El protocolo Overlord

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Authors: Mark Walden

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: El protocolo Overlord
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Un nuevo poder acecha a HIVE. Uno de los malhechores más temidos intenta hacerese con el control de la escuela y entabla una guerra personal contra su director, el doctor Nero, y contra el jefe del Sindicato Internacional del Crimen Organizado, el misterioso Número Uno. ¿Quién es realmente el enigmático delincuente y cuáles son sus oscuras intenciones? ¿Por qué querría poner en peligro al alumno más aplicado de HIVE, Otto Malpense, y a su mejor amigo, Wing Fanchu?

En esta nueva aventura, Otto se enfrentará al mayor desafío que hasta ahora haya conocido: sobrevivir mas allá de las próximas veinticuatro horas… ¿Desvelará la terrible verdad que esconde el Protocolo Overlord?

Mark Walden

El Protocolo Overlord

HIVE 2

ePUB v1.0

04.06.13

Título original:
The Overlord Protocol

Mark Walden, 2007

Traducción: Borja García Bercero

ePub base v2.1

Para Sarah y para Megan, por siempre.

L
a onda expansiva de la explosión lanzó a Otto dando tumbos incontrolados por el aire. Oía su respiración, acelerada por el pánico, retumbar de pronto dentro de su casco. Las estrellas del cielo nocturno giraban como locas y enormes cascotes ardiendo pasaban silbando a una distancia tan próxima que hubiera podido tocarlos. Se esforzó por recordar lo que había aprendido durante su entrenamiento e intentó controlar la caída en picado de su cuerpo para salir de la espiral caótica en la que se había visto metido. Poco a poco pudo dominar los tumbos que iba dando y ahora seguía cayendo, pero, eso sí, de una forma un poco más controlada. Consultó las cifras de color verde claro que le mostraba el visualizador de su casco. Estaba cayendo demasiado deprisa. Tenía que frenar un poco el descenso o no llegaría vivo al suelo. Abrió los brazos y las piernas para que su cuerpo actuara a modo de freno aerodinámico y redujera su velocidad.

—Veinte mil pies —dijo en sus oídos una aguda voz electrónica—. Velocidad de descenso por encima de los parámetros aceptables.

Allá abajo no se veía más que oscuridad. Sabía que el blanco estaba allí, en alguna parte, pero sin luz y sin ningún hito visible que le permitiera orientarse, lo único que podía hacer era confiar en que los números del GPS que le mostraba el visualizador fueran correctos y pudiera utilizarlos para encontrar el punto de aterrizaje con precisión.

—Quince mil pies —dijo la voz con la misma calma de antes.

El cerebro de Otto convirtió inmediatamente el tiempo que había transcurrido entre los avisos en un cálculo exacto de la velocidad a la que estaba cayendo. Demasiado deprisa todavía.

No sabía si alguien más había sobrevivido a la explosión. Todo estaba demasiado oscuro para ver si estaba solo. No era únicamente la gélida temperatura del aire a esas altitudes lo que hizo que un escalofrío le recorriera la columna vertebral. Era muy posible que estuviera solo y dudaba mucho que pudiera cumplir su misión sin ayuda.

—Diez mil pies.

La pausada voz volvió a informarle sobre la increíble velocidad de su descenso y Otto empezó a sentirse invadido por una ligera sensación de pánico. Seguía sin ver señal alguna del blanco; los números que le mostraba el visualizador parecían correctos, pero no había ninguna referencia visual que los confirmara. De pronto, en el centro del visualizador apareció una cruz verde. Los sistemas de navegación del equipo habían determinado que aquel era el punto donde debía tomar tierra. Otto rogó al cielo para que la elección fuera correcta. Si la cuidadosa calibración de los instrumentos se había visto afectada por los tremendos acontecimientos de los últimos minutos, si el blanco se había desviado aunque solo fuera uno o dos metros, entonces, realmente, la rapidez a la que estaba aterrizando sería muy, pero que muy terminal.

