El Cuaderno Dorado (8 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
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—¿Para decirle qué?

—¡Yo qué sé! No me importa, lo que sea... Insúltame si quieres, pero a ver si deja de beber.

Molly suspiró teatralmente, y se quedó mirándole con un gesto de semidesprecio en la boca.

—En fin, de verdad que no sé —dijo por último—. Realmente, es todo muy curioso. Richard, ¿por qué no haces tú algo? ¿Por qué no intentas hacerle sentir que le gustas, por lo menos? Te la llevas de vacaciones o lo que sea.

—Me la llevé a Italia.

A pesar suyo, la voz sonaba llena de resentimiento por haber tenido que hacer aquel viaje.

—¡Richard!—exclamaron las dos a la vez.

—No disfruta en mi compañía… —prosiguió Richard—. Me espiaba todo el tiempo... Continuamente podía notar cómo espiaba si yo miraba a alguna mujer, esperando a que me delatara. No lo aguanto.

—¿Bebía mientras estabais de vacaciones?

—No, pero...

—¿Ves? —dijo Molly, abriendo sus grandes manos blancas, como diciendo: «

¿Qué más queda por aclarar?».

—Mira, Molly, no bebía porque era como una competición, ¿comprendes? Casi como un pacto. Yo no bebo si tú no miras a las chicas. Por poco enloquezco. Además, los hombres nos encontramos con ciertas dificultades prácticas... Bueno, estoy seguro que vosotras dos, como mujeres emancipadas que sois, lo comprenderéis; pero yo no puedo hacer nada con una mujer que me vigila como un carcelero... Irse a la cama con Marion después de una de aquellas tardes maravillosas era, en cierto modo, como un reto, como un «a ver si quedas bien». Total, que con Marion no conseguí que se me levantara. ¿Entendéis lo que quiero decir? Y ya hace una semana que estamos de vuelta. De momento, todo parece marchar. He pasado todas las noches en casa, como un buen marido: nos sentamos en el salón y nos comportamos muy bien. Ella procura no preguntarme qué he hecho o a quién he visto, y yo procuro no dirigir la vista hacia la botella de whisky. Pero la miro cuando sale de la habitación y alcanzo a oír su cerebro que va diciendo, como un tic:
Debe de haber estado con alguna mujer, porque
no me desea
. Es un infierno, de verdad. ¡De acuerdo! —gritó de pronto, doblándose hacia adelante y haciendo un esfuerzo desesperado para ser sincero—.De acuerdo, Molly. Pero no se puede pedir todo. Vosotras sermoneáis mucho sobre el matrimonio... Puede que tengáis razón; tal vez sí. Todavía no he visto ni un matrimonio que se acercara a lo que se supone que debería ser. De acuerdo. Pero vosotras cuidáis de manteneros bien alejadas de todo ello. Es una institución endiablada, de acuerdo. Pero yo estoy metido en ella y vosotras habláis desde fuera, bien a salvo.

Anna miró a Molly muy secamente, y ésta levantó las cejas con un suspiro.

—Y ahora ¿qué hay? —preguntó Richard, jovialmente.

—Estamos reflexionando sobre cuan a salvo nos encontramos estando al margen —dijo Anna en el mismo tono.

—Basta de bromas —intervino Molly—. ¿Tienes idea del precio que nos hacen pagar a las mujeres como nosotras?

—Bueno —repuso Richard—, no lo sé, y la verdad es que vosotras os lo habéis buscado. ¿A mí por qué debe importarme? Lo que sé es que hay un problema que vosotras no tenéis...; un problema puramente físico. ¿Cómo lograr una erección con la mujer que está casada con uno desde hace quince años?

Esto lo dijo en tono de camaradería, como quien pone sobre la mesa la última carta, olvidados todos los resentimientos.

Anna observó, al cabo de una pausa:

—Tal vez sería más fácil si hubieras cogido la costumbre.

Y Molly interrumpió, exclamando:

—¿Problema físico, dices? ¿Físico? Es emocional. Empezaste a meterte en la cama con otras porque tenías un problema emocional... No tiene nada que ver con lo físico.

—¿Ah, no? Es fácil para las mujeres.

