El Cuaderno Dorado (4 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
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—Es Richard, que viene. Al parecer hoy es el único día libre que va a tener en todo el mes. Por lo menos eso es lo que dice.

—Pues yo no me voy —dijo Anna.

—No, tú te quedas donde estás.

Molly examinó su aspecto: llevaba pantalones y un jersey, ambas prendas bastante usadas.

—Tendrá que aceptarme como me encuentre —concluyó, y se sentó junto a la ventana—. No ha querido decir qué ocurre... Será otra crisis con Marion, supongo.

—¿No te ha escrito?—preguntó Anna con cautela.

—Los dos, él y Marion, me han escrito cartas llenas de
sencillez
. Curioso, ¿verdad?

Este
curioso, ¿verdad?
, era como la contraseña que indicaba el tono confidencial de las conversaciones entre ellas dos. No obstante, después de haber dado la contraseña, Molly cambió el tono y añadió:

—Es inútil hablar ahora. Ha dicho que venía en seguida.

—Seguramente se marchará cuando vea que estoy yo —comentó Anna alegremente, aunque con cierto deje agresivo.

—Ah, y ¿por qué? —preguntó Molly, mirándola incisivamente.

Se había dado siempre por supuesto que Anna y Richard se desagradaban mutuamente; y, antes, Anna siempre se había marchado cuando Richard estaba por llegar. Aquel día Molly dijo:

—La verdad es que yo creo que le agradas bastante, en el fondo. Pero se ve obligado a estimarme a mí, por principio... ¡Es tan ridículo que las personas le gusten del todo o nada! Por eso, lo que no le agrada en mí te lo carga a ti.

—Encantada —replicó Anna—. Pero ¿sabes una cosa? Mientras estabas fuera he descubierto que para mucha gente tú y yo somos casi intercambiables.

—¿Ahora te das cuenta de
eso?
—inquirió Molly triunfalmente, como siempre que Anna descubría lo que para ella eran hechos evidentes.

Desde muy al principio, en la relación entre las dos mujeres se había llegado a un equilibrio: Molly poseía mucho más conocimiento del mundo que Anna, quien, por su parte, estaba dotada de un talento superior.

Anna tenía sus ideas propias. En aquella ocasión sonreía, reconociendo que había sido muy lenta.

—¡Y somos tan distintas en todo! —exclamó Molly—. Es curioso; supongo que es porque las dos llevamos el mismo tipo de vida..., sin estar casadas y todo eso. Es lo único que ven.

—Mujeres libres —dijo Anna con una mueca. Y añadió, con una furia desconocida para Molly, lo que le valió de nuevo una mirada escudriñadora de su amiga—: Todavía nos definen según nuestras relaciones con los hombres, incluso los mejores.

—Bueno, es lo que hacemos nosotras mismas, ¿no? —comentó Molly, mordaz—. En fin, es muy difícil evitarlo —añadió, rápidamente, a causa de ia sorpresa con que Anna la miraba.

Se produjo una breve pausa en la que las dos mujeres no se miraron, sino que reflexionaron que un año sin verse era mucho tiempo, incluso para viejas amistades.

Molly, suspirando, dijo:

—¡Libres! ¿Sabes? Durante este tiempo que he estado fuera he pensado en nosotras dos, y he decidido que pertenecemos a un tipo de mujer completamente nuevo. Por fuerza, ¿no lo crees?

—No hay nada nuevo bajo el sol —repuso Anna, tratando de adoptar un acento alemán.

Molly, irritada (hablaba bien una docena de lenguas), repitió:

—No hay nada nuevo bajo el sol.

Sus palabras imitaron a la perfección la voz de una vieja astuta con acento alemán. Anna hizo una mueca, admitiendo su fracaso. No tenía facilidad para los idiomas, y era demasiado vergonzosa para imitar a otra persona: por un instante Molly había llegado a parecerse a Madre Azúcar, es decir, a la señora Marks, a quien las dos amigas habían acudido para psicoanalizarse. Las reservas con que ambas habían acogido el solemne y doloroso ritual, las expresaban con aquel mote casero de «Madre Azúcar» que, con el tiempo, se convirtió en mucho más que el mote de una persona: llegó a designar todo un modo de ver la vida (tradicional, enraizado y conservador, a pesar de su escandalosa familiaridad con todo lo amoral). A pesar de...

