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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (83 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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Richard había dicho que recogería a Molly a la salida del teatro donde trabajaba, en el papel de una viuda deliciosamente frívola, que trataba de escoger nuevo marido entre cuatro hombres, a cual más atractivo. Iban a celebrar una consulta. Hacía tres semanas que Marion, habiéndose retrasado por causa de Tommy, había dormido en el piso de arriba, vacío, que Anna y Janet habitaron en otro tiempo. Al día siguiente, Tommy informó a su madre de que Marion necesitaba un
pied-á-terre
en Londres. Pagaría, naturalmente, el alquiler íntegro del piso, aunque sólo tenía la intención de usarlo de vez en cuando. Desde entonces, Marion sólo había estado en su casa una vez, a recoger ropa. Vivía arriba, y de hecho había abandonado calladamente a Richard y a los niños. Sin embargo, parecía como si no se diera cuenta de que lo había hecho, pues cada mañana se producía una agitada escena de reconvención en la cocina de Molly, en la que Marion se culpaba de lo mala que había sido por retrasarse tanto la noche anterior, asegurando que iría a casa aquel día sin falta, para cuidarse de todo.

—Sí, de verdad. Te lo prometo, Molly —como si Molly fuera la persona ante la cual se sentía responsable.

Molly había telefoneado a Richard, exigiendo que hiciera algo. Pero él rehusó.

Había tomado un ama de llaves para salvar las apariencias, y su secretaria, Jean, estaba ya prácticamente instalada. Le encantaba que Marion se hubiera marchado.

Tommy, quien desde que había salido del hospital no abandonaba nunca su refugio doméstico, acudió con Marion a un mitin político relacionado con la independencia africana, y también participó en una espontánea manifestación callejera frente a las oficinas de la representación en Londres del país en cuestión. Marión y Tommy habían seguido al grupo, compuesto por estudiantes en su mayoría. Hubo escaramuzas con la policía. Tommy, que no llevaba bastón blanco ni signo externo alguno que indicara su condición de ciego, no «circuló» cuando se lo ordenaron, y fue detenido. Marion, a quien la muchedumbre había separado de él por unos instantes, se abalanzó sobre el policía, chillando histéricamente, y ambos fueron conducidos a la comisaría junto con otros dos revoltosos. A la mañana siguiente les pusieron una multa, les soltaron..., pero los periódicos publicaban, destacada, una historia sobre «la esposa de un conocido financiero de la
city»
. Y entonces Richard telefoneó a Molly, quien a su vez tuvo ocasión de negarse a prestarle la menor ayuda:

—Por Marion no levantarías ni un dedo. Estás preocupado porque los periódicos han encontrado una pista y puede que descubran lo de Jean.

Entonces Richard telefoneó a Anna.

Durante la conversación que mantuvieron, Anna se observó a sí misma de pie, sosteniendo el aparato telefónico, con una sonrisita quebradiza en los labios, mientras intercambiaba con Richard expresiones de hostilidad. Sentía como si la obligaran a hacerlo, como si ninguna de las palabras que ella o Richard pronunciaban hubiera podido ser diferente, como si lo que decían fuera una conversación de maníacos.

Él estaba incoherentemente enojado.

—Es una farsa absoluta, planeada. Lo habéis organizado vosotras, para vengaros. ¡La independencia africana! ¡Vaya farsa! ¡Una manifestación espontánea...! Le habéis contagiado el virus comunista a Marion, a ella, tan inocente que no reconocería a uno de ellos aunque lo tuviese delante. Y todo porque tú y Molly queréis verme hacer el ridículo.

—¡Pues claro que es eso, querido Richard!

—Es vuestra idea de lo que son las bromas. La esposa de un empresario que se vuelve roja.

—¡Pues claro!

—Bien, ya me ocuparé yo de que os descubran.

