Read El Cuaderno Dorado Online
Authors: Doris Lessing
Ella, a todo esto, sonrió, tal como era de esperar.
—Ahora —proseguí— estoy volviendo sus propias armas contra usted. No estoy hablando de lo que usted dice, sino de la manera que usted reacciona. Porque los momentos en que se muestra realmente encantada y excitada; los momentos en que su cara se llena de vida, son aquellos en los que yo digo el sueño de ayer noche tenía un contenido idéntico al del cuento de Hans Andersen sobre la sirena. Por el contrario, cuando intento usar una experiencia, un recuerdo, un sueño, en términos modernos, cuando trato de hablar de él críticamente, con sequedad o complejamente, diríase que entonces usted se aburre y se impacienta. De todo ello deduzco que lo que le gusta de veras, lo que realmente le conmueve es el mundo primitivo. ¿Se da cuenta de que ni una sola vez, ni una sola, he hablado de una experiencia mía o de un sueño, tal como le hablaría de ello a una amiga, o de la manera como usted misma le hablaría de ello, fuera de este cuarto, a un amigo? En tales momentos, nunca deja usted de fruncir las cejas, y le aseguro que sus fruncimientos de cejas o su impaciencia es algo de lo que usted no es consciente. ¿O va a decirme que el fruncimiento de cejas es deliberado, porque opina que no estoy preparada para avanzar y salir del mundo de los mitos?
—¿Y bien? —dijo ella sonriendo.
—Eso ya está mejor, aunque lo más probable es que me sonreiría así si le estuviera hablando en un salón. Sí, ya sé que me va a decir que esto no es un salón, y que estoy aquí porque tengo problemas...
—¿Y bien? —continuó sonriendo.
—Voy a tratar de demostrar lo que es evidente: que la palabra neurosis significa un estado de conciencia muy elevado y desarrollado. La esencia de la neurosis es el conflicto. Pero la esencia de la vida, actualmente, consiste en vivir de una forma total, sin cerrarse a lo que está pasando, lo cual es un conflicto. De hecho, yo misma he llegado a un punto en que miro a la gente y digo: ella o él está «entero» porque ha decidido cerrarse ante esta o aquella fase. La gente se conserva sana cerrándose, limitándose.
—¿Le parece que está mejor o peor debido a su experiencia conmigo?
—¡Ah, ya ha vuelto al cuarto de consulta! Pues claro que estoy mejor, pero esto no es más que un término clínico. Me da miedo estar mejor al precio de vivir de mitos y sueños. El psicoanálisis es un éxito o un fracaso según se mejore a la gente desde un punto de vista moral, y no se la haga más sana clínicamente. En realidad, lo que usted me pregunta es si puedo vivir más fácilmente ahora que antes. ¿Me siento menos en conflicto, tengo menos dudas? En resumen, ¿estoy menos neurótica? Pues bien; ya sabe usted que sí.
Recuerdo cómo se sentaba aquella anciana frente a mí, siempre alerta, llena de vigor, con su aspecto eficiente: blusa y falda, el pelo blanco estirado hasta la nuca en un moño hecho aprisa y frunciendo constantemente el ceño. Ese fruncimiento me ponía contenta, porque significaba que, mientras durara, la relación psicoanalista-paciente se hallaba entre paréntesis.
—Mire —dije de pronto—, si ahora yo le estuviera describiendo un sueño que hubiera tenido anoche, el sueño del lobo, por ejemplo, pero más desarrollado, en su rostro habría una expresión determinada, y sé lo que esa expresión significa porque la siento en mí misma: es el reconocimiento de algo conocido. El placer de reconocer algo, un poco de rescate, por decirlo así, de rescate de lo que no tiene forma para darle forma. Otro fragmento de caos rescatado y «etiquetado». ¿Se da usted cuenta de cómo sonríe cuando yo «etiqueto» algo? Es como si acabara de salvar a alguien que se estuviera ahogando. Conozco la sensación: es de gozo. Pero hay algo terrible en ella, porque nunca he conocido el gozo cuando estoy despierta, tal y como lo siento cuando duermo, en el curso de un determinado tipo de sueño: cuando los lobos bajan del bosque, cuando se abren las puertas del castillo, cuando estoy frente a las ruinas del templo blanco, con el mar y cielo azul en el fondo, o bien cuando vuelo como Ícaro; durante estos sueños, sin que importe nada lo terrorífico del material que incluyen, creo que podría llorar de dicha. Y sé muy bien por qué: porque todo el dolor, todas las matanzas y todas las violencias están delimitadas en la misma historia, con lo que puedo sentirme a salvo.
Se quedó en silencio, mirándome intensamente. Pero yo proseguí:
—¿Me insinúa, tal vez, que no estoy lista para avanzar más? Pues yo creo que si soy capaz de mostrar impaciencia y deseos de hacerlo, es que debo de estar dispuesta para pasar a la próxima fase.
—¿Y qué es la próxima fase?
—La próxima fase, sin duda, consiste en que Anna Wulf abandona la seguridad de los mitos y camina hacia adelante sola.
