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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (53 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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—Estaba segura de que era el final —comentó Ella, notando que su voz sonaba de tan buen humor como la de él.

—Sí. Desde luego lo parecía —asintió él con una sonrisa y enseñando la dentadura—. Cuando vi al tipo aquel que se encogía de hombros, pensé: «¡Muchacho, estamos listos!...» ¿Dónde vive?

Ella se lo dijo y añadió:

—¿Tiene alojamiento?

—Ya encontraré un hotel.

—¡A estas horas de la noche! No va a resultar muy fácil... Le ofrecería mi casa.

Pero sólo tengo dos habitaciones, y en una de ellas duerme mi hijo.

—Es usted encantadora, pero no se preocupe.

Desde luego, él no estaba preocupado. Pronto amanecería, no tenía donde ir a dormir, pero continuaba tan exuberante y animado como al principio de la noche. La dejó frente a su casa y le dijo que le encantaría cenar con ella. Vaciló, pero aceptó. Así, pues, quedaron en que se encontrarían la noche siguiente o, mejor dicho, aquella noche. Ella subió las escaleras pensando que no tendría nada de qué hablar con el americano, y que la sola idea de la noche que le esperaba ya la aburría. Encontró a su hijo durmiendo en su habitación, que más bien en parecía la cueva de un animal joven; olía a sueño sano. Le tapó bien con la colcha y se quedó un rato mirando aquella cara rosada y tierna, que ya se vislumbraba en la luz gris del amanecer, lo mismo que el brillo suave de su cabello castaño. Pensó: «Tiene el tipo físico del americano. Los dos son cuadrados, tienen el cuerpo grande y están cargados de carne rosada y fuerte. Pero el americano me repele físicamente, aunque no me desagrada tanto como aquel buey joven. Robert Brun. ¿Por qué será?». Ella se acostó y, por vez primera desde hacía muchas noches, no invocó el recuerdo de Paul. Pensó que cuarenta personas dadas por muertas estaban en sus camas, vivas, en distintas partes de la ciudad.

Su hijo la despertó dos horas más tarde, radiante de sorpresa al verla allí. Puesto que oficialmente todavía estaba de vacaciones, no acudió a la oficina; se limitó a informar por teléfono a Patricia de que no había comprado el serial y de que París no la había salvado. Julia estaba ensayando una nueva pieza de teatro. Ella pasó el día sola, limpiando, cocinando, cambiando la disposición de los muebles, y jugando con el niño cuando éste regresó de la escuela. Bastante tarde ya, el americano, que resultó llamarse Cy Maitland, la llamó diciéndole que estaba a su disposición: ¿qué quería hacer? ¿Teatro? ¿Ópera? ¿Ballet? Ella dijo que era demasiado tarde para todo aquello, y sugirió ir a cenar. Él se mostró aliviado:

—La verdad es que los espectáculos no son mi fuerte —explicó—. Casi nunca voy. A ver, dígame dónde quiere ir a cenar.

—¿Qué le parece? ¿Vamos a un lugar especial o a un sitio donde tengan bisté o algo así?

De nuevo demostró que se le quitaba un peso de encima, y contestó:

—Esto me vendría muy bien. En materia de comida tengo gustos muy sencillos.

Ella mencionó el nombre de un restaurante bueno y sólido, y descartó el vestido que había destinado para aquella velada: era el tipo de vestido que nunca se había puesto cuando iba con Paul, por causa de todas las inhibiciones imaginables, y que ahora no se quitaba nunca de encima, como si de un arma retadora se tratase. Se puso una falda y una blusa, y se arregló de forma que pareciera más sana que interesante. Michael estaba sentado en la cama, rodeado de tebeos.

—¿Por qué sales, si acabas de llegar?

Parecía deliberadamente agraviado.

—Porque tengo ganas —replicó Ella, con una sonrisa como respuesta a su tono.

Michael contestó con otra sonrisa, forzada, arrugó el ceño y dijo con voz ofendida:

—No es justo.

