Read El Cuaderno Dorado Online
Authors: Doris Lessing
Y así, etc., etc., etc., hasta que Paul dijo, sentado en su postura favorita, el bock suspendido en el aire y con sus ojos azules clavados afanosamente en los de su interlocutora:
—Es que, claro, hay siglos de evolución entre ellos y nosotros. En realidad, no son más que mandriles.
Entonces ella enrojeció y desvió la vista. Mandriles era una palabra que ya empezaba a ser demasiado grosera en la Colonia, aunque cinco años antes había estado aceptada, e incluso había aparecido en los artículos de fondo de los periódicos. (Exactamente como la palabra
kafir
, que diez años más tarde iba a sonar mal.) La señora Boothby no podía creer que un «joven instruido, de uno de los mejores colegios de Inglaterra» pudiese usar la palabra mandril. Pero cuando volvió a mirar a Paul, con su rostro rojo y honesto preparado para la ofensa, allí estaba él, mostrando aquella sonrisa de querubín tan encantadora y atenta como un mes atrás, cuando se había sentido, no cabía duda de ello, verdaderamente nostálgico de su casa y feliz de que lo mimaran. Ella suspiró súbitamente, se levantó y dijo, en tono cortés:
—Ya me excusarán, pero tengo que preparar la cena de mi viejo. Al señor Boothby le gusta tomar un bocado tarde, pues nunca le da tiempo de cenar. Se pasa la noche detrás del bar.
Nos dio las buenas noches, inspeccionando largamente a Willi, luego a Paul, con un gesto de estar bastante herida y seria. Nos dejó.
Paul echó la cabeza hacia atrás, riéndose, y dijo:
—Son increíbles, fantásticos... Francamente, excesivos.
—Aborígenes —corrigió Willi, riendo.
Aborígenes era la palabra que él usaba para referirse a la gente blanca de la Colonia.
Maryrose observó, con calma:
—No le veo la gracia, Paul. Eso es tomar el pelo a la gente; nada más.
—Querida Maryrose, querida y hermosa Maryrose —exclamó Paul, riéndose dentro del vaso de cerveza.
Maryrose era muy bella; una chica menuda y delgada, con ondas de pelo de color miel y grandes ojos castaños. Había aparecido en las cubiertas de revistas del Cabo, durante el tiempo en que fue modelo. Carecía totalmente de vanidad. Sonrió con paciencia e insistió en su estilo, sereno y de buen humor:
—Sí, Paul. Al fin y al cabo, yo me he criado aquí. Comprendo a la señora Boothby. Yo era como ella hasta que gente como tú me explicó que estaba equivocada. No vas a cambiarla tomándole el pelo. Lo único que consigues es ofenderla.
Paul volvió a reírse e insistió:
—Maryrose, Maryrose, eres demasiado buena.
Pero más tarde, aquella misma noche, ella consiguió avergonzarle.
George Hounslow, que trabajaba en las carreteras, vivía a unos ciento cincuenta kilómetros más abajo, en una pequeña ciudad, con su mujer, tres niños y cuatro abuelos. Iba a llegar en su camión a medianoche. Había propuesto que pasáramos juntos las veladas del fin de semana, y durante el día él iría a trabajar en la carretera principal. Salimos del comedor y fuimos a sentarnos bajo los eucaliptos, junto a la vía del tren, en espera de que llegase George. Bajo los árboles había una mesa de madera sin pulir y unos bancos. El señor Boothby nos hizo llegar una docena de botellas frías de vino blanco del Cabo. Ya estábamos un poco bebidos. El hotel se hallaba sumido en la oscuridad. Pronto se apagaron las luces de la casa de los Boothby, quedando sólo el tenue resplandor de la estación y un pequeño destello procedente del pabellón de habitaciones que se encontraba en lo alto de la cuesta, a unos centenares de metros de distancia. Sentados bajo los eucaliptos, con la luz de la luna refulgiendo a través de las ramas, y con el viento de la noche que levantaba y nos traía el polvo, era como si nos encontráramos en pleno
veld
. El hotel había sido absorbido por el paisaje virgen de
kopjez
de granito, los árboles y la luz lunar. Varios kilómetros más allá, la carretera principal se elevaba en una cuesta y aparecía como un débil destello de luz pálida entre las hileras de árboles negros. El perfume seco y oleoso de los eucaliptos, el aroma seco e irritante del polvo, el olor frío del vino, todo contribuía a embriagarnos.