Anna pensaba: «La razón por la que todo esto da tanto miedo es que si no estuviéramos en Inglaterra, la furia de Richard significaría gente perdiendo sus puestos, yendo a la cárcel, siendo fusilada... Aquí es sólo el mal humor de un hombre, aunque refleja algo terrible...Y yo haciendo tranquilamente intrascendentes comentarios sarcásticos...».

—Mi querido Richard, ni Marion ni Tommy planearon nada. Sencillamente, siguieron a la muchedumbre.

—¡Siguieron! ¿A quién te crees que intentas engañar?

—Casualmente, yo estaba allí. ¿No sabías que las manifestaciones, en la actualidad, son realmente espontáneas? El PC ha perdido toda influencia sobre los jóvenes, y el Partido laborista es demasiado respetable para organizar este tipo de cosas. En consecuencia, los jóvenes se agrupan con objeto de manifestarse en favor de África, en contra de la guerra o lo que sea.

—Debí suponer que tú estabas allí.

—No, no podías suponerlo, porque fue una casualidad. Volvía a casa del teatro, y vi un grupo de estudiantes que corrían por una calle. Bajé del autobús y les seguí, para ver qué pasaba. No supe que Marion y Tommy estaban allí hasta que leí los periódicos.

—¿Y qué vas a hacer para arreglarlo?

—No pienso hacer nada. Te puedes enfrentar tú solito con la amenaza roja, ¿no?

Y Anna colgó el teléfono, sabiendo que aquello no terminaría allí, y que, en realidad, iba a hacer algo, porque algún rescoldo de raciocinio acabaría obligándola a intervenir.

Molly telefoneó, totalmente abatida, poco después:

—Anna, tienes que ver a Tommy y tratar de hacerle entrar en razón.

—¿Lo has intentado tú?

—Esto es lo extraño, que no puedo ni intentarlo. Me lo repito sin cesar: «No debo seguir viviendo en mi propia casa como un huésped, con Marion y Tommy dominándolo todo. ¿Por qué he de permitirlo?». Pero entonces ocurre una cosa extraña. Me preparo para enfrentarme con ellos, y descubro que no puedes
enfrentarte
con Marion. Está como ida... Y me quedo pensando: «Bueno, ¿por qué no? ¿Qué importa? ¿A quién le importa?», y me encojo de hombros. Vuelvo del teatro y entro sigilosamente en mi propia casa para no molestar a Marion y a Tommy. Me siento más bien culpable de estar en la casa. ¿Lo entiendes?

—Sí, por desgracia, sí.

—Sí. Pero lo que me aterra es que... Bueno, si te pones a describir la situación en palabras, ya sabes, resulta que la segunda mujer de mi marido viene aquí porque no puede vivir sin mi hijo... No es que sea simplemente
raro
, es... Pero, claro, ¿qué tiene eso que ver? ¿Sabes lo que pensé ayer, Anna? Estaba arriba, quieta como una mosca para no molestar a Marión y a Tommy, y pensaba en hacer la maleta, en marcharme a alguna parte y dejarles que se arreglaran solos. Entonces se me ocurrió que la generación posterior a la nuestra, al vernos, decidirán casarse a los dieciocho años, prohibir los divorcios, ser partidarios de reglas morales estrictas y todo lo demás. Sí, porque en caso contrario es demasiado espantoso... —en este punto, la voz de Molly tembló, y precipitadamente concluyó—: Por favor, ven a hablarles, Anna. Tienes que hacerlo, porque yo ya no puedo enfrentarme con nada.

Anna se puso el abrigo y cogió el bolso, dispuesta a «hacer algo». No tenía ni idea de lo que podía decir, ni de qué pensar. Estaba de pie, en el centro de la habitación, vacía como una bolsa de papel, y dispuesta a acercarse a Marion, a Tommy, para decirles: «¿Qué?». Pensó en Richard, en su furia y en su frustración convencionales; en Molly, cuyo valor se había gastado totalmente en lágrimas de apatía; en Marion, que había superado el sufrimiento para adoptar una desfachatez histérica; en Tommy... Pero de él sólo podía ver la imagen de su cara ciega y testaruda; sentía como una especie de fuerza que irradiaba de él, aunque no sabía cómo llamarla.

