El Cuaderno Dorado (59 page)

Read El Cuaderno Dorado Online

Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
3.2Mb size Format: txt, pdf, ePub

«Querido camarada: Mi problema principal es cómo empezar esta carta, pero si me dejo llevar por mis temores nunca sabré si vais a tener la amabilidad de ayudarme o si echaréis la carta a la papelera. Escribo, en primer lugar, como madre. Yo, al igual que miles de mujeres, me encontré con mi hogar destrozado durante la última fase de la guerra, y tuve que trabajar para mis hijos, a pesar de que esto ocurrió justamente cuando había acabado una crónica (no una novela) de mi adolescencia, de la que habló muy bien el lector de una de nuestras mejores casas editoriales (me temo que capitalista, y hay que suponer, naturalmente, que receloso de mis creencias políticas, ¡porque no las escondí!). Pero, con dos hijos a mi cuidado, tuve que abandonar la esperanza de poderme expresar a través de la palabra. No me faltó suerte, sin embargo, y encontré una colocación de ama de llaves en casa de un viudo con tres hijos. Así pasaron cinco años, alegremente, hasta que él se volvió a casar (no con muy buen criterio, pero ésta es otra historia), y ya no me necesitaron más en la casa. Entonces tuve que marcharme con mis hijos. Luego encontré una colocación como recepcionista de un odontólogo, y con diez libras semanales hube de aumentar a mis hijos ya mí misma, y conservar una apariencia de respetabilidad. Ahora, mis dos hijos trabajan, y yo me encuentro con tiempo disponible para mis gustos. Tengo cuarenta y cinco años, pero me rebelo contra la idea de que mi vida ya ha pasado. Los amigos, los camaradas, todo el mundo me dice que mi deber es dedicar el tiempo libre al Partido, al que me he mantenido fiel a pesar de la falta de tiempo para hacer algo útil y práctico. Sin embargo —¿me atreveré a confesarlo?—, mis ideas sobre el Partido son confusas y a menudo negativas. No me es posible reconciliar mi temprana fe en el futuro glorioso de la humanidad con lo que leemos (claro que en la prensa capitalista, aunque ¿acaso no es cierto que no hay humo sin fuego?), y creo que soy más fiel a mí misma escribiendo. En fin, que con todo esto ha pasado el tiempo, mientras yo estaba ocupada con las faenas de la casa y ganándome la vida, de modo que ahora me encuentro desentrenada para las mayores sutilezas de la vida. Por favor, recomiéndeme qué debo leer, cómo debería ensanchar mis horizontes y cómo puedo recuperar el tiempo perdido. Saludos fraternales. — P.D.: Mis dos hijos fueron al instituto, y me temo que los dos están mucho más avanzados que yo en cuanto a conocimientos. Esto me ha producido un sentimiento de inferioridad que resulta muy difícil combatir. Apreciaría más de lo que soy capaz de expresar su amable consejo y ayuda.»

Hace un año que contesto estas cartas, que veo a los escritores que doy consejos prácticos. Por ejemplo: a los camaradas que se ven obligados a luchar con los funcionarios de su Partido local para tener tiempo libre y poder escribir, les he pedido que viajaran a Londres. Jack y yo les hemos llevado a almorzar o a tomar el té, diciéndoles (Jack es esencial para ello, porque ocupa un alto puesto en el Partido) que resistan a aquellos funcionarios, que insistan en su derecho a disponer de tiempo libre para sus cosas. La semana pasada acompañé a una mujer a nuestra asesoría legal para que le aconsejaran acerca de cómo divorciarse.

Mientras yo me ocupo de esas cartas o de sus autores, Rose Latimer trabaja frente a mí, rígida de hostilidad. Es una militante típica de los tiempos que corren: a ella, que procede de la baja clase media, la palabra «obrero» le empaña literalmente los ojos de lágrimas. Cuando enuncia conceptos como El Obrero Británico o La Clase Obrera, la voz se le ablanda en un tono reverencial. Cuando visita las provincias para organizar mítines o pronunciar discursos, regresa exaltada:

—Una gente maravillosa, una gente estupenda y maravillosa. Ésas sí que son personas
reales
.