Jimmy se durmió, arrebujado contra Paul, quien tenía un brazo alrededor de su cuerpo. Yo estaba medio dormida contra el hombro de Willi. Stanley Lett y Johnnie, el pianista, permanecían sentados de lado observando al resto con amable curiosidad. No hacían nada para disimular el hecho de que, en aquella ocasión, como en cualquiera otra, los tolerados éramos nosotros, y no ellos, pues ellos pertenecían —y así lo expresaban francamente— a la clase obrera, y pensaban permanecer en ella... aunque no se oponían a la observación directa —merced a una feliz casualidad de la guerra— del comporta miento de un grupo de intelectuales. Fue Stanley quien usó la palabra y se negó a retirarla. Johnnie, el pianista, no decía nunca nada. Jamás empleaba palabras. Se sentaba invariablemente al lado de Stanley, aliándose con él en silencio.
Ted ya había empezado a sufrir por causa de Stanley, la «mariposa debajo de la piedra» que había rehusado considerarse necesitado de que le rescataran. Para consolarse, se puso al lado de Maryrose y pasó un brazo a su alrededor. Maryrose sonrió amablemente y permaneció dentro del círculo de su brazo, pero como si se sintiera tan alejada de él como de cualquier otro hombre. Muchas chicas oficialmente guapas, por decirlo así, poseen ese don de dejarse tocar, besar y abrazar, como si ello fuera el precio que deben pagar a la Providencia por haber nacido guapas. Tienen una sonrisa de tolerancia en su sumisión a las manos de los hombres, que es como un bostezo o un suspiro de paciencia. Pero, en el caso de Maryrose, había otras cosas.
—Maryrose —dijo Ted con fanfarronería, inclinándose sobre la cabecita reluciente que reposaba sobre su hombro—, ¿por qué no quieres a ninguno de nosotros? ¿Por qué no te dejas querer por ninguno de los nuestros?
Maryrose se limitó a sonreír, e incluso en aquella penumbra, punteada por la sombra de las ramas y de las hojas, pudieron verse sus ojos enormes y castaños que brillaban suavemente.
—Maryrose tiene el corazón destrozado —observó Willi por encima de mi cabeza.
—Los corazones destrozados son cosa de las novelas anticuadas —dijo Paul—.
Ya no se estilan en el tiempo en que vivimos.
—Al contrario —apuntó Ted—. Hay más corazones destrozados ahora que nunca, precisamente debido a los tiempos en que vivimos. De hecho, estoy seguro de que cualquier corazón que encontremos estará tan rajado, traqueteado y partido, que será sólo un montón de tejidos cicatrizados.
Maryrose sonrió a Ted, con timidez pero agradecida, y dijo muy seriamente:
—Sí, claro que sí.
Maryrose tuvo un hermano al que quería profundamente. Se sentían unidos por su carácter y, lo que aún era más importante, se tenían una gran ternura mutua a causa de aquella madre tan intratable, mandona y molesta, contra la cual se apoyaban el uno a la otra. Ese hermano murió en África del Norte un año antes. Ocurrió que entonces Maryrose se encontraba en el Cabo, trabajando de modelo. Estaba muy solicitada, como es natural, a causa de su tipo. Cierto joven se parecía a su hermano. Habíamos visto una foto suya: delgado, con un bigote rubio, de expresión agresiva. Instantáneamente se enamoró de él. Más tarde nos contaría, y recuerdo lo escandalizados que nos quedamos —como siempre con ella— por su total y simple honestidad:
—Sí, ya sé que me enamoré de él porque se parecía a mi hermano. Pero ¿qué hay de malo en ello?