Así era como Anna y Molly, al analizar el ritual, lo habían creída; aunque, últimamente, Anna había ido presintiendo con mayor fuerza que era
a causa de
, y ésta era una de las cosas que deseaba discutir con su amiga.

Pero, en aquella ocasión, Molly reaccionó como solía hacerlo en el pasado ante la más mínima crítica de Madre Azúcar sugerida por Anna, y dijo vivamente:

—No importa; era maravillosa, y yo me encontraba en un estado pésimo para poder criticar.

—Madre Azúcar decía «Tú eres Electra» o «Tú eres Antígona», y para ella todo terminaba con eso —contestó Anna.

—En fin, no todo —comentó Molly, refiriéndose con ironía a las horas penosas y difíciles que ambas habían pasado.

—Sí, sí —dijo Anna insistiendo inesperadamente, lo cual hizo que Molly la mirara por tercera vez con curiosidad—. No digo que no me hiciera mucho bien, pues estoy segura de que sin ella no hubiera podido enfrentarme con todo lo que tuve que pasar. Pero... Recuerdo muy bien una tarde, sentada allí; en aquel cuarto grande de luces indirectas, discretas, con el Buda, los cuadros y las estatuas.


¿Y qué?
—inquirió Molly en tono ya de desaprobación.

Anna, frente a aquella determinación tan clara, aunque implícita, de no querer hablar de ello, dijo:

—He pensado en ello durante estos últimos meses... y me gustaría hablarlo contigo. Al fin y al cabo, las dos lo pasamos y con la misma persona...


¿Y qué?

Anna insistió:

—Recuerdo aquella tarde en que sabía que no iba a volver. Era por causa de aquellos malditos objetos de arte por todas partes...

Molly aspiró con fuerza. Preguntó, vivamente:

—No sé a qué te refieres. —Y al no obtener respuesta de Anna añadió, acusadora—: ¿Y tú has escrito algo desde que me marché?

—No.

—Te he dicho miles de veces —profirió Molly, chillando— que no te perdonaré nunca si echas a perder tu talento. De verdad. Es lo que he hecho yo y no puedo soportar verte a ti... Yo he perdido el tiempo pintando, danzando, actuando y escribiendo. Ahora... ¡Tienes tanto talento, Anna!
¿Por qué?
La verdad, no lo entiendo.

—¿Cómo te lo puedo explicar, si tú siempre pones ese tono acusador y de reproche?

A Molly se le llenaron los ojos de lágrimas y los clavó en su amiga, con expresión de gran pena y reproche. Consiguió decir, con dificultad:

—En el fondo, yo siempre pensaba: «Bueno, me casaré, así que no importa que eche a perder todas las aptitudes con que nací». Hasta hace poco, incluso soñaba en tener más niños... Sí, ya sé que es idiota, pero es verdad. Y ahora tengo cuarenta años y Tommy ya es mayor. Pero lo importante es que si tú no escribes tan sólo porque piensas en casarte...

—¡Pero si las dos queremos casarnos! —dijo Anna, bromeando.

El tono jocoso volvió a prestar distancia a la conversación; había comprendido, con pena, que no podría discutir ciertos temas con Molly.

Molly sonrió secamente, dirigió a su amiga una mirada de reproche y concluyó:

—Muy bien, pero te arrepentirás más tarde.


¿Arrepentirme?
—dijo Anna, riendo sorprendida—. Molly, ¿es que nunca te vas a creer que la otra gente tiene las mismas ineptitudes que tú?

—Tú has tenido la suerte de que te concedieran un talento, no cuatro.

—Tal vez mi talento se ha visto presionado en la misma medida que tus cuatro.

—No puedo hablar contigo en este tono. ¿Te hago té, mientras esperamos a Richard?

