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Authors: Doris Lessing
Una tarde, mientras estaba trabajando con el doctor West frente a un montón de cartas, como siempre, él comentó:
—Ayer recibí carta de Paul Tanner.
—¿Ah, sí?
Suponía que el doctor West no sabía nada de su relación con Paul.
—Parece que le gusta aquello, y supongo que mandará a buscar la familia. —Añadió con cuidado unas cartas para su montón y continuó—: Hizo bien en marcharse, por lo que adivino. Antes de irse me dijo que se había enredado con una de armas tomar. Al parecer, un asunto difícil. No me pareció que fuese una mujer muy aconsejable.
Ella se esforzó en respirar con normalidad, examinó al doctor West y decidió que sólo se trataba de un chismorreo sin importancia sobre un amigo común, que aquello no iba dirigido contra ella para ofenderla. Tomó la carta que él le pasaba, y empezaba: «Querido doctor Allsop: Le escribo porque mi hijo pequeño, por las noches, se pasea dormido...», y dijo:
—Doctor West, esto es de su incumbencia, ¿no?
En el terreno laboral practicaban una curiosa pugna de buenos amigos que había continuado, sin cambios, a pesar de los muchos años que llevaban trabajando juntos.
—No, Ella, no. Si un niño es sonámbulo, no sirve de nada darle medicinas, y usted sería la primera en reprochármelo. Dígale a la mujer que vaya a la clínica y sugiérale con tacto que es culpa suya, no del niño. En fin, ya sabe. —Luego, al cabo de un rato, añadió—: Le he aconsejado a Tanner que se quede fuera del país todo el tiempo posible. Estos asuntos a veces son difíciles de terminar. La joven le insistía en que se casaran. Además, la joven tampoco era tan joven. Ése es el problema. Supongo que ella se había cansado de su alegre vida y quería colocarse definitivamente.
Ella se esforzó en no reflexionar sobre aquellas palabras hasta que no hubiera terminado el reparto de las cartas con el doctor West. «Bueno, he sido una ingenua —decidió al fin—. Supongo que Paul tenía algo que ver con aquella Stephanie del hospital... Por lo menos, nunca mencionó a nadie más. Siempre hablaba de ella, aunque no en esos términos, calificándola como una mujer de armas tomar. No; ése es el lenguaje del doctor West, que pertenece a la clase de hombres que usan expresiones idiotas como ser de armas tomar o estar cansada de la vida alegre. ¡Qué vulgares llegan a ser estos burgueses tan respetables!»
Se sentía muy deprimida, y la sombra contra la que había estado luchando desde la marcha de Paul terminó por sumirla totalmente en la oscuridad. Pensó en la esposa de Paul: esto, una sensación de rechazo total, es lo que debió sentir cuando Paul dejó de interesarse por ella. Pero, por lo menos, tuvo la ventaja de ser tan estúpida que no se dio cuenta de que Paul iba con Stephanie. Aunque, pensándolo bien, tal vez Muriel había preferido ser estúpida y creer que Paul pasaba muchas noches en el hospital.
Ella soñó algo desagradable y turbador. Se encontró en aquella casita fea y con habitaciones pintadas cada una de un color distinto. Era la esposa de Paul, y sólo con un esfuerzo de voluntad lograba impedir que la casa se desintegrara y saltase en pedazos, por causa del heterogéneo carácter de las habitaciones. Decidió que debía decorar de nuevo la casa, y en un estilo único, el suyo. Pero en cuanto colgaba cortinas nuevas o pintaba una habitación, volvía a aparecer el cuarto de Muriel. Ésta era como un fantasma en aquella casa que seguiría conservándose entera mientras el espíritu de Muriel continuara habitándola, precisamente porque cada habitación pertenecía a una época distinta, a un espíritu distinto. Y se vio de pie, en la cocina, con la mano encima del montón de números de
Mujeres y Hogar:
era ella la mujer de armas tomar (aún le parecía oír al doctor West pronunciar aquellas palabras), con una falda de colores muy estrecha, un jersey muy ceñido y el pelo cortado a la moda. Entonces se dio cuenta de que Muriel no estaba allí: se había ido a Nigeria con Paul, mientras ella esperaba en la casa a que regresara Paul.
Después de este sueño, Ella se despertó llorando. Pensó por primera vez que la mujer de quien Paul había tenido que separarse, la causa de su marcha a Nigeria, cualesquiera que fueran las razones, era ella misma. Ella era la de armas tomar, la poco aconsejable.
Comprendió también que el doctor West había hablado con intención, quizá movido por alguna sugerencia contenida en la carta de Paul. Las palabras del doctor eran un aviso de su respetable mundo, que protegía a uno de sus miembros.
Lo más extraño fue que la fuerza del golpe recibido la liberó, por una temporada al menos, de los efectos de aquel estado de depresión que la agobiaba desde hacía meses. Pasó a sentir despecho, rencor y enojo. Le dijo a Julia que Paul «la había plantado», que había sido una tonta por no darse cuenta antes (y el silencio de Julia implicaba que estaba totalmente de acuerdo con ella) y que no tenía la menor intención de quedarse en casa lloriqueando.
Sin darse cuenta de lo que había estado proyectando inconscientemente, salió a comprarse ropa. No adquirió los vestidos provocativos que reclamara Paul, pero sí otros muy diferentes de los que había llevado hasta entonces y que le iban bien a su nueva personalidad, bastante dura, indiferente, despreocupada... O, por lo menos, eso era lo que Ella creía. Se hizo cortar el pelo de un modo ligeramente provocativo, enmarcándole la forma angulosa del rostro, y decidió dejar la casa de Julia. Era la casa que había compartido con Paul y no podía soportarla.
Muy tranquila, con ideas claras y seguras, halló otro piso y se instaló en él. Era grande, demasiado grande para el niño y ella. Sólo después de haberse instalado, comprendió que el resto del espacio estaba destinado a un hombre: a Paul, en realidad, pues seguía viviendo como si él tuviera que regresar junto a ella.
Luego oyó decir, por casualidad, que Paul había regresado de vacaciones a Inglaterra hacía ya dos semanas. La noche del día en que le dieron la noticia, se encontró vestida y arreglada, con el pelo muy bien peinado, de pie junto a la ventana, mirando a la calle y esperándole. Esperó hasta bien pasada la medianoche, pensando: «El trabajo del hospital debe de haberle retenido hasta ahora. Más vale que no me vaya a la cama demasiado temprano, porque si ve que las luces están apagadas, no subirá por miedo a despertarme».
Permaneció junto a la ventana noche tras noche. Se veía a sí misma y se decía: «Esto es una chifladura. Esto es estar chiflada, y estar chiflada significa no poder evitar hacer algo que una sabe es irracional. Porque tú sabes que Paul no vendrá...». Sin embargo, continuó arreglándose y pasándose horas junto a la ventana, esperando, cada noche. Y, mientras estaba allí, contemplándose a sí misma, comprendió que aquella locura estaba relacionada con el extravío que le impidiera comprender que la aventura debía terminar, irremediablemente, con la ingenuidad que la había hecho tan feliz. Sí, aquella estúpida ingenuidad suya, y su fe, y su confianza, la condujeron, lógicamente, a permanecer de pie junto a la ventana, esperando a un hombre que ella sabía muy bien no iba a regresar.
Al cabo de unas semanas oyó que el doctor West decía, en apariencia por casualidad, aunque en un tono malicioso y disimuladamente triunfal, que Paul había vuelto a Nigeria.
—Su mujer no ha accedido a acompañarle. No quiere abandonar su casa. Por lo visto se encuentra muy bien así.
* * *
El problema planteado por esta historia es que está escrita analizando las leyes destructoras de la relación entre Paul y Ella. No veo otra manera de escribirla. En cuanto una ha vivido una situación, se impone un modelo. Y el modelo del desarrollo de una aventura, aunque ésta haya durado cinco años y haya sido tan íntima como un matrimonio, se percibe en términos de lo que ha acabado por destruirla. Por eso nada es cierto: porque cuando todavía se vive la aventura, una no piensa tales cosas.
Supongamos que la narrase describiendo dos días enteros, con todos los detalles, uno hacia el comienzo y otro hacia el final de la aventura. ¿Es ello posible? No, porque instintivamente seguiría aislando y acentuando los factores que la han destruido y que dan forma a la historia. Lo contrario sería el caos, porque, entonces, esos dos días, separados por tantos meses, carecerían de sombras; serían meras impresiones de una dicha irreflexiva, sazonada tal vez con un par de momentos discordantes (indicadores, en realidad, del cercano final, aun cuando en aquel momento no se experimentaran como tales) que serían anegados por la dicha.
La literatura es el análisis del acontecimiento que ya ha pasado.
Lo que da forma a la otra obra, a lo que pasó en Mashopi, es la nostalgia. En cambio, a ésta sobre Paul y Ella, que carece de nostalgia, lo que le da forma es una especie de dolor.
Para mostrar a una mujer amando a un hombre habría que presentarla haciéndole la comida o descorchando una botella de vino para la cena, mientras espera que él llame a la puerta. O por la mañana, despertándose antes que él para ver cómo la expresión serena del sueño se transforma en una sonrisa de bienvenida. Eso es. Y que se repita un millar de veces. Pero la literatura no es eso. Seguramente resultaría mejor en una película. Sí, la cualidad física de la vida, lo que ésta es —y no el análisis hecho a posteriori— o también los instantes de desacuerdo o de presentimiento. Una escena cinematográfica: Ella mondando despacio una naranja y dándole después a Paul los gajos amarillos, que él come uno tras otro, pensativo, con el ceño fruncido: está pensando en otra cosa.
[El cuaderno azul empezaba con una frase:]
Parecía que Tommy acusaba a su madre.
[Luego Anna había escrito:]
Subí a mi cuarto después de haber presenciado la escena entre Tommy y Molly, y al instante empecé a convertirla en el argumento de un cuento. Me pareció que al obrar así —transformarlo todo en una historia— encontraba una forma de evadirme. «
¿Por qué no escribir simplemente lo que pasó hoy entre Molly y su hijo? ¿Por qué no me limito a describir lo que ocurre? ¿Por qué no escribo un diario? Está claro que transformarlo todo en una historia imaginaria es, simplemente, un modo de no enfrentarme con alguna verdad importante. Hoy era clarísimo: me sentía muy turbada ante la pelea de Molly y Tommy, pero luego he subido aquí y me he puesto a escribir una historia sin pensarlo dos veces. Voy a empezar un diario.»
7 de enero de 1950
Esta semana Tommy ha cumplido diecisiete años. Molly nunca le ha dado prisas para que decidiera su porvenir. Al contrario, no hace mucho le dijo que dejara de pensar en ello y se marchara de viaje a Francia por unas semanas, para «ensanchar sus ideas». (Él se irritó cuando su madre usó esta expresión.) Hoy ha entrado en la cocina decidido a pelear; Molly y yo lo hemos notado tan pronto como ha aparecido. Hace ya una temporada que siente hostilidad hacia Molly. Empezó después de su primera visita a la casa de su padre. (De momento, no nos dimos cuenta de lo mucho que le había afectado aquella visita.) Fue entonces cuando comenzó a criticar a su madre por ser comunista y «una bohemia». Molly tomó a risa estos reproches y le dijo que las mansiones en el campo, llenas de hidalgos y de dinero, eran muy entretenidas para visitarlas de vez en cuando, pero que tenía mucha suerte de no verse obligado a vivir en una de ellas. Hizo una segunda visita pocas semanas más tarde, y cuando regresó junto a su madre se mostró excesivamente cortés y hostil. Entonces decidí intervenir: le conté la historia de Molly y su padre —pues ella, por orgullo, nunca lo hubiera hecho—, la forma en que él la acosó con cuestiones de dinero para hacerla volver a su lado, las amenazas de que diría a sus patronos que era comunista y demás para que la despidieran; en fin, toda la siniestra historia. Al principio, Tommy no me creía. Nadie podía resultar más encantador que Richard durante un fin de semana; me lo imagino muy bien. Después me creyó, pero eso no remedió nada. Molly le sugirió que fuera a pasar todo el verano a casa de su padre, y así tendría (eso me lo dijo a mí) el tiempo necesario para deslumbrarse. Fue. Estuvo seis semanas. Una mansión en el campo, una esposa encantadora de acuerdo con todas las reglas, tres hijas deliciosas. Richard en casa los fines de semana con invitados de negocios, etc. Las fuerzas vivas de la región. La cura de Molly produjo su efecto: Tommy declaró que «con los fines de semana era suficiente». Molly se alegró mucho... Pero demasiado pronto. La pelea de hoy ha sido como una escena de teatro. Entró él, aparentemente porque debía decidir acerca de su servicio militar: esperaba que Molly le aconsejara declararse objetor de conciencia. Naturalmente, a Molly le gustaría que lo hiciese; pero le dijo que era él quien tenía que decidirlo. Tommy empezó a defender la posición de que debería hacer el servicio militar. De ahí derivó un ataque a la forma en que ella vivía, a sus ideas políticas, sus amigos y todo lo que ella representa. Estaban sentados a la mesa de la cocina, cara a cara, él con una expresión perruna en el rostro y ella muy tranquila, con un ojo en la comida que se estaba preparando, y atendiendo continuamente al teléfono cuestiones del Partido. Tommy, paciente y airado a la vez, esperaba a que terminara cada llamada telefónica y a que volviera para proseguir la discusión. Finalmente, tras una larga pugna, él se persuadió de que debía declararse objetor de conciencia y pasó a atacarla desde un nuevo punto de vista: el de mostrarse contrario al militarismo de la Unión Soviética, etc. Cuando se marchó a su habitación anunciando, como si fuera la conclusión lógica de lo que había dicho antes, que pensaba casarse muy joven y tener muchos hijos, Molly se derrumbó, exhausta, y se puso a llorar.. Yo fui arriba para dar el almuerzo a Janet. Me sentía turbada. Molly y Richard me hacen pensar en el padre de Janet. En lo que a mí concierne, aquella fue una relación muy neurótica y estúpida, sin ninguna importancia. Por grande que sea el repertorio de expresiones al estilo de «el padre de mi hija», eso no puede hacerme cambiar de opinión. Un día Janet dirá: «Mi madre estuvo casada con mi padre un año; luego se divorciaron». Y cuando sea mayor y yo le haya dicho la verdad rectificará: «Mi madre vivió con mi padre tres años; entonces decidieron tener un hijo y se casaron para que no fuera ilegítimo. Luego se divorciaron». Pero todas estas palabras no tendrán nada que ver con lo que a mí me parece la verdad. Cuando pienso en Max me siento impotente. Recuerdo que fue esta sensación de impotencia lo que hace tiempo me movió a escribir sobre él. (Le llamo Willi en el cuaderno negro.) En el momento en que nació la niña, aquel matrimonio vacío y estúpido pareció no tener ninguna importancia. Recuerdo que la primera vez que vi a Janet pensé: «Bueno, qué importan amor, matrimonio, felicidad, etc. Aquí tengo a este bebé maravilloso». Pero Janet no podrá comprenderlo. Ni Tommy tampoco. Si Tommy pudiera sentir lo mismo, dejaría de mostrarse hostil hacia Molly por haber abandonado a su padre. Me parece recordar que una vez empecé un diario, antes de que naciera Janet. Lo buscaré. Sí, aquí está el día que recuerdo vagamente.