Read El Cuaderno Dorado Online
Authors: Doris Lessing
Una de las noches anteriores se había drogado con marihuana. Luego salió a pasear, por alguna parte de Mayfair.
—Ya sabes, Anna, por ese ambiente tan podrido de riquezas que llegas a olerlas. Me atrae. A veces paseo por allí y huelo la corrupción; es algo que me excita.
Vio una chica en la acera, se encaminó directamente hacia ella y le dijo: «Te encuentro muy hermosa. ¿Quieres acostarte conmigo?». No hubiera podido hacerlo de no haber estado ebrio a causa del alcohol o la marihuana.
—No es que me pareciera hermosa, pero llevaba un atuendo muy bello, y en cuanto le hube dicho aquellas palabras, la encontré hermosa. Ella me dijo, con toda sencillez, que sí.
»Yo le pregunté si era una prostituta. Me contestó con tranquila impaciencia, como si hubiera esperado que le preguntara aquello y hasta como si lo hubiera provocado:
»—No lo sé. No importa.
»Me impresionó la manera de decir «no importa». Era un tono frío e inerme, como queriendo dar a entender: ¿qué me importan los demás?
»—Te encuentro guapo, me gustaría dormir contigo —me dijo.»
Sin duda, De Silva es un hombre guapo, con buen tipo, lleno de vigor. No obstante, es un guapo frío. Cuenta que le dijo a la muchacha: «Quiero hacer el amor contigo como si estuviera desesperadamente enamorado de ti. Pero tú no me respondas. Tú sólo tienes que entregarte sexualmente, y debes ignorar lo que yo te diga. ¿Me prometes que lo harás?». Ella accedió, riendo: «Sí, lo prometo». Fueron a la habitación.
—Ha sido la noche más interesante de mi vida, Anna, te lo juro. ¿Me crees? ¿Y sabes por qué? Pues porque me comporté como si la amara, como si la amara desesperadamente. Llegué a creérmelo, eso es todo. Tienes que comprenderlo, Anna, amarla a ella tan sólo por una noche era la cosa más maravillosa que puedas imaginar. Cuando le dije que la amaba, me sentí como un hombre perdidamente enamorado. Pero ella se salía de su papel. Cada diez minutos veía cambiar su cara y reaccionaba como una mujer que es amada. Entonces tuve que interrumpir el juego y decirle: «Esto no es lo que me has prometido. Yo te amo, pero tú sabes que no lo siento en serio». Sin embargo, lo sentía. Nunca había estado tan enamorado. En aquellos momentos, adoraba a aquella mujer. Nunca había estado tan enamorado. Pero ella lo echaba continuamente a perder, porque me respondía en serio. Al final hube de separarme de ella, porque no podía dejar de decirme que estaba enamorada de mí.
—¿Y no se enfadó? —le pregunté. (Porque yo me enfadé, al escucharle, y sabía que él quería que me enfadara.)
—Sí, se enfadó mucho. Me dirigió toda clase de insultos. Pero a mí me daba igual. Me llamó sádico y cruel, todo ese tipo de cosas. A mí no me importaba. Habíamos hecho un pacto y ella estuvo de acuerdo. Quería poder amar a una mujer una vez en mi vida, sin tener que darle nada a cambio. Te lo cuento porque, en cierto modo, es algo que no tiene importancia, ¿comprendes, Anna?
—¿La has vuelto a ver?
—No, claro que no. Volví a la calle donde la encontré, pero ya sabía que no iba a verla más. Tenía la esperanza de que fuera una prostituta, pero sabía que no lo era, porque me lo dijo ella misma. Era una chica que trabajaba en uno de los cafés. Confesó que deseaba enamorarse.
