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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (80 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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Desde el momento que entró Nelson, ella no le quitó los ojos de encima. Él adoptó su tono bromista y dicharachero, el de la auto-flagelación y la autodefinición, que a mí tanto me asusta, porque acepta tantas cosas:

—El hombre llega dos horas tarde, pero ¿por qué? Pues porque se estaba emborrachando para enfrentarse con la feliz velada social que le espera.

(Y todos sus amigos se rieron, a pesar de que ellos eran la feliz velada social.) Ella, en el mismo estilo alegre de tensión acusadora, replicó:

—Los demás ya sabían que llegaría dos horas tarde, debido a la feliz velada social, y por eso la cena era a las diez; ¡por favor, no te preocupes en absoluto!

Todos se reían, y los ojos de ella, aparentemente tan negros y atrevidos, tan llenos de aparente aplomo, estaban clavados en su marido con ansiedad y miedo.

—¿Whisky, Nelson? —le preguntó, después de servir a los demás; su voz parecía matizada por una repentina y aguda súplica

—Doble —lo dijo con agresividad y en tono desafiante.

Se miraron un momento. Un momento en el que se quedaron al descubierto. Los demás, entonces, hicieron bromas y se rieron para disimular. Esto último lo comencé a comprender poco a poco: se tapaban los unos a los otros continuamente. Aquello me produjo una sensación de gran incomodidad: el contemplar una actitud amistosa semejante y tan natural, sabiendo que estaban vigilantes todos ellos por si se producían momentos como aquél, a fin de poder cubrirlos. Yo era la única inglesa de la reunión, lo que evidenciaba su delicadeza y su especial instinto de la generosidad. Se esforzaron por hacer chistes, con los que se burlaban de ellos mismos por las actitudes tan convencionales que los americanos adoptan respecto a los ingleses. Debo reconocer que tenían mucha gracia y que me reí con gana, aunque sentía cierto malestar porque no sabía cómo podía burlarme fácilmente de mí misma en una lógica respuesta. Bebimos mucho, pues era ese tipo de reunión en que la gente se dispone, desde el momento de entrar, a trasegar la mayor cantidad posible de bebida en el menor tiempo. La verdad es que yo no estoy acostumbrada a ello, y me emborraché más que nadie y más rápidamente, aun cuando los otros bebieran mucho más que yo. Recuerdo a una mujer rubia y pequeña, vestida con un traje chino de brocado verde muy estrecho. Aquella mujer era realmente hermosa, de una exquisitez diminuta y perfecta. Creo que es la cuarta esposa de un magnate del cine, un hombre moreno y bastante feo. En una hora se bebió cuatro dobles, pero se mantuvo tranquila, siempre bajo control y encantadora, observando cómo su marido bebía con ansiedad y cuidándole como a un niño pequeño para que no se emborrachara de verdad.

—Mi nene no necesita beber más. De veras.

Le arrullaba, hablándole como a un bebé. Y él:

—Oh sí, tu nene necesita este trago y se lo va a tomar.

Y ella le acariciaba y le daba palmaditas:

—Mi nenito no se lo beberá, no, porque su mamá no quiere.

Y no se lo bebió. Ella le acarició y le meció, y yo pensé que aquello era insultante, hasta que me di cuenta que la actitud de ambos era la base de aquel matrimonio: el hermoso vestido verde chino y los estupendos y largos pendientes eran la contrapartida de que ella le hiciera de madre y le tratara como a un bebé. Aunque yo me sentía azorada, no había nadie más que lo estuviera. Me di cuenta de ello al notarme allí sentada, demasiado tensa, mientras les observaba. Estaba un poco aparte, pues yo no sé hablar de aquella manera tan tranquila y dicharachera a un mismo tiempo. Me sentía azorada y con miedo a que la próxima vez que surgiera una curva peligrosa no hubiera nadie al tanto y se produjera el temido accidente, cosa que al final se produjo hacia medianoche. Entonces comprendí que no tenía de qué asustarme, porque todos los presentes me aventajaban en sofisticación; el término medio de ésta llegaba mucho más lejos de lo que yo estaba acostumbrada. En realidad, era su sentido del humor sobre ellos mismos y su capacidad de auto-parodia lo que les protegía contra el sufrimiento real. Esta protección, sin embargo, duraba tan sólo hasta que llegaba el momento en que la violencia estallaba en forma de otro divorcio o en la lógica caída del alcoholismo.