Se pasaba todo el tiempo preguntándose o afirmando:
—¿Qué hay de malo en ello?
Y a nosotros nunca se nos ocurría una respuesta. Pero aquel joven se parecía al hermano sólo de aspecto, y aunque estaba dispuesto a tener una relación con Maryrose, no quería casarse.
—Puede que sea verdad —le dijo Willi—. Pero es muy estúpido. ¿Sabes lo que te va a pasar, Maryrose, si no vigilas? Vas a hacer un culto de este amigo tuyo, y cuanto más tiempo te dure, más desgraciada te vas a sentir después. Vas a tener alejados a todos los buenos muchachos con quienes te podrías casar, y un día te vas a casar con alguien sólo porque sí, y te convertirás en una de esas matronas insatisfechas que se ven por ahí.
Entre paréntesis, debo decir que esto es exactamente lo que le ocurrió a Maryrose. Durante unos cuantos años más continuó siendo apetitosamente guapa y dejó que la galantearan, mientras conservaba aquella sonrisita que parecía un bostezo, permaneciendo pacientemente dentro del círculo de los brazos de uno u otro hombre. Por fin, un buen día se casó con un hombre de mediana edad que ya tenía tres hijos. Ella no sentía gran cosa por él. El corazón se le había apagado el día que su hermano fue despachurrado por un tanque.
—¿Pues qué opinas que debería hacer? —le preguntó a Willi, con aquella terrible afabilidad, a través de un rayo de luna.
—Deberías irte a la cama con uno de nosotros. Lo más pronto posible. No existe mejor medicina para una infatuación de esas —respondió Willi, con la voz despreocupada y brutal que ponía cuando hacía el papel de berlinés con mucho mundo.
Ted hizo una mueca y apartó el brazo, indicando claramente que no estaba dispuesto a sumarse a aquel cinismo, y que si se iba a la cama con Maryrose sería por el más puro romanticismo. Pues claro, ¡faltaría más!
—De todas maneras —observó Maryrose—, es inútil. No puedo dejar de pensar en mi hermano.
—Jamás había conocido a nadie que admitiera con tanta franqueza sus inclinaciones incestuosas —comentó Paul.
Lo dijo para hacer una broma, pero Maryrose replicó, con toda seriedad:
—Sí, ya sé que era incesto. Pero lo curioso es que entonces nunca se me ocurrió que lo fuese. Es que, verás, mi hermano y yo nos queríamos.
Volvimos a escandalizarnos. Yo sentí que el hombro de Willi se ponía tieso, y me acuerdo que pensé que hacía un instante había sido el decadente europeo. Pero la idea de que Maryrose se había acostado con su hermano volvía a sumirlo en su auténtico temperamento puritano.
Se produjo una pausa. Luego, Maryrose dijo:
—Sí, ya comprendo por qué os escandalizáis. A menudo pienso en ello, ahora. No hicimos ningún daño, ¿verdad? No sé qué hay de malo.
Otra pausa. Luego Paul volvió a zambullirse, alegremente, en el cinismo:
—Si a ti te es igual, ¿por qué no vienes a la cama conmigo, Maryrose? Quién sabe, puede que te cures.
Paul seguía sentado, con el cuerpo erguido, arrebujado como un niño pequeño y soportando el peso de Jimmy con aire tolerante, tal como Maryrose dejaba que Ted le rodeara con su brazo. Paul y Maryrose desempeñaban los mismos papeles dentro del grupo, en los bandos opuestos del espectro sexual.
Maryrose dijo, con calma:
—Si mi amigo del Cabo verdaderamente no pudo hacerme olvidar a mi hermano, ¿por qué ibas a lograrlo tú?
