Read El Cuaderno Dorado Online
Authors: Doris Lessing
El enojo de Ella se desvaneció y se echó a reír. Pensaba: «Esta noche va a subir conmigo». Hasta poco antes había pasado casi todas las noches con ella, pero últimamente iba a su casa dos o tres veces por semana. De pronto él dijo, al parecer sin reflexionar:
—Ella, eres la mujer menos celosa que conozco.
Ella sintió un escalofrío, seguido de pánico, e inmediatamente comenzó a funcionar su mecanismo de defensa: simplemente, no oyó lo que le había dicho. Luego preguntó:
—¿Vienes conmigo?
—He decidido que no... Pero si realmente lo hubiera decidido, no estaría aquí ahora.
Subieron al piso cogidos de las manos. Inesperadamente, Paul observó:
—Me gustaría saber cómo os llevaríais Stephanie y tú.
Ella pensó que la miraba de una manera rara, «como si estuviera probando algo». De nuevo sintió pánico, mientras pensaba: «Habla mucho de Stephanie últimamente. A ver si...». Pero su mecanismo de defensa funcionó otra vez y dijo:
—Tengo la cena hecha, si quieres comer...
Comieron, y al terminar, mirándola a través de la mesa, Paul exclamó:
—Además, ¡cocinas bien! ¿Qué voy a hacer contigo, Ella?
—Lo que estás haciendo ahora —replicó ella.
La observaba con una expresión irónica, de exasperación y desconcierto, habitual en él por aquellos días.
—Y no he conseguido que cambiaras ni pizca en tu forma de vestir o de peinarte —comentó Paul.
Era una lucha corriente entre los dos. Le cambiaba la forma de peinado, le tiraba del vestido para que adquiriese otra forma, y le decía:
—Ella, ¿por qué te empeñas en parecer una maestra de escuela cuando, en realidad, eres tan diferente?
Le regalaba una blusa escotada o le mostraba un vestido en el escaparate de una tienda y le sugería:
—¿Por qué no te compras ropa como ésta?
Pero Ella seguía atándose el pelo detrás de la nuca y negándose a usar los vestidos extremados que a Paul le gustaban. En el fondo, pensaba: «Si ahora ya se queja de que no estoy satisfecha con él y de que quiero a otro, ¿qué va a pensar si empiezo a ponerme vestidos provocativos? Si me arreglara vistosamente, no lo soportaría. Bastante pesado se pone ya ahora».
Una vez le dijo, riéndose de él:
—¡Pero, Paul! ¡Si me compraste aquella blusa roja que tiene un escote calculado para mostrar el nacimiento de los pechos, y cuando me la puse apareciste tú y lo primero que hiciste fue abrochármela...! Lo hiciste instintivamente, ¿recuerdas?
Aquella noche, Paul se le acercó y le soltó el pelo para que le cayera en cascada. Le miraba el rostro de cerca, frunciendo el ceño, mientras esparcía algunos mechones por la frente y modelaba el resto alrededor del cuello. Ella le dejó hacer, quieta bajo el calor de sus manos, sonriéndole. De repente, pensó: «Me está comparando con alguien; no es a mí a quien mira». Se apartó rápidamente de él y le oyó decir:
—Ella, si quisieras podrías resultar muy guapa.
—¿O sea que no me encuentras guapa?
Y Paul, mitad gruñendo y mitad riéndose, la empujó a la cama, contestándole:
—Pues claro que no.
—Entonces... —y Ella sonrió despreocupada.
Fue aquella noche cuando le dijo, como por casualidad, que le habían ofrecido un puesto en Nigeria y que quizá lo aceptara. Ella le oyó, pero casi distraídamente, de acuerdo con el tono de naturalidad que él imponía a la situación. Sin embargo, en seguida se dio cuenta de que se apoderaba de su estómago una fuerte sensación de desaliento, de que algo definitivo estaba a punto de ocurrir. Pese a todo, se empeñó en pensar: «Será la solución. Yo me iré con él, pues aquí no me retiene nada. Michael podrá ir allí a la escuela. ¿Qué tengo aquí que me retenga?».