Por mi parte, seguí observando a la esposa de Nelson, que se mostraba audaz, atractiva y llena de vida, sin que separara los ojos de su marido en ningún instante de la velada. Hay que decir que sus ojos tenían una mirada ancha, inexpresiva y un tanto desorganizada. Conocía aquella mirada, pero no lograba situarla, hasta que, de pronto, recordé: los ojos de la señora Boothby eran así cuando estuvo a punto de perder los estribos hacia el final de la historia; eran unos ojos francos y desorganizados, pero que miraban muy abiertos a causa del esfuerzo que hacían para no revelar el estado en que se encontraba su dueña. La mujer de Nelson se hallaba presa, por así decirlo, de una histeria permanente y controlada. Después me di cuenta de que aquélla era la situación de casi todos los presentes, pues eran personas que habían llegado al límite de sí mismas, que se controlaban, mientras la histeria iba chispeando por entre la conversación dicharachera y espinosa, y también por entre los ojos astutos y en continua vigilancia.

Aquel ejercicio era algo a lo que estaban todos acostumbrados, pues llevaban practicándolo desde hacía años. Nada de todo aquello les parecía extraño. De hecho, sólo me lo parecía a mí, a pesar de lo cual continuaba sentada en un rincón, sin beber más, pues me había emborrachado tan aprisa que me encontraba en aquel estado de superconciencia y sensibilidad cuyo primer objetivo era conseguir que se me pasara el amodorramiento. Comprendí que todo aquello, al fin y al cabo, tampoco era tan insólito como me figuraba, pues se trataba de lo que había visto en cientos de matrimonios ingleses; era la misma situación, sólo que llevada a una fase más avanzada y consciente de sí misma. Comprendí, en fin, que se trataba de personas con una gran capacidad de autodominio, y que su sentido del humor provenía de aquella misma autovigilancia tan consciente. Las bromas no eran en absoluto el juego verbal, inocente e intelectualizado a que están acostumbrados los ingleses, sino que se trataba de una especie de desinfección, de un quitarle hierro a la cosa, de un «etiquetar» para resguardarse del sufrimiento. Eran como los campesinos que acostumbran a tocar ciertos amuletos para alejar el mal de ojo.

Como ya he dicho, fue hacia medianoche cuando oí la voz de la esposa de Nelson, alta y aguda, que decía:


Okey
, ya sé lo que va a ocurrir, Bill. No harás nunca ese guión. Ahora bien; si es así, ¿por qué pierdes el tiempo con Nelson?

(Bill era el marido grande y agresivo de la diminuta rubia maternal y tan llena de tacto.) La mujer de Nelson continuó diciéndole a Bill, que tenía una expresión de abierto buen humor:

—Una vez más, mi marido te hablará del asunto meses y meses, pero al final te dejará en la estacada y perderá el tiempo en otra obra maestra que nunca conseguirá llevar a la escena...

Se rió, con una risa llena de disculpas, pero sin control y completamente histérica. Por su parte, Nelson, cogiendo la oportunidad por los pelos y antes de que Bill pudiera ponerse a defenderle, lo cual Bill estaba muy dispuesto a hacer, dijo:

—Ésta es mi mujer. Su marido pierde el tiempo escribiendo obras maestras... Pero, bueno, ¿acaso no estrené una pieza en Broadway?

