El Cuaderno Dorado (61 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
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—Me parece que Tommy se va a casar con ésa. Es un presentimiento.

—Bueno, es inevitable que acabe casándose con una de ellas.

—Sí, ya sé que esto suena a madre que no quiere que su hijo se case. En fin, hay algo de ello. Pero te juro que estoy convencida de que la chica es horrorosa, se mire por donde se mire. ¡Es tan de la clase media, la condenada! Y, además, ¡tan socialista! Cuando la conocí pensé: «Dios mío, ¿quién será esta horrible tory que Tommy me está imponiendo?». Luego resultó que era socialista... Ya sabes, una de esas socialistas académicas, de Oxford. Estudia sociología. Me comprendes, ¿verdad?

Veo el fantasma de Keir Hardie todo el rato. En fin, aquella pandilla se llevaría una sorpresa si pudiera ver lo que han producido. La nueva chica de Tommy les abriría realmente los ojos. ¿Entiendes lo que quiero decir? Llegas a palpar cómo las pólizas de seguros y los ahorros en el banco van tomando forma en el aire que les envuelve, mientras ellos hablan de cómo van a obligar al Partido laborista a cumplir sus promesas. Ayer llegó a decirle a Tommy que debería empezar a hacer planes para la vejez. ¡Es el colmo!

Nos reímos, pero no sirve de nada. Baja a su piso, dándome las buenas noches con dulzura (como yo se las doy a Janet), y sé que le causo pena, pues comprende que Michael no va a venir. Son casi las once. También yo sé que no vendrá. De pronto, suena el teléfono. Es Michael.

—Anna, perdóname, pero resulta que esta noche no puedo ir.

Digo que no importa.

—Te llamaré mañana o dentro de un par de días. Buenas noches, —Y añade, pronunciando nerviosamente las palabras—. Siento que te hayas molestado en cocinar algo especial para mí.

Esa última excusa me pone furiosa, de súbito. Entonces me parece raro enfadarme por algo tan insignificante, e incluso me río. Michael oye mi risa, y dice:

—¡Ahí Sí, Anna, sí...

Con lo que quiere significar que tengo el corazón duro y que no pienso en él.

Pero, de repente, no lo puedo soportar y, antes de colgar el aparato, concluyo:

—Buenas noches, Michael.

Saco la comida del horno, cuidando de no estropear lo que todavía puede aprovecharse, y echo al cubo de la basura el resto, casi todo. Reposo y pienso:

—Bueno, si me llamara mañana...

Pero sé que no me llamará. Por fin me doy cuenta de que esto es el final. Voy a ver si Janet está durmiendo; ya sé que sí, pero tengo que ir a mirar. Luego percibo un torbellino horrible, caótico y negro, que está cerca de mí, esperando entrar en mí. Tengo que irme a dormir de prisa, antes de que me invada este caos. Tiemblo de desdicha y cansancio. Lleno un vaso grande de vino y me lo bebo rápidamente. Luego me acuesto. La cabeza me flota, a causa del vino. «Mañana —pienso—, mañana seré responsable, me enfrentaré con el futuro...» Y me niego a sentirme desdichada. Después me duermo, pero incluso antes de quedar dormida ya me oigo llorar. Es un llanto soñoliento, lleno de dolor, nada agradable.

[Todo lo anterior aparecía rayado, tachado, y debajo había escrito, con muy mala letra:
no, no ha salido bien. Un fracaso, como siempre
. A continuación, y escrito con una letra distinta, más cuidada y ordenada que la extensa entrada —escrita de corrido y descuidadamente—, decía:]

15 de septiembre de 1954

Un día normal. En el transcurso de una discusión con John Butte y Jack he decidido abandonar el Partido. Ahora tengo que poner atención para no odiar al Partido, al igual que se odian las etapas de la vida ya superadas. He comenzado a notar señales de ello; por ejemplo: instantes de disgusto por causa de Jack, totalmente irracionales. Janet, como siempre, sin problemas. Molly, preocupada por Tommy, creo que con razón. Tiene el presentimiento de que se va a casar con la nueva chica, y por lo regular sus presentimientos se cumplen. He caído en la cuenta de que, finalmente, Michael ha decidido acabar. Tengo que conservarme entera.