—Prefiero cerveza o algo parecido —dijo Anna, antes de añadir, provocativa—: He pensado que quizá, dentro de un tiempo, podría darme a la bebida.

Molly contestó, en el tono de hermana mayor que Anna había provocado:

—No debieras hacer bromas, Anna. Especialmente cuando has visto cómo afecta a las personas... Mira a Marion. Me pregunto si habrá bebido mientras yo estaba fuera.

—Pues sí, ha bebido... Vino a verme varias veces.

—¿Vino a verte? ¿A
ti
?

—A esto es a lo que me refería cuando te decía que tú y yo parecemos ser intercambiables.

Molly tenía cierto sentido de la propiedad, y mostró resentimiento, tal como Anna había supuesto:

—Supongo que vas a decir que Richard también ha venido a verte.

Anna asintió con la cabeza; y Molly anunció, con fuerza:

—Voy por cerveza.

Regresó de la cocina con dos vasos altos que goteaban de frío y dijo:

—Bueno, más vale que me lo cuentes todo antes de que Richard llegue, ¿no crees?

Richard era el marido de Molly; o, mejor dicho, lo había sido. Molly era el producto de lo que ella llamaba «uno de aquellos veinte matrimonios». Su madre y su padre habían brillado muy brevemente en los círculos bohemios e intelectuales, cuyos focos lumínicos eran Huxley, Lawrence, Joyce, etc. Su infancia había sido desastrosa, pues el matrimonio duró sólo unos meses. Ella se había casado a los dieciocho años con el hijo de un amigo de su padre. Ahora sabía que lo hizo por alcanzar cierta seguridad e, incluso, respetabilidad. Tom, su hijo, era un producto de aquel matrimonio. A los veinte años, Richard ya había dado indicios de convertirse en el sólido hombre de negocios que finalmente había resultado; por lo tanto, Molly y él no toleraron aquella mutua incompatibilidad durante más de un año. Luego, él se casó con Marion y tuvieron tres chicos. Tommy se quedó con Molly. Richard y ella, una vez pasado el asunto del divorcio, volvieron a ser amigos. Después, Marion se hizo amiga suya. Ésta era, pues, la situación a la que Molly a menudo se refería diciendo: «En conjunto resulta curioso, ¿verdad?».

—Richard me vino a ver para hablar de Tommy—dijo Anna.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—¡Oh! Es idiota. Me preguntó si yo creía que era bueno para Tommy pasarse tanto tiempo meditando. Yo contesté que a cualquiera le hacía bien meditar, si por ello se entendía reflexionar, y que, de todos modos, como Tommy tenía veinte años y ya era mayor, no nos incumbía a nosotros.

—Pues no le hace ningún bien —dijo Molly.

—Me preguntó si yo creía que le haría bien a Tommy marcharse con no sé qué expedición a Alemania... Un viaje de negocios, con él. Yo le dije que se lo preguntara a Tommy, no a mí. Naturalmente, Tommy dijo que no.

—Claro. Pero siento que Tommy no fuera.

—Sin embargo, la razón auténtica por la que vino fue, creo yo, Marion. Pero Marion acababa de verme y, por lo tanto, tenía prioridad, por decirlo así. O sea que yo no iba a hablar de Marion. Me parece que va a venir a hablar de Marion contigo.

Molly observaba a Anna detenidamente.

—¿Cuántas veces vino Richard? —preguntó.

—Unas cinco o seis.

Después de un silencio, Molly dejó escapar su ira diciendo:

—Es muy curioso. Parece esperar que yo casi controle a Marion. ¿Por qué yo?

¿O tú? En fin, bien pensado, tal vez será mejor que te marches. Va a ser difícil, si ha ido ocurriendo toda una serie de complicaciones a mis espaldas.

Anna dijo con firmeza:

—No, Molly. Yo no le pedí a Richard que viniera a verme. Ni se lo pedí tampoco a Marion. Al fin y al cabo, no es culpa tuya ni mía si la gente tiene la impresión de que hacemos el mismo papel. Yo les he dicho lo que hubieras dicho tú... En fin, así me lo parece.

