El cuento de la criada (17 page)

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Authors: Elsa Mateo,Margaret Atwood

Tags: #Autoayuda, Ciencia Ficción

BOOK: El cuento de la criada
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Estoy demasiado cansada para continuar con este cuento. Estoy demasiado cansada para pensar dónde estoy. Aquí va un cuento diferente, uno mejor. Éste es el cuento de lo que le ocurrió a Moira.

Puedo completar parte de él por mi cuenta, de la otra parte me enteré por Alma, que se enteró por Dolores, que se enteró por Janine. Janine se enteró por Tía Lydia. Incluso en sitios de este tipo existen alianzas, incluso bajo tales circunstancias. Esto es algo de lo que puedes estar Segura: siempre habrá alianzas, de un tipo o de otro.

Tía Lydia llamó a Janine a su despacho.

Bendito sea el fruto, Janine, debió de haber dicho Tía Lydia, sin levantar la vista del escritorio, ante el cual estaba sentada escribiendo algo. Todas las reglas tienen siempre una excepción: de esto también puedes estar segura. A las Tías se les permite leer y escribir.

Que el Señor permita que madure, habría respondido Janine en tono apagado, con su voz transparente, su voz de clara de huevo cruda.

Siento que puedo confiar en ti, Janine, debió de haber dicho Tía Lydia, levantando por fin los ojos de la página y clavándolos en Janine con esa expresión tan característica mirándola a través de las gafas, una mirada que lograba ser al mismo tiempo amenazadora y suplicante. Ayúdame, decía esa mirada, estamos juntas en esto. Tú eres una chica de confianza, proseguía, no como algunas otras.

Pensó que todos los lloriqueos y arrepentimientos de Janine significaban algo, pensó que Janine se había quebrado, pensó que Janine era una auténtica creyente. Pero en aquel entonces Janine era como un cachorro que ha sido pateado muchas veces, por mucha gente, sin motivo alguno: se habría dejado llevar por cualquiera, habría dicho cualquier cosa, sólo por un momento de aprobación.

De modo que Janine debió de haber dicho: eso espero, Tía Lydia. Espero haberme hecho digna de tu confianza. O algo por el estilo.

Janine, dijo Tía Lydia, ha ocurrido algo terrible.

Janine clavó la vista en el suelo. Fuera lo que fuese, sabía que a ella no podrían culparla, ella era inocente. ¿Pero para qué le sirvió ser inocente en el pasado? Así que al mismo tiempo se sintió culpable, y como si estuviera a punto de ser castigada.

¿Sabes algo de eso, Janine?, le preguntó Tía Lydia suavemente.

No, Tía Lydia, dijo Janine. Sabía que en este momento resultaba imprescindible levantar la vista y mirar a Tía Lydia a los ojos. Lo logró al cabo de un momento.

Porque si lo sabes me sentiré muy defraudada, dijo Tía Lydia.

Pongo al Señor por testigo, repuso Janine en una muestra de su fervor.

Tía Lydia hizo una de sus pausas. Jugueteó con la pluma. Moira ya no está con nosotras, dijo finalmente.

Oh, se asombró Janine. Era neutral con respecto a esto. Moira no era amiga suya. ¿Ha muerto?, preguntó.

Entonces Tía Lydia le contó la historia. Durante los Ejercicios, Moira había levantado la mano para ir al lavabo. Y había desaparecido. Tía Elizabeth estaba de servicio en el lavabo. Se encontraba del lado de afuera, como de costumbre; Moira entró. Un momento después, Moira llamó a Tía Elizabeth: el retrete se estaba inundando, ¿podría Tía Elizabeth entrar y arreglarlo? Era verdad que a veces los retretes se inundaban. Personas no identificadas los llenaban de montones de papel higiénico para que ocurriera exactamente eso. Las Tías habían estado probando algún sistema infalible para evitarlo, pero los recursos eran escasos y en este momento se las tenían que arreglar con lo que tenían a mano, y no se les había ocurrido ningún modo de guardar el papel higiénico bajo llave. Probablemente deberían tenerlo al otro lado de la puerta, encima de una mesa, y entregar a cada persona una o varias hojas en el momento de entrar. Pero eso sería en el futuro. Lleva tiempo cogerle el truco a algo nuevo.