MUJERES LIBRES, 3

Tommy se adapta a ser ciego, y los mayores tratan de ayudarle.

Tommy pasó una semana entre la vida y la muerte. El final de aquella semana estuvo marcado por estas palabras de Molly, dichas con la voz muy diferente del tono acostumbrado, cantarín y seguro:

—Qué curioso, ¿verdad, Anna? Ha estado entre la vida y la muerte, y resulta que va a vivir. Parece imposible que hubiera sido de otra manera. Pero si hubiese muerto, supongo que entonces también nos habría parecido inevitable.

Las dos mujeres habían pasado toda la semana en el hospital, a la cabecera de Tommy o esperando en cuartitos adyacentes, mientras los médicos se consultaban, opinaban, operaban. Periódicamente, volvían al piso de Anna, para cuidar a Janet, y recibían cartas y visitas de condolencia. Tuvieron que recurrir a sus últimas reservas de energía para enfrentarse con Richard, quien tomó francamente la actitud de acusar a las dos. Durante aquella semana, en que el tiempo se había detenido y así lo sentían ambas (se preguntaban a sí mismas, y la una a la otra, por qué no experimentaban más que inquietud y embotamiento, aunque sabían que la tradición autorizaba dicha reacción), hablaron, aunque muy poco y abreviadamente, por decirlo así, puesto que los puntos en cuestión les eran muy familiares, de la atención que Molly había dedicado a Tommy y de la relación que Anna había tenido con él, todo con el propósito de localizar el suceso o el momento en que le habían defraudado definitivamente. ¿Por causa de la ausencia de Molly, que duró un año? No, ella estaba convencida de que había hecho bien. ¿Debido a la falta de rigor en sus vidas? Pero ¿cómo y en qué hubieran podido ser diferentes? ¿Por algo dicho o no dicho en la última visita de Tommy a Anna? Era posible, aunque ninguna de las dos lo creía, aparte que ¿cómo podían saberlo? No trataron de echarle la culpa a Richard, pero cuando éste las acusó, ellas replicaron:

—Mira, Richard, no sirve de nada acusarse mutuamente. La cuestión es: ¿qué podemos hacer ahora por él?

El nervio óptico de Tommy quedó dañado, y la consecuencia de ello fue la ceguera. En cambio, el cerebro permanecía ileso, o por lo menos iba a curarse. Tan pronto como se declaró al muchacho fuera de peligro, el ritmo volvió a establecerse, y Molly se entregó a largas horas de lágrimas de depresión y desaliento. Anna estaba muy ocupada con ella y con Janet, a quien debía ocultar que Tommy había tratado de matarse. Recurrió a la expresión «ha sufrido un accidente», pero fue una estupidez, porque ahora se daba cuenta, por la mirada de la niña, de que la conciencia de las posibilidades de un accidente tan terrible que pudiera dejarla tumbada en el hospital, ciega irremediablemente, le acechaba por entre los objetos y las costumbres cotidianas. En consecuencia, Anna rectificó la frase y aclaró que Tommy se había herido accidentalmente mientras limpiaba un revólver. Entonces Janet observó que ellas no tenían ningún revólver, Anna aseguró que nunca lo habría, etc. De este modo, la niña salió de su estado de ansiedad.