De pronto, empezó a reírse tontamente. Anna oyó su risita y pensó: «Sí, es la risa de Tommy aquella noche que vino a verme, antes de intentar matarse. Qué curioso; es la primera vez que me oigo reír de esta forma. ¿Qué habrá sucedido con aquella persona que había en el interior de Tommy y que se reía de aquella forma? Ha desaparecido del todo, supongo. Tommy debió de matarla cuando se atravesó la cabeza con una bala. ¡Qué extraño que yo suelte esta risa viva y absurda! ¿Qué voy a decirle a Tommy? Ni sé qué está pasando. ¿De qué se trata? Tengo que acercarme a Marion y a Tommy, y decirles que acaben con esta comedia de que se interesan por el nacionalismo africano, que los dos saben muy bien cuán absurdo es todo eso».

Anna se rió de nuevo, ante lo ridículo de la situación.

A ver, ¿qué diría Tom Mathlong? Se imaginó a sí misma sentada a una mesa de café, frente a Tom Mathlong, contándole lo de Marion y Tommy. Él la escucharía y diría: «Anna, ¿me estás diciendo que esas dos personas han decidido trabajar en pro de la liberación de África? ¿Y a mí por qué deben importarme sus motivos?». Pero luego se echaría a reír. Sí, Anna podía oír su risa profunda, llena, que le salía del estómago. Sí. Se pondría las manos sobre las rodillas y se reiría; luego, sacudiría la cabeza para añadir: «Mi querida Anna, ¡ojalá tuviéramos vuestros problemas!», Anna, al oír la risa, se sintió mejor. Apresuradamente, cogió varios recortes de papel sugeridos por el recuerdo de Tom Mathlong, los metió en el bolso y echó a correr calle abajo, hacia la casa de Molly. Mientras andaba, pensó en la manifestación en que Tom y Marion habían sido detenidos. La manifestación no se había parecido en nada a las ordenadas manifestaciones políticas que organizaba el Partido comunista en los viejos tiempos, ni a los mítines laboristas. No; había sido algo fluido, experimental..., con gente que hacía cosas sin saber por qué. La riada de jóvenes había corrido hacia las oficinas del país africano como el agua. Nadie les había dirigido o controlado. Luego, el raudal de gente alrededor del edificio, gritando lemas, se diría que para escuchar cómo sonaban... y la llegada de la policía, que también parecía vacilar, tantear la situación, sin saber qué esperaba. Anna se quedó al margen, observando. Por debajo del movimiento nervioso y fluido de gente y policías, había un esquema o dibujo. Cerca de una docena o veintena de jóvenes, todos con la misma expresión en la cara, mirada fija, seria y fanática, se movían de tal manera que ridiculizaban y provocaban deliberadamente a la policía. Pasaban corriendo junto a un policía o iban hasta otro, colocándose tan cerca de él que le caía el casco sobre la cara; o bien le daban un golpe en el brazo, al parecer por accidente... Se escabullían, volvían, mientras los agentes les vigilaban. Uno tras otro, aquellos jóvenes fueron detenidos porque se conducían de tal manera que había que detenerlos. Y en el instante de la detención, sus rostros adquirían una expresión satisfecha, de éxito. Se producía un instante de lucha: los policías usaban toda la brutalidad de que eran capaces, y en sus rostros se dibujaba una súbita expresión de crueldad.

Simultáneamente, la masa de estudiantes, que no había ido a buscar satisfacción a su íntima necesidad de desafiar y recibir el castigo de la autoridad, siguió lanzando gritos, y poniendo a prueba sus voces políticas. Sus relaciones con la policía eran de muy otra índole; no existía ningún lazo entre ellos y la policía.

¿Y qué expresión adoptaría Tommy cuando fue detenido? Anna lo sabía sin haberlo visto.

