemente, claro, que acaban consiguiendo, cada vez, que una se sienta de este modo. En fin... Total que dije: «Buenas noches, Richard. Tengo mucho sueño... Muchas gracias por haberme mostrado esos círculos tan elegantes». Él se quedó de pie, preguntándose si no había llegado el momento de exclamar: «¡Pobre de mí! Tengo que irme a casa junto a mi cargante mujer» por cuarta vez. Se estaba preguntando cómo era que aquella Anna, tan poco imaginativa, no sentía ninguna compasión hacia él. Luego pude ver cómo pensaba: «Claro, ésta no es más que una intelectual. ¡Qué pena no haber salido con una de las otras!» Así que esperé, ya sabes, a que se produjera aquel instante en que te lo tienen que cobrar. Dijo: «Anna, deberías cuidarte más. Pareces diez años más vieja de lo que eres; te estás apergaminando». Entonces yo le contesté: «¡Pero Richard! Si yo te pidiera que vinieras conmigo a la cama, me estarías diciendo en este mismo instante lo guapa que estoy... Y, la verdad, no debe de ser ni tanto, ni tan poco».

Molly apretaba un cojín contra sus pechos, abrazándolo y riéndose a carcajadas.

—Entonces, él me replicó: «Pero Anna, cuando me invitaste a que entrara para tomar café sabías lo que significaba. Soy un hombre muy viril —puntualizó—, y con una mujer o tengo una relación con ella o no la tengo». Entonces ya me harté y dije: «¡Por Dios, lárgate, Richard! Eres una lata...» O sea que, como puedes imaginar, era forzoso que hoy se produjeran... No sé si la palabra adecuada es
tensiones
entre Richard y yo.

Molly contuvo su risa para poder hablar:

—De todos modos, tanto tú como Richard debéis de estar locos.

—Sí —repuso Anna, completamente en serio—. Sí, Molly, me parece que me he salvado por un pelo.

Pero en aquel momento, Molly se levantó y dijo, de prisa:

—Voy a preparar algo para almorzar.

La mirada que dirigió a Anna era de culpa y arrepentimiento. Anna también se puso de pie para decir:

—Pues voy un momento contigo a la cocina.

—Podrás contarme los chismes.

—¡Ohhhh! —bostezó Anna, con naturalidad—. Bien pensado, ¿qué puedo contarte que sea nuevo? Todo sigue igual, exactamente igual.

—¿Después de un año? El Vigésimo Congreso, Hungría, Suez... ¿Y la innegable progresión natural del corazón humano de una cosa a otra? ¿Tampoco esto ha cambiado?

La pequeña cocina era blanca, muy bien ordenada, con sus relucientes hileras de tazas, bandejas, platos pintados y las gotas de vapor que se condensaban en las paredes y el techo. Las ventanas estaban empañadas. El horno parecía brincar y palpitar con la fuerza del calor que llevaba dentro. Molly abrió de golpe la ventana, y un olor caliente de carne asada se esparció inmediatamente por los tejados húmedos y los patios sucios, a la vez que la luz del sol rebotó como una pelota contra el marco y cayó al interior de la cocina.

—¡Inglaterra! —dijo Molly—. Inglaterra. Esta vez el regreso ha sido peor que nunca. Ya en el barco empecé a sentir cómo se me escapaba del cuerpo la energía. Ayer fui de tiendas y miré todas estas caras amables, honestas... ¡Todo el mundo es tan bondadoso, tan decente y tan asquerosamente aburrido! —Lanzó una breve mirada por la ventana, y luego se volvió de espaldas a ella con determinación.

—Más vale que aceptemos el hecho de que nosotras, y todo el mundo que conocemos, seguramente nos vamos a pasar la vida quejándonos de Inglaterra. Sin embargo, vivimos en ella...

—Yo me vuelvo a marchar pronto. Me iría mañana mismo si no fuera por Tommy. Ayer estuve ensayando en el teatro. Todos los hombres del personal son maricas excepto uno, que tiene dieciséis años. Así, pues, ¿qué hago aquí? En todo el tiempo que estuve en el extranjero, las cosas sucedieron naturalmente. Los hombres te tratan como mujer, te sientes bien, jamás me acordé de la edad que tenía, jamás pensé en el sexo. Tuve un par de asuntos simpáticos, sin atormentarme, con tranquilidad. Pero en cuanto pisas este país, tienes que apretarte el cinturón y recordar: «¡Cuidado, estos hombres son ingleses!» Excepto alguna rara excepción, por lo que te vuelves tan consciente de ti misma y del sexo. ¿Cómo puede ser éste un buen país, con toda esta población tan acomplejada?

—Te volverás a sentir cómoda dentro de un par de semanas.

—No quiero sentirme cómoda. Ya ahora noto cómo la resignación empieza a invadirme. ¿Y esta casa? Debería volverse a pintar. Sencillamente, no me da la gana de volver a empezar, de volver a pintar y a colgar cortinas. ¿Por qué aquí todo viene tan cuesta arriba? En Europa no ocurre. Duermes un par de horas por la noche y eres feliz. Aquí, duermes y todo cuesta un esfuerzo...

—Sí, sí —asintió Anna, riendo, —. En fin, estoy segura de que nos haremos el mismo discurso durante años, cada vez que regresemos de alguna parte.

La casa tembló al paso de un tren subterráneo.

—Y deberías arreglar el techo —añadió Anna, mirándolo.