En cuanto a Tommy, después de permanecer como una silenciosa figura en la soledad de un cuarto a oscuras, asistido por los vivos y a merced de éstos, se movió, volvió a la vida y habló. Y entonces, aquel grupo de personas, Molly, Anna, Richard y Marion, que habían estado aguardando de pie o sentadas, que habían velado toda una semana desgajada del tiempo, comprendieron hasta qué punto habían dejado que él, mentalmente, se les escapara hacia la muerte. Cuando Tommy habló, fue un choque, pues aquella cualidad suya, aquella obstinación acusadora y hosca que le empujara a tratar de atravesarse los sesos con una bala, había desaparecido tras la imagen de la víctima que yacía cubierta por sábanas y vendajes blancos. Sus primeras palabras —y estaban todos allí para oírlas— fueron:

—Estáis aquí, ¿verdad? No puedo veros —habló en un tono, que mantuvo silenciosos a los circunstantes—. Estoy ciego, ¿no es eso?

Y, de nuevo, su forma de hablar tornó imposible cualquier intento de suavizar el choque de Tommy con la realidad, al volver a la vida. A pesar de que ése fue el primer impulso de Anna y Molly. Esta última, al cabo de un momento, le dijo la verdad. Los cuatro estaban de pie alrededor de la cama, con la mirada fija en aquella cabeza ciega cubierta de telas blancas y bien ajustadas, sintiéndose enfermos de horror y de compasión, imaginando la lucha solitaria y valerosa que debía de estar librándose en el interior del muchacho. Pero Tommy no dijo nada. Yacía inmóvil. Sus manos, aquellas manos gruesas y desmañadas como las de su padre, reposaban a los lados. Las levantó para juntarlas y cruzarlas sobre el pecho, en actitud paciente. Sin embargo, en la manera de hacer el gesto hubo algo que llevó a Molly y Anna a intercambiar una mirada en la que había algo más que compasión. Era una especie de terror; la mirada había sido como una afirmación con la cabeza. Richard vio a las dos mujeres comunicarse esta sensación, y rechinó los dientes, literalmente, de rabia.

Aquél no era el mejor sitio para decir lo que sentía; pero lo dijo fuera. Se alejaban del hospital caminando los cuatro juntos. Marion iba un poco retrasada, pues aunque el choque de lo ocurrido a Tommy le había hecho dejar de beber temporalmente, aún parecía moverse en un mundo lento y privado. Richard habló furiosamente a Molly, dirigiendo unos ojos ardientes y enojados hacia Anna, para incluirla:

—Lo que has hecho ha sido una buena cabronada.

—¿Por qué? —inquirió Molly, agarrándose fuertemente al brazo de Anna, que la sostenía, pues desde que habían salido del hospital toda ella se estremecía en sollozos.

—¿Por qué? ¡Decirle de esa manera que se ha quedado ciego para siempre! ¡Vaya forma de proceder!

—Él ya lo sabía —adujo Anna, viendo que Molly no podía hablar por causa de la turbación, y sabiendo, además, que no las acusaba de eso.

—¡Lo sabía, lo sabía! —les espetó Richard entre dientes—. Acababa de salir del estado de inconsciencia, y le dices que está ciego para el resto de la vida.

Anna argumentó, contestando a sus palabras, no a sus sentimientos:

—Tenía que saberlo.

Entonces Molly se dirigió a Anna, sin hacer caso de Richard, para continuar el diálogo que habían comenzado con aquella mirada horrorizada, de confirmación, en el cuarto del hospital:

—Anna, yo creo que hacía rato que estaba consciente. Esperaba que todos estuviéramos allí; era como si disfrutara. ¿No es horrible, Anna?

Rompió a llorar histéricamente, y Anna le dijo a Richard:

—No empieces ahora a cargar la culpa sobre Molly.

Richard soltó una exclamación inarticulada de disgusto, retrocedió hacia Marion, quien seguía a los tres vagamente, la agarró por el brazo impacientemente, y se marchó con ella a través del césped verde y brillante del hospital, punteado sistemáticamente por parterres de flores de colores. Luego puso en marcha el coche, y ambos se fueron, dejándolas allí a la espera de un taxi.