Tía Elizabeth, sin sospechar nada malo, entró en el lavabo. Tía Lydia tenía que admitir que había sido un poco insensato de su parte. Por otro lado, en anteriores ocasiones había entrado para arreglar algún retrete y no le había ocurrido ningún contratiempo.

Moira no estaba sentada, el agua se había derramado por el suelo, junto con varios trozos de materia fecal desintegrada. No era nada agradable, y Tía Elizabeth estaba enfadada. Moira se quedó amablemente a su lado y Tía Elizabeth se apresuró a entrar en el cubículo que Moira le había indicado y se inclinó sobre la parte posterior del retrete. Intentó levantar la tapa de porcelana y toquetear el dispositivo de la bola y la varilla del interior. Tenía ambas manos en la tapa cuando sintió que algo duro, puntiagudo y probablemente metálico se le clavaba en las costillas desde atrás. No te muevas, dijo Moira, o te lo clavaré hasta el fondo, te perforaré los pulmones.

Más tarde descubrieron que había desarmado el interior de uno de los retretes y había quitado la palanca puntiaguda y delgada, la parte que va unida por un extremo al brazo y por el otro a la cadena. No resulta muy difícil si sabes cómo hacerlo, y Moira tenía capacidad para la mecánica, ella misma arreglaba su coche cuando se trataba de algo sencillo. Inmediatamente después de este incidente, los retretes quedaron provistos con cadenas que sujetaban la parte superior, de manera tal que cuando se inundaban llevaba mucho tiempo abrirlos. De ese modo se inundaban a menudo.

Tía Elizabeth no podía ver con qué le apuntaba Moira. Es una mujer valiente...

Oh, sí, dijo Janine.

...pero no temeraria, dijo Tía Lydia frunciendo el ceño. Janine se había mostrado excesivamente entusiasta, cosa que a veces tenía la fuerza de una negación. Hizo lo que Moira le dijo, prosiguió Tía Lydia. Moira cogió el aguijón y el silbato de Tía Elizabeth y le ordenó que los desenganchara de su cinturón. Luego la obligó a bajar la escalera de prisa hasta el sótano. No estaban en el segundo piso sino en el primero, de modo que sólo tuvieron que bajar dos tramos de escalera. Era la hora en que tenían lugar las clases, así que los pasillos estaban vacíos. Vieron a otra de las Tías, pero ésta se encontraba en el extremo opuesto del pasillo y miraba en otra dirección En ese momento Tía Elizabeth podría haber gritado, pero sabía que Moira hablaba en serio; ésta había adquirido mala fama.

Oh, sí, dijo Janine.

Moira hizo avanzar a Tía Elizabeth a lo largo del pasillo de vestuarios vacíos, le hizo trasponer la puerta del gimnasio y entrar en la sala del horno. Le dijo que se desnudara.

Oh, dijo Janine en tono débil, como si protestara por este sacrilegio.

... y Moira se quitó sus ropas y se puso las de Tía Elizabeth, que no eran exactamente de su talla pero le quedaban bastante bien. No fue demasiado cruel con Tía Elizabeth, ya que le permitió ponerse su vestido rojo. Rompió el velo en tiras y con éstas ató a Tía Elizabeth detrás del horno. Le metió un montón de tela en la boca y se la ató con otra tira. Le rodeó el cuello con una tira y le ató el otro extremo a los pies, por detrás. Es una persona astuta y peligrosa, dijo Tía Lydia.

Janine preguntó: ¿Puedo sentarme?, como si todo esto fuera demasiado para ella. Por fin tenía algo con qué negociar, al menos algo que le servía como vale.

