Read El cuento de la criada Online
Authors: Elsa Mateo,Margaret Atwood
Tags: #Autoayuda, Ciencia Ficción
Cora me sonríe, la suya es una sonrisa abarcadora. Éstos son los momentos que la llevan a pensar que lo que hace merece la pena.
—Eso esta muy bien —comenta. Su voz es casi melancólica, y yo pienso: por supuesto. A ella le habría gustado estar allí. Es como una fiesta a la que no pudo ir.
—Quizá nosotras pronto tendremos uno —dice en tono tímido. Cuando dice
nosotras
se refiere a mí. A mí me corresponde pagar la recompensa, justificar la comida y los cuidados que recibo, como una hormiga reina con los huevos. Rita me desaprobaría, pero Cora no. Por el contrario, depende de mí. Tiene esperanzas, y yo soy el vehículo de sus esperanzas.
Lo que ella espera es algo muy simple. Quiere que haya un Día de Nacimiento, aquí, con invitados, comida y regalos, quiere un niño para malcriarlo en la cocina, plancharle la ropa, y darle galletas cuando nadie la vea. Yo tengo que proporcionarle estas alegrías. Preferiría su desaprobación, siento que merezco algo mejor.
La cena se compone de guiso de ternera. Tengo problemas para terminarla, porque al llegar a la mitad recuerdo lo que el día de hoy había borrado completamente de mi cabeza. Lo que dicen es verdad, es un estado de trance, tanto dar a luz como estar allí, pierdes la noción del resto de tu vida, te concentras sólo en ese instante. Pero ahora me vuelve a la mente, y sé que no estoy preparada.
El reloj del pasillo del piso de abajo da las nueve. Aprieto las manos contra los costados de mis muslos, tomo aliento, camino por el pasillo y bajo las escaleras silenciosamente. Serena Joy aún debe de estar en la casa donde tuvo lugar el Nacimiento; eso se llama tener suerte, porque él no pudo haberlo previsto. En días como éste, las Esposas haraganean durante horas, ayudando a abrir los regalos, chismorreando, emborrachándose. Tienen que hacer algo para disipar su envidia. Retrocedo por el pasillo del piso de abajo, paso junto a la puerta de la cocina y camino hasta la puerta siguiente, la suya. Espero afuera, sintiéndome como una criatura que ha sido llamada al despacho del director de la escuela. ¿Qué es lo que he hecho mal?
Mi presencia aquí es ilegal. Nosotras tenemos prohibido estar a solas con los Comandantes. Nuestra misión es la de procrear: no somos concubinas, ni geishas, ni cortesanas. Por el contrario, han hecho todo lo posible para apartarnos de esa categoría. No debe existir la diversión con respecto a nosotras, no hay lugar para que florezcan deseos ocultos; no se pueden conseguir favores especiales, ni por parte de ellos ni por parte nuestra, no hay ninguna bese en la que pueda asentarse el amor. Somos matrices dé dos piernas, eso es todo: somos vasos sagrados, cálices ambulantes.
Así que, ¿por qué querrá verme, de noche y a solas?
Si me sorprendieran, caería en las manos despiadadas de Serena. Él no debe entrometerse en la disciplina de la casa, eso es asunto de las mujeres. Después de esto, vendría la reclasificación. Podría convertirme en una No Mujer.
Pero si me negara a verlo, podría ser peor. No hay ninguna duda acerca de quién ostenta el poder real.
Debe de haber algo que él desea de mí. Desear es tener alguna debilidad. Es esta debilidad, fuera la que fuese, lo que me atrae. Es como una pequeña grieta en una pared hasta ahora impenetrable. Si pego el ojo a ella, a esta debilidad suya, tal vez sea capaz de ver claramente cómo debo actuar.
Quiero saber lo que quiere.
Levanto la mano y golpeo la puerta de esta habitación prohibida en la que nunca he estado, una habitación en la que las mujeres no entran. Ni siquiera Serena Joy entra aquí, y la limpieza la hacen los Guardianes. ¿Qué secretos, que tótems masculinos se guardan aquí?
Me dicen que pase. Abro la puerta y entro.
Lo que encuentro al otro lado es algo normal. Debería decir: lo que me encuentro al otro lado parece algo normal. Hay un escritorio, por supuesto, con un Compucomunicador, y una silla de cuero negro. Sobre el escritorio hay un tiesto con una planta, un juego de portaplumas y papeles. En el suelo, una alfombra oriental; y una chimenea en la que no hay fuego, un pequeño sofá de felpa marrón, un aparato de televisión, una mesa y un par de sillas.
Todas las paredes están cubiertas de estanterías con libros. Y están llenas de libros. Libros, libros y más libros perfectamente a la vista, sin llaves ni cajones. No me extraña que no podamos entrar aquí. Esto es un oasis de lo prohibido. Intento no dejar la mirada fija en ellos.
El Comandante está de pie delante de la chimenea apagada, de espaldas a ella, con un codo apoyado en la repisa de madera tallada y la otra mano en el bolsillo. Es una pose estudiada, de galán, sacada de una de esas revistas masculinas de papel satinado. Probablemente decidió de antemano que se pondría así cuando yo entrara. Y cuando llamé a la puerta, seguramente corrió hasta la chimenea y se instaló en esa posición. Tendría que tener un ojo tapado con un parche negro y un pañuelo con un dibujo de herraduras.