No hubo un solo momento en que Tommy se desplomara. No dio muestras de derrumbarse en un estado de desesperación o de lástima de sí mismo. Desde el primer instante, desde sus primeras palabras, se mostró paciente, en calma, cooperó de buen grado con las enfermeras y los médicos, y discutió con Anna y Molly, e incluso con Richard, varios planes para el porvenir. Era, según repetían sin cesar las enfermeras —no sin algo de la misma incomodidad que Anna y Molly sentían con tanta fuerza—, «un paciente modelo». Jamás habían conocido a nadie, dijeron y repitieron incesantemente, que hubiera aceptado un destino tan horrible con tanta valentía; y mucho menos a un pobre muchacho de veinte años.

Se sugirió que Tommy pasara una temporada en un hospital de rehabilitación para ciegos recientes, pero él insistió en volver a casa. Había aprovechado tan bien las semanas en el hospital, que ya podía comer solo, lavarse y llevar a cabo otros menesteres sin ayuda, moviéndose despacio por el cuarto. Anna y Molly se sentaban y le observaban: de nuevo normal, el mismo de antes, al parecer, salvo por la venda negra sobre los ojos sin vista, yendo con obstinada paciencia de la cama al sillón y del sillón a la pared, con los labios fruncidos por el esfuerzo de concentración, aquel esfuerzo de su voluntad que se observaba detrás de cada pequeño movimiento suyo.

—No, gracias, enfermera, ya me arreglaré.

—No, madre, por favor, no me ayudes.

—-No, Anna, no necesito ayuda.

Y era verdad.

Se decidió que la sala de estar de Molly, situada en el primer piso, se convirtiera en el cuarto de Tommy; así tendría que aprender a subir menos escaleras. Este cambio estuvo dispuesto a aceptarlo, pero insistió en que la vida de ella, y la suya propia, continuaran como antes.

—No es necesario hacer ningún cambio, madre. No quiero que nada sea diferente.

La voz era de nuevo la que le conocían: la histeria, la risa siempre a punto de estallar, el tono desapacible de aquella noche en que visitó a Anna, habían desaparecido totalmente. Su voz, como sus movimientos, era lenta, pletórica y controlada; cada palabra tenía la autorización de un cerebro metódico. Pero cuando dijo que no era necesario hacer cambios, las dos mujeres se miraron (lo que ahora podían hacer tranquilamente, pues él no las podía ver, si bien no lograban librarse de la sospecha de que él, a pesar de todo, se daba cuenta), y ambas sintieron el mismo pánico sofocado. Tommy había pronunciado las palabras como si nada hubiera cambiado, como si el hecho que él estuviera ciego fuera poco menos que casual, y si su madre se sentía desdichada por ello, era porque quería o porque demostraba excesivo celo y no podía dejarle en paz, como esas mujeres incapaces de soportar el desorden o las malas costumbres. Bromeaba con ellas como lo hace un hombre con mujeres de trato difícil. Las dos le observaban, se miraban entre sí, horrorizadas, desviaban la vista ante la sensación de que él captaba aquellos mudos mensajes de pánico, y asistían sin poder hacer nada a los esfuerzos que el chico realizaba para adaptarse, tediosa, pero al parecer no dolorosamente, al mundo de tinieblas que ahora era el suyo.

Los antepechos blancos y con almohadones de las ventanas en que Molly y Anna se habían sentado tan a menudo para charlar, con las macetas de flores a sus espaldas, la lluvia o los pálidos rayos de sol en los cristales, era lo único que permanecía idéntico en el cuarto. Ahora había una cama estrecha y bien arreglada, una mesa con una silla de respaldo recto y unos estantes fáciles de alcanzar. Tommy estaba aprendiendo Braille. Y se enseñaba a sí mismo a escribir de nuevo, con un libro de ejercicios y una cartilla de colegial. Tenía una letra muy distinta a la de antes, grande, cuadrada y clara, como la de un niño. Cuando llamaban a la puerta antes de entrar, él levantaba la cabeza del Braille o de lo que escribía para decir: «Adelante», con el mismo tono de atención momentánea, pero cortés, que emplea un hombre de negocios desde el otro lado de la mesa de su despacho.

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