—¡Pero si antes de una hora te habrás dormido! O, al menos, así lo espero.

—¿Me leerá Julia un cuento?

—¡Pero si ya lo he hecho yo durante horas! Además, mañana es día de escuela y tienes que dormir.

—De todas formas, cuando te hayas ido, espero convencerla para que venga.

—Bueno. Pero más vale que no me lo cuentes, porque me enfadaré.

El chico la miró con impertinencia. Estaba incorporado en la cama, ancho de cuerpo, sólido, con las mejillas sonrosadas y muy seguro de sí mismo y del reducido mundo de la casa.

—¿Por qué no llevas el vestido que has dicho te pondrías?

—He decidido cambiar y ponerme esto.

—¡Bah! Mujeres... —exclamó aquel mocoso de nueve años, con aires de superioridad—. ¡Las mujeres y sus vestidos!

—Bueno, buenas noches —concluyó Ella, poniendo sus labios por un instante sobre aquella mejilla caliente y suave y husmeando con placer el olor de jabón fresco que despedía su pelo.

Bajó y se encontró con que Julia tomaba un baño. Gritó:

—¡Me voy!

Julia respondió:

—No tardes, que ayer apenas dormiste.

En el restaurante, Cy Maitland ya la esperaba. Tenía un aspecto fresco y lleno de vitalidad. Sus ojos azul claro estaban intactos, sin señales de no haber dormido.

Ella, al verle tan fresco, dijo, sentándose junto a él y sintiéndose de pronto fatigada:

—¿No tiene sueño?

Él contestó en seguida, muy ufano:

—Nunca duermo más de dos o tres horas por noche.

—¿Y por qué?

—Porque nunca conseguiré llegar donde quiero si pierdo el tiempo durmiendo.

—Cuénteme su vida —propuso Ella—, y luego yo le contaré la mía.

—Estupendo. Estupendo. La verdad es que usted me resulta un enigma, o sea que tendrá que hablar mucho.

Para entonces, los camareros estaban ya claramente dispuestos a servirlos, y Cy Maitland encargó «el bisté más grande que tengan y una Coca-Cola»; patatas no, pues tenía que adelgazar siete kilos, pero sí salsa de tomate.

—¿No bebe nunca alcohol?

—Nunca; sólo jugo de frutas.

—Pues lo siento, pero tendrá que pedir vino para mí.

—Con mucho gusto —y dio órdenes al camarero para que sirviera una botella del «mejor vino» que tuvieran.

Cuando se hubieron ido los camareros, Cy Maitland comentó con agrado:

—En París, los
garçons
hacen todo lo posible para darte a entender que eres un patán; en cambio, aquí simplemente te lo hacen saber, sin esfuerzos.

—¿Es usted un patán?

—Sí, claro —repuso él, mostrando su hermosa dentadura—. Bueno, ahora venga la historia de su vida.

Tardó en contarla todo lo que duró la comida, que para Cy fueron diez minutos. Pero esperó a que ella acabara, sin que pareciera importarle, y contestando todas sus preguntas. Había nacido pobre, pero dotado de una mente que supo usar. Con diversos tipos de becas llegó donde se había propuesto: era cirujano del cerebro, cotizado, casado felizmente, padre de cinco niños... y gozaba de una posición y de grandes perspectivas, aunque no le estuviera bien decirlo.

—¿Y qué es ser pobre de nacimiento en América?

—Mi padre ha vendido, medias de señora toda su vida, y sigue haciéndolo. No digo que pasáramos hambre, pero en nuestra familia no hubo ningún cirujano especialista en cerebros, puede apostar lo que quiera.