Era cierto. Tumbada en la oscuridad, entre los brazos de Paul, pensó que, poco a poco, aquellos brazos la habían aislado de todo lo demás. Salía muy poco, porque no le gustaba ir sola y porque había aceptado, desde muy al principio, que salir los dos con un grupo de amigos causaba demasiados problemas. Paul se mostraba celoso o bien se quejaba de no encajar bien entre sus amigos literatos, a lo que Ella replicaba:
—No son amigos, son conocidos.
No tenía ningún lazo vital, aparte su hijo y Julia, a la cual no perdería porque era una amistad para toda la vida. De modo que le preguntó:
—Puedo ir contigo, ¿verdad?
Él vaciló y repuso, riendo:
—Pero ¿tú vas a renunciar a tu excitante mundillo de literatos londinenses?
Ella le dijo que estaba loco y se puso a hacer planes para la marcha.
Un día, él la llevó a su casa. No había nadie, pues su mujer había salido de vacaciones con los niños. Ocurrió al salir de ver juntos una película, cuando él dijo que quería pasar a recoger una camisa limpia. Detuvo el coche frente a una casita integrada en una hilera de viviendas idénticas, en un suburbio situado al norte del barrio de Shepherd Bush. Abandonados en un trocito de jardín se veían algunos juguetes.
—Siempre le estoy diciendo a Muriel que vigile a los niños —se lamentó, irritado—, Pero nada. No hay derecho a que siempre dejen sus cosas tiradas por ahí.
Entonces Ella comprendió que aquel era su hogar.
—En fin, entra un momento.
Contra su voluntad, Ella le siguió. El recibidor estaba empapelado con el dibujo floreado de rigor y tenía, además, un aparador de madera oscura y una alfombra bastante bonita. Por alguna misteriosa razón, Ella sintió que todo aquello era más bien consolador. El salón pertenecía a una moda distinta: estaba empapelado con tres papeles diferentes y decorado con cortinas y cojines discordantes. Se notaba que había sido remozado recientemente, pues parecía formar parte de una exposición. Era deprimente, y Ella siguió a Paul hasta la cocina en busca de la camisa limpia, que en aquella ocasión era una revista médica que necesitaba. La cocina era la pieza donde se pasaba la mayor parte del tiempo, y se notaba. Una de las paredes estaba empapelada de rojo, y parecía que se iban a introducir modificaciones. Encima de la mesa se veían montones de números de
Mujeres y Hogar
. A Ella le pareció que alguien le había asestado un golpe alevosamente. No obstante, pensó que, al fin y al cabo, si ella trabajaba para aquel siniestro y pretencioso semanario, no tenía derecho a burlarse de quien lo leyera. Se dijo que no conocía a nadie que se absorbiera sinceramente en su tarea; todos parecían trabajar de mala gana, cínicamente o adoptando una actitud contradictoria. O sea que Ella no era peor que los otros. Sin embargo, todo fue inútil, pues en un rincón había un televisor pequeño, y se imaginó a la mujer sentada allí, noche tras noche, leyendo
Mujeres y Hogar
mientras contemplaba la televisión y soportaba el ruido que los niños hacían arriba. Cuando Paul se dio cuenta de que permanecía allí, de pie, con una mano en las revistas y examinando la estancia, observó, con aquel tono suyo mezcla de broma y amargura:
—Es su casa, Ella. Que haga lo que quiera. Es lo mínimo que puedo ofrecerle.
—Sí, es lo mínimo.
—Debe de estar arriba.
Y salió de la cocina diciéndole a Ella por encima del hombro, antes de comenzar a subir la escalera:
—¿No subes?
Ella se preguntó: «¿Me enseña la casa para probarme algo? ¿Tal vez pretende decirme algo? ¿Es que no entiende cuánto odio estar aquí?».
