El Cuaderno Dorado (62 page)

Read El Cuaderno Dorado Online

Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
8.46Mb size Format: txt, pdf, ePub

De modo que Molly, que había rechazado un papel en una pieza de teatro para poder cuidar a Tommy, volvió a su trabajo de actriz. Anna dejó de ir a cuidar al muchacho las noches en que Molly actuaba, pues él le dijo:

—Anna, es muy amable de tu parte venir a compadecerte de mí, pero no me aburro nada. Me gusta estar solo.

Habló como lo hubiera hecho un hombre normal que prefería la soledad. Y Anna, que sin conseguirlo había tratado de recobrar la intimidad que le uniera a Tommy antes del accidente (sentía como si el chico fuera un desconocido al que nunca había visto), tomó aquellas palabras al pie de la letra. No se le ocurría nada, literalmente, que decirle. Además, cuando se encontraba sola con él en un cuarto, sucumbía continuamente a oleadas de pánico puro, que no alcanzaba a comprender.

Molly, ahora, no llamaba a Anna desde su casa, pues el teléfono se encontraba al salir de la habitación de Tommy, sino desde cabinas telefónicas o desde el teatro.

—¿Cómo está Tommy?—preguntaba Anna.

Y la voz de Molly, de nuevo potente y segura, aunque con un matiz permanente de interrogación agresiva, de desafío al sufrimiento, replicaba:

—Anna, todo es tan raro que no sé qué decir o qué hacer. Se limita a estar en su cuarto, trabajando mucho, siempre calmado. Y cuando ya no lo aguanto ni un instante más y entro, él levanta la vista y dice: «Bueno, madre, ¿en qué puedo ayudarte?»... Sí, ya lo sé. Así que yo, como es natural, digo alguna tontería, por ejemplo: «Pensé que quizá te apetecería una taza de té». Normalmente contesta que no, con gran cortesía, claro, y yo vuelvo a salir... Ahora está aprendiendo a hacerse él mismo té y café. Hasta quiere cocinar.

—¿Maneja ollas y todo eso?

—Sí. Me he quedado de piedra. Tengo que salir de la cocina, porque él sabe lo que yo siento y me dice: «Madre, no hay razón para asustarse, no me voy a quemar».

—Pues, Molly, no sé qué decirte.

(Se producía un silencio, provocado por lo que las dos tenían miedo de decir.)

—Y la gente sube a vernos, eso sí, muy afectuosa y amable, ¿sabes? —proseguía Molly.

—Sí, lo imagino perfectamente.

—Me dicen: «¡Tu pobre hijo!». «¡Qué mala suerte con Tommy!»... Siempre supe que todo era una salvajada, pero nunca lo vi tan claramente como ahora.

Anna la comprendía perfectamente, pues amigos y conocidos comunes la usaban como blanco de observaciones, que, en la superficie, eran amables, pero que escondían malicia, y que hubieran deseado poder dirigir contra Molly en persona:

—Claro, fue una pena que Molly se marchara aquel año y dejara solo al chico.

—No creo que eso tenga nada que ver. Además, lo hizo después de haber reflexionado mucho.

O bien:

—Claro, ¡con ese matrimonio deshecho! Debe de haber afectado a Tommy mucho más de lo que nadie hubiera supuesto.

Ante tales insinuaciones, Anna respondía, sonriendo:

—También mi matrimonio está deshecho, y de verdad confío en que Janet no termine de la misma forma.

Y detrás de todo el tiempo que Anna consagraba a defender a Molly y a ella misma, había otra cosa: la causa del pánico que ambas sentían, aquel algo que les daba miedo confesar.