Sí, Janine, respondió Tía Lydia sorprendida, pero sabiendo que en este momento no podía negarse. Buscaba la atención de Janine, su colaboración. Señaló la silla del rincón. Janine la colocó más adelante.

Cuando Tía Elizabeth estuvo bien escondida y fuera de la vista, detrás del horno, Moira le dijo: Sabes que podría matarte. Y hacerte tanto daño que nunca más volverías a tener el cuerpo sano. Podría golpearte con esto, o clavártelo en el ojo. Simplemente, si alguna vez se presenta la ocasión, recuerda que no lo hice.

Tía Lydia no le contó esto último a Janine, pero yo supongo que Moira dijo algo así. De cualquier manera, no mató ni mutiló a Tía Elizabeth quien, unos días más tarde, una vez que se recuperó de las siete horas pasadas detrás del horno, y probablemente del interrogatorio —porque ni las Tías ni los demás habían descartado la posibilidad de que existiera complicidad—, volvió al Centro a trabajar.

Moira se irguió y miró resueltamente hacia delante.

Puso los hombros hacia atrás, enderezó la columna y apretó los labios. Ésta no era nuestra postura habitual. Generalmente caminábamos con la cabeza baja, con la vista clavada en nuestras manos o en el suelo. Moira no se parecía mucho a Tía Elizabeth, ni siquiera con el griñón marrón puesto; pero su postura rígida era aparentemente suficiente para convencer a los Ángeles que estaban de guardia y que nunca nos habían visto muy de cerca, ni siquiera a las Tías, y a ellas quizá menos que a nadie. Así que Moira avanzó directamente hacia la puerta delantera, con el porte de una persona que sabe a dónde va; los Ángeles la saludaron y ella presentó el pase de Tía Elizabeth, que no se molestaron en examinar porque nadie insultaría de ese modo a una de las Tías. Y desapareció.

Oh, dijo Janine. ¿Quién sabe lo que sintió? Quizá se alegró. Si fue así, lo disimuló muy bien.

Así que, Janine, dijo Tía Lydia, esto es lo que quiero que hagas.

Janine abrió los ojos desmesuradamente e intentó parecer inocente y atenta.

Quiero que abras bien los ojos. Tal vez alguna de las otras estaba complicada en esto.

Sí, Tía Lydia, dijo Janine.

Y que si oyes algo, vengas y me lo cuentes, ¿lo harás, querida?

Sí, Tía Lydia, dijo Janine. Sabía que no tendría que arrodillarse nunca más en el frente de la clase, ni oír que todas le gritábamos que había sido culpa suya. Ahora le tocaría el turno a otra. De momento, salía del apuro.

El hecho de que le contara a Dolores todo acerca de la entrevista en el despacho de Tía Lydia, no significaba nada. No significaba que no atestiguaría contra nosotras, contra cualquiera de nosotras, si se le presentaba la oportunidad. Lo sabíamos. En ese entonces la tratábamos del mismo modo en que la gente solía tratar a una de esas personas sin piernas que venden lápices en las esquinas. La evitábamos siempre que podíamos y éramos caritativas con ella cuando no teníamos más remedio. Ella representaba un peligro para nosotras, lo sabíamos.

Dolores probablemente le palmeó la espalda y le dijo que era una buena compañera al contárnoslo. ¿Dónde tuvo lugar este intercambio? En el gimnasio, mientras nos preparábamos para acostarnos. La cama de Dolores estaba al lado de la de Janine.

Esa noche, el relato de lo ocurrido se extendió entre nosotras, en la semipenumbra, en voz baja, de cama en cama.

Moira estaba afuera, en algún lugar. Estaba en libertad, o muerta. ¿Qué haría? El pensamiento de lo que haría se expandió hasta ocupar toda la habitación. En cualquier momento podía producirse una explosión que lo destrozara todo, los cristales de la ventana caerían hacia adentro, las puertas se abrirían de par en par... Ahora Moira tenía poder, la habían puesto en libertad, se había puesto a sí misma en libertad. Ahora era una mujer libre.