—Cinco mil pies.

La cruz verde aumentaba y aumentaba. Otto hizo pequeñas correcciones en la posición de su cuerpo para intentar que la señal se mantuviera en el centro. No podía permitirse el más mínimo fallo. El viento seguía rugiendo al pasar a su lado, como si quisiera absorberle hacia el suelo.

—Cuatro mil pies.

Ya estaba en las fases finales del descenso. Todos los conocimientos que acababa de adquirir sobre cómo se debía ejecutar un salto como aquel parecían no tener nada que ver con aquella experiencia aterradora.

—Tres mil pies.

El blanco seguía centrado en el visualizador y crecía a cada instante. El plan tenía que funcionar, se dijo Otto: no había otra opción. Lo que estaba haciendo era demencial, por supuesto, pero de ninguna manera iba a permitir que la persona responsable de los acontecimientos ocurridos en las últimas veinticuatro horas se saliera con la suya.

—Dos mil pies.

En alguna parte allá abajo estaba el hombre que tenía la culpa de todo.

—Mil pies.

En alguna parte allá abajo estaba el hombre que Otto tenía que encontrar.

—Quinientos pies.

En alguna parte allá abajo estaba el hombre que había matado a Wing.

—Cuatrocientos, trescientos, doscientos, cien.

Otto cerró los ojos.

—Cero.

Capítulo 1

Dos semanas antes

N
ero caminaba por la calle hacia el Teatro de la Ópera. No le hacía ninguna gracia haber dejado desatendida la escuela, y menos aún tener que asistir a una de las periódicas reuniones del Consejo General del SICO, pero comprendía que era un mal necesario. El Número Uno había enviado su acostumbrada invitación a la élite de los malhechores del mundo para una de sus habituales juntas y sabía que podría resultar un fatal error no asistir sin una razón de peso.

Al aproximarse al gran edificio, pasó de largo ante la puerta de entrada y se dirigió a un callejón que se desviaba a un costado. Cuando llegó a la entrada de artistas, comprobó divertido que incluso los callejones de Viena estaban inmaculadamente limpios.

El conserje, un hombre entrado en años que estaba sentado ante una mesa leyendo el periódico de la mañana, levantó la mirada cuando entró Nero.

—Lo siento, señor, pero solo están autorizados a pasar los artistas y la gente de producción —dijo metiendo una mano debajo de la mesa.

—No se preocupe —replicó Nero al advertir el sutil cambio de expresión en la cara del viejo—. He venido al ensayo general.

—¿Al ensayo general, señor? —repitió el conserje mirándole atentamente.

—Sí, creo que hoy es el día del ensayo general de
Fausto
y no quisiera perdérmelo.

La mano del conserje salió de debajo de la mesa.

—Por supuesto, señor. Los intérpretes ya están aquí. Si tiene la bondad de seguirme…

Se puso en pie e hizo un gesto a Nero para que le siguiera por el corredor que conducía a las sombrías estancias traseras. Nero miró con interés el atrezo y los decorados que había amontonados por todos los rincones, como si fueran reliquias de pasadas funciones.

El viejo le siguió conduciendo por un laberinto de decorados desechados hasta que se detuvo delante de un panel sobre el que se veía la imagen pintada del foso de un castillo atravesado por un puente levadizo de hierro oxidado. Deslizó a un lado el panel para dejar al descubierto una pared con una sólida puerta de madera. Abrió la puerta con llave y se hizo a un lado.

—Pase, señor. Le están esperando dentro.

Nero abrió del todo la puerta y penetró en un pequeño ascensor con paredes de acero y sin ningún cuadro de mandos visible. La puerta se cerró a su espalda y una suave voz electrónica resonó en el ascensor.

—Por favor, no se mueva mientras tiene lugar la confirmación de su identidad.

Un breve flash de una brillante luz blanca obligó a Nero a cerrar los ojos para borrar los puntos que de pronto flotaban en su campo de visión.

