El Cuaderno Dorado (81 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
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—Ven, vamos a joder, nena; me gusta tu estilo.

No podía hacer otra cosa qué reírme. (Oía mi risa, chillona y suplicante.) Todos reían aliviados, puesto que representaba mi papel..., y con ello contribuía a que pasara el momento de peligro. La esposa de Nelson era la que más se reía. Me dirigió, sin embargo, una mirada temerosa e inquisitorial, con lo que me di cuenta de que había llegado a formar parte de la lucha conyugal, y que para ellos la única razón de mi existencia, de la existencia de Anna, era probablemente la de echar leña al fuego. Incluso es posible que la pelea fuese por mi causa y que se prolongara hasta esas terribles horas de la madrugada, cuando se despertaran llenos de ansiedad (aunque ansiedad, ¿por qué motivo?). Se peleaban a muerte, y llegué, incluso, a imaginar que oía el diálogo... Bailé con Nelson, mientras que su esposa vigilaba, sonriendo con dolorosa ansiedad, y escuchaba el diálogo:

ELLA: Sí, supongo que crees que no sé nada de lo tuyo con Anna Wulf.

ÉL: Eso es; tú no sabes nada y nunca sabrás nada, ¿no es así?

ELLA: O sea que crees que no lo sé. Pues sí lo sé... ¡No hay más que mirarte a la cara!

ÉL: ¡Mírame, nena! ¡Mírame, muñeca! ¡Mírame, tesoro, mira, mira, mira! ¿Qué ves? ¿Acaso ves a Don Juan? Sí, eso es lo que soy. Exacto, he estado jodiendo con Anna Wulf. Es exactamente de mi estilo. Mi analista me lo dice, y ¿quién soy yo para discutir con mi analista?

Después de aquel baile violento, doloroso y jocoso, en que todos bailábamos parodiando y
apremiando
a los otros miembros del grupo para mantener la parodia a fin de salvar sus preciosas vidas, nos dimos las buenas noches y nos fuimos a casa.

La esposa de Nelson me dio los correspondientes besos de despedida. Todos nos besamos como una grande y feliz familia, aunque yo sabía, y ellos sabían también, que cualquier miembro del grupo podría dejar de pertenecer al mismo por haber fracasado, por borrachera o disformidad, sin que se le volviera a ver nunca más.

La esposa de Nelson me besó en las mejillas: primero en la izquierda y luego en la derecha, mostrándose cariñosa y sincera, pero sólo a medias, como diciendo: «Lo siento, no podemos evitarlo; no es nada que tenga que ver contigo». Pero diciendo también, en forma interrogativa: «Quiero saber qué tienes tú para Nelson que yo no tenga».

Recuerdo que incluso cambiamos miradas, irónicas y amargas, que decían: «¡Bueno, esto es algo que no tiene nada que ver con ninguna de nosotras!».

El beso me puso incómoda, sin embargo, e hizo que me sintiera como una impostora, porque me daba cuenta de algo que debería haber descubierto usando mi inteligencia, sin necesidad de ir nunca a su apartamento, y era que los lazos que unían a Nelson y a su mujer resultaban amargamente estrechos e irrompibles. Estaban unidos por el vínculo más estrecho de todos, por el sufrimiento que neuróticamente se causaban, por la experiencia del sufrimiento dado y recibido. Esta clase de sufrimiento es como una faceta del amor, percibido como el conocimiento de lo que es el mundo, de lo que es el crecimiento en sí mismo.

Nelson estaba a punto de abandonar a su mujer, pero no la abandonaría jamás. Ella gemiría por sentirse rechazada y abandonada, pero estaba convencida de que nunca iba a ser rechazada.