Hace una semana que recibí una carta de la esposa de un sindicalista con quien Rose pasó un fin de semana el año anterior. Regresó y se puso a recitar la acostumbrada salmodia acerca de cuan maravillosa y real es esa gente. La mujer se quejaba de que ya no podía más: el marido se pasaba todo el tiempo con sus compañeros del sindicato o en la taberna, y nunca conseguía que le ayudara con los cuatro hijos. La postdata de rigor, tan reveladora, añadía que no habían tenido «vida amorosa» desde hacía ocho años. Le pasé la carta a Rose, sin comentarios. Ella la leyó y dijo, de prisa, a la defensiva y enfadada:

—No advertí nada parecido cuando estuve con ellos. El hombre es parte de la sal de la tierra. Esa gente es la sal de la tierra... —Y luego, devolviéndome la carta con una sonrisa postiza, añadió—: Supongo que la animarás a que vaya sintiendo lástima de sí misma.

Me doy cuenta del alivio que supondrá para mí librarme de la compañía de Rose. Pocas veces me disgustan las personas (o, por lo menos, nunca mucho más allá de unos instantes). Sin embargo, el desagrado que me produce Rose es positivo y constante. Me desagrada incluso su presencia física. Tiene un cuello largo, delgado y desproporcionado, lleno de espinillas y de rastros de grasa. Corona su desagradable cuello una cabeza estrecha, vidriosa y vivaracha, como la de un pájaro. Su marido, funcionario también del Partido, es un hombre agradable y no demasiado inteligente, dominado por ella. Tienen dos hijos, a los que la madre educa según normas burguesas y convencionales, preocupándose de sus modales y su porvenir. Debió de ser una chica muy bonita: me dijeron que, en los años treinta, era una de «las guapas» del Partido, pero... Reconozco que esta mujer me da miedo: un miedo muy similar al que me inspira John Butte. ¿Qué podrá salvarme de llegar a ser como ellos? Al mirar a Rose, hipnotizada por su cuello sucio, me acuerdo de que hoy tengo razones especiales para preocuparme de mi propia limpieza, y vuelvo al lavabo.

Cuando regreso a mi mesa de trabajo me encuentro con que el correo de la tarde ya ha llegado, y con él otros dos originales..., acompañados de las dos cartas de rigor. Una de las cartas es de un pensionista anciano, un hombre de setenta y cinco años que vive solo, con la esperanza de que se publique su libro y la convicción de que merece publicarse (da la impresión de que es muy malo), porque eso «le haría más llevadera la vejez». Decido ir a verle, pero en seguida recuerdo que voy a dejar este trabajo. ¿Llevará alguien a cabo estas tareas si yo las dejo? Seguramente no. En definitiva, ¿cambiará eso las cosas? Me cuesta imaginar que las cartas que he escrito, las visitas que he hecho, los consejos y hasta la ayuda práctica que he prestado durante todo este año de trabajo como «asistente social», haya contribuido a que las cosas sean muy distintas. Tal vez he conseguido aliviar un poco la frustración, la desdicha... Pero ésta es una manera de pensar peligrosa, para la que tengo demasiada facilidad, y me da miedo.

Entro en el despacho de Jack. Se encuentra solo, en mangas de camisa, con los pies sobre la mesa, fumando una pipa. Su rostro, pálido e inteligente, está concentrado, con el ceño fruncido, de tal manera que parece más que nunca un profesor de universidad. Piensa, estoy segura, en su trabajo particular. Ha decidido especializarse en la historia del Partido comunista en la Unión Soviética. Habrá escrito un millón de palabras sobre el tema. Pero es imposible publicarlo ahora, porque el texto contiene la verdad acerca del papel desempeñado por figuras como Trotski y otras de parecida tendencia. Acumula manuscritos, notas, apuntes de conversaciones.