Sin embargo, le siguió obedientemente arriba y entró en el dormitorio. Era, de nuevo, de estilo diferente, y se notaba que no lo habían cambiado desde hacía mucho tiempo. Tenía dos camas gemelas, con una mesilla en medio y una gran foto enmarcada de Paul encima de aquélla. Los colores eran verde, naranja y negro, con muchas rayas como de cebra. Los muebles eran de estilo «jazz», la moda de veinticinco años antes. Paul había encontrado la revista, que estaba en la mesilla de noche, y se mostraba dispuesto a volver a salir. Ella dijo:
—Un día de estos voy a recibir una carta del doctor West, en la que leeré: «Querido doctor Allsop: Por favor, aconséjeme qué debo hacer. Últimamente paso las noches sin dormir. He probado a beber leche caliente antes de acostarme, y a preservar mi tranquilidad de espíritu, pero no sirve de nada. Por favor, dígame qué puedo hacer. Firmado, Muriel Tanner. He olvidado decirle que mi marido me despierta temprano, hacia las seis, cuando llega de trabajar en el hospital. A veces no aparece por casa durante una semana entera. Me encuentro deprimida. Es una situación que dura ya cinco años».
Paul escuchó, con expresión seria y triste.
—No ha sido ningún secreto —dijo por fin— que no estoy muy orgulloso de mi comportamiento como marido.
—Pero, ¡por Dios! ¿Por qué no acabas del todo?
—¿Qué? —exclamó Paul, medio riéndose y adoptando de nuevo la actitud de don Juan— ¿Abandonar a la pobre mujer con dos niños?
—Podría encontrar a un hombre que la quisiera de verdad. No me vas a decir que no lo tolerarías. Seguro que debes detestar este modo de vivir.
—Ya te he dicho que es una mujer muy sencilla —contestó él, serio—. Tú siempre imaginas que los otros son como tú. Pues no, no lo son. A ella le gusta mirar la televisión, leer
Mujeres y Hogar
, empapelar las paredes... Y es una buena madre.
—¿Y no le importa no tener un hombre?
—Tal vez tiene uno; nunca se lo he preguntado.
—¡Ah, bien! ¿Quién sabe? —dijo Ella, totalmente abatida y siguiéndole escaleras abajo.
Agradeció poder salir de aquella casita discordante: era como si escapara de una trampa. Miró la calle y pensó que seguramente las demás casas eran todas tan impersonales como aquella que ninguna presentaría un conjunto que reflejara una vida entera, un ser humano entero o, lo que era lo mismo, una familia entera.
—Lo que a ti no te gusta —dijo Paul, ya en el coche— es que Muriel pueda ser feliz viviendo de esta manera.
—¿Cómo puede ser feliz?
—Hace tiempo le pregunté si quería que nos separáramos. Podía volver a casa de sus padres, si así lo deseaba. Me contestó que no. Además, sin mí estaría como perdida.
—¡Dios mío! —exclamó Ella, con aversión y miedo.
—Es cierto; soy como un padre para ella. Depende de mí completamente.
—¡Pero si no te ve nunca!
—Por lo menos soy muy eficaz —dijo Paul, con sequedad—. Cuando llego a casa lo arreglo todo: repaso los calentadores de gas, pago la cuenta de la electricidad, sugiero dónde comprar una alfombra a buen precio y decido sobre la escuela de los niños... —Al no replicar Ella, insistió—: Ya te lo he dicho otras veces; eres una esnob Ella. No puedes soportar el hecho de que tal vez le guste vivir de esta forma.
—Sí, es verdad. Además, no lo creo. Ninguna mujer del mundo quiere vivir sin amor.
—Eres muy exigente. Tú lo quieres todo o nada. Lo mides todo según un ideal que existe en tu cabeza, y si no está de acuerdo con tus hermosas ideas, lo condenas sin más. O te convences de que es hermoso, aunque no lo sea.