Al abrir la puerta del cuarto de Tommy, éste se encontraba solo, y en seguida preguntó:

—¿Eres Anna?

Anna se contuvo para no decir: «¿Cómo lo sabes?». Preguntó, en cambio:

—¿Dónde está Marion?

—Arriba —repuso, rígido y desconfiado. Era como si hubiera ordenado: «No quiero que la veas». Sus ojos oscuros y vacíos estaban clavados en Anna, casi centrados en ella, de manera que se sintió como desenmascarada: tal era el peso de aquella mirada oscura que, sin embargo, no estaba del todo fija en ella: la Anna a la que dirigía su orden o aviso quedaba un poco más a la izquierda. Anna sintió, con un ápice de histeria, que se veía obligada a moverse hacia la izquierda, para quedar dentro de la línea recta de su visión o no visión.

—Ya subo. No, no te molestes, por favor.

Él se había levantado a medias, como si quisiera detenerla. Cerró la puerta y subió la escalera, dirigiéndose al piso donde antaño viviera junto con Janet. Pensó que había dejado a Tommy porque no existía ningún lazo con él; no tenía nada que decirle... Aunque, la verdad, iba a ver a Marion y tampoco tenía nada que decirle.

La escalera era estrecha y sombría, y la cabeza de Anna surgió de aquel pozo oscuro a la nitidez pintada de blanco del diminuto rellano. A través de la puerta vio a Marion, inclinada sobre un periódico. La recibió con una alegre sonrisa de anfitriona.

—¡Mira! —gritó, arrojando triunfalmente el periódico a Anna.

Publicaba una fotografía de Marion y este titular: «Es absolutamente repugnante el modo como se trata a los pobres africanos». El resto era del mismo estilo: un comentario malicioso. Pero, al parecer, Marion no era capaz de darse cuenta de ello. Lo leía por sobre el hombro de Anna; sonriendo, mostrándose indiferente y haciendo traviesos gestitos de casi culpable placer.

—Mi madre y mis hermanas están absolutamente furiosas; están absolutamente fuera de sí.

—Ya lo imagino —dijo Anna, secamente.

Oyó su vocecita seca y crítica, mientras Marion hacía una mueca de rechazo.

Anna se sentó en el sillón tapizado de blanco, y Marión lo hizo sobre la cama. Parecía una gran muchacha, aquella matrona desarreglada y bella. Tenía un aire triunfal y coqueto.

Anna pensó: «He venido, presumiblemente, para forzar a Marion a que se enfrente con la realidad. ¿Cuál es su realidad? Una horrible honestidad encendida por el alcohol. ¿Por qué no puede seguir así, por qué no puede pasar el resto de su vida riendo, haciendo caer cascos de policías y conspirando con Tommy?».

—Me encanta verte, Anna —prorrumpió Marion, después de esperar a que Anna dijera algo—. ¿Quieres té?

—No —repuso Anna, despertando.

Pero era demasiado tarde; Marión ya estaba fuera del cuarto, en la cocinita contigua. La siguió.

—Es un pisito encantador. Lo adoro. ¡Qué suerte tuviste de poder vivir aquí! Yo no hubiera sido capaz de dejarlo.

Anna contempló el pisito encantador, con su techo bajo, las ventanas bien proporcionadas y lustrosas. Todo era blanco, claro y nuevo. Cada uno de sus objetos le hacía sufrir, porque aquellas habitaciones pequeñas y sonrientes habían sido testigos del amor de ella y de Michael, de cuatro años de la infancia de Janet y de su creciente amistad con Molly. Anna se apoyó contra una pared y miró a Marion, cuyos ojos estaban empañados de histeria mientras seguía haciendo el papel de ágil anfitriona. Detrás de aquella histeria se ocultaba un terror mortal a que Anna la hiciera volver a casa, lejos de aquel blanco refugio que la tenía a salvo de toda responsabilidad.

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