Su jactancia era tan sencilla, tan natural; que no era tal jactancia. Y aquella vitalidad había empezado a contagiar a Ella. Estaba olvidando su cansancio. Al sugerir él que ahora le tocaba a ella contarle su vida, aplazó lo que entonces comprendió que iba a ser una experiencia penosa. Para empezar, se dio cuenta de que su vida, tal como ella la veía, no podía ser descrita con una simple sucesión de afirmaciones: mis padres eran esto y lo otro; he vivido en tales sitios; hago tal trabajo... Y, además, había comprendido que él le resultaba atractivo, descubrimiento éste que la molestaba. Al ponerle él su enérgica y blanca mano sobre el brazo, sintió que los pechos se le erizaban y escocían. Sus muslos estaban húmedos. Pero no tenía nada en común con él. No podía recordar una sola ocasión en toda su vida en que hubiera sentido atracción física por un hombre que de una u otra manera no tuviera algo en común con ella. Sus reacciones habían respondido siempre a una mirada, una sonrisa, un tono de voz, un modo de reír. Para ella, aquel hombre era un salvaje muy sano, y el descubrimiento de que deseaba estar en la cama con él la desconcertaba. Sentía irritación y contrariedad, Se acordó de que había experimentado algo similar cuando su marido trató de excitarla con manipulaciones externas, contrariando las emociones de ella. El resultado fue la frigidez. Pensó: «Con facilidad podría convertirme en una mujer frígida». Luego percibió la ironía de la situación: allí estaba, ablandada por el deseo hacia aquel hombre, y preocupada por una hipotética frigidez. Se rió, y él preguntó:

—¿Qué la divierte? Contestó lo primero que se le ocurrió.

—Bien. Así que usted también me considera un patán. Bueno; no me importa. Le sugiero una cosa. Tengo que hacer más de veinte llamadas telefónicas y quiero hacerlas desde mi hotel. Venga conmigo, le serviré una copa, y cuando haya terminado con mis llamadas me cuenta usted su vida.

Ella estuvo de acuerdo. Se preguntó si aquello debía interpretarlo como que se proponía seducirla, y se le ocurrió que, con los hombres de su ambiente, era capaz de interpretar lo que sentían o pensaban por una mirada o un gesto, de manera que las palabras no añadían nada a lo que ya sabía acerca de ellos. Pero con aquel hombre no tenía ni idea. Era casado, sí; pero no sabía, como habría sabido con Robert Brun, por ejemplo, qué actitud adoptaba con respecto a la infidelidad. Y puesto que ella no sabía nada acerca de él, lo lógico era que él no supiera nada de ella, como, por ejemplo, que le ardían los pezones. Por lo tanto, aceptó con toda naturalidad acompañarle al hotel.

Tenía un dormitorio con saloncito y baño en un hotel caro. Las habitaciones se encontraban en el centro del edificio, con aire acondicionado, sin ventanas, lo que causaba claustrofobia, decoradas con pulcritud y estilo anónimo. Le dio un whisky, luego se acercó la mesilla del teléfono e hizo, tal como había dicho, una veintena de llamadas; en total, una media hora. Ella escuchó y observó que al día siguiente tenía que ver por lo menos a diez personas, incluyendo cuatro visitas a hospitales famosos de Londres. Cuando hubo terminado las llamadas, empezó a dar zancadas por la reducida habitación, pletórico de alegría.

—¡Muchacho! —exclamó—. Muchacho, me siento en grande.

—Si yo no estuviera aquí, ¿qué haría usted?

—Trabajaría.

Sobre la mesilla de noche había un gran montón de revistas médicas, y ella preguntó:

—¿Leería?

—Sí. Hay mucho que leer, si uno quiere estar al día.

—¿Lee mucho aparte lo concerniente a su trabajo?

—No. —Se rió y añadió—: Mi mujer es la fuerte en cultura. Yo no tengo tiempo,

—Cuénteme cosas de ella.

Al instante sacó una foto. Era una rubia muy bonita, con cara de bebé, rodeada de cinco niños.

—Muchacho, ¿no la encuentra guapa? ¡Es la chica más guapa de toda la ciudad!

—¿Por eso se casó usted con ella?