Había un tono de súplica festiva, casi infantil en estas palabras. Pero era deliberado. Molly, la hermana mayor, sonrió y dijo:

—Bueno, está bien.

Seguía observando a Anna con atención, mientras que ésta procuraba fingir que no se daba cuenta. En aquel momento, Anna no quería decirle a Molly lo que había ocurrido entre ella y Richard; no quería decírselo hasta que no le pudiera contar toda la historia de aquel desgraciado año pasado.

—¿Bebe mucho Marion ahora?

—Sí, me parece que sí.

—¿Y te lo ha contado todo?

—Sí. Con detalles. Y lo más curioso es que te juro que hablaba como si yo fuera tú. ¡Hasta se equivocaba, me llamaba Molly y otras cosas así!

—En fin,
no sé
—dijo Molly—, ¿Quién lo hubiera creído? Tú y yo nos parecemos como un huevo a una castaña.

—Tal vez no somos tan distintas —atajó Anna, pero Molly se rió con escepticismo.

Era una mujer más bien alta, de huesos grandes, aunque tenía un aspecto frágil, casi muchachil. Ello era debido a cómo llevaba el pelo, un pelo del color del oro bruto, a mechas y cortado como un chico, así como a su modo de vestir. Para esto último tenía una enorme gracia instintiva; disfrutaba con los diversos estilos que le iban bien. Por ejemplo, tan pronto parecía una adolescente, con pantalones estrechos y suéter, como una sirena, con sus ojazos verdes maquillados, los pómulos salidos y luciendo un vestido que hiciera resaltar sus bien formados pechos.

Era uno de sus juegos secretos con la vida que Anna le envidiaba. No obstante, cuando le daba por reprocharse, le decía a Anna que se avergonzaba de sí misma por lo mucho que disfrutaba representando distintos papeles:

—Es como si realmente fuera distinta. ¿No lo comprendes? Incluso me siento una persona distinta. Hay algo de desprecio en ello... ¿Sabes aquel hombre de quien te hablé la semana pasada? La primera vez, me vio con aquellos pantalones viejos y aquel jersey ancho... Pues bien; cuando me presenté en el restaurante nada menos que al estilo de una
femme fatale
, el pobre no sabía cómo tomarme; no dijo una palabra en toda la noche... Y yo disfrutaba. ¡Ya me dirás!

—Pero tú te divertías —le contestaba Anna, riendo.

Anna, en cambio, era pequeña, delgada, morena, vivaracha, con unos ojos grandes y negros, muy abiertos, y un pelo lanoso. En conjunto, estaba satisfecha de su tipo, pero era siempre el mismo. Envidiaba la capacidad de Molly para reflejar sus cambios de humor. Anna se vestía con nitidez y delicadeza, lo que tendía a darle un aire peripuesto, o tal vez un poco estrafalario; confiaba en el efecto de sus manos, blancas y delicadas, y en la cara, pequeña y puntiaguda. Pero era tímida, incapaz de imponerse, y estaba convencida de que la pasaban fácilmente por alto.

Cuando las dos mujeres salían juntas, Anna se eclipsaba deliberadamente y contribuía a que el dramatismo de Molly se luciera. Cuando estaban solas, ella solía dominar. Sin embargo, esto no respondía de ningún modo a lo que había sucedido al comienzo de la amistad entre las dos. Molly, brusca, directa, sin tacto, había dominado francamente a Anna. Poco a poco, y a ello habían contribuido los buenos oficios de Madre Azúcar, Anna había aprendido a ser dueña de sí misma. Pero a veces hubiera debido contradecir a Molly y no lo hacía. Ella misma reconocía que era cobarde; prefería siempre ceder antes de provocar peleas y escenas. Una pelea deprimía a Anna durante días, mientras que a Molly le sentaban estupendamente. Rompía a llorar a gritos, decía cosas imperdonables, y al cabo de medio día se olvidaba de todo. Mientras tanto, Anna, exhausta se quedaba en el piso, reponiéndose.

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