A la noche siguiente de aquella fiesta, me encontraba yo en casa sentada en un sillón. Me sentía exhausta. Una imagen acudía a mi mente: era como la instantánea de una película. Después fue como si estuviera viendo una secuencia filípica: un hombre y una mujer estaban sobre un tejado por encima del ajetreo de una gran ciudad; el ruido y el movimiento urbanos quedaban muy por debajo de donde se encontraban, vagando sin dirección fija por las alturas. A veces se abrazaban, casi como por hacer un experimento, como si pensaban: ¿a qué sabrá esto?. Luego se volvían a separar y andaban sin nimbo por el tejado. Entonces el hombre iba hacia la mujer y le decía: «Te quiero». Y ella, sobrecogida de terror, le respondía: «¿Qué quieres decir?». Él le repetía: «Te quiero». Entonces ella le abrazaba y él se apartaba, como con nervios y prisa, por lo que ella le reprochaba: «¿Por qué has dicho que me querías?». Y él respondía: «Quería oír cómo sonaba». Y ella añadía: «Pero yo te quiero, te quiero, te quiero». Y él corría entonces hacia el borde del tejado, quedándose allí, dispuesto a saltar. Sin duda hubiera saltado si ella hubiera vuelto a decirle una sola vez «te quiero».

Mientras dormía, soñé la secuencia de esta película, que era en colores. No se trataba ya de un tejado, sino de una neblina o niebla fina y de color, una niebla de colores exquisitos y arremolinada, y con un hombre y una mujer vagando por ella. Esta última trataba de encontrarle, pero cuando ella topaba con él o le encontraba, él se apartaba nerviosamente, volviéndose a mirarla y apartándose a continuación.

A la mañana siguiente, Nelson me telefoneó para anunciarme que quería casarse conmigo. Reconocí inmediatamente el sueño. Le pregunté por qué decía aquello, y gritó:

—Porque así lo quiero.

Objeté que estaba muy atado a su mujer. Y entonces el sueño o la secuencia de la película se detuvo. Su voz cambió de tono y dijo en broma:

—¡Dios mío, si eso es cierto, estoy arreglado!

Hablamos un poco más. Y después me comunicó que le había dicho a su mujer que se había acostado conmigo. Como es lógico, me enfadé mucho, y le reproché que me utilizara en sus peleas conyugales. Por su parte, empezó a gritarme y a injuriarme, tal como había hecho con su mujer la noche anterior, durante la fiesta.

Por último, colgué el teléfono, lo que hizo que él se presentara en mi casa al cabo de unos minutos. Entonces se puso a defender su matrimonio, no ante mí, sino más bien ante un espectador invisible. Me parece que no era muy consciente de mi presencia. Me di cuenta de lo que deseaba realmente cuando me dijo que su analista se había ido de vacaciones un mes.

Al final se fue, gritando y chillando contra mí: es decir, contra las mujeres. Una hora más tarde me telefoneó pidiéndome perdón, dijo que estaba «chiflado» y que esto era todo.

—No te he hecho daño, ¿verdad, Anna?

Esto último me dejó pasmada, pues sentí de nuevo el ambiente de aquel sueño terrible.

—Créeme —añadió—, no quería de ti más que conseguir la autenticidad —y luego, pasando al tono de amargura y sufrimiento, añadió—: Si el amor del que se habla es posible, entonces es más real que el que experimentamos. —Y luego otra vez, apremiante y con estridencia—: Lo que quiero que me digas, sin embargo, es que no te he hecho daño. Tienes que decírmelo.

Me invadió la sensación de que un amigo me abofeteaba o me escupía, sonriendo de placer, a la vez que sacaba un cuchillo y lo retorcía en mis carnes. No obstante, le contesté que desde luego me había hecho daño, pero evité las palabras que traicionaran lo que en realidad sentía; me limité a hablarle como él me había hablado, como si el daño que me causó fuera algo sobre lo que una podía pensar por casualidad tres meses después de haber iniciado una relación como aquélla.

—Anna, se me ocurre que puedo imaginarme a mí mismo tal como debiera ser, que puedo imaginarme queriendo realmente a una persona, dedicando todas mis energías a esa persona... Así, pues, no debo de estar tan mal cuando soy capaz de trazar proyectos para el futuro, ¿no te parece?