La casa, partida en dos por una bomba hacia el final de la guerra, había estado vacía durante dos años, con todas las habitaciones expuestas a la lluvia y al viento. La habían vuelto a arreglar, pero cuando pasaban los trenes se oía disgregarse la pared por detrás de la capa de pintura nueva. El techo tenía una grieta.

—¡Vaya gaita! —exclamó Molly—. No me siento con ánimos. Pero supongo que lo haré. ¿Por qué sólo en este país todos a quienes conocemos dan la impresión de poner a mal tiempo buena cara, todos van arrastrando estoicamente su cruz?

Los ojos se le empañaban de lágrimas; parpadeó para apartarlas y se volvió hacia el horno.

—Porque éste es el país que conocemos. Los otros son los países acerca de los cuales reflexionamos.

—Esto no es del todo verdad, y tú lo sabes. En fin... Más vale que te apresures con las noticias; voy a servir el almuerzo dentro de un minuto.

Ahora le tocaba a Molly denotar un aire de soledad, de incomprendida. Sus manos, dramáticas y estoicas, acusaban a Anna. En cuanto a ésta, pensaba: «Si ahora me enfrasco en una de las sesiones acerca de qué es lo que no va con los hombres, no me iré a casa, me quedaré a almorzar y me estaré aquí toda la tarde, con lo que Molly y yo nos sentiremos reconfortadas y muy unidas, sin ninguna barrera. Y cuando me vaya, se producirá un resentimiento súbito, un rencor, porque, al fin y al cabo, nuestra auténtica lealtad es hacia los hombres y no hacia las mujeres...» Anna casi se volvió a sentar, dispuesta a sumergirse. Pero no lo hizo. Pensó: «Quiero acabar con ello. Basta de este asunto de los hombres y las mujeres, de todas las quejas, acusaciones y traiciones. Además, es deshonesto. Hemos elegido una manera de vivir, sabíamos el precio que nos costaría... o si no lo sabíamos, lo sabemos ahora. Así, pues, ¿por qué gimotear y lamentarse?... Además, si no voy con cuidado, Molly y yo vamos a rebajarnos a una especie de soltería mancomunada, nos vamos a pasar la vida recordando a tal o cual hombre, cuyo nombre ya habremos olvidado, que dijo aquello tan desconsiderado allá por 1947...»

—Va, suéltalo —dijo Molly de pronto, con mucho ánimo a Anna, quien hacía rato que no hablaba.

—¡Ah, sí! Supongo que no quieres saber nada de los camaradas, ¿verdad?

—En Francia y en Italia los intelectuales hablan día y noche sobre el Vigésimo Congreso y Hungría, sobre las perspectivas, las lecciones y los errores que se desprenden de ello.

—En tal caso, como aquí es igual, aunque gracias a Dios la gente empieza ya a estar harta de ello, lo dejo pasar.

—Bien.

—Pero voy a mencionar a tres de los camaradas... Sólo de pasada —se apresuró a añadir Anna al ver la mueca de Molly—. Tres hermosos hijos de la clase obrera y dirigentes sindicales.

—¿Quiénes son?

—Tom Winters, Len Colhoun y Bob Fowler.

—Sí, ya los conozco —puntualizó Molly. Siempre conocía o había conocido a todo el mundo—. ¿Y bien?

—Inmediatamente antes del Congreso, cuando había mucha inquietud en nuestro medio, con intrigas, lo de Yugoslavia y demás, tuve ocasión de frecuentarlos, en relación con lo que ellos llamaban rutinariamente asuntos culturales. Con condescendencia... En aquellos días, yo y otros como yo dedicamos muchas horas a luchar dentro del Partido... ¡Qué ingenuos éramos, intentando convencer a la gente de que más valía reconocer que las cosas iban mal en Rusia que negarlo! En fin. Un buen día recibí cartas de los tres, por separado, naturalmente, pues ninguno de ellos sabía que los otros habían escrito. Eran cartas muy firmes. Cualquier rumor acerca de que algo no marchaba como era debido en Moscú, de que no había marchado o de que el Padre Stalin había dado algún mal paso, procedía de los enemigos de la clase obrera.

Molly rió, aunque sólo por cortesía; aquella cuerda la habían pulsado ya demasiadas veces.

—No, pero eso no es lo que importa. Lo importante es que las tres cartas eran intercambiables... Exceptuando la letra, claro.

—Ya es mucho exceptuar.

—Como diversión, pasé a máquina las tres cartas, que eran muy largas, por cierto, y las puse una junto a la otra. En las frases, estilo, tono, eran idénticas. Resultaba imposible afirmar ésta la escribió Tom o ésta es de Len.

Molly dijo, con resentimiento:

—¿Lo hiciste para ese cuaderno o lo que sea, acerca del que tú y Tommy hacéis tanto misterio?

—No. Era para aclarar algo. Pero no he terminado todavía.

—Bien, no insisto.

—Entonces vino el Congreso y casi en seguida tuve otras tres cartas. Las tres histéricas, auto acusadoras, llenas de culpabilidad y humillación.

Other books

Haven by Kristi Cook
Red Country by Joe Abercrombie
Five Minutes in Heaven by Lisa Alther
The Dream by Jaycee Clark
Squirrel World by Johanna Hurwitz
Frisco Joe's Fiancee by Tina Leonard
Found and Lost by Amanda G. Stevens
Myriah Fire by Conn, Claudy