Creo que nos pareció espantoso.

Moira era como un ascensor con los costados abiertos. Nos producía vértigo. Ya estábamos perdiendo el gusto por la libertad, ya nos parecía que estas paredes eran seguras. En las capas más altas de la atmósfera podrías desintegrarte, vaporizarte, no habría presión para mantenerte unida.

De todos modos, Moira era nuestra fantasía. La abrazábamos y estaba con nosotras en secreto, como una risita ahogada. Era como la lava debajo de la corteza de la vida cotidiana. A la luz de Moira, las Tías resultaban menos temibles y más absurdas. Su poder tenía grietas. Podían ser secuestradas en los lavabos. La audacia era lo que nos gustaba.

Suponíamos que en cualquier momento la traerían a la rastra, como habían hecho anteriormente. No podíamos imaginar lo que le harían esta vez. Fuera lo que fuese, sería terrible.

Pero no ocurrió nada. Moira no volvió a aparecer. Por ahora.

CAPÍTULO 23

Esto es una reconstrucción. Todo esto es una reconstrucción. Es una reconstrucción que tiene lugar ahora, en mi cabeza, mientras estoy tendida en mi cama individual, repasando lo que debería o no debería haber dicho, lo que debería o no debería haber hecho, cómo debería haber actuado. Si alguna vez salgo de aquí...

Detengámonos en este punto. Tengo la intención de salir de aquí. Esto no puede durar toda la vida. Otros han pensado lo mismo anteriormente, en épocas malas, y siempre tuvieron razón, salieron de una u otra forma, y no duró toda la vida. Aunque para ellos haya durado toda su vida.

Cuando salga de aquí, si alguna vez soy capaz de dejar constancia de esto de alguna manera, incluso relatándoselo a alguien, también será una reconstrucción e incluso otra versión. Es imposible contar una cosa exactamente tal como ocurrió, porque lo que uno dice nunca puede ser exacto, siempre se deja algo, hay muchas partes, aspectos, contracorrientes, matices; demasiados detalles que podrían significar esto o aquello, demasiadas formas que no pueden ser totalmente descritas, demasiados aromas y sabores en el aire o en la lengua, demasiados colores. Pero si llegas a ser un hombre, alguna vez, en el futuro, si logras llegar tan lejos, por favor recuerda esto: nunca estarás tan atado como una mujer a la tentación de perdonar a un hombre. Es difícil resistirse, créeme. Pero recuerda que el perdón también es un signo de poder. Implorarlo es un signo de poder, y negarlo o concederlo es un signo de poder, tal vez el más grande.

Quizá nada de esto se puede verificar. Quizá no se trata realmente de quién puede poseer a quién, de quién puede hacer qué a quién, incluso la muerte, sin ser castigado. Quizá no se trata de quién puede sentarse y quién tiene que arrodillarse o estar de pie o acostarse con las piernas abiertas. Quizá se trata de quién puede hacer qué a quién y ser perdonado por ello. No me digáis que significa lo mismo.

Quiero que me beses, dijo el Comandante.

Bien, naturalmente ocurrió algo después de eso. Semejantes peticiones nunca caen como llovidas del cielo.

Después de todo me fui a dormir, y soñé que llevaba pendientes, y uno de ellos estaba roto; nada más que eso, simplemente el cerebro examinando sus archivos más recónditos, y Cora me despertó al traerme la bandeja de la cena y el tiempo seguía su curso.

—¿Es un bebé bonito? —pregunta Cora mientras deja la bandeja. Ya debe de saberlo, ellas tienen una especie de telegrafía oral, que difunde las noticias de casa en casa; pero a ella le produce placer oírlas, como si mis palabras las hicieran más reales.

—Es bonito —respondo—. Un encanto. Es una niña.

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