—¡Pues claro...! —Captó su tono, se rió de sí mismo y dijo, sacudiendo la cabeza como si no comprendiera—: ¡Claro! Yo me dije: tengo que casarme con la chica más guapa y de más clase de toda la ciudad. Y lo hice. Eso es exactamente lo que hice.

—¿Y son felices?

—Es una gran chica —se apresuró a decir, con entusiasmo—. Es una chica excelente, y tengo cinco chicos. Me gustaría tener una niña, pero mis chicos son excelentes. Sólo me agradaría disponer de más tiempo para estar con ellos, pero cuando lo tengo, me siento muy bien.

Ella pensaba: «Si me levantara y dijera que me iba, él no se opondría; lo tomaría sin rencor, con buen humor. Quizá le volveré a ver. Quizá no. A ninguno de los dos nos importa. Pero ahora soy yo la que tengo que llevar la batuta, porque él no sabe cómo tomarme. Tendría que irme, pero ¿por qué? Ayer mismo decidí que era ridículo que mujeres como yo tengamos emociones que no se adaptan a nuestro género de vida. Un hombre, ahora, en una situación como ésta,
el tipo de hombre que
sería yo si hubiera nacido hombre
, me llevaría a la cama sin pensarlo más». Él estaba diciendo:

—Y ahora, Ella, ya he hablado bastante de mí. Usted ha demostrado ser una estupenda oyente, se lo reconozco. Pero piense que no sé nada de usted, nada de nada.

«Ahora —pensó Ella—. Ahora.»

Pero le preguntó, en tono trivial:

—¿Sabe que son más de las doce?

—¿Sí? ¿De veras? Da igual. Nunca me acuesto antes de las tres o las cuatro, y me levanto a las siete todos los días de mi vida.

«Ahora —pensó Ella—. Es ridículo que sea tan difícil.» Decir lo que acababa de decir contradecía sus instintos más profundos. Por eso le sorprendió que le saliera con tanta naturalidad, al parecer, esta frase, que pronunció en un tono apresurado en demasía:

—¿Quiere irse a la cama conmigo?

La miró con una gran sonrisa. No estaba sorprendido. Estaba... interesado. «Sí —pensó Ella—, interesado. Bueno, mejor para él.» Eso le gustó. Súbitamente, echó atrás su ancha y sana cabeza, y gritó:

—¡Muchacho! ¡Oh, muchacho! ¡Que si me gustaría! Sí, señor. Ella, si no lo hubiera dicho usted, no sé cómo me las hubiese arreglado.

—Ya lo sé —repuso Ella con una sonrisa recatada. (Sentía aquella sonrisa recatada y se maravillaba.) Luego añadió, en un tono tímido—: Bueno, pues,
señor
, creo que debiera facilitarme las cosas de alguna manera.

Él volvió a sonreír. Estaba de pie, en el extremo opuesto de la habitación, y ella le veía como todo carne, un cuerpo de carne cálida, abundante, exuberante. «Muy bien—pensó—. Pues tendrá que ser así.» Para entonces, Ella ya se había separado de Ella, y observaba desde fuera, con gran interés.

Se levantó, sonriendo, y se despojó parsimoniosamente de la falda y la blusa. Él, también sonriendo, hizo lo propio con la chaqueta y la camisa.

En la cama, fue como una deliciosa sorpresa de carne caliente y tensa. (Ella estaba a un lado, pensando con ironía: «¡Bueno, bueno!».) La penetró casi en seguida y salió al cabo de unos segundos. Ella iba a consolarle o a comportarse con diplomacia, pero vio que él se echaba de espaldas, extendía los brazos en el aire y exclamaba:

—¡Muchacho! ¡Oh, muchacho!

(En aquel instante, Ella volvió a ser ella, una sola persona cuyo pensamiento ya no estaba desdoblado.)

Ella se quedó a su lado, controlando su decepción física y sonriendo.

—¡Oh, muchacho! —dijo él, satisfecho—. Esto es lo que a mí me gusta. Contigo no hay problemas.

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