Estas últimas palabras las profirió chillando, chillando como una mujer, con la expresión llena de odio hacia ella, con un miedo indefenso, incluso con pánico. Los otros comenzaron entonces a reír y toda la habitación se convirtió en una gran carcajada, a fin de soslayar aquel momento de peligro. Bill dijo:

—¿Y cómo sabes que no voy a plantar a Nelson para escribir mi propia obra maestra? —Dirigió una mirada a su bonita y rubia mujer, como si le dijera: «No te preocupes, tesoro, ya sabes que lo digo sólo para disimular».

Pero todos aquellos intentos de disimulo no sirvieron de nada, pues la autoprotección del grupo no era lo bastante fuerte como para contener la violencia de aquel momento. Nelson y su mujer estaban solos, como si se hubieran olvidado de nosotros. Se hallaban de pie en un extremo de la habitación, encerrados en su mutuo odio a la vez que en una súplica desesperada y anhelante, lanzada del uno a la otra. De hecho, ya no eran conscientes de nosotros, y sin embargo seguían valiéndose de aquel humorismo, mortal e histérico, de autocastigo.

NELSON: Pse. ¿Lo has oído, cariño? Bill va a escribir
La muerte de un viajante
de nuestros días, y va a hacerlo antes que yo. Pero ¿de quién va a ser la culpa? ¡De mi amante esposa!

ELLA
(chillando y riendo, con los ojos frenéticos de ansiedad y moviéndosele sin
control en la cara, como negros molusquitos retorciéndose bajo un cuchillo):
Sí, naturalmente, es culpa mía. ¿De quién iba a ser, si no? Es para lo único que sirvo, ¿no?

NELSON: Por supuesto, es para lo que sirves. Tú eres mi excusa, ya lo sé.
Y te
quiero por eso
. Pero ¿existió o no aquella pieza en Broadway? ¿Y las críticas de encomio? ¿O es que son imaginaciones mías?

ELLA: ESO fue hace doce años. Oh, entonces eras un americano espléndido, sin listas negras en el horizonte, no lo olvides. Pero,
desde entonces, ¿qué has hecho?

ÉL:
Okey
, o sea que me han vencido. ¿Crees que no lo sé? ¿Necesitas frotarme las narices con ello? Está bien, yo también lo digo: no necesitan pelotones de fusilamiento ni cárceles para derrotar a la gente. Es mucho más fácil que todo eso... En cuanto
a mí..
. Pse, en cuanto
a mí
...

ELLA: TÚ estás en la lista negra, eres un héroe; es la coartada para el resto de tu vida...

ÉL: No, no cariño. La coartada para el resto de mi vida eres tú: ¿quién me despierta todas las madrugadas a las cuatro, gritando y chillando que tú y los niños vais a terminar en la miseria si no escribo otra birria de pieza para nuestro buen amigo Bill?

ELLA
(riendo, con la cara deformada por la risa)
:
Okey
, me despierto a las cuatro todas las mañanas, ¿y qué? Tengo miedo; eso es todo. ¿Quieres que me cambie al cuarto libre?

ÉL: Sí, quiero que te vayas al cuarto libre. Al menos, esas tres horas las podría aprovechar para trabajar, si es que me acuerdo aún de cómo se trabaja.
(De repente, se echa a reír.)
No, lo mejor será que vaya contigo al cuarto libre para gritar que tengo miedo de terminar en la miseria. ¿Qué te parece como plan? Tú y yo juntos en el fracaso, juntos hasta que la muerte nos separe, amándonos hasta la muerte.

ELLA: Podrías escribir una comedia sobre eso; me partiría de risa.

ÉL: Sí, mi amante esposa partiéndose de risa si yo terminara en la miseria.
(Riendo.)
Pero el chiste es que si tú te encontraras perdida y borracha en un portal, yo acudiría a ti para infundirme confianza. Sí, es la verdad. Si te encontraras en semejante estado, yo te seguiría, pues necesito seguridad. Es lo que necesito de ti. Mi analista lo dice, y ¿quién soy yo para contradecirle?