—¿Y qué tipo de obstáculo hay para que no puedas casarte con tu galán? —inquirió Paul.
—Él es de una buena familia del Cabo —repuso Maryrose—, y sus padres no quieren que me case con él. Yo no soy suficientemente distinguida.
Paul soltó aquella risa tan suya, profunda y seductora... No es que yo quiera decir que la cultivara, pero estaba muy claro que él sabía que era una de sus gracias.
—¡Una buena familia! —se mofó—. ¡Una buena familia del Cabo! Esto sí que tiene miga.
Sus palabras no eran tan pretenciosas como pueda parecer. El esnobismo de Paul se expresaba de una manera indirecta, mediante bromas o juegos de palabras, y en aquella ocasión estaba disfrutando de su pasión dominante, de su gusto por las incongruencias. Yo no soy quién para criticarlo, pues seguramente la razón auténtica por la que permanecí en la Colonia mucho más tiempo del necesario fue porque, en lugares como aquél, surgen oportunidades para este tipo de divertimiento. Paul nos estaba invitando a divertirnos, del mismo modo que había descubierto a los señores Boothby, al John y a la Mary Bull en persona, dirigiendo el hotel Mashopi.
Pero Maryrose dijo, sin alzar la voz:
—Supongo que a ti te debe de parecer muy divertido. Tú estás acostumbrado a las buenas familias de Inglaterra y, claro, ya comprendo que son muy diferentes de las buenas familias del Cabo. Pero para mí es lo mismo.
Paul mantuvo una expresión de niño travieso, que encubría un principio de incomodidad. Incluso para demostrar que el ataque de ella era injusto, se movió instintivamente de manera tal que la cabeza de Jimmy se apoyase con más comodidad sobre su hombro; era un esfuerzo para exhibir su capacidad de ternura.
—Si me fuera a la cama contigo, Paul —declaró Maryrose—, estoy segura de que te tomaría afecto. Pero tú eres lo mismo que él, que mi amigo del Cabo, quiero decir. Nunca te casarías conmigo porque no soy lo bastante distinguida. Tú no tienes corazón.
Willi soltó una risotada. Ted dijo:
—Ya te han apañado, Paul.
Pero Paul permaneció callado. Al mover a Jimmy, un instante antes, el cuerpo de éste había resbalado de modo que ahora Paul tenía sobre las rodillas su cabeza y hombros. Paul lo meció en sus brazos como a un niño de pecho; durante el resto de la velada contempló a Maryrose con una sonrisa triste y reposada. Después, siempre que se dirigía a ella, le hablaba con delicadeza, intentando vencer el desprecio de ella hacia él. Pero no lo consiguió.
Hacia medianoche, el resplandor de los faros de un camión se sobrepuso al de la luna y, desviándose de la carretera, se posó en un trozo de arena libre junto a la vía del tren. Era un camión grande, cargado de herramientas y con un pequeño remolque. El remolque era la vivienda de George Hounslow durante su trabajo de supervisión en las carreteras. George saltó del asiento del conductor y se acercó a nosotros, tomando un vaso de vino que Ted le ofrecía. Lo bebió de pie, diciendo entre tragos:
—Borrachines, catavinos, pellejos. ¡Tumbados ahí, mamando!
Me acuerdo del olor del vino, frío y penetrante, que se desparramó crujiendo por el polvo al derramar Ted una botella de la que llenaba nuevamente su vaso. El polvo olió grave y dulcemente, como si hubiera llovido.
George vino a besarme.
—¡Ay, Anna! ¡Hermosa Anna! —exclamó—. No te puedo tener por culpa de este maldito Willi...
Luego dio un empujón a Ted, para besar la mejilla tendida de Maryrose, y dijo:
—Con todas las mujeres hermosas que hay en el mundo, y aquí sólo tenemos a dos. Me entran ganas de llorar.
Los hombres se rieron, mientras Maryrose me sonreía. Yo le devolví la sonrisa.