Más adelante, aquella misma noche, me contó la siguiente historia: tiene un amigo íntimo, el pintor B., casado, cuyo matrimonio no ha sido nunca satisfactorio en el aspecto sexual. («Naturalmente, el matrimonio no le ha sido nunca satisfactorio sexualmente», y las palabras «satisfactorio sexualmente» sonaron con cierto acento clínico.) B. vive en el campo. Una mujer del pueblo va diariamente a limpiar la casa. Durante algo así como un año, B. se estuvo acostando con la mujer de la limpieza todas las mañanas en el suelo de la cocina, mientras la esposa estaba arriba. De Silva fue a ver a B., pero estaba ausente. Su mujer también. De Silva se instaló en la casa, esperando a que volvieran, y la mujer de la limpieza llegó entonces como todas las mañanas. Aquella mujer le dijo a De Silva que había estado acostándose con B. durante un año y que lo amaba, pero que sabía que «ella no era nadie para un señor como él, pues aquello sucedía tan sólo porque su esposa no le servía».
—¿No lo encuentras encantador, Anna? ¡Esa expresión de que la esposa «no le servía»! Hay que reconocer que no es nuestro lenguaje, que no es el lenguaje de nuestra clase.
—Eso lo dirás por ti.
Ladeó la cabeza, y añadió:
—No. Lo que ocurre es que me gustó aquello, el calor que contenía. Y entonces yo también le hice el amor. En el suelo de la cocina, sobre una especie de alfombrita hecha en casa que tienen allí, como el mismo B. Quise hacerlo porque B. lo había hecho. No sé por qué. Y, claro, para mí no tuvo ninguna importancia.
Después regresó la esposa de B. Volvió para arreglar las cosas del hogar y se encontró con que De Silva estaba allí. Le agradó verle porque era amigo de su marido y «trataba de complacer al marido fuera de la cama, porque en la cama él no le interesaba». De Silva pasó aquella velada tratando de descubrir si ella sabía que su marido bacía el amor con la mujer de la limpieza.
—Descubrí que ella no lo sabía, y le dije: «Naturalmente, el asunto de tu marido con la mujer de la limpieza no significa nada; supongo que a ti no debe de importarte lo más mínimo». Pareció estallar, pues se puso frenética de celos. ¿Acaso lo comprendes tú, Anna? No hacía más que decir: «Ha estado acostándose con esa mujer todas las mañanas en el suelo de la cocina». En realidad, completaba la frase así: «Ha estado acostándose con ella en el suelo de la cocina, mientras yo leía arriba».
De Silva hizo todo lo posible, según él, para apaciguar a la esposa de B. Más tarde, regresó el propio B.
—Le conté lo que había hecho y supo comprenderlo. Su esposa dijo que iba a abandonarle. Creo que, en efecto, va a dejarle. Y todo porque él se había acostado con la mujer de la limpieza «en el suelo de la cocina».
Por mi parte, le pregunté:
—¿Por qué lo hiciste?
(Mientras le escuchaba, sentí un frío extraordinario, un terror inerme. Mi actitud era pasiva por una especie de inconfesable terror.)
—¿Por qué? ¿Por qué me lo preguntas? ¿Qué importa? Quería saber lo que iba a ocurrir, eso es todo.
Al hablar sonrió con una sonrisa evocadora, bastante taimada, divertida e interesada. Reconocí esa sonrisa: era la esencia de mi sueño, la sonrisa de la figura de mi sueño. Tuve ganas de escapar corriendo de la habitación. Y, no obstante, pensaba: esa cualidad, esa cosa tan intelectual de que «deseaba ver lo que pasaría», ese «querer saber lo que va a pasar» es algo que flota en el ambiente y que está en muchas personas conocidas, incluso en mí. Forma parte de lo que somos. Es la otra cara de ese «no tenía importancia» o «a mí no me importaba nada», que es la expresión que aparece incesantemente en todo cuanto dice De Silva.
De Silva y yo pasamos la noche juntos. ¿Por qué? Porque a mí no me importaba nada. El hecho de que me importara, la posibilidad de que me importara, quedaron descartados, pues pertenecía a la Anna normal, a la que caminaba por un horizonte de arena blanca que alcanzaba a ver pero no a tocar.
Para mí, la noche fue una noche muerta, al igual que su sonrisa interesada y distante. Él estuvo tranquilo, desprendido, abstraído. Para él no tenía ninguna importancia. Sin embargo, en algunos momentos, caía de pronto en la actitud abyecta del niño que necesita a su madre. Estos momentos me agradaron aún menos que su frío desprendimiento y su curiosidad, pues pensaba sin cesar y con tozudez: «Es él, y no yo, puesto que son los hombres los que crean estas cosas, los que nos crean a nosotras».