ELLA: Sí, es lo que necesitas de mí. Necesitas a Mamá. Que Dios me asista...

(Los dos se ríen, apoyándose uno contra la otra, gritando de risa, sin poder contenerse.)

ÉL: Eso es; tú eres mi madre.
Él
lo dice y
él
tiene siempre razón. No hay nada malo en odiar a mamá, ¿sabes? Está en el libro. Hago lo que me corresponde, así es que no voy a sentirme culpable por
ello
.

ELLA: ¡Ah, no! ¿Por qué ibas a sentirte culpable, ni ahora ni nunca?

ÉL
(gritando, con su hermosa cara morena deformada)
: ¡Porque tú me haces sentir culpable! Puesto que contigo siempre me equivoco, mamá siempre tiene razón.

ELLA
(de repente, sin reír, desesperada, en cambio, por la ansiedad):
Por favor, Nelson, no me estés siempre atacando; no lo hagas, no puedo soportarlo...

ÉL
(blando y amenazador)
: ¿De modo que no puedes soportarlo? Pues tendrás que aguantarlo a la fuerza. ¿Y sabes por qué? Pues porque yo necesito que lo aguantes... Por cierto, que tal vez seas

la que debería ir al analista. ¿Por qué tengo que hacer yo todo el esfuerzo? Sí, eso es; deberías ser tú quien fuera al analista, puesto que yo no estoy enfermo. La enferma eres tú. Tú estás enferma...

(Ella abandona la lucha, apartándose de él, exhausta y desesperada. Él corre hacia ella, victorioso pero escandalizado.)

ÉL: ¿Qué te pasa ahora? ¡Eso sí que no! Pero ¿por qué no? ¿Cómo sabes que no eres tú la enferma? ¿Por qué he de ser yo el que siempre haga las cosas mal? Ah, no pongas esa cara. Ahora tratas de hacerme sentir remordimientos, como siempre, ¿no es así? Pues bien; lo estás consiguiendo.
Okey
, soy yo el equivocado, de acuerdo, pero, por favor, no te preocupes un solo instante más. Soy siempre yo el que se equivoca. Lo he dicho, ¿verdad? Lo he confesado, ¿no? Tú eres una mujer, y por eso tienes siempre razón.
Okey, okey
, no me quejo; me limito a dar fe de un hecho: yo soy un hombre, y aunque sólo sea por esto, tengo yo la culpa. ¿Estás de acuerdo?

Pero entonces, de pronto, la rubia diminuta (que se había bebido por lo menos las tres cuartas partes de una botella de whisky y se mantenía tan tranquila y controlada como una suave gatita de ojos azules apenas abiertos) se levantó y dijo:

—Bill, Bill, quiero bailar. Quiero bailar, nene.

Y Bill se acercó de un salto al tocadiscos, y la habitación se llenó de un Armstrong tardío: la cínica trompeta y la voz cínica y bienhumorada del Armstrong más viejo. Bill cogió a su bella esposa entre sus brazos y se pusieron a bailar en una especie de parodia de cómo se suele bailar incitante y alegremente. Entonces todos comenzaron a bailar. Nelson y su mujer estaban al margen del grupo, como olvidados. Nadie les escuchaba ya. Pero Nelson dijo entonces en voz alta, apuntándome bruscamente con el dedo pulgar:

—Voy a bailar con Anna. No sé bailar, no sé hacer nada, no necesitas decírmelo, pero voy a bailar con Anna.

Yo me levanté, porque todos me estaban mirando, diciéndome con los ojos: «Vamos, tienes que bailar, lo tienes que hacer».

Nelson se acercó a mí, diciéndome en voz alta y con tono de parodia:

—Voy a bailar con Anna. Baila conmigooo, baaaiiila conmigo, Anna.

Tenía los ojos desesperados por la repugnancia que sentía hacia sí mismo, por la infelicidad y el sufrimiento. Después, en el mismo tono, dijo:

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