—¿Sola? —repitió, y añadió secamente—: Es comunista o, por lo menos, lo dice, pero quiere caminar sola. ¿No es eso lo que ustedes llaman una contradicción?
Aquello hizo que ambas nos riéramos, con lo que todo hubiera podido terminar aquí, pero yo continué diciendo:
—Usted habla de la individuación. Hasta ahora, eso ha significado para mí lo siguiente: que el individuo va reconociendo una parte y otra de su vida anterior como un aspecto de la experiencia humana en general. Cuando es capaz de decir: «lo que hice entonces, lo que sentí entonces», eso es tan sólo el reflejo de aquel gran sueño arquetipo o de aquella historia épica o fase de la historia, lo que a su vez supone que es libre porque ha conseguido separarse a sí mismo de la experiencia o la ha encajado como la pieza de un mosaico en un dibujo muy antiguo, y gracias al acto de colocarlo en su sitio se ha liberado del dolor individual que le producía.
—¿Dolor? —preguntó suavemente.
—Eso es, mi querida señora, pues la gente no acude a usted porque sufra un exceso de dicha.
—No, normalmente viene como usted misma, porque dice que no siente nada.
—Pero ahora puedo sentir. Estoy abierta a todo. Sin embargo, en cuanto usted logra esto, se apresura a decir: déjalo, deja el dolor donde no pueda hacerte sufrir, conviértelo en un cuento o en una historia. Pero yo no quiero dejarlo. Sí, ya sé lo que quiere que diga: que gracias a que he rescatado tanto material íntimo y doloroso (y que me maten si puedo llamarlo de otra manera), gracias a que «lo he trabajado» y lo he aceptado y lo he convertido en algo general, ahora soy libre y puedo sentirme fuerte. Bueno, muy bien, lo acepto y lo digo... Y ahora, ¿qué? Estoy harta de los lobos y de los castillos y de los bosques y de los sacerdotes. Puedo enfrentarme con ellos sea cual sea la forma en que decidan presentarse. Pero ya se lo he dicho, Anna Freeman, quiero empezar a caminar sola.
—¿Usted sola? —repitió.
—Sí, eso es, pues estoy convencida de que hay zonas enteras de mi persona hechas con un tipo de experiencia que las mujeres nunca han tenido antes...
En aquel momento, comenzó a dibujarse la sonrisita en su cara. Era la «sonrisa del conductor» propia de nuestras sesiones, lo cual quería decir que volvíamos a ser la psicoanalista y la paciente.
—No, no sonría aún... —dije—. Creo que estoy viviendo un tipo de vida que las mujeres todavía no han vivido nunca. Puedo asegurárselo...
—¿Nunca? —y detrás de su voz alcanzaba a oír los sones que siempre evocaba en momentos parecidos, que eran como mares lamiendo antiguas playas o como voces de gente que hacía siglos había muerto.
Tenía la facultad de evocar la sensación de vastas áreas de tiempo con una sonrisa o una entonación de la voz que a mí me encantaba, me apaciguaba y me henchía de gozo, pero en aquel momento yo no deseaba aquello.
—Nunca —dije.
—Los detalles cambian, pero la forma es la misma.
—No.
—¿En qué es usted diferente? ¿Acaso quiere decir que no ha habido nunca mujeres artistas? ¿Que nunca han existido mujeres independientes, mujeres que hayan exigido una libertad sexual? Se lo aseguro yo: hay una gran cantidad de mujeres que han desaparecido en el pasado mucho antes que usted, y por eso mismo tiene que encontrarlas, encontrarlas en sí misma y ser consciente de ellas.
—Estoy segura de que no se veían como yo me veo a mí misma. No sentían lo que yo siento. ¿Cómo hubieran podido hacerlo? Que no me digan cuando me despierto, aterrorizada por un sueño de aniquilación total a causa de que ha estallado la bomba de hidrógeno, que la gente sentía lo mismo con respecto al arco y la flecha. No es verdad. En el mundo hay algo nuevo. Y no quiero oír, después de una entrevista con un magnate de la industria del cine, que tiene en sus manos un tipo de poder sobre la mentalidad de la gente que ningún emperador había tenido... En esos momentos me siento como si me hubieran pisoteado toda, y no creo que Lesbia sintiera lo mismo después de entrevistarse con su proveedor de vinos. No soporto que me digan, cuando de pronto tengo una visión (y Dios sabe qué difícil es obtenerla) de una vida que no está llena de odio y de miedo y de envidia y rivalidades a cada minuto de la noche y del día, que esto es simplemente el viejo sueño de la edad de oro puesto al día...
—¿Y no lo es?
—No, porque el sueño de la edad de oro es un millón de veces más poderoso, ya que es posible, del mismo modo que la destrucción total también es posible. Probablemente,
y debido a
que ambos son posibles...
—¿Qué quiere que le diga, entonces?
—Quiero ser capaz de separar en mí lo que es antiguo y cíclico, la historia que se repite, el mito, de lo que es nuevo, de lo que siento o creo que pueda ser nuevo...