Me hace bien pensar estas cosas, tan rápidamente como un repiqueteo, un temblor de la mente. Como una burla para mis adentros. Pero esto es pánico. La verdad es que estoy aterrorizada.
No digo nada.
—Cierra la puerta —me dice, en tono amable. Hago lo que me dice, y me giro—. Hola —me saluda.
Es la manera antigua de saludarse. Hacía mucho tiempo, años, que no la oía. Dadas las circunstancias, parece fuera de lugar, incluso cómica, un retroceso en el tiempo un estancamiento. No se me ocurre nada apropiado para responder.
Creo que voy a gritar.
Él debe de haberlo notado porque me mira sorprendido y frunce un poco el ceño, cosa que yo decido interpretar como preocupación, aunque podría ser simplemente irritación.
—Ven aquí —dice—. Puedes sentarte —acerca una silla y la coloca frente a su escritorio. Luego camina hasta otro lado y se sienta lentamente y, a mi modo de ver, de una manera estudiada. Esto me demuestra que no me ha venir aquí para tocarme contra mi voluntad, ni nada parecido. Sonríe. No es una sonrisa siniestra ni depredadora. Es simplemente una sonrisa, una sonrisa formal, amistosa pero un poco distante, como si yo fuera un gatito en escaparate, un gato al que mira pero que no tiene intención de comprar.
Me siento en la silla, erguida y con las manos cruzadas sobre el regazo. Tengo la sensación de que mis pies, calzados con los zapatos rojos bajos, no tocan el suelo. Pero lo tocan, por supuesto.
—Esto debe de parecerte extraño —comenta.
Yo me limito a mirarlo. El eufemismo del año, una frase que mi madre usa. Usaba.
Me siento como un caramelo de algodón: azúcar y aire. Si me estrujaran, quedaría convertida en una pequeña bolita de color rosado, húmeda y rezumante.
—Supongo que es un poco extraño —prosigue, como si yo hubiera respondido.
Creo que debería llevar puesto un sombrero atado con lazo debajo de mi barbilla.
—Quiero... —dice.
Intento no inclinarme hacia delante. ¿Sí? ¿Si, sí? ¿Qué? quiere? Pero no revelaré mi ansiedad. Es una sesión de negociaciones, están a punto de intercambiarse cosas. La que no vacila está perdida. No voy a regalar nada: sólo vendo.
—Me gustaría... —continúa—. Parecerá una tontería —y de verdad parece incómodo, tímido sería la palabra, tal como solían ser los hombres en otros tiempos. Él es lo suficientemente tímido para recordar cómo dar esa impresión, y para recordar también lo atractivo que le resultaba a las mujeres en otros tiempos. Los jóvenes no conocen esos trucos. Nunca han tenido que usarlos.
—Me gustaría que jugaras conmigo una partida de Intelect —afirma.
Me quedo absolutamente rígida. No muevo ni un solo músculo de la cara. ¡De modo que eso es lo que hay en la habitación prohibida! ¡Un Intelect! Tengo ganas de reírme, de reírme a carcajadas hasta caerme de la silla. Alguna vez éste fue un juego que jugaban las viejas y los viejos en verano o en las residencias de jubilados, cuando no había nada bueno en la televisión. O los adolescentes, en un tiempo, hace muchos muchos años. Mi madre tenía uno guardado en la parte de atrás del armario del pasillo, junto con las cajas de cartón donde guardaba los adornos del árbol de Navidad. Una vez, cuando yo tenía trece años y era negligente y desdichada, mi madre intentó que me interesara por él.
Ahora, por supuesto, es algo diferente. Ahora está prohibido para nosotras. Ahora es peligroso. Ahora es indecente. Ahora es algo que él no puede hacer con su Esposa. Ahora es atractivo. Ahora él se ha comprometido. Es como si me hubiera ofrecido droga.
—De acuerdo —respondo en tono indiferente. En realidad apenas puedo hablar.
No me dice por qué quiere jugar al Intelect conmigo. Y yo no se lo pregunto. Él se limita a sacar una caja de uno de los cajones de su escritorio, y la abre. Allí están las fichas de madera plastificada tal como las recuerdo, el tablero dividido en cuadros y los pequeños soportes para apoyar las letras. El Comandante vuelca las fichas encima del escritorio y empieza a ponerlas boca abajo. Lo ayudo.
—¿Sabes jugar? —me pregunta.
Asiento.
Jugamos dos partidas. Formo la palabra
laringe. Doselera. Membrillo. Cigoto.
Sostengo las fichas brillantes de bordes suaves y paso el dedo por las letras. Me produce una sensación voluptuosa. Esto es la libertad, haciendo la vista gorda. Formo la palabra
cojear. Hartar.
Qué placer. Las fichas son como caramelos de menta, igual de frescos. De niños les llamábamos «camelos». Me gustaría ponérmelas en la boca. También deben de tener sabor a lima. La letra C. Crujiente, ligeramente ácido al paladar, delicioso.
Gano la primera partida, y le dejo ganar la segunda: aún no he descubierto cuáles son las condiciones, qué podré pedir yo a cambio.
Finalmente me dice que ya es hora de volver a casa. Esa es la expresión que utiliza: volver a casa. Se refiere a mi habitación. Me pregunta si llegaré bien, como si la escalera fuera una calle oscura. Le digo que sí. Abrimos la puerta de su despacho, sólo una rendija, para saber si se oye algo en el pasillo.
Esto es como tener una cita. Es como entrar a hurtadillas en el dormitorio, después de hora.
Esto es una conspiración.
—Gracias —me dice—. Por la partida —y luego agrega —: Quiero que me beses.
Pienso cómo podría arrancar la parte de atrás del retrete, el retrete de mi cuarto de baño, una de las noches en las que tomo un baño, rápida y silenciosamente para que Cora, que está afuera sentada en la silla, no pueda oírme. Podría sacar la varilla y ocultarla en mi manga, y traerla escondida la próxima vez que venga al despacho del Comandante, porque después de una petición como ésta siempre existe una próxima vez, al margen de que uno diga sí o no. Pienso cómo podría acercarme al Comandante y besarlo, aquí, a solas, y quitarle la chaqueta como si le permitiera o lo invitara a algo más, como una aproximación al amor verdadero, y rodearlo con los brazos y sacar la varilla de mi manga y súbitamente clavarle la punta afilada entre las costillas. Pienso en la sangre que derramaría, caliente como la sopa y llena de sexo, sobre mis manos.
En realidad no pienso en nada por el estilo. Es simplemente algo que agrego después. Tal vez tendría que haberlo pensado en ese momento, pero no lo hice. Como dije antes, esto es una reconstrucción.
—De acuerdo —le digo. Me acerco a él y pongo mis labios cerrados contra los suyos. Percibo el olor de la loción de afeitar, la de siempre, con una pizca de olor a naftalina, bastante familiar para mí. Pero él es como alguien a quien acabo de conocer.
Se aparta y me mira. Vuelve a sonreír con esa sonrisa tímida. Qué sinceridad.
—Así no —me dice—. Como si lo hicieras de verdad. Él estaba muy triste.
Esto también es una reconstrucción.
Regreso por el pasillo en penumbras, subo la escalera alfombrada y entro a hurtadillas en mi habitación. Me siento en la silla, con las luces apagadas, con el vestido rojo abrochado y abotonado. Sólo se puede pensar claramente con la ropa puesta.
Lo que necesito es una perspectiva. La ilusión de profundidad creada por un marco, la disposición de las formas sobre una superficie plana. La perspectiva es necesaria. De lo contrario, sólo habría dos dimensiones. De lo contrario, uno viviría con la cara aplastada contra una pared, todo sería un enorme primer plano de detalles, pelos, el tejido de la sábana, las moléculas de la cara. La propia piel como un mapa, un gráfico de inutilidad entrecruzado por pequeñas carreteras que no conducen a ninguna parte. De lo contrario, uno viviría el momento. Que no es donde yo quiero estar.
Pero ahí es donde estoy, no hay escapatoria. El tiempo es una trampa en la que estoy cogida. Debo olvidarme de mi nombre secreto y del camino de retorno. Ahora mi nombre es Defred, y aquí es donde vivo.
Vive el presente, saca el mayor partido de él, es todo lo que tienes.
Tiempo para hacer el inventario.
Tengo treinta y tres años y el pelo castaño. Mido uno setenta descalza. Tengo dificultades para recordar el aspecto que tenía. Tengo ovarios sanos. Me queda una posibilidad.
Pero ahora, esta noche, algo ha cambiado. Las circunstancias se han modificado.
Puedo pedir algo. Tal vez no mucho, pero sí algo.
Los hombres son máquinas de sexo, decía Tía Lydia, y poca cosa más. Sólo quieren una cosa. Debéis aprender a influir en ellos para obtener vuestro propio beneficio. Llevadlos de las narices; ésa es una metáfora. Es lo natural, un recurso de Dios. Así son las cosas.
En realidad, Tía Lydia no dijo esto, pero estaba implícito en sus palabras. Flotaba sobre su cabeza, como las divisas doradas que llevaban los santos en la noche de los tiempos. Y al igual que ellos, era angulosa y descarnada.
¿Pero cómo encajar al Comandante en esto, tal como él vive en su despacho, con sus juegos de palabras y sus deseos, para qué? Para que juegue con él, para que lo bese suavemente, como si lo hiciera de verdad.
Sé que necesito considerar seriamente este deseo suyo. Podría ser importante, podría ser un pasaporte, podría ser mi perdición. Debo ser seria con respecto a esto, tengo que meditarlo. Pero haga lo que haga, aquí sentada en la oscuridad, con los reflectores iluminando el rectángulo de mi ventana desde afuera y a través de las cortinas diáfanas como un vestido de novia, como un ectoplasma, con una de mis manos sujetando la otra, balanceándome un poco hacia atrás y hacia delante, haga lo que haga, en todo esto hay algo gracioso.