La verdad es que estas palabras me conmovieron, pues creo sinceramente que la mitad de lo que hacemos o aquello a lo que aspiramos no deja de ser el conjunto de planes para un futuro que tratamos de imaginar. Recuerdo que fue así como terminamos la conversación, o sea, como dos buenos compañeros.

No obstante, acabé sentándome en medio de una especie de niebla fría, y pensé: «¿Qué les ha pasado a los hombres para que les hablen de esta forma a las mujeres? Durante semanas y semanas, Nelson ha estado complicándome en sus cosas y ha usado todos los recursos de su cariño y de su experiencia para conmover a las mujeres: los ha usado especialmente cuando yo me he enfadado o cuando él se ha dado cuenta de que había dicho algo particularmente alarmante. Después ha hecho como si se volviera y me dijera: "¿Te he hecho daño?". A mí me parece esa la actitud más negativa de lo que es un hombre, y tanto así que, cuando pienso en lo que significa, me siento enferma y perdida (como si me encontrara dentro de una niebla fría); las cosas pierden su sentido, e incluso las palabras que digo se adelgazan, se convierten en una especie de eco y adquieren un sentido de parodia».

Fue después de que me hubiera llamado preguntándome: «¿Te he hecho daño?», cuando soñé y reconocí en sí misma la ensoñación sobre el gozo-en-el acto-de-la-destrucción. Aquel sueño, en realidad, fue una conversación sostenida por teléfono entre Nelson y yo. No obstante, él estaba en el mismo cuarto que yo, y su apariencia exterior era la del hombre responsable, animado por sentimientos afectuosos. No obstante, al hablar, su sonrisa cambió y yo reconocí un gesto de repentino e inmotivado despecho. Sentí cómo el cuchillo se retorcía en mi carne, entre las costillas, y cómo los bordes cortantes rechinaban agudamente contra el hueso. Yo no podía hablar porque el peligro, la destrucción, provenía de una persona a la que yo me sentía allegada, de alguien que me agradaba. Después empecé a hablar por teléfono y comencé a sentir en mi propio rostro aquella sonrisa, la sonrisa de despecho gozoso que tan bien conocía. Llegué, incluso, a dar unos pasos de baile, sacudiendo la cabeza, casi como la danza de la muñeca rígida del vaso que hubiera cobrado vida. Recuerdo que en medio del sueño pensé: «Así que ahora soy el vaso del mal; luego seré el viejo enano; y más tarde la vieja encorvada... Y después, ¿qué?». Después oí la voz de Nelson, que me llegaba al oído por teléfono y decía:

—Luego la bruja, luego la bruja joven.

Me desperté oyendo aquellas palabras que sonaban con una terrible alegría hecha de regocijado rencor: «¡La bruja, y luego la bruja joven!».

He estado muy deprimida. He dependido muchísimo de mi personalidad como madre de Janet, de lo que no ceso de maravillarme. ¡Qué extraño resulta que cuando por dentro estoy inerme, nerviosa y muerta, pueda mantenerme aún, para Janet, tranquila, responsable y con vida!

No he vuelto a tener el sueño. Pero, hace dos días, conocí a un hombre en casa de Molly. Un hombre de Ceilán. Me hizo proposiciones y yo las rechacé. Tuve miedo de ser a mi vez rechazada y experimentar otro fracaso. Ahora me avergüenzo. Soy una cobarde Es miedo lo que tengo, porque mi primer impulso, cuando un hombre pulsa la cuerda sexual, es correr hacia donde sea, lejos del camino que conduce al peligro.

[Una línea gruesa y negra a través de la página.]