Me burlo de Jack, diciéndole:

—Dentro de dos siglos se podrá decir la verdad.

Sonríe con calma y replica:

—O dentro de dos o cinco décadas.

No le preocupa en absoluto que este trabajo minucioso no vaya a ser reconocido en muchos años, ni tal vez mientras él viva. Una vez me confesó:

—No me sorprendería nada que alguien ajeno al Partido se nos adelantara y publicase todo esto. Pero, por otro lado, nadie ajeno al Partido tendrá acceso a determinadas personas y documentos. O sea que hay inconvenientes por los dos lados.

—Jack, cuando me vaya, ¿habrá alguien que haga algo en favor de toda esta gente en dificultades?

—Pues no me puedo permitir pagar a nadie especial. No hay muchos camaradas en condiciones de vivir de derechos de autor, como tú. —Y añade, en tono más suave—: Ya veré lo que se puede hacer en los casos más graves.

—Hay el de un anciano pensionista...

Me siento y empiezo a discutir sobre qué hacer.

—Supongo que no me vas a dar un mes de tiempo para decidirlo. Siempre creí que tomarías esta decisión, que decidirías dejarlo y que te largarías sin más.

—Es que si no lo hiciera así, seguramente no sería nunca capaz de marcharme.

Afirma con la cabeza.

—¿Vas a buscar otro trabajo?

—No lo sé; quiero reflexionar.

—¿Una especie de retiro por una temporada?

—Me parece que mi mente es una masa de actitudes contradictorias acerca de todo.

—La mente de todos es una masa de actitudes contradictorias, sí. ¿Y qué importa eso?

—Debiera importarnos a nosotros, ¿no?

(Quiero decir que debería importar a los comunistas.)

—Pero, Anna, ¿no se te ha ocurrido que a través de la historia...?

—Jack, por favor, no hablemos de la historia, de los cinco siglos de todo eso. Es una evasión.

—No, no es una evasión. Porque, a través de la historia, sólo han existido cinco, diez, o tal vez cincuenta personas cuyas conciencias estaban verdaderamente acordes con la época en que vivían. Así, pues, si nuestra conciencia de la realidad no se armoniza con nuestra época, no creo que ello sea tan terrible. Nuestros hijos...

—O nuestros tataranietos —le interrumpo, irritada.

—De acuerdo, nuestros tataranietos lo verán todo en perspectiva y comprenderán perfectamente que nuestra manera de ver el mundo, el modo como lo estamos viendo ahora, era incorrecto. Pero, por otro lado, su manera de verlo será la de su época. Así que da lo mismo.

—Por Dios, Jack, eso es una solemne tontería...

Oigo el chillido de mi voz y me contengo. Me doy cuenta de que la regla ha acabado dominándome; cada mes llega un momento en que ocurre, y entonces me irrito porque me hace sentir desamparada y descontrolada. Además, estoy irritada porque el hombre que tengo delante se ha pasado años en la universidad, estudiando filosofía, y no le puedo decir: «Sé que no tienes razón, porque lo intuyo». (Además, en lo que dice hay algo peligrosamente atractivo, y sé que parte de esta irritación que siento proviene de mi lucha contra ese atractivo.)Jack no hace caso de mis gritos.

Arguye, con blandura:

—A pesar de todo, me gustaría que reflexionaras sobre ello, Anna, esa insistencia tuya en el derecho a tener razón encierra una gran arrogancia.

(La palabra arrogancia me afecta, debido a que, frecuentemente, yo misma me he acusado de ser arrogante.)

—Es que yo pienso, pienso y pienso —objeto en tono bastante suave.