—No, no es fácil para las mujeres. Pero, por lo menos, tenemos más sentido común y no usamos esas palabras de físico y emocional como si no estuvieran relacionadas.

Richard se arrellanó en el sillón y rompió a reír.

—Muy bien —dijo por fin—. Estoy equivocado. Claro, de acuerdo... Debí suponerlo. Pero quiero que me contestéis a una pregunta: ¿Creéis realmente que todo es culpa mía? Yo soy el malo, según vosotras. Pero, ¿por qué?

—Debías haberla querido —profirió Anna, simplemente.

—Eso es —añadió Molly.

—¡Señor! —exclamó Richard, perplejo—. ¡Bendito Señor! En fin, me doy por vencido. Después de todo lo que he dicho, y mirad que no me ha sido nada fácil... —esto lo dijo en tono casi amenazador, y se puso rojo cuando las dos mujeres soltaron el trapo, desternillándose de risa—. No, no es fácil hablar de asuntos sexuales con mujeres.

—No sé por qué. No ha sido ningún descubrimiento lo que has dicho —dijo Molly;

—¡Eres un... asno tan presumido! —añadió Anna—. Sacas del buche todo eso como si fuera la última revelación de yo que sé qué oráculo. ¿A que hablas de cuestiones sexuales cuándo estás solo con una mocita? Entonces, ¿para qué adoptar esta pose de hombre en el casino, sólo porque estamos nosotras dos?

Molly se apresuró a intervenir:

—No hemos decidido nada acerca de Tommy.

Se produjo un movimiento detrás de la puerta, que Anna y Molly oyeron, pero no Richard. Éste dijo:

—De acuerdo, Anna, me inclino ante vuestro mundo. No hay nada que añadir.

Bien. Ahora quiero que vosotras, mujeres superiores, arregléis una cosa. Quiero que Tommy venga una temporada conmigo y con Marion. Si él se digna. ¿O es que no le gusta Marion?

Molly bajó la voz y contestó, mirando hacia la puerta:

—No te preocupes. Cuando Marion viene a verme, Tommy y ella conversan juntos durante horas.

Se produjo otro ruido, como una tos o algo que se caía. Los tres se quedaron en silencio al abrirse la puerta y entrar Tommy.

No era posible adivinar si había oído algo o no. Saludó primero a su padre, atentamente:

—Hola, padre.

Luego hizo un gesto con la cabeza a Anna, manteniendo los ojos bajos para evitar que le recordara que la última vez que se habían visto él se había franqueado ante su comprensiva curiosidad, y a su madre le dirigió una sonrisa amistosa, aunque irónica. Finalmente, les volvió la espalda para servirse unas cuantas fresas que quedaban en el plato, y todavía de espaldas preguntó:

—¿Y cómo
está
Marion?

Así que había oído. Anna pensó que podía creerlo capaz de escuchar detrás de la puerta. Sí, podía imaginárselo escuchando precisamente con aquella misma sonrisa distanciada e irónica con que había saludado a su madre.

Richard, desconcertado, no respondió, y Tommy insistió:

—¿Cómo está Marion?

—Muy bien —repuso Richard con cordialidad—. Realmente muy bien.

—Me alegro. Porque ayer, cuando fui a tomar un café con ella, parecía encontrarse pésimamente.

Molly, alarmada, miró a Richard levantando las cejas. Anna hizo una mueca.

Por su parte, Richard las miraba sacando chispas por los ojos, como diciendo que la culpa era enteramente de ellas.

Tommy, sin levantar los ojos e indicando con todos los gestos de su cuerpo que no apreciaban en lo que se merecía su comprensión de la situación y su juicio implacable sobre ellos, se sentó y se puso a comer despacio las fresas. Se parecía a su padre, es decir, era un joven de cuerpo bien trabado, redondo, oscuro como su padre, y sin la menor huella del brío y la vivacidad de Molly. Pero, a diferencia de Richard, cuya terca obstinación era franca y le brillaba en los ojos oscuros, revelándose en todos sus movimientos eficaces e impacientes, Tommy parecía como si estuviera enfundado, como prisionero de su propio carácter. Aquella mañana vestía una camiseta escarlata y tejanos azules y anchos, pero le hubiera estado mejor un traje serio de hombre de negocios. Cada gesto que hacía, cada palabra que pronunciaba, era como en cámara lenta. Molly se había quejado, en broma, naturalmente, de que parecía como si hubiera hecho voto de contar hasta diez antes de decir una palabra. Y un verano en que él se había dejado crecer barba, ella se quejó, también en broma, de que parecía como si se hubiera pegado aquella barba de don Juan a su rostro solemne. Ella siguió haciendo aquellos comentarios francos y joviales, hasta que, un día, Tommy observó:

—Sí, ya sé que preferirías que me pareciera a ti, que fuera de buen ver. Pero

¡qué mala pata! He salido con tu carácter y hubiera tenido que ser al contrario, pues seguro que si tuviera tu aspecto físico y el carácter de mi padre... En fin, su resistencia al menos hubiera sido mejor, ¿verdad?

Había insistido en ello, tercamente, como siempre que trataba de hacerle ver una cuestión que ella se obstinaba en no querer comprender. Molly, en aquella ocasión, permaneció preocupada días enteros, e incluso llegó a llamar a Anna.

—¿No es horrible, Anna? —le dijo—. ¿Quién se lo hubiera imaginado? Durante años estás pensando en algo y lo llegas a aceptar, pero luego, de repente, té das cuenta de que también lo han estado pensando los demás...

—¡Pero si a ti, sin duda, no te gustaría que se pareciera a Richard!

—No, pero tiene razón en lo de la resistencia. Y la manera como lo dijo...: «

¡Qué mala pata que haya salido con tu carácter!».

Tommy comió las fresas hasta que no quedó ninguna, una detrás de otra. No dijo nada, y los otros tampoco. Le miraban comer, como si él les hubiera forzado a ello. Comía cuidadosamente, moviendo la boca en el acto de comer como en el acto de hablar, separadas las palabras, enteras y una a una lo mismo que las fresas. Fruncía el ceño, con las cejas negras muy juntas, como un niño pequeño estudiando la lección.

Los labios incluso hacían gestitos preliminares antes de cada bocado, como los de un viejo. O como los de un ciego, pensó Anna, reconociendo el movimiento; una vez, en el tren, se había sentado frente a un ciego cuya boca tenía un gesto como aquél: era una boca bastante gruesa y firme, con un mohín dulce y ensimismado. Y sus ojos también eran como los de Tommy: incluso cuando miraba a alguien, parecía como si los entornara hacia el interior de sí mismo. Pero, naturalmente, aquel hombre era ciego. Anna se sobrecogió en un pequeño ataque de histeria, sentada frente al ciego, mirando aquellos ojos sin vista que parecían nublados de introspección. Y veía que Richard y Molly sentían lo mismo; estaban con el entrecejo fruncido y haciendo movimientos de desasosiego y nervios. Nos está acoquinando, pensó Anna, enojada; nos está acoquinando de una manera horrible. Y volvió a imaginárselo de pie detrás de la puerta, escuchando, seguramente durante un largo rato. Estaba ya injustamente segura de ello, y le había cogido manía al chico por la manera que les tenía, por gusto, clavados en las sillas y esperando.

Anna estaba logrando hacer un esfuerzo para romper el silencio, en contra de la más fantástica prohibición de decir nada que emanaba de Tommy, cuando éste dejó el plato sobre la mesa, puso con cuidado la cuchara a su través y con calma dijo:

—Los tres habéis estado hablando otra vez de mí.

—Pues claro que no —replicó Richard, cordial y convincentemente.

—Pues claro—añadió Molly.

Tommy les concedió una sonrisa de tolerancia y dijo:

—Has venido para ofrecerme un puesto en una de tus empresas. Pues lo he estado reflexionando, tal como tú sugeriste, pero, si no te importa, me parece que lo voy a rechazar.

—¡Oh, Tommy! —exclamó Molly con desesperación.