De Silva, de Ceilán. Era amigo de Molly. Le conocí hace años en su casa. Vino a Londres y se ganaba la vida como periodista, pero bastante mal. Se casó con una inglesa. En las reuniones impresionaba por su actitud sarcástica y desprendida. Hacía observaciones ingeniosas sobre los demás, unas observaciones algo crueles pero extrañamente objetivas. Cuando le recuerdo, le veo de pie, ligeramente apartado de un grupo de personas, observándolas con una sonrisa. El matrimonio vivía realquilado, como tantos marginados del mundo literario. Tenía un niño pequeño. Al no poder ganarse la vida aquí, decidió regresar a Ceilán. La esposa no quería: él era el hijo menor de una familia de clase alta, muy esnob, que no veía con buenos ojos que se hubiera casado con una blanca. Consiguió persuadir a su mujer de que se fuera con él. Su familia no estaba dispuesta a tolerar a su esposa, por lo que buscó una habitación para ambos. Pasaba gran parte del tiempo con ella y el niño, y el resto con su familia. Ella quería volver a Inglaterra, pero él aseguraba que todo se arreglaría y la convenció para que tuviera otro hijo, que ella no deseaba. En cuanto nació el segundo hijo, él desapareció. Un buen día me llamó por teléfono. Me preguntaba por Molly, que estaba en el extranjero. Dijo que había venido a Inglaterra «porque había ganado una apuesta en Bombay, y el resultado había sido la obtención de un pasaje gratis para Inglaterra». Más tarde me enteré de que esto no era cierto, pues había pedido prestado el dinero, llevado seguramente por un impulso, y había volado hacia Londres. Sin duda, confiaba que Molly, quien le había dejado dinero en tiempos pasados, le ayudaría ahora también, pero como no estaba, probó con Anna. Por mi parte, le dije que no tenía dinero para prestar en aquel momento, lo cual era verdad, pero como me dijo que había perdido el contacto con la vida de aquí, le invité a cenar e invité también a unos cuantos amigos, a fin de presentarle. No acudió a la cena, y una semana más tarde me telefoneó, portándose como un niño y excusándose, diciendo que se sentía demasiado deprimido para conocer gente, aparte que «la noche de la cena no fue capaz ni de acordarse de mi número de teléfono». Luego le encontré en casa de Molly, que ya había vuelto. Él se comportó con su calma, su objetividad y su ingenio habituales. Había conseguido un trabajo como periodista. Habló con cariño de su mujer, que vendría a reunirse con él seguramente una semana más tarde. Ésa fue la noche que me invitó y que yo escapé corriendo. Lo hice con razón. Pero mi temor no era razonado, pues huía de cualquier hombre, y por esto, cuando me llamó al día siguiente, le invité a cenar. De su manera de comer, deduje que no se alimentaba lo suficiente. Había olvidado que él mismo nos comunicó que su mujer llegaría, «seguramente, la semana próxima», y dijo que «ella no quería marcharse de Ceilán, donde era muy feliz». Lo dijo como si escuchara sus propias palabras. Hasta aquel momento habíamos estado bastante alegres y amistosos, pero la mención de su mujer pulsó una nota nueva. Así lo sentí en seguida. Me dirigía miradas frías, interrogadoras y hostiles. La hostilidad no tenía nada que ver conmigo, por supuesto, pero cuando pasamos a mi habitación, se puso a caminar por ella, con aire de alarma y la cabeza ladeada, como si
escuchara
, dirigiéndome aquellas miradas rápidas, impersonales e interesadas. Luego se sentó, y dijo:

—Anna, quiero contarte una cosa que me ha pasado. No, siéntate y escucha. Quiero contártelo, que me escuches y que no digas nada. Necesito que me escuches en silencio.

Me senté, pues, a escuchar, ganada por cierta pasividad que ahora me aterra, porque sé que debiera haber dicho
no
en aquel preciso momento, pues todo aquello olía a hostilidad y agresividad. No era en absoluto un asunto personal. Me contó la historia como si fuera ajeno a ella, sonriendo y vigilando mi expresión.

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