Se expresaba por el mero hecho de que apenas seis meses antes, Anna llamaba a la casa de Molly para charlar con ésta, mandando recuerdos para Tommy, o iba a ver a Molly y tal vez entraba en el cuarto de Tommy para cambiar unas palabras con él, o asistía a las reuniones de Molly en que Tommy era un invitado como los demás, o participaba en la vida de Molly, en sus aventuras con hombres, en sus necesidades y en su fracaso matrimonial... En cambio, ahora, todo eso, la intimidad de años, que había ido creciendo despacio, se veía afectada y rota. Anna nunca telefoneaba a Molly como no fuera por razones muy concretas, pues aunque el teléfono no se hubiera encontrado junto al cuarto de Tommy, éste era capaz de intuir lo que la gente decía, al parecer a través de un sexto sentido recién desarrollado. Por ejemplo, una vez llamó Richard, aún en la fase de acusadora agresividad, para decirle a Molly:

—Contesta sí o no; con eso basta. Quiero que Tommy vaya a pasar unas vacaciones con una enfermera especializada en ciegos. ¿Querrá ir?

Y antes de que Molly pudiera responder, Tommy había gritado desde su habitación, en un tono normalísimo:

—Dile a mi padre que me encuentro perfectamente. Dale las gracias y comunícale que ya le llamaré yo mismo mañana.

Anna ya no visitaba a Molly sin hacer cumplidos y con toda naturalidad para pasar una velada con ella, ni entraba en la casa si pasaba por allí. Llamaba a la puerta después de haber telefoneado, oía sonar el timbre arriba, y estaba segura de que Tommy ya sabía quién era. La puerta se abría, mostrando la astuta y dolorosa sonrisa, forzadamente alegre, de Molly. Subían ambas a la cocina, hablando de trivialidades y conscientes del chico que estaba al otro lado de la pared, hacían café o té, y ofrecían una taza a Tommy, que siempre la rehusaba. Las dos mujeres subían al cuarto que había sido el dormitorio de Molly, transformado ahora en una especie de sala de estar con alcoba, y se instalaban allí, pensando, sin querer, en el chico mutilado que estaba en el piso de abajo, convertido ahora en el centro de la casa, dominándola, consciente de todo lo que pasaba en ella, como una presencia ciega, pero consciente de todo lo que en ella sucedía. Molly charlaba un poco, y refería algunos chismes del teatro, llevada por la costumbre. Luego se callaba, con la boca torcida de ansiedad y los ojos enrojecidos de lágrimas contenidas. Había adquirido la tendencia de romper a llorar súbitamente, por una palabra dicha a la mitad de una frase, con lágrimas de desamparo e histerismo, que dominaba al instante. Su vida había cambiado por completo. Ahora únicamente salía para ir al teatro, a trabajar, y para hacer las compras necesarias. Luego volvía a casa y se sentaba a solas en la cocina o en su cuarto.

—¿Ves a alguien? —le preguntó Anna.

—Tommy también me lo ha preguntado. La semana pasada me dijo: «No quiero que abandones tu vida de sociedad por mí, madre. ¿Por qué no traes a tus amigos a casa?». Bueno, pues le tomé la palabra y traje a aquel director, ya le conoces, el que se quería casar conmigo, Dick. ¿Te acuerdas? Se ha mostrado muy afectuoso a raíz de lo de Tommy, quiero decir realmente afectuoso y amable, sin malicia. Bien, pues estaba aquí con él, bebiendo whisky, y por primera vez pensé: «No, no me importaría. Es realmente amable, y esta noche estoy dispuesta a aceptar el afecto de un hombro masculino». Ya estaba a punto de ponerle la luz verde, cuando me percaté de que no podía darle ni un beso de hermana sin que Tommy lo supiera. Claro que Tommy nunca me lo reprocharía. A la mañana siguiente hubiera dicho, seguramente: «¿Pasaste una velada agradable ayer, madre? Me alegro mucho».

Amia contuvo un impulso de decirle a su amiga que exageraba, porque lo cierto era que Molly no exageraba, y ella no se sentía capaz de representar ese tipo de deshonestidad ante Molly.

—¿Sabes, Anna? Cuando miro a Tommy y le veo con esa cosa siniestra y negra tapándole los ojos, tan bien puesto y limpio, y con su boca, ya sabes, esa boca suya, fija, dogmática... Bueno, pues me invade una irritación tal...

—Sí, te comprendo.

—Pero ¿no es horrible? Se trata de una irritación física... Todos esos movimientos lentos y cuidadosos, ¿comprendes?

—Sí.

—Porque es exactamente igual que antes, sólo que confirmado. No sé si me entiendes...

—Sí.

—Es como una especie de fantasma.

—Si.

—Sería capaz de gritar de irritación... Y lo peor es que tengo que salir del cuarto, porque sé muy bien que
él
capta que yo siento esto y... —En este punto, Molly se contuvo. Luego decidió continuar, desafiante—: Él disfruta. —Soltó una carcajada chillona y añadió—: Es feliz, Anna.

—Sí.

Por fin había salido aquel algo. Ahora las dos se sentían mejor.

—Es feliz por primera vez en su vida —prosiguió Molly—. Esto es lo terrible... Se puede ver en el modo como se mueve y habla. Por primera vez en su vida es todo él de una pieza.

A Molly se le cortó el aliento de horror ante sus propias palabras, oyendo lo que había dicho,
todo él de una pieza
, y encajándolo con la realidad de aquella mutilación. Entonces escondió la cara entre sus manos y lloró, de una manera diferente, con todo su cuerpo. Cuando hubo terminado de llorar, levantó la vista y profirió, tratando de sonreír:

—No debiera llorar. Me va a oír.

En aquellos momentos su sonrisa era valiente. Anna notó, por vez primera, que el casquete dorado del pelo de su amiga tenía mechones grises, y que alrededor de sus ojos, directos pero tristes, había unas cavidades oscuras por las que se le veían los huesos, delgados y agudos.

—Creo que deberías teñirte el pelo —observó Anna.

—¿Para qué? —preguntó Molly, enfadada. Luego se obligó a reír, y añadió—: Ya le oigo, cuando yo subiera la escalera con el pelo bien arreglado, satisfecha, y él oliera el tinte o lo que fuese, captando el matiz de la cosa y diciéndome: «Madre, ¿te has teñido el pelo? Pues me alegro de que no te dejes abandonar».

—Bueno, pues a mí me alegraría que no te dejaras abandonar, aunque a él no le hiciera gracia.

—Supongo que volveré a ser sensata cuando me haya acostumbrado a todo esto... Ayer lo pensaba, pensaba en estas palabras. Acostumbrarse a ello, quiero decir. ¿Es esto la vida? ¿Acostumbrarse a cosas que son realmente intolerables...?

Los ojos se le enrojecieron, se le llenaron de lágrimas, y de nuevo los aclaró pestañeando con determinación.

Unos días más tarde, Molly llamó desde una cabina telefónica para decir:

—Anna, está ocurriendo algo muy raro. Marion ha empezado a venir a todas las horas del día a visitar a Tommy.

—¿Qué tal está ella?

—Casi no ha bebido nada desde el accidente de Tommy.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Ella misma se lo ha contado a Tommy, quien, a su vez, me lo ha dicho a mí.

—¡Muy bien! ¿Y qué opina él?

Molly imitó la voz lenta y pedante de su hijo:

—Marion está haciendo auténticos progresos ahora, en conjunto. Se está transformando en otra con gran rapidez.

—¡No es posible!

—¡Oh! Sí, eso es lo que dijo.

—Bueno, por lo menos Richard debe de estar satisfecho.

—Está furioso. Me manda unas cartas largas e indignadas, y cuando abro una de ellas, aunque hayan llegado por el mismo correo otras diez, Tommy me pregunta: «¿Y qué dice ahora mi padre?». Marion se presenta casi todos los días. Pasan horas enteras juntos, como un profesor anciano que recibe a su alumno favorito...

—¡Vaya, vaya! —exclamó Anna, desconcertada.

—Sí, ya.

Anna fue citada para que apareciera en el despacho de Richard unos días después. Telefoneó, brusco y hostil, diciendo:

—Quisiera verte. Podría ir a tu casa, si quieres...

—Pero está claro que tú no quieres —le interrumpió ella.

—Reconozco que mañana por la tarde tengo una o dos horas disponibles.

—¡Ah, no! Estoy segura de que no tienes tiempo. Ya iré yo. ¿Quedamos a una hora?

—¿Te va bien a las tres?

—A las tres —concluyó Anna, consciente de que le alegraba que Richard no acudiera a su piso.

Durante aquellos meses le había obsesionado el recuerdo de Tommy, de pie, mirando sus cuadernos, pasando página tras página, la misma noche que intentara matarse. Recientemente había hecho algunas anotaciones; pero con un gran esfuerzo. Sentía como si el chico, acusándola con sus ojos oscuros, la mirara por encima del hombro. Sentía como si su cuarto ya no le perteneciera. Y si hubiera recibido a Richard en él, habrían empeorado las cosas.

Se presentó en la oficina de Richard a las tres en punto, diciéndose que, naturalmente, la haría esperar a propósito. Calculaba que unos diez minutos bastarían para satisfacer la vanidad del hombre. A los quince minutos, le informó su secretaria de que podía pasar. Tal como había dicho Tommy, Richard, detrás de la mesa de su despacho, causaba una impresión que ella no hubiera imaginado en él. Las oficinas centrales de aquel imperio ocupaban cuatro pisos de un edificio antiguo y feo de la City. No era allí, evidentemente, donde se hacían los negocios; constituían más bien como un escaparate de las personalidades de Richard y sus socios. El decorado era discreto y la atmósfera, internacional. A una no le hubiera sorprendido verlo en cualquier otra parte del mundo. Tan pronto como se cruzaba el umbral de la gran puerta de entrada, el ascensor, los pasillos, las salas de espera, todo era como una larga y discreta preparación del momento en que, finalmente, se entraba en el despacho de Richard. Los pies se hundían seis centímetros, en una moqueta oscura y espesa, y las paredes eran de cristal oscuro, enmarcado en madera blanca. El conjunto estaba iluminado con discreción, al parecer desde detrás de varias plantas trepadoras que iban dejando ver algunas hojas verdes bien cuidadas en todos los pisos. Richard, con su cuerpo hosco y testarudo escondido bajo un traje anónimo, aparecía sentado tras un escritorio que tenía todo el aspecto de una tumba de mármol verdoso.

Anna había estado examinando a la secretaria mientras esperaba, y observó que era un tipo semejante al de Marion: otra muchacha color de avellana, con clara tendencia a un desalmo elegante y vivaz. Puso cuidado en captar el comportamiento de Richard y de la muchacha durante los pocos segundos en que les vio juntos, al acompañarla ella hasta el despacho. Y sorprendió una mirada entre los dos, que le hizo comprender el grado de sus relaciones. Richard se dio cuenta de que Anna había llegado a unas conclusiones, y dijo:

—No quiero un sermón de los tuyos, Anna. Quiero hablar en serio.

—Para eso he venido, ¿no?

Él dominó su disgusto y le ofreció el asiento colocado frente al escritorio, que Anna rechazó para ir a sentarse en el alféizar de una ventana, a cierta distancia. Antes de que él pudiera hablar, se encendió una luz verde en el tablero del teléfono y Richard se excusó, antes de hablar al aparato,

—Perdona un momento —dijo, mientras una puerta interna se abría para dar paso a un joven portador de una carpeta, que depositó del modo más agradablemente discreto posible sobre la mesa de Richard, haciendo casi una reverencia antes de volver a salir de puntillas.

Richard se apresuró a abrir la carpeta. Luego escribió una nota, a lápiz, e iba a pulsar otro botón cuando vio la cara de Anna y le preguntó:

Other books

Empire of Light by Gregory Earls
The Four-Night Run by William Lashner
The Dressmaker by Kate Alcott
Legacy of Secrecy by Lamar Waldron
Nothing but Gossip by Marne Davis Kellogg
Emako Blue by Brenda Woods
After the Last Dance by Manning, Sarra
Shield and Crocus by Michael R. Underwood