Por la mañana, recordando cómo me aferré a la situación, tal como siempre me aferro a esto, me encontré bastante ridícula. Una y otra vez me decía: «¿Por qué tiene que ser cierto?»
Por la mañana le di de desayunar. Me sentía fría y remota, como marchita, como si no hubiera vida ni calor en mí. Pero fuimos perfectamente conscientes el uno con el otro. Me sentía amistosa y alejada al mismo tiempo de él. En el momento de irse, dijo que me telefonearía, y yo le contesté que no volvería a acostarme con él. Su rostro cambió de pronto y tomó una expresión de virulento enojo. En su rostro vi la expresión que seguramente había adoptado cuando aquella chica que recogió en la calle le había respondido a sus declaraciones de amor. Ésa fue su expresión, que yo jamás habría esperado de él. Luego recobró su máscara de sonriente desprendimiento y dijo:
—¿Por qué no?
—Porque te importa un bledo el acostarte o no conmigo.
Yo esperaba que me dijera: «Lo mismo que a ti».
Eso lo hubiera aceptado. En cambio, se desmoronó, tomando la actitud del niño miserable que había adoptado durante algunos momentos de aquella misma noche, después de lo cual dijo:
—Te equivocas, porque me importa.
Llegó casi a golpearse el pecho para probarlo, pero detuvo a tiempo su puño, a medio camino de su pecho. Entonces sentí de nuevo el ambiente del sueño de la niebla: la falta de sentido, la vacuidad de las emociones.
—No, no te importa. Pero continuaremos siendo amigos.
Se fue escaleras abajo sin decir una palabra. Aquella tarde me llamó. Me contó dos o tres historias descaradas, divertidas y maliciosas sobre gente que ambos conocíamos. Por mi parte, sabía que algo iba a suceder, porque sentía aprensión, pero era incapaz de imaginar lo que iba a ser. Entonces él observó, abstraídamente y casi con indiferencia:
—Quiero que dejes dormir esta noche a una amiga mía en tu habitación de arriba. Ya sabes, la que está encima de donde duermes tú.
—Pero es la habitación de Janet —repliqué.
Lo cierto es que no entendía lo que estaba diciendo.
—La puedes trasladar a otra pieza, aunque mi amiga puede dormir en cualquier habitación. La llevaré esta noche a eso de las diez, ¿de acuerdo?
—¿Es que quieres traerme a una amiga aquí para pasar con ella la noche?
Me sentía tan confundida que no me daba cuenta de lo que quería decir. Pero estaba enfadada, y eso era algo que él debiera haber comprendido.
—Sí —admitió con indiferencia, y luego añadió en un tono abstraído y tranquilo—: En fin, de todos modos no importa.
Y colgó el aparato.
Aquello me hizo pensar, y entonces comprendí. A pesar de mi enojo, le volví a llamar, y le dije:
—¿Quieres decir que deseas traer una mujer a mi piso para acostarte con ella?
—Sí, eso es. Mejor dicho, no es una amiga. Iba a coger a una prostituta de la estación y llevarla a tu casa. Mi idea era dormir con ella encima de tu habitación para que pudieras oírnos.
No pude decir nada. Luego me preguntó:
—Anna, ¿estás enfadada?
—No se te hubiera ocurrido una cosa así, de no haber querido enfadarme.
Entonces dejó escapar un grito, como un niño pequeño:
—Anna, Anna, lo siento, perdóname.
Y siguió lamentándose y gimoteando. Creo que se estaba dando golpes de pecho con la mano libre del teléfono, o que se golpeaba la cabeza contra la pared, pues podía oír unos golpes irregulares que acaso hubieran sido una de las dos cosas. Por mi parte, sabía muy bien que todo aquello lo había planeado desde el principio, desde el momento que me llamó para preguntarme si podía traer aquella mujer a mi casa. Buscaba mi negativa para poder terminar golpeándose el pecho o dando cabezadas contra la pared. Aquél era, sin duda, su verdadero objetivo, en vista de lo cual colgué el teléfono.