—Realizado el escáner retinal. Bienvenido, doctor Nero.

Nero se había preguntado en más de una ocasión cuántas bases secretas como aquella poseería el SICO en el mundo. Sabía que nunca había acudido dos veces a la misma. También se había preguntado si quizá se usaran una sola vez para ser luego destruidas. Desde luego, sería un derroche absurdo utilizar una instalación como esa una sola vez para luego demolerla, pero si había algo de lo que el SICO no andaba escaso era de dinero.

Las puertas del ascensor se abrieron en silencio y Nero entró en otro pasillo con paredes de acero que acababa en dos grandes puertas de cristal opaco. El logotipo del SICO, el Sindicato Internacional del Crimen Organizado, que representaba un globo terráqueo golpeado por un puño, se hallaba grabado en el cristal.

Nero recorrió el pasillo, y sus pasos resonaron contra las paredes metálicas. Las puertas de cristal se abrieron con un silbido al aproximarse a ellas y entonces oyó varias voces conocidas en animada conversación. Una de ellas se alzaba por encima de las otras:

—…por última vez. Le dije que yo no tolero la incompetencia en mi organización y ordené que le echaran. Desgraciadamente, estábamos a diez mil metros de altura.

Nero sonrió al escuchar aquella voz profunda con acento ruso y la carcajada general que la siguió. Pertenecía a uno de sus amigos más antiguos, si es que tal cosa existía en el traicionero mundo que habitaban los reunidos en aquella habitación. A su entrada, varias caras conocidas se volvieron hacia él.

—¡Nero! Empezábamos a pensar que no vendrías.

La voz pertenecía a Gregori Leonov, uno de los miembros del Consejo General del SICO que había sobrevivido más tiempo y un fiel servidor del Número Uno casi desde la creación de la organización. Físicamente era como una montaña y llevaba la cabeza rapada al cero. Se levantó para ir al encuentro de Nero y le cogió firmemente por los hombros antes de besarle en las dos mejillas.

—¿Cómo estás, amigo mío? Hace demasiado tiempo que no nos vemos. Supongo que esos granujillas que instruyes te tienen muy ocupado, ¿eh?

—Yo también me alegro de verte, Gregori —replicó Nero sonriendo—. Y sí, HIVE me sigue teniendo muy ocupado.

—Claro que sí. Tú tienes mucha más paciencia que yo, Max. A mí esos chicos me hubieran matado de un ataque de nervios hace mucho tiempo. Pero desde que vi cómo había cambiado mi hijo cuando volvió de tu escuela, pienso que debes tener el don de hacer milagros.

—Yuri ha sido uno de mis mejores alumnos, Gregori, ya lo sabes.

En realidad, el hijo de Gregori había planteado a Nero uno de los desafíos educativos más difíciles de su vida. Desde su ingreso en HIVE se había negado a aceptar que iba a quedarse en la escuela hasta que se completara su instrucción. Nero había reconocido inmediatamente en él a un crío acostumbrado a tener lo que le daba la gana desde su más tierna infancia y supo que iba a ser una labor muy ardua convertirle en el digno heredero de uno de sus mejores amigos, así como uno de los hombres más poderosos del SICO. La labor había consistido en canalizar esa ira rebelde en direcciones más productivas, pero sin eliminarla del todo. Al fin y al cabo, el objetivo de HIVE no era lograr ciudadanos modelo.

—Eres demasiado amable, Max. Era un monstruo cuando le mandé a HIVE, pero ahora es uno de mis mejores y más leales ayudantes. Fíjate, la semana pasada fue el cabecilla de un fantástico atraco a un tren cargado de oro en la madre patria. No hubo bajas, el grupo escapó con el botín y varios de los hombres más experimentados que tenía a su cargo dijeron que todo se debió a su liderazgo. Como te digo, un milagro. Y ahora ya tengo dinero suficiente para comprarme uno de esos equipos de fútbol ingleses que hoy en día parecen tener todos los miembros del SICO.

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