Ella pensó: «Se refiere a nosotros». Paul siguió hablando:
—Por ejemplo, Muriel podría muy bien preguntarse cómo puedes aguantar ser la amante de su marido, qué seguridad encuentras en eso... ero tú no respetarías su opinión.
—¡Bah! Seguridad...
—¡Ah, claro! Tú dices, despreciándolo:«¡Bah, seguridad! ¡Bah, respetabilidad!»... Pero Muriel, no. Para ella son cosas muy importantes. Son muy importantes para la mayoría de la gente.
A Ella le pareció que lo decía encadado y casi ofendido. Pensó que se identificaba con su mujer (aunque todos sus gustos, cuando estaba con Ella, eran diferentes), y que la seguridad y la respetabilidad también eran importantes para él.
Guardaba silencio y pensaba: «Si realmente le gusta vivir de esta forma o, al menos, si lo necesita, explicaría por qué se muestra siempre tan insatisfecho conmigo. La otra cara de una mujercita respetable y seria es la amante provocativa, alegre y elegante. Tal vez sí le gustaría que le fuera infiel y llevara vestidos provocativos pero me niego a ello. Soy de esta forma, y si no le gusta, que lo deje correr».
Aquella noche, horas más tarde, Paul le dijo riendo, pero con agresividad:
—Te haría bien, Ella, ser como las otras mujeres.
—¿Qué quieres decir?
—Que estuvieses esperando en casa, que fueses la esposa de alguien, que tratases de conservar a tu marido alejado de las otras mujeres, en lugar de tener un amante rendido a tus pies.
—¿Así que eso es lo que eres? —inquirió ella, con ironía—. Pero ¿por qué consideras el matrimonio como una forma de lucha? Yo no lo veo como una batalla.
—¡Ah, no! —exclamó Paul, también con ironía, y añadió—: Acabas de escribir una novela sobre el suicidio
—Y eso ¿qué tiene que ver?
—Toda esa intuición e inteligencia...
Se interrumpió y se la quedó mirando, tristemente y con una expresión crítica que a Ella le pareció también de reprobación. Estaban en la habitación de Ella, bajo el tejado de la casa, con el niño durmiendo en el cuarto contiguo. Los restos de la cena aparecían esparcidos sobre la mesa baja que se interponía entre los dos, como otras mil veces. Paul empezó a darle vueltas con los dedos a un vaso de vino y añadió, dolorosamente:
—No sé cómo habría podido sobrevivir estos últimos meses sin ti.
—¿Qué ha pasado de particular en estos meses?
—Nada. Ahí está; todo sigue igual. En fin, en Nigeria no tendré que poner emplastos en llagas antiguas, en las heridas de un león sarnoso. Esto es lo que hago aquí, poner bálsamos sobre las heridas de un animal tan viejo que no tiene suficiente vitalidad para curarse. En África, por lo menos, trabajaré por algo nuevo y que crece.
Se marchó a Nigeria con inesperada rapidez. Inesperada para Ella, claro. Todavía hablaban del asunto como de algo que ocurriría en un futuro más o menos próximo, cuando un día apareció diciendo que se marchaba a la mañana siguiente. Los planes sobre cómo y cuándo podrían reunirse tuvieron que ser necesariamente vagos, hasta que él no supiera las condiciones en que iba a vivir. Ella le acompañó al aeropuerto como si fuera a verle de nuevo unas semanas más tarde. Pero él, después de que la hubo besado por última vez, se volvió con un gesto de amargura y una sonrisa retorcida, como una mueca dolorosa de todo su cuerpo, que hicieron llorar inesperadamente a Ella. Las lágrimas le caían por las mejillas, notaba frío y se sentía como si hubiera perdido algo. No pudo detener el llanto, pues lloraba para ahuyentar el frío que tanto la haría temblar, sin pausa, durante los días siguientes. Escribió cartas e hizo proyectos, pero en su interior se extendía una sombra que, poco a poco, la iba invadiendo. Paul le escribió una vez, diciéndole que era todavía imposible saber cómo ella y Michael podrían reunirse con él. Después, silencio.