—Tú no demuestras mucha lógica, madre —expuso Tommy, mirando hacia donde estaba ella, pero no a ella. Tenía una manera de mirar hacia alguien conservando la impresión de reconcentrarse en sí mismo. El rostro aparecía grave, con una expresión casi de estupidez, a causa del esfuerzo que estaba haciendo para dar a cada uno su merecido—. Tú sabes que no se trata simplemente de hacer un trabajo,

¿no es así? Significa que tengo que vivir como ellos. —Richard cambió de posición sus piernas y soltó un bufido, pero Tommy prosiguió—: No estoy criticando, padre.

—Si no estás criticando, ¿qué es lo que haces? —inquirió Richard, con una risa de enojo.

—No es una censura, es sólo un juicio de valores —dijo Molly, triunfante.

—Ah,
ya
—exclamó Richard.

Tommy no les hizo caso y continuó dirigiéndose hacia la parte de la habitación donde estaba su madre.

—La cuestión es que, para bien o para mal, me has criado de modo que creyera en ciertas cosas, y ahora me dices que más vale que vaya y acepte un trabajo con los Portmain. ¿Por qué?

—¿Quieres decir que por qué no te ofrezco algo mejor? —le interrogó Molly llena de humildad y amargura.

—Quizá no haya nada mejor. No es culpa tuya, y no es eso lo que sugiero —repuso él en un tono de fatalidad, muy suave y abrumador, que hizo que Molly suspirara franca y ruidosamente, se encogiera de hombros y abriera las manos.

—No me importaría ser como todo vuestro grupo; no es eso. Hace años que escucho a vuestros amigos, y todos vosotros parecéis estar en un lío o lo pensáis así aunque no lo estéis —añadió, frunciendo el ceño y pronunciando cada frase después de haberla meditado cuidadosamente—. Esto no me importa, pero para vosotros todo fue accidental; vosotros no os dijisteis en un cierto momento: «Voy a ser este tipo de persona». Quiero decir que para ti y Anna hubo un momento en que os sorprendisteis, con cierta sorpresa: «Ah, pues soy este tipo de persona».

Anna y Molly intercambiaron una sonrisa y dirigieron otra a Tommy, reconociendo que era verdad.

—Bueno, pues está solucionado —saltó Richard—. Si no quieres ser como Anna y Molly, aquí está la alternativa.

—No —dijo Tommy—. Si dices eso es que no me he explicado bien. No.

—¡Pero tienes que hacer algo! —gritó Molly, sin pizca de buen humor, con tono inflexible y atemorizado.

—No es verdad —dijo Tommy, como si fuera evidente.

—¡Si acabas de decir que no querías ser como nosotras! —replicó Molly.

—No es que no quiera serlo; es que me parece que no podría. —Se volvió hacia su padre para explicarle con paciencia—: Lo importante acerca de madre y de Anna es lo siguiente: uno no dice Anna Wulf la escritora o Molly Jacobs la actriz... Y si lo dices es porque no las conoces. No son... Lo que quiero decir es que no son lo que hacen; en cambio, si me pongo a trabajar contigo, seré lo que haga. ¿Comprendes?

—Con franqueza, no.

—Lo que quiero decir es que prefiero... —Se notaba que estaba haciendo un esfuerzo para ser exacto, y se quedó en silencio un instante, moviendo los labios, frunciendo el ceño—. He reflexionado sobre ello porque sabía que tendría que explicártelo —profirió de pronto, con paciencia, totalmente dispuesto a satisfacer las exigencias injustas de sus padres. Y añadió—: Las personas como Anna, Molly y todo ese grupo, no sólo son una cosa, sino muchas. Y uno sabe que podrían cambiar y ser algo diferente. No quiero decir que cambien de carácter, pero no se han fijado en un molde. Uno sabe que si ocurriera algo en el mundo, si hubiera un cambio de alguna clase, una revolución o algo... —Se detuvo un momento, esperando pacientemente a que Richard expeliera la bocanada de aire que había aspirado con irritación al oír la palabra revolución, y continuó—: serían algo distinto, si ello fuera necesario. En cambio, tú nunca cambiarás, padre. Tú siempre tendrás que vivir como vives ahora. Yo no quiero que me ocurra lo mismo —concluyó, dejando que sus labios adoptaran aquel mohín indicador de que había terminado la explicación.

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