—No, déjame intentar explicártelo otra vez. Desde hace una o dos décadas, los éxitos de la ciencia han sido revolucionarios. Y esto en todos los campos. Seguramente no hay ni un solo hombre de ciencia en el mundo capaz de abarcar todas las implicaciones de los descubrimientos científicos, ni tan sólo de una parte de ellos. Tal vez en Massachussets haya uno que comprenda una cosa, y en Cambridge otro que comprenda otra, y en la Unión Soviética otro… Pero yo dudo incluso de esto. Yo dudo de que haya nadie vivo que pueda abarcar realmente con su imaginación las implicaciones de, digamos, el uso de la energía atómica en la industria...

Me doy cuenta de que se está desviando mucho de lo importante, y no cedo un solo milímetro.

—En suma –le replico–; lo que tú dices es que debemos resignarnos a estar divididos.

—¿Divididos?

—Sí.

—Desde luego, lo que yo estoy diciendo es que tú no eres un científico, que no tienes imaginación científica.

—Eres un humanista —replico—; has sido educado de esta manera y ahora, súbitamente, alzas los brazos al cielo y dices que no puedes emitir juicios sobre nada porque careces de preparación física y matemática.

Adopta una expresión incómoda y tan poco frecuente en él que hasta yo empiezo a sentirme incómoda. Sin embargo, sigo en mis trece:

—La alienación, el estar dividido, ésa es la parte moral, digamos, del mensaje comunista. Y, de repente, te encoges de hombros y dices que debido a que la base mecánica de nuestras vidas se está complicando, debemos contentarnos y no tratar siquiera de comprender el conjunto de las cosas.

Ahora su cara adopta una expresión terca y cerrada que me recuerda a la de John Butte. Está enfadado.

—El no estar dividido no depende de que se comprendan o no, imaginativamente, los acontecimientos. Ni de que se intente comprenderlos. Depende de hacer el propio trabajo de la mejor manera posible, y ser una buena persona.

Me doy cuenta de que está traicionando lo que se supone debería defender.

—Esto es traición —acuso.

—¿A qué?

—Al humanismo.

Reflexiona y contesta:

—La idea humanista cambiará, como todo lo demás.

—Entonces, se convertirá en algo distinto. Pero el humanismo defiende la totalidad de la persona, defiende al individuo entero, que lucha por ser lo más consciente y responsable posible de todo el universo. En cambio, ahora dices tranquilamente, y como humanista, que debido a la complejidad de los descubrimientos científicos el ser humano debe renunciar a la esperanza de sentirse un ente completo, condenado a sentirse siempre fragmentado.

Se queda pensando. De pronto, se me ocurre que hay en él una expresión como de no haberse desarrollado por completo, y me pregunto si reacciono así porque he decidido dejar el Partido y ya estoy proyectando sentimientos sobre él o si, realmente, esto es lo que he visto en él todo este tiempo. Sin embargo, no puedo por menos de decirme a mí misma que su cara es la de un chico que está envejeciendo; y me acuerdo de que está casado con una mujer que parece lo suficientemente entrada en años como para ser su madre. Está muy claro que se trata de un matrimonio basado en el afecto.

—Cuando has dicho que no estar dividido depende simplemente de hacer bien el trabajo de uno y todo eso, me ha parecido como si hablaras de la Rose del cuarto vecino.

—Pues sí, era como si hablara de ella, y hablaba de ella, sin ir más, lejos.

No creo que lo diga en serio, y llego a buscar la chispa de humor con que seguramente lo habrá dicho. Entonces me doy cuenta de que hablaba en serio, lo que me hace preguntarme por qué será sólo ahora, después de haber anunciado yo que abandonaba el Partido, cuando empiezan a surgir desacuerdos entre nosotros.

Other books

Not His Type by Crane, Lisa
Severed by Simon Kernick
Bring On the Night by Smith-Ready, Jeri
Rise From Darkness by Ciara Knight
Dial M for Meat Loaf by Ellen Hart
The Dragon Keeper by Robin Hobb