—Advertí la expresión de su cara, y le dije—: ¿Me está diciendo que nada de lo que siento o creo es nuevo?
—Yo nunca he dicho... —empezó, y luego cambió al
nosotros
de la realeza—... Nunca hemos dicho ni sugerido que el desarrollo progresivo de la raza humana no sea posible. No me acusa de esto, ¿verdad? Porque es lo contrario de lo que decimos nosotros.
—Le acuso de comportarse como si no se lo creyeran. Mire, si le hubiera dicho cuando entré esta tarde: ayer, en una fiesta, conocí a un hombre y reconocí en él al lobo, al caballero o al monje, usted hubiera hecho una afirmación con la cabeza y hubiera sonreído. Y las dos hubiéramos sentido el gozo de reconocer lo ya conocido. Pero si yo hubiera dicho: ayer, en una fiesta, encontré a un hombre y, de pronto, dijo algo, y yo pensé:
Sí
, hay una sugerencia de algo; en la personalidad de este hombre hay una brecha como un escape en un dique, y por ese escape es posible que el futuro vierta algo con una forma diferente, algo quizá terrible o maravilloso, pero nuevo. Si le hubiera dicho esto, hubiera fruncido el ceño...
—¿Es que ha encontrado a un hombre así? —me preguntó, con sentido práctico.
—
No
. No lo he encontrado. Pero, a veces, conozco a gente, y me parece a mí que el hecho de que estén como partidos por en medio significa que se mantienen abiertos para algo, ¿no cree?
Después de un largo silencio de meditación, me dijo:
—Anna, a mí no debería referirme una cosa así.
Estaba sorprendida, y dije:
—¿No será que me está invitando conscientemente a que sea deshonesta con usted?
—No. Lo que estoy diciendo es que debería volver a escribir.
Como es natural, yo me enojé, cosa que ella sabía que iba a hacer.
—¿Me está sugiriendo que debería escribir sobre nuestra experiencia? ¿Cómo podría hacerlo? Si me pusiera a escribir cada palabra intercambiada entre nosotras durante una hora, todo ello sería ininteligible, como no escribiera la historia de mi vida para explicarlo.
—¿Y qué?
—Sería una descripción de cómo me vi yo en un momento determinado, porque la descripción de una hora de la primera semana, digamos, en que la venía a ver, y de una hora en este momento, serían tan distintas que...
—¿Y qué?
—Además existen problemas literarios, problemas de gusto que usted nunca parece tener en cuenta. Lo que usted y yo hemos hecho juntas es, esencialmente, superar la vergüenza. La primera semana que la conocí hubiera sido incapaz de decir: recuerdo la sensación de repulsa violenta, de vergüenza y de curiosidad, que tuve cuando vi a mi padre desnudo. Tardé meses enteros en poder derribar las barreras de mi interior y ser capaz de decir algo parecido. En cambio, ahora puedo decir algo como que deseaba que... mi padre muriera. Sin embargo, la persona que leyera esto, sin la experiencia subjetiva, sin derribar las mismas barreras que yo, se escandalizaría como ante un espectáculo de sangre o una palabra que tiene asociaciones vergonzosas. En resumen, el escándalo no permitiría ver nada de todo lo demás.
—Mi querida Anna —dijo con sequedad—, creo que está usando nuestra experiencia para reforzar su racionalización de los motivos por los que no escribe.
—Por Dios, no; no es eso todo lo que quiero decir.
—¿O acaso pretende que ciertos libros tan sólo son aptos para una minoría?
—Mi querida señora Marks, usted sabe muy bien que va contra mis principios admitir una idea semejante, aunque la pensara...
—Muy bien. Entonces,
si
pensara eso, dígame por qué algunos libros son tan sólo para una minoría...
Lo pensé y respondí:
—Es una cuestión de forma.
—¿De forma? ¿Y qué hay de vuestro tan cacareado contenido? Yo había entendido que la gente como vosotros se empeñaba en separar la forma del contenido.
—Mi gente puede que lo separe, pero yo no. Por lo menos, hasta ahora no lo he hecho. Es más, afirmo que todo es una cuestión de forma. A la gente no le importan los mensajes inmorales. No le importa el arte que le diga que el asesinato es bueno, que la crueldad es buena, que el sexo por el sexo es bueno. Le gusta, en todo caso, a condición de que el mensaje esté debidamente disfrazado. Los mensajes que gustan a los lectores son aquellos que dicen que el asesinato es malo, que la crueldad es mala y que el amor es el amor que es amor. Lo que no pueden sufrir es que les digan que nada importa nada; no pueden soportar la falta de forma...
—¿Así, pues, las obras de arte que carecen de forma, si ello fuera posible, son para la minoría?
—No creo que algunos libros sean solamente para una minoría. Ya sabe que no lo creo, puesto que no tengo una idea aristocrática del arte.
—Mi querida Anna, la actitud de usted hacia el arte es tan aristocrática que cuando escribe, cuando llega a escribir, lo hace sólo para usted.
—Igual que todos los demás... —me oí murmurar.
—¿Quiénes son los demás?