Después me envió dos cartas. La primera era descarada, maliciosa e impertinente, pero, sobre todo, fuera de lugar, pues no tenía nada que ver con lo ocurrido. Se trataba de una carta que podía haberse escrito al cabo de una docena de situaciones diferentes, cada cual muy distinta de la otra. Por eso la había escrito, por su misma intrascendencia. Recibí otra carta dos días más tarde. Parecían los gemidos histéricos de un niño pequeño. He de decir que la segunda carta me afectó más que la primera.
Desde entonces he soñado dos veces con De Silva, que viene a ser como la encarnación del proceso del gozo que causa daño. En el sueño se me apareció sin ningún disfraz, tal como es en la vida real, sonriente, malicioso, desprendido e interesado.
Ayer me llamó Molly. Según me dijo, De Silva ha abandonado a su mujer, dejándola sin dinero y con dos niños. Su familia, aquella familia rica y de clase alta, ha acogido a los tres. Molly me ha dicho:
—La cuestión es que convenció a su mujer para que tuviera el otro niño, que ella no quería, con el fin de asegurarse que la tenía bien atada y de que él se quedaba libre. Luego se vino a hacer el vago a Inglaterra, donde supongo que esperaba que yo le acariciara la frente. Lo peor es que, si no fuera porque en aquel momento yo me encontraba en el extranjero, me lo hubiera creído todo tal como él lo presentaba: el pobre intelectual cingalés que no puede ganarse la vida y tiene que dejar a la mujer y a los dos niños para venir a los bien pagados emporios intelectuales de Londres con el fin de abrirse camino. ¡Qué tontas somos las mujeres! No aprendemos nunca. Y sé que la próxima vez que suceda volveré a caer en cualquier trampa semejante.
Un día me encontré a B. casualmente por la calle. Hace ya tiempo que le conozco y fui a tomar un café con él. Me habló calurosamente de De Silva. Dijo que le había persuadido para que fuese «más afectuoso con su mujer», y que él, B., pondría la mitad de la cantidad de dinero necesario para darle un tanto mensual a la mujer de De Silva, siempre que ésta prometiera pagar la otra mitad.
—¿Y pagará la otra mitad? —pregunté.
—Pues claro que no —repuso B. con expresión de disculpa en su rostro, inteligente y atractivo, disculpa no sólo por De Silva, sino por el universo entero.
—¿Y dónde está De Silva? —pregunté, sabiendo por anticipado la respuesta.
—Va a venir a vivir a un pueblo vecino a donde vivo yo. Hay una mujer a la que se ha aficionado. En realidad, es la mujer que viene cada mañana a limpiarme la casa, pero continuará haciéndolo. Me alegro de todo ello, porque es muy buena persona.
—Yo también me alegro.
—Como te digo, le tengo mucho afecto.
Anna y Molly ejercen una bienhechora influencia sobre Tommy. Marion deja a Richard. Anna pierde contacto consigo misma.
Anna esperaba a Richard y Molly. Era bastante tarde, casi las once. Las cortinas de la habitación alta y blanca estaban corridas, los cuadernos escondidos, y una bandeja con bebidas y bocadillos ya lista. Anna se había repantigado en un sillón, en un estado letárgico de agotamiento moral. Finalmente había comprendido que no controlaba sus actos. Además, aquella noche había visto a Ronnie en bata a través de la puerta entreabierta de Ivor. Parecía haberse vuelto a instalar, sencillamente, y ahora dependía de ella echarlos a los dos. Se sorprendió a sí misma pensando: «¡Qué importa! Hasta es posible que Janet y yo tengamos que hacer las maletas y marcharnos, dejando el piso libre para Ivor y Ronnie. ¡Cualquier cosa, con tal de evitar una pelea!». Se le ocurrió que este pensamiento no estaba muy lejos de la chifladura, pero no se sorprendió, pues ya había decidido que, probablemente, estaba loca. Nada de lo que pensaba le agradaba; durante unos días estuvo analizando las ideas y las imágenes que le pasaban por la mente, desconectadas de cualquier